Oficialmente el fin de la ocupación estadounidense de Japón y la restitución de la soberanía nacional a los japoneses se produjo en 1951. Pero esto no implicó que las tropas norteamericanas abandonasen sus bases militares en el archipiélago, punto geográfico estratégico y vital para los intereses de la potencia americana tras la subida al poder de Mao en China y durante la guerra de Corea. A cambio, el país asiático recibió ayuda económica, que posibilitó una recuperación más veloz de la esperada después de la derrota en la Segunda Guerra Mundial. La posguerra fue un momento delicado, de enfrentamiento de ismos, de extrema dureza y de reconstrucción (moral, económica y material). Todas estas circunstancias afectaron al cine japonés de la época, pero más allá de la eliminación de la censura militar aliada, del crecimiento industrial, del ahogo y carestía popular que Akira Kurosawa plasmaría opresiva en la parte baja de El inferno del odio, o del conflicto que se estaba desarrollando en la península de Corea, el cine japonés vivió durante el decenio de los cincuenta una explosión de creatividad y el aumento de la producción, del número de salas y de asistentes. Fue su década dorada, cuyo punto álgido podríamos datar en 1954. Este fue el año mágico de su cinematografía, de plenitud creativa de los maestros que habían debutado durante el periodo silente (Mizoguchi, Naruse, Ozu, Kinugasa, Inagaki,...) y de los que habían hecho lo propio en la década de 1940 e inicios de la siguiente (Kurosawa, Kinoshita, Kobayashi, Shindô, Ichikawa,...). El resultado de aquella mezcla de talento y creatividad fueron entre otros Los siete samurais, Los amantes crucificados, La voz de la montaña, Godzilla, El intendente Sansho, Crisantemos tardíos, Samurái o las dos películas de Keisuke Kinoshita que alcanzaron los puestos más altos en la lista de la prestigiosa revista Kinema Junpo. Figurar en lo más alto no quiere decir que fuesen mejores obras que sus contemporáneas, sería simplificar en exceso la innegable valía de cada una y también sus diferencias narrativas, genéricas y de las ideas que contienen sus historias. Pero la lista de Kinema Junpo me sirve para recordar e introducir en el texto El jardín de las mujeres y Veinticuatro ojos, dos films en los que Kinoshita revindicaba la figura femenina en el nuevo Japón liberado de la ocupación estadounidense. Pero en el segundo caso lo hacía mirando hacia el pasado, hacia la cotidianidad de Ôishi (Hideko Takamine), una mujer sufrida, tolerante y moderna en comparación al tradicionalismo que en un primer momento descubrimos en el pueblo a donde la envían como maestra. El periplo vital expuesto por Kinoshita se ubica inicialmente en los primeros años de la Era Showa (1926-1989). La primera imagen de la joven profesora la muestra sobre su bicicleta, símbolo de las influencias extranjeras criticadas y censuradas por los hombres y las mujeres de la aldea; la misma reacción genera su traje-chaqueta, que se contrapone con el kimono, vestimenta tradicional que usan en la villa donde ejercerá por primera vez de maestra. Estamos en una época marcada por la defensa de los valores tradicionales, y por tanto patriarcal, feudo para las habladurías, la intolerancia y los prejuicios que inicialmente encuentra su blanco en Ôishi. Veinticuatro ojos (Nijushi no hitomi, 1954) se inicia con un encuadre de una superficie acuática sobre la cual se impresionan los créditos, que son sustituidos por la yuxtaposición de planos que enfrentan tradición de finales de la década de 1920 y modernidad del presente de 1954. Kinoshita se toma su tiempo, es un maestro japonés y como tal no tiene prisa para desarrollar aquello que desea exponer. Los primeros seres humanos que captan la total atención de su cámara son un grupo de niñas y niños. Cantan, están felices porque aún no conocen aquellos aspectos de la vida que mancillarán su inocencia y su pureza. Rodean a una mujer, es su antigua profesora, que en ese instante abandona la escuela porque va a casarse, y les conmina a portarse bien con su sustituta. Los niños ya la echan en falta antes de su despedida, cuando observan a una chica en bicicleta y vestida con traje chaqueta. La sucesión de planos sigue a este nuevo personaje, y escuchamos como la gente del pueblo murmura a su paso. Entonces comprendemos que ella será la figura central de una historia que concede su protagonismo a esas niñas y niños que se convertirán en parte de Ôishi, maestra, figura maternal y mujer con ideas propias, ideas que Kinoshita defiende en todo momento y que apunta a través de las imágenes, de frases como <<a la gente le asustan los cambios>>, que hace hincapié en el tradicionalismo que se vuelve agresivo con lo novedoso y con aquello que no comprende, y del texto que escribe una de las alumnas cuando reflexiona sobre el futuro: <<las mujeres deberían tener un empleo como todo el mundo. Sin un empleo la mujer lo pasará mal...>>. La joven alumna quiera ser profesora y lo logrará, pero no todos sus compañeros, que hemos visto crecer desde el primer curso de primaria hasta su madurez, alcanzarán un futuro; como ya anuncia que otra de las niñas no pueda escribir sobre él, superada por el presente que amenaza la estabilidad familiar. La mirada al pasado expuesta en Veinticuatro ojos antes de llegar al presente nos propone un melodrama sensible, tierno, por momentos nostálgico, a veces podríamos errar y calificarlo de sensiblero, aunque esta posible confusión, debida al sentimentalismo y al amor que Kinoshita proyecta en sus protagonistas, no empaña los logros de un film que nunca esconde su defensa ni sus simpatías hacia la mujer y hacia la inocencia de la infancia, individualizada esta en los <<veinticuatro ojos preciosos>> que la maestra jamás podrá ni querrá olvidar. También nos desvela su crítica a los fanatismos que descubrimos en un segundo plano, casi ocultos, hasta que asoman en frases y gestos, en el rechazo inicial sufrido por Ôishi, en imágenes que inevitablemente recrean la época del auge militarista y expansionista japonés, del patriotismo desmedido y malentendido que lleva a los alumnos, ya muchachos, a la guerra que cobra presencia, aunque no física, en la parte final del film, antes de que todo (o casi todo) regrese a su sitio, y al nuevo comienzo simbolizado por la vuelta de la profesora a la docencia, a su primera escuela, y por la bicicleta que los niños supervivientes, ahora adultos, regalan a su inolvidable y querida <<señorita guijarro>>.
martes, 30 de abril de 2019
lunes, 29 de abril de 2019
A sangre fría (1967)
domingo, 28 de abril de 2019
Hampa dorada (1931)
viernes, 26 de abril de 2019
Calor (1962)
La disparidad de criterios a la hora de valorar cualquier película (o cualquier muestra artística y expresiva) la enriquece o puede que la riqueza de la película (u otro medio de expresión) sea la responsable de generar dicha disparidad. En ambos casos, bienvenida sea, ya que puede aportar perspectivas que quizá hayan pasado desapercibidas con anterioridad. Por otra parte, para que estas diferencias de opiniones sean productivas, habría que hacer hincapié en que es importante aceptar la subjetividad de quien interpreta y la necesidad de presentarlas desde criterios que se alejen de simplismos que descalifiquen una película porque carece de color o de sonido, de altos presupuestos, de rostros conocidos, del es vieja o está realizada en tal sitio, o vayan ustedes a saber qué más. Si me dejase llevar por estos prejuicios, apenas vería cine, y mucho menos podría descubrir ese que me proporciona un algo más que solo consumir estrenos que acaparan las carteleras; que en ocasiones pueden llegar a ser estimulantes, e incluso excelentes películas, aunque no por norma general. Esas pocas grandes películas que se estrenan cada año son insuficientes, al menos no calman mi necesidad de descubrir esa otra cara del cine que se mantiene oculta o que ha caído en el olvido del tiempo, excepto para la minoría que la rescata, la disfruta y desvela su existencia a otras personas, para que estas decidan si eligen verlas y juzgarlas por sí mismas. De no ser así, de no buscar e intentar encontrar, correría el riesgo de pasar por alto películas que me han aportado algo más que un breve instante que se esfuma antes de que concluya. Por suerte, ese algo más está ahí, para quien, con un poco de esfuerzo quizá, quiera descubrirlo, un algo más que también hallé en Calor (Znoj, 1962), el primer largometraje realizado por Larisa Shepitko, y su trabajo de fin de carrera. Sin ser muy consciente de qué iba a encontrar, me deje llevar por un film telúrico, de espacios abiertos, áridos, polvorientos y opresivos, salvo en los instantes como los que separan el día de la noche y la silueta de Kemel (Boletbek Shamshiyev) se confunde en esa puesta de sol durante la cual se agudizan las influencias visuales de Aleksandr Dovzhenko, el gran cineasta responsable de Arsenal (1929) y Tierra (Zemlya, 1930), y profesor de Shepitko en la escuela de cine durante sus primeros pasos como alumna. También descubrí la presencia de los intereses personales de la cineasta: el individuo, el dolor y las vidas al límite, tres características de su obra que no asoman en su cortometraje Living Water (Zhivaya voda, 1957), espléndida sinfonía urbana donde el individuo no adquiere mayor relevancia que la de formar parte del colectivo que asoma por las calles de la ciudad protagonista durante los minutos finales del metraje. Pero en Calor, todo cambia, y asoma la cineasta que centra su personal mirada en el individuo, a quien ofrece el total protagonismo de la película; y lo descubrimos sin poder liberarse, anclado a la tierra, como también descubrimos a la profesora de Alas (Krylia, 1965), aunque esta antigua aviadora sí logra romper las cadenas en su simbólico vuelo final, o a los condenados de La ascensión (Voskhozhdeniye, 1976), su último largometraje completo, que transita por un espacio helado e igual de desolado que Anrakhai. Desde este su primer largometraje, Shepitko sienta las bases de su discurso, su gusto por individualidades complejas y en conflicto frente a entornos que intentan ahogarlas o que impiden su desarrollo. ¿Esta constante formaba parte de su crítica hacia el sistema soviético? Lo desconozco. No tuve la oportunidad de hablar con ella y, por tanto, nunca pude preguntárselo, pero lo que sí parece evidente es su necesidad de expresar ideas propias a través de las imágenes que observamos en Calor, imágenes que nos hablan del conflicto que se desata entre Kemel, el estudiante enviado a trabajar a la unidad agrícola que ara la arenosa Anrakhai, y Abakir (Nurmukhan Zhanturin), el veterano conductor del tractor, resentido por las oportunidades que nunca llegaron y amenazado por la juventud y formación académica del muchacho. Esto nos lleva a la necesidad del segundo por prevalecer sobre el primero, al silencioso temor que se apodera del conductor ante la posibilidad (que él mismo se genera) de ser sustituido por el novel que, imagen de la inocencia y de la modernidad todavía inexistente en el entorno, se descubre atrapado en un espacio muerto, donde, a pesar de la precariedad, de la falta de agua corriente, de la electricidad o de cualquier otra comodidad a la que estaría acostumbrado, hay lugar para la vida y para la libertad representada en un único personaje: la chica (Roza Tabaldiyeva) del manantial, la misma que surge de la nada y muestra su rostro libre de la destrucción que amenaza a la pequeña comunidad de seis miembros donde se produce el choque entre lo viejo y lo nuevo.
jueves, 25 de abril de 2019
Christine (1983)
Wenceslao Fernández Flórez; del prólogo de El hombre que se compró un automóvil (1938)
Bajo su capa de pintura de cine de terror fantástico para público adolescente y de adaptación de una novela de Stephen King, Christine (1983) encaja dentro de las películas que John Carpenter dedica a los límites que separan la cordura y la locura, en este caso concreto desdibujados por un amor voraz, obsesivo, posesivo y celoso de su supervivencia. Desde su nacimiento, Christine se diferencia de sus hermanas o hermanos por su color rojo metálico y por su necesidad de morder la mano de uno de los operarios de la fábrica de automóviles donde se produce su alumbramiento, y poco después la muerte por asfixia de otro de los trabajadores. Ella no es un vehículo cualquiera, es un Plymouth que nace en 1958 con consciencia de ser; de ser una maquina fatal y letal, caprichosa, dominante y exenta de cualquier condicionante moral. A simple vista, la historia planteada por King en su novela y por Carpenter en su película puede parecer una tontería, o eso creyó su guionista antes de cambiar de opinión y decidirse a escribir el guión que el responsable de En la boca del miedo (In the Mouth of Madness, 1995) filmó cual romance obsesivo en el que el personaje humano se somete al dominio de la máquina, aunque puede que la rodase sin convicción y, ciertamente, sin llegar a generar una atmósfera tan inquietante y estimulante como las que envuelven La niebla (The Fog, 1980) o La cosa (The Thing, 1982).
miércoles, 24 de abril de 2019
Sabotaje (1936)
El cine de Alfred Hitchcock es un magistral ejemplo de constancia y de constantes que prácticamente reaparecen en cada una de sus películas, tanto en su etapa inglesa -la misma que parece no existir para quienes solo hablan de una parte de su filmografía- como en su periodo estadounidense, el más popular y aquel en el que alcanzó su plenitud creativa. Consecuencia de dicha reiteración de ideas y temas, hubo quien dijo que el cineasta británico siempre realizaba el mismo tipo de film, distinto en su forma, pero no en su sustancia. Hay parte de verdad en ello, ya que cualquier película de Hitchcock remite a su universo personal y cinematográfico, donde descubrimos falsas identidades, mentiras, sospechas, sumisión o deseos reprimidos y nunca héroes ni heroínas, solo hombres y mujeres atrapados en sí mismos y en las situaciones que el realizador nos plantea sin dejar de introducir pinceladas de su humor y su "malicia" en muchas de las tramas. Pero sería simplificar en exceso el legado fílmico del genio del suspense, no señalar que en la mayoría de sus films asumía riesgos (formales y sustanciales), iba un paso por delante y casi nunca aburría a su público, a quien el director conquistaba una y otra vez con su exposición de intrigas tras las cuales introducía sus temas y obsesiones. Esa era su firma, no los cameos propios que formaban parte de su juego con el público, y tanto sus temas como sus obsesiones eran rasgos de su personalidad, que se imponía siempre y en Sabotaje (Sabotage, 1936) no fue diferente. Su libre adaptación de la novela Agente secreto de Joseph Conrad posee el todo hitchcockiano, y ese todo se introduce desde las fachadas externas, imágenes respetables tras las cuales se esconden interioridades ambiguas y humanas como la de Karl Anton Verloc (Oskar Homolka), un pequeño empresario que posee una sala de cine, pero en realidad sabemos desde el inicio que es un saboteador que trabaja por dinero. Él no es el único personaje que disfraza sus intenciones, sus emociones, sus deseos o sus frustraciones, cuya suma resulta la identidad que sale a relucir a lo largo de los minutos, aunque intente mantenerla alejada de quienes le rodean. También Ted (John Loder), el sargento de Scotland Yard que se hace pasar por frutero para vigilar al sospechoso, es una fachada que disimula al hombre que siente crecer su deseo por Winni (Sylvia Sidney), la insatisfecha esposa de Verloc; o el dueño de la pajarería que, en la trastienda, fabrica artefactos explosivos como quien elabora helados artesanos. El saboteador debe colocar uno de estos en la estación de metro de Picadilly, pero tiene escrúpulos para realizarlo él mismo, y sin embargo no los tiene para enviar en su lugar a Stevie (Desmond Tester), su joven cuñado y el único personaje de entidad que no se oculta tras la mentira. El niño nada sabe del contenido del paquete y camina hacia su destino entreteniéndose con el charlatán que lo usa de conejillo de indias o con el desfile militar que disfruta antes de subir al autobús y así llegar a tiempo a la estación. Ese tiempo pasa ante nosotros mediante la sucesión de planos intercalados del paquete y de los relojes que el realizador inserta para generar mayor tensión, consciente de que nosotros, su público y sus ingenuos cómplices, sabemos que el temporizador prosigue su cuenta atrás. Esto es Hitchcock cinematográfico en estado puro, aquel que juega con la imagen de personajes, con las situaciones y con el tiempo, que dosifica o intensifica para generar el suspense que, aquí, en Sabotaje, se agudiza en dos momentos que centran su atención el uno en Winnie, desencantada e insatisfecha, puede que reprimida, y el otro en su hermano Stevie, quien todavía no ha aprendido a ocultar su imagen real, quizá porque, como niño, aún se encuentre en proceso de maduración o de darle forma. La primera es un espléndido ejercicio visual que desvela el estado emocional de la chica, aquel que ella no expresa con palabras, pero que nos comunica al observar repetidas veces el cuchillo que desea clavar en su marido, después de que este le confiese su culpabilidad. El segundo, el deambular callejero de Stevie hacia su destino, intensifica el suspense y confirma que el realizador no duda a la hora de anunciarnos que no habrá final feliz para ninguno de los personajes, solo ambigüedades abiertas a las interpretaciones de quienes han aceptado ser cómplices pasivos de su propuesta cinematográfica.
martes, 23 de abril de 2019
La podadora (El gran cuchillo) (1955)
*José A. Hurtado y Carlos Losilla (coord.). La mirada oblicua. El cine de Robert Aldrich. Filmoteca de la Generalitat Valenciana. Valencia, 1996
lunes, 22 de abril de 2019
El loco del pelo rojo (1956)
*Vincente Minnelli. Recuerdo muy bien. Autobiografía (de la traducción de Fernando Jadraque). Libertarias/Prodhufi, S.A., Madrid, 1991
sábado, 20 de abril de 2019
Hiroshima mon amour (1959)
El cine y la literatura rompen las distancias espaciales y temporales, pero dicha ruptura espacio-tiempo ni es de su exclusividad ni tampoco novedosa, y no lo es, porque tuvo y tiene su origen en la mente humana, desarrollada mucho antes de que ambos medios de expresión fueran posibles. Se originó en pensamientos que traen al hoy, el ayer y el mañana. Hablamos de un lugar subjetivo donde se confunden o entremezclan imágenes, impresiones, emociones e interpretaciones, hablamos de la memoria, de la imaginación, de la ensoñación, y de la realidad como partes que se citan en un todo: nosotros. Esto me lleva a recordar a Alain Resnais y a Hiroshima mon amour (1959), su primer largometraje de ficción, y también Van Gogh (1948), Guernica (1951), Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955) o Toda la memoria del mundo (Toute la mémoire du monde, 1957), cortometrajes documentales en los que ya asomaba el interés u obsesión del cineasta por la memoria y el olvido, su poética del tiempo y sobre el tiempo. Tiempos que a veces no podemos rememorar porque no los hemos vivido, de modo que solo pueden evocarse desde recuerdos ajenos. Eso haré al nombrar el festival de Cannes de 1959, donde François Truffaut se alzaba con el premio a la mejor dirección por Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959) y Resnais obtenía el aplauso unánime cuando fuera de concurso presentó Hiroshima mon amour. En el certamen, ambas confirmaban el triunfo de un "nuevo" tipo de cine, que no tardaría en cobrar prestigio y popularidad entre el público de la época: era la consagración definitiva de la denominada Nouvelle Vague que un año antes había encontrado en El bello Sergio (Le beau Serge; Claude Chabrol, 1958) una de sus primeras muestras cinematográficas. Ese 1959 francés también fue el año de Le signe du lion (Eric Rohmer, 1959) y de Al final de la escapada (A bout de souffle, Jean-Luc Godard, 1959). De entre estas primeras muestras de la nueva ola francesa, mi predilección se decanta hacia los films de Truffaut y Resnais.
jueves, 18 de abril de 2019
Jacques Becker. Un ser apasionante y apasionado
En Mi vida y mi cine, Jean Renoir dedica uno de los capítulos a quien durante ocho años y ocho películas fue su asistente, y su amigo desde el momento en el que se conocieron. Así lo recuerda el responsable de La regla del juego en sus memorias: <<cuando Jacques Becker vino a verme, era un niño, o más bien un muchacho. Representaba a la perfección todo lo que yo detesto: la gran burguesía francesa, el conocimiento de los bares y la práctica de los deportes caros. Una vez que rasqué aquel barniz, me encontré frente a un ser apasionante y apasionado>>*. Y la pasión que Becker sentía por el jazz lo empujó a los dieciocho años a enrolarse en la <<Compañía General Trasantlántica para poder ir a Nueva York a visitar a algunos de sus ídolos, en primer lugar Duke Ellington>>*. Becker amaba el jazz y también amaba el cine, por ello no dudó en contrariar a su padre y presentarse ante Renoir y decirle que <<dentro de dos meses estaré libre del servicio militar, te acosaré hasta que me dejes ser tu ayudante>>* Así lo hizo, o así lo quiso recordar su amigo y, tras participar como extra en Le Bled y asistir a Roger Lion en Alló... Alló e Y en a pas deux come Angélique, se convirtió en el ayudante de Renoir en La noche de la encrucijada. De aquella relación profesional, entre las que se cuentan las fundamentales Boudu, salvado de las aguas, Una partida de campo o La gran ilusión, el artífice de París, bajos fondos diría que había <<disfrutado viviendo y trabajando junto a Jean Renoir; si volviera a nacer, estaría encantado de hacerlo otra vez, sin embargo, creo que hice mal en no haber hecho todo por convertirme en director antes>>** Esto fue posible en 1935, en el mediometraje Téte de turc. Al año siguiente fue uno de los encargados de dirigir el film colectivo La vie est à nous, una película que la cooperativa Ciné-Liberté y del partido comunista francés habían encargado supervisar a Renoir. Solo fue pequeño paso, el gran salto llegó en 1942, después de su regreso del campo de prisioneros donde había sido confinado tras la derrota francesa en la Segunda Guerra Mundial. Fue entonces cuando rodó su primer largo en solitario, aunque poco podían hacer los cineastas franceses durante la ocupación, menos aún si pretendían ser críticos con el invasor. Limitado por las circunstancias de la época, Dernier atout es una atractiva propuesta genérica que recoge influencias del policíaco estadounidense, influencias que once años más tarde ya no lo serían en la espléndida No tocar la pasta, obra clave y punto de inflexión en su obra fílmica. Durante el tiempo que separa ambas producciones, Becker fue uno de los encargados de reavivar la industria cinematográfica francesa de posguerra. Título a título, plasmaba su interés por personajes humanos, por sus cotidianidades, similares a la cotidianidad del momento que él mismo observaría en su día a día, por los espacios que transitan y donde se producen las relaciones y reacciones de mujeres y hombres como los de Se escapó la suerte, Édouard et Caroline o Calle de la Estrapada. En sus orígenes, su cine parece influenciado por el neorrealismo, también por quien fuera su maestro, por el cine estadounidense e incluso por su contemporáneo Bresson, sin embargo, las películas de Becker son únicas porque asumen dichas influencias y las lleva a su terreno, a su comprensión del medio cinematográfico y del ser humano de quien desnuda emociones en París, bajos fondos, Monparnasse 19 o La evasión, su última y magistral película, la cual no vería concluida debido a su muerte prematura. Su filmografía no es perfecta, ninguna lo es, pero sí resulta excepcional en algunas etapas, además siempre fue coherente con las ideas de un realizador cuyo cine más personal no ha perdido ni un ápice de su humanidad ni de su vigencia, un cineasta que declaraba que <<dirigir es algo que no se aprende. Uno debe inventar su estilo, descubrir su propia vía>>**.
Filmografía
Tête de turc (1935) (cortometraje)
Le Commissaire est bon enfant, le gendarme est sans pitié (1935) (cortometraje co-dirigido por Pierre Prévert)
Le vie est à nous (1936)
L'Or du Cristobal (co-dirigido por Jean Stelli)
Dernier atout (1942)
Goupi mains rouges (1943)
Falbalas (1945)
Se escapó la suerte (Antoine et Antoinette, 1947)
Rendez-vous de juillet (1949)
Édouard et Caroline (1951)
París, bajos fondos (Casque d'Or, 1952)
Calle de la Estrapada (La mudanza de Françoise) (Rue de l'Estrapade, 1953)
No tocar la pasta (Touchez pas au grisbi, 1954)
Ali Babá y los cuarenta ladrones (Ali Baba et les 40 voleurs, 1954)
Las aventuras de Arsenio Lupin (Les aventures d'Arsène Lupin, 1957)
Los amantes de Montparnasse (Montparnasse 19, 1958)
La evasión (Le trou, 1960)
*Jean Renoir. Mi vida y mi cine. Editorial Akal
**Quim Casas, Ana Cristina Iriarte (coord.). Jacques Becker. Filmoteca Española y Festival de San Sebastián. Madrid, 2016
miércoles, 17 de abril de 2019
Julia (1977)
Interpretación (o pensamiento), tiempo presente, de dicho ahora: "¡qué este momento no acabe nunca!"; "cambiaremos el mundo, juntas"; "¿qué puedo decir?"; "¿cómo sorprenderla?"; ¡qué se calle ya!; ¡no la soporto cuando se pone así!...
Memoria (el ayer desde el hoy): <<Julia y yo estábamos tendidas en dos camas gemelas y ella recitó trozos de poesía [...]: a Dante en italiano, Heine en alemán, e incluso a pesar de que no podía comprender ninguna de las dos lenguas, los sonidos eran tan bonitos que sentí una dulce tristeza como si hubiera mucho por delante en el mundo, mucho que sería estupendo y satisfactorio si alguna vez lograba encontrar mi camino.>>1
1.Lillian Hellman. Pertimento (traducción Marta Pessadorrona). Argos Vergara, Barcelona, 1977
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