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miércoles, 2 de junio de 2021

El cielo protector (1990)


Vivimos como si fuéramos eternos, comenta el narrador interpretado por Paul Bowles (el autor de la novela que inspira el film), aunque no son estas sus palabras exactas, para poner de manifiesto nuestra mortalidad y nuestra brevedad bajo el cielo, nuestro reino temporal, finito, sensitivo, emocional. Y esa finitud pasa desapercibida mientras susurra la agonía de la infinitud en la que vivimos o creemos vivir, porque el desconocimiento de nuestra muerte nos protege creando el espejismo que refleja nuestro presente eterno. El cielo protector (The Sheltering Sky, 1990) no es tanto la historia que cuenta como las sensaciones que transmite, las que le dan sustancia y le confieren la sensibilidad que desborda. O quizá fuese mejor decir que ese mundo sensitivo es el que genera las sensaciones que Bertolucci comunica a través de imágenes que no solo llegan visuales; pues, prácticamente, el cineasta italiano logra despertar los cinco sentidos. Parece que apela a ellos, aunque el cine sea un medio audiovisual, y los seres humanos potenciemos la visión por encima del resto de sentidos —y aquí, alguien podría hacer el chiste fácil de “también el común”.



Viendo El cielo protector no resulta complicado imaginar el olor de la putrefacción, sentir las moscas sobre la piel, notar como el sudor la recorre o como el calor la quema, o la agonía de Port. No se trata de subjetividad, ni de ponerse en la piel de los personajes, sino de cómo Bertolucci filma los espacios, el clima, los objetos, las personas. Cierto que la fotografía de Vittorio Storaro tiene mucha culpa a la hora de transmitir tales sensaciones, pero también la ambientación y las actuaciones de Debra Winger y John Malkovich, quienes interpretan al matrimonio que llega al norte de África acompañado por Tunner (Campbell Scott), el amigo a quien Kit le comenta que ellos son viajeros mientras que él es turista. La diferencia, le explica ella, consiste en que los segundos piensan en la fecha de regreso en el mismo momento en el que llegan a su destino, mientras que los viajeros no tienen fecha, incluso puede que no regresen al punto de partida. Esa conversación, aunque parezca trivial, apunta la realidad del matrimonio y de su viaje por el África sahariana, pues es un viaje sin retorno, como todo viaje existencial. Para ellos no habrá vuelta atrás. Y mientras se produce ese recorrido por la existencia e inexistencia de la pareja, Bertolucci realiza otro igual de vital por las costumbres, las distancias y las cercanías de un espacio donde vida y muerte también son viajeras que, en algún punto del camino, se tocan.



Como apunto arriba, El cielo protector es suma de sensaciones que despiertan con el calor, con el color terroso y rojizo del paisaje, con los silencios y la soledad del desierto, con las moscas sobre la carne y los sonidos humanos y naturales por los distintos pueblos y parajes cubiertos por ese cielo que, como dice Port cuando hacen el amor en la inmensidad desértica, les protege de la nada que hay más allá. Sobre El cielo protector, Tennessee Williams afirmó que esta es «una novela salvaje y aterradora, una alegoría del hombre y sus desiertos», pues comprendió que estaba ante un viaje por el exterior y al tiempo por la interioridad de los personajes. Es imposible disociar ambos. Esto también lo entendió Bertolucci en su adaptación cinematográfica de la novela de Paul Bowles —que asoma en pantalla en varios momentos, pero manteniendo las distancias con los personajes. La historia se ambienta en 1947, en un periodo de posguerra en el que el mundo parece y quiere recuperarse de las heridas sufridas, aunque ya nada podrá ser igual que antes, aunque se intente regresar a la normalidad, colonial en el caso de norte saharaui donde arriban la pareja y Tunner, el tercer vértice del triángulo. Quizá por esa necesidad de reencontrarse, el matrimonio decide alejarse de su cotidianidad neoyorquina —de hecho, Port asume que no tiene oficio y pronto carecerá de su identidad previa, al perder su pasaporte— y adentrarse en el desconocido territorio donde la vida y la muerte se hacen más cercanas para ese matrimonio que no llega a África para hacer turismo, sino para continuar el viaje...




lunes, 2 de diciembre de 2019

Accattone (1961)


Catalogar Accattone (1961) de neorrealista sería ignorar las intenciones cinematográficas y humanas de Pier Paolo Pasolini, así como desconocer que el neorrealismo había dejado de existir años antes de que el realizador debutase tras las cámaras. Al contrario que muchos autores de aquella corriente que transformó el cine, Pasolini conoció la miseria en primera persona, formaba parte de su experiencia vital, de su cotidianidad durante sus primeros años romanos, y condicionó su comprensión de los suburbios urbanos y de las personas que los habitaban. Ellas y ellos fueron los desheredados que retrató en varias novelas, guiones y películas, en las cuales se descubre su compasión, entendiendo el término como sufrir juntos (comprender, compartir y buscar alivio al dolor ajeno), y su amor por los oprimidos, en quienes encontró poesía y belleza, encontró rostros que semejan esculpidos en piedra, pero cuyo material está compuesto de contradicciones y ambigüedad humana. Esos rostros son las ventanas al alma y a la imposibilidad que les genera el sistema que los desahucia y condena. El Pasolini de Accattone y Mamma Roma (1962), dos films en apariencia similares pero diferentes en su mensaje de esperanza en la desesperanza, encuentra a sus seres reales en las capas más bajas de la sociedad, en el proxenetismo, en la delincuencia, en la prostitución o en la vagancia, entre otros estados marginales que existen en los espacios infrahumanos retratados, espacios donde sus personajes sobreviven ajenos a la moralidad y a las comodidades burguesas. El movimiento realista captaba la realidad física y moral de un instante de desorientación y de reconstrucción, un instante que afecta a los hombres y a las mujeres que habitan los lugares retratados, pero era un fuera adentro, el como la Historia afectaba a las distintas historias individuales o grupales, salvo, quizás, en Roberto Rossellini, quien ya en Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1947) y, definitivamente, en Stromboli (Stromboli, terra di Dio, 1950) y Francisco, juglar de Dios (Francesco, Giullare di Dio, 1950) miró sin disimulo el interior humano, en un intento de encontrar las distintas verdades espirituales que, potenciadas por el espacio que ocupan, afectan y condicionan a sus protagonistas. El cine neorrealista es la Historia, su plasmación en la pantalla, aunque, en ocasiones, hubiese que recrearla para mostrarla, mientras que las primeras películas de Pasolini viven en su momento, en el marco simbólico-espiritual donde el cineasta se aferra a la esperanza de cambio, a la revolución que libere a personajes como Accattone (Franco Citti), mucho más complejo que su apariencia o su actitud podrían dar entender a simple vista. Por ello, al enfrentarme a cualquiera de las películas realizadas por Pier Paolo Pasolini sé que debo tener en cuenta que, ante todo, su cine
 es a un tiempo ensayo, poesía, ruptura, marginalidad y lucha contra el poder que se perpetúa bajo distintas máscaras y determina las distintas realidades que se dan en un mismo tiempo histórico. Antes de debutar en la dirección, Pasolini había colaborado en la escritura de guiones para Federico Fellini, quien inicialmente iba a producirle su primera película -pero se echó atrás, al ver las escenas de prueba rodadas por Pasolini-, Mauro Bolognini, quien finalmente le puso en contacto con el productor Alfredo Bini, pero su intención y su mirada utópica, social y protocristiana apenas asoman en esas participaciones ajenas. Cobran forma por primera vez en Accattone, la pieza inicial de una obra en constante construcción, destrucción y evolución, una obra cinematográfica, también la literaria, que, en sus primeros pasos, emplea la realidad física y los rostros marginales ya nombrados para introducir la idea de la necesidad de una renovación social. Pasolini era un poeta, un soñador y un intelectual, un ser sensible repleto de contradicciones, de emociones y de ilusiones que no se vieron materializadas. Buscó el lado humano de la periferia, su belleza y su fealdad, dos abstractos que fusionó en uno. Lo hizo en su Ragazzi di vita y en películas como Accattone o Mamma Roma, entre otras obras literarias y cinematográficas. Pasolini fue tan grande como marginado y marginal, como corrobora las críticas y los ataques que recibió de diferentes sectores sociales tras su debut en la dirección. Pero fuese señalado por estos o aplaudido por otros, su obra no nace del exterior, nace de la interioridad del poeta. Fue una obra en constante cambio, aunque no considero que renegase de sus convicciones ni de sus principios, fuesen morales o estéticos, simplemente su desencanto se agudizó a medida que avanzaba el tiempo histórico y la sociedad de consumo ganaba la partida al ideal por el cual luchaba el cineasta. Su obra, tan compleja como rica, vive en el rechazo y en la aceptación, vive en un espacio indefinido, ajeno a las modas y al tiempo. Es un espacio simbólico donde algunos espectadores sentirán repulsa, otros comulgarán con él o intentarán comprender qué se esconde tras las imágenes de sus películas. Accattone ya apunta ese mundo pasoliniano incómodo, pero honesto. Es una primera muestra fílmica de la intención de su responsable, la de de advertir que la realidad física está ahí para algo más que mostrarla; está para ir más allá. La asume como el espacio físico desde donde contempla decadencia, humanidad, necesidad, esperanza e imposibilidad, prescindiendo de una narrativa cinematográfica convencional y de recursos que pudiese suavizar o endulcorar su mensaje, pues, en ese "inframundo" de probreza y de contradicciones, ve humanidad y no personajes, ve en Accattone a un ser humano que no encuentran opciones para liberarse. Artista complejo y comprometido, con la tolerancia y, por tanto, con la vida, Pasolini no juzga a su protagonista, en apariencia vago y egoísta. Accattone no tiene opción, es y será un ragazzi di vita. Vive de las mujeres, a quienes prostituye para continuar sin dar palo al agua, renegando de una vida laboral que no contempla hasta que Stella (Franca Pasut) se cruza en su camino. Ella podría ser su vía hacia la redención, como apunta su <<ayer intenté ir a trabajar. ¿Te das cuenta?>>. Esto que el protagonista dice a un amigo en un momento puntual, muestra un lado que había permanecido oculto. Hay amor e intención de cambio, y ese amor es el sentimiento que descubre y le impide enviar de nuevo a Stella a la calle. Pero antes, Pasolini nos ha mostrado la cruda cotidianidad de la periferia por donde deambulan el protagonista, sus amigos o las prostitutas como Magdalena (Silvana Corsini), la mujer que, con su trabajo, había mantenido a Accattone hasta que las autoridades la encierran tras una falsa acusación.

martes, 12 de junio de 2018

La commare secca (1962)


Un año antes de su debut en la realización con La commare secca (1962), Bernardo Bertolucci participaba como ayudante de dirección de Pier Paolo Pasolini en Accatone (1961), la primera película del realizador-poeta. En ella Pasolini retomaba y trasladaba a la pantalla aspectos sociales de su novela Muchachos del arrollo (Ragazzi di vita) y algunos de esos aspectos asoman en La commare seca, cuyo origen se encuentra en un argumento del propio Pasolini, pero este declinó filmarlo y propuso que su joven ayudante lo trasladase a la pantalla. Desde aquel primer momento Bertolucci se distanciaba de la desgarradora, sucia y primitiva mirada pasoliniana de Accatone, aunque todavía conservaba las influencias heredadas, las mismas que irían desapareciendo a lo largo de sus siguientes películas y las mismas que en su ópera prima desvelan la presencia del poeta entre las intenciones personales y creativas de un cineasta novel consciente de su propia identidad artística. El joven Bertolucci irrumpía en el cine con la investigación del asesinato de una prostituta, pero el homicidio solo es el medio para introducir los testimonios que posibilitan el retrato social pretendido, testimonios que remiten a la sucesión de analepsis de Kurosawa en Rashomon (1950). Donde el cineasta japonés se adentraba en la interioridad humana y ¿el por qué de la mentira?, el futuro responsable de El último emperador (The Last Emperor, 1987) empleó las respuestas a las preguntas de un inquisidor invisible, aunque audible, para acceder a la realidad, por momentos subjetiva y distante del neorrealismo, de los suburbios romanos donde observamos la delincuencia juvenil, la prostitución y la miseria de espacios interiores y exteriores. Ahí se acaban las referencias pasolinianas y se impone el ágil recorrido que Bertolucci desarrolló a lo largo de seis confesiones de cinco personajes que deambulaban por el parque la noche del homicidio. Es indiferente que solo sean presencias circunstanciales o sospechosos, pues el realizador no pretende una intriga sino esbozar el entorno decadente donde habitan Canticchia (Francesco Ruinu), que se dedica a robar bolsos a las parejas que se esconden en el parque, Bostelli (Alfredo Leggi), que vive de las mujeres, o Pipino (Romano Labate), que engaña por su necesidad de dinero al homosexual (Silvio Laurenzi) que busca sexo y que hacia el final del metraje se descubre como testigo ocular del crimen investigado. Salvo este último, el resto de merodeadores del parque Paolino tienen en común su pertenencia a un sector social desfavorecido y sin vistas de mejora. Es en ese sector marginal donde reside el interés de La commare seca, en señalar sin ofrecer soluciones, en mostrar realidades e imposibles, porque, al igual que Pasolini en Acattone y Mamma Roma (1962), Bertolucci es consciente de la imposibilidad de ofrecer alternativas sinceras a los desarraigados que van asomando por la pantalla.

martes, 11 de febrero de 2014

El último emperador (1987)


Si alguien gusta de numerar las curiosidades relacionadas con las películas, probablemente dirá que 
El último emperador (The Last Emperor, 1987) pasa por ser la primera película occidental de ficción rodada en el interior de la Ciudad Prohibida, y después quizá exprese que ganó tantos premios y que se trata de la adaptación que Bernardo Bertolucci realizó sobre la autobiografía que el propio Pu-Yi escribió hacia el final de sus días. Bien, el curioso imaginario ha cumplido su función de introducir el comentario sobre esta biopic sobre el emperador chino, el último, centro de atención de las tres horas de metraje de un film que lo descubre como un individuo condenado a ser una marioneta del destino y de los intereses dominantes en cada una de las etapas en las que el cineasta italiano detuvo su atención (ya fuese a la temprana edad de dos años, cuando es apartado de su madre para ser entronizado, o mucho tiempo después, cuando los japoneses lo utilizan como monarca-títere de Manchukuo, nombre asumido por el país surgido en la Manchuria ocupada). El último emperador se inicia en la década de 1950, con el intento de suicidio de un hombre condenado por el régimen comunista a permanecer en una prisión estatal hasta que sea declarado útil para la nación. Pero este individuo no es uno más entre los centenares de presos sometidos al intenso programa de condicionamiento con el que se pretende que algún día sirvan a la nueva ideología. Dentro de este ambiente carcelario Pu-Yi (John Lone) se muestra sumiso, aunque niega las evidencias de las que se le acusa. No obstante, en la intimidad de su celda, se le descubre rodeado de criados que cumplen sus deseos como si para ninguno de ellos nada hubiese cambiado respecto al año 1908, cuando el prisionero no era más que un niño de dos años que llegó al palacio imperial para ser proclamado <<Hijo del cielo>> y <<Señor de los diez mil años>>. Mediante el uso de los saltos temporales, que una y otra vez regresan al presente del emperador destronado, encarcelado y obligado a responder de crímenes contra el pueblo chino, se descubren instantes vitales como su separación forzosa de la figura materna, su vida dentro de la Ciudad Prohibida, donde crece convencido de su poder sobre los demás, sus relaciones sentimentales con sus dos esposas o el encuentro con Reginald Johnston (Peter O'Toole), quien, convertido en su tutor, observa en el joven monarca a un esclavo del mundo ficticio y aislado en el que vive. Con la sucesión de hechos e imágenes se comprende que el tiempo transcurre privándolo de aspectos básicos: infancia, amistad, compañía de otros niños o el calor de una familia, siendo su único y dudoso consuelo un rango que únicamente le proporciona soledad, que se ve potenciada por la silenciosa presencia de eunucos adiestrados para cumplir cuanto se le antoje. A este muchacho, aparentemente todopoderoso y occidentalizado, se le niega la libertad al serle impuesta su privilegiada posición, desde la que se moldea tanto en pensamiento como en comportamiento. Pero los cambios políticos y sociales se suceden imparables, instaurando en China una república, aunque esta nueva situación política no le libera, sino que le retiene como símbolo dentro de los muros donde se hace adulto sin poder elegir o sin poder contactar con el exterior. Por aquel entonces la educación del joven monarca se completa con la presencia del británico, que se convierte en una especie de amigo que siembra en el muchacho la necesidad de traspasar los muros de la Ciudad Prohibida, pero a esas alturas las cadenas de Pu-Yi son inquebrantables, pues nacen de su sentimiento de superioridad y de su necesidad de recuperar la posición que cree corresponderle por derecho. El último emperador transcurre en un constante aprendizaje, pero también en el castigo que Pu-Yi sufre desde su coronación hasta que, convertido en un anciano jardinero, se le considera reeducado y listo para servir a una nación en la que continúa dominando la inestabilidad social.

sábado, 31 de agosto de 2013

Novecento (1976)


Convertido en uno de los cineastas más prestigiosos de su generación gracias a títulos como La estrategia de la araña (1970), El conformista (1970) o El último tango en París (1972), Bernardo Bertolucci pudo llevar a cabo un proyecto que inicialmente estaba destinado a ser una serie de televisión. Novecento (1976) se realizó en régimen de coproducción, lo que permitió conseguir la financiación necesaria para llevar adelante esta superproducción que narra las luchas sociales e ideológicas que se producen en Italia a lo largo de la primera mitad de una centuria que trae consigo la muerte de Giuseppe Verdi (27 de enero de 1901) y la prolongación en el tiempo del régimen social dominante en el siglo anterior. Pero también se produce un doble alumbramiento en la hacienda de los Berlinghieri, donde el mismo día nacen dos bebes, Olmo y Alfredo, aunque en ambientes distanciados por las diferencias heredadas que se perpetúan en ellos, a pesar de la amistad que les une desde críos. La familia Berlinghieri pertenece a la clase privilegiada; patrones, hijos de patrones y cuna de futuros patrones como Alfredo (Robert De Niro). Mientras, el destino de Olmo (Gérard Depardieu) se encuentra marcado por los abusos de aquéllos, pues él es uno más dentro del campesinado que trabaja los campos de terratenientes que piensan en ellos como parte de sus posesiones. Los Dalcó fueron y son jornaleros condenados a acatar imposiciones que les denigra a vivir una existencia de miseria, donde el hambre y la injusticia van de la mano, sin embargo, las nuevas corrientes ideológicas les permite una mejora que los amos no están dispuestos a tolerar. Novecento arranca en un presente durante el cual un grupo de campesinas persiguen a un hombre y a una mujer que huyen desesperados, mientras, en la casa del patrón, un niño encañona con una escopeta a un individuo que se encuentra a punto de entrar en la vejez. Para comprender estos dos hechos iniciales, Bernardo Bertolucci empleó un flashback que abarca la práctica totalidad de una película que supera las cinco horas de metraje, y que regresa al instante puntual que ubica la historia en el día de la muerte del gran compositor italiano, cuyo fallecimiento precede al nacimiento de Olmo y Alfredo. A partir de ahí, el film avanza en el tiempo, mostrando el acercamiento y el alejamiento de los dos muchachos que representan las dos posturas que en ningún momento, salvo en breves instantes, logran acercarse, imposibilidad que ya se observa en la relación existente entre los abuelos de ambos (Burt Lancaster y Sterling Hayden) o en los abusos que se observan antes y durante la ascensión del fascismo en el país transalpino. Novecento se ubica en una hacienda que vendría a individualizar los sucesos generales que se producían en el país, siguiendo la concienciación del proletariado ante los abusos de los terratenientes, quienes para prevalecer ante las nuevas corrientes político-sociales apoyan el fascismo como medio de frenar el comunismo o el socialismo que amenazan su acomodado modo de vida. Y como consecuencia de su apoyo financiero, social e ideológico, los camisas negras se propagan empleando la violencia y la sin razón que se encuentran representas en Attila (Donald Sutherland). La perspectiva asumida por Bernardo Bertolucci muestra su simpatía hacia los desheredados como Olmo, a quienes convierte en víctimas de los excesos de patronos y de la intolerante ideología que han encumbrado. Así pues, el joven Dalcó asume una postura que se opone al régimen que representa su amigo Alfredo, que, a pesar de ser consciente de la barbarie que le rodea, se muestra pasivo, sin decidirse a cambiar aquello que sabe injusto, dominado por el conservadurismo del pasado y por la apatía de un presente donde estalla el conflicto de clases que, como simboliza el final del film, se perpetuará más allá de la ancianidad de sus protagonistas.

viernes, 7 de diciembre de 2012

El último tango en París (1972)


Si la década de 1950 fue la época dorada de 
Marlon Brando como actor, el año 1972 fue su punto álgido al interpretar a dos personajes tan diferentes entre sí como lo son el patriarca de El padrino (The Godfather) y el maduro y atormentado viudo de El último tango en París (Ultimo tango a Parigi), dos creaciones que confirmaron su enorme capacidad actoral después de un periodo de cierta crisis artística. Paul (Marlon Brando) es un hombre de mediana edad insatisfecho con una vida de la que pretende escapar en ese apartamento donde coincide con Jeanne (Maria Schneider), la joven desconocida a quien ha seguido y con quien no tarda en compartir una tórrida relación sexual en la que no tienen cabida las preguntas, los nombres o las responsabilidades. Entre las cuatro paredes de la vivienda Paul se revela contra su existencia, marcada por la soledad, la mediocridad y el acomodamiento a un matrimonio que ha concluido con el reciente suicidio de su esposa, hecho que ha agudizado su tormento dentro de una sociedad aburguesada, anodina e hipócrita, creadora de su desencanto y de su desorientación, que parecen desaparecer en el anonimato de una pasión nacida de su necesidad de rechazar el espacio externo donde las relaciones se descubren vacías. Bernardo Bertolucci se rebeló contra lo estipulado al realizar un film adulto que no esconde su explosiva crítica hacia una realidad marcada por la mediocridad y la impersonalidad que se descubre en las vidas paralelas de esa pareja de extraños, que se desnudan física y metafóricamente en un piso vacío donde buscan evadirse de la insatisfacción que les domina. La relación sexual les proporciona la oportunidad para protestar contra sí mismos y contra todo aquello que ha formado parte de su pasado y presente, convirtiendo sus encuentros ocasionales en vías de escape al orden preestablecido que habita fuera del apartamento. El último tango en París resulta un film denso y descarnado, que no duda en ningún momento en mostrar el rechazo y las ansiedades de sus protagonistas, los cuales, en la soledad de su idilio, desatan pasiones, instintos y quejas ante esa existencia que ha convertido a Paul en hombre atormentado y a Jeanne en mujer víctima de la sumisión a lo preestablecido, candidata a convertirse en un ser insustancial dentro de un entorno sin sustancia o que la rechaza.

domingo, 17 de junio de 2012

El conformista (1970)


Según el propio Bernardo Bertolucci, El conformista (Il conformista, 1970) es un film de ruptura, porque con él rompió con su pasado cinematográfico, influenciado por el cineasta francés Jean-Luc Godard, demostrando una madurez creativa y discursiva que alcanzó en este film uno de los puntos culminantes de su carrera como realizador. El conformista toma como referencia la novela homónima de Alberto Moravia, uno de los grandes escritores italianos del siglo XX, y como este, más que exponer una intriga, Bertolucci desarrolla un estudio de la psique humana y social de un periodo en el que muchos se habrían comportado y conformado como el personaje interpretado por Jean-Louis Trintignant. Este busca normalizarse dentro de un sistema que cobraría mayor fuerza gracias a la sumisión, que impide plantearse la falta de libertades y la toma de decisiones, simplemente ser uno más dentro de esa "normalidad" que busca el personaje de Marcello Clerici (Jean-Louis Trintignant), un hombre que pretende romper con su pasado atentando contra la vida de un hombre de talante liberal y revolucionario que le recibe con los brazos abiertos. Marcello es un cúmulo de contradicciones, acepta aquello que no le llena porque podría proporcionarle lo que busca, sin embargo, tampoco sabe lo que busca, porque lo que hace es huir de sí mismo y de un pasado marcado por un trauma de la infancia que pretende olvidar, convirtiéndose en un individuo normal, dentro de un entorno normal, y, en su época, la "normalidad" pasa por unirse a la ideología fascista, aunque dicho individuo ni comparta ni rechace semejantes ideas. Marcello se casa con Giulia (Stefania Sandrelli), aunque para él no deja de ser una insulsa e idiota pequeña burguesa, pero es otro paso que debe dar hacia la aceptación, porque la institución del matrimonio posibilita el anonimato dentro del sistema. Otra de sus intenciones para serenar sus inquietudes pasa por trabajar para el régimen y aceptar la misión de asesinar al profesor Quadri (Enzo Tarasci), su antiguo mentor, quien desde el exilio lucha contra el fascismo que gobierna el país. Probablemente, Marcello no sienta simpatías por ningún tipo de ideología, porque su mente vive obsesionada con aquel pasado que le aparta de la "normalidad" que le aparte de la imagen de su padre (Giuseppe Addobbati), internado en un centro de salud mental aquejado de una enfermedad hereditaria, de su madre (Milly), enganchada a las drogas, y cuyo amante resulta ser un chófer, y, sobre todo, que le aleje del recuerdo imborrable e inconfesable de haber sido seducido a los trece años por otro chófer (Pierre Clémenti), hecho que provoca en Marcello la inestabilidad de creerse anormal (posiblemente, por la homosexualidad que no desea reconocer). El trauma infantil se muestra mediante un flashback donde el joven Marcello y el chófer de la familia se encuentran en el jardín antes de entrar en la habitación blanca donde el pequeño sufre el abuso, y donde dispara sobre el pederasta. En el presente de Marcello nada sirve y todo vale, quizá por eso se deja arrastrar, aunque sepa que no es lo que quiere, cuestión que se hace evidente cuando descubre a Anna Quadri (Dominique Senda), a quien intenta seducir y hacerle el amor, algo que no hace con su esposa. La relación entre Quadri y Marcello muestra dos pensamientos enfrentados, no obstante, parece que Marcello duda en romper definitivamente el lazo que le une a su antiguo profesor de filosofía (consumar el asesinato), quizá porque en ese París la normalidad no es el fascismo, sino otra distinta: sin embargo cumple su cometido en un bosque, que por un momento recuerda al que dos décadas después mostrarían los hermanos Coen en Muerte entre las flores (Miller's Crossing).