Mostrando entradas con la etiqueta robert ryan. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta robert ryan. Mostrar todas las entradas

lunes, 1 de noviembre de 2021

La fragata infernal (1962)


Además de ser tres grandes actores,
Charles Laughton, Marlon Brando y Peter Ustinov tienen en común que vistieron toga romana y uniforme de la Marina Real Británica, y que dieron el paso a la dirección, los dos primeros en una única película. El primero lo hizo en la magistral La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955), el segundo en El rostro impenetrable (One-Eyed Jacks, 1961) y el tercero logró su mejor film en La fragata infernal (Billy Budd, 1962). A este trío se le podrían unir otros actores que probaron fortuna en la dirección, aunque solo fuese en una sola película, caso de Karl Malden y Labios sellados (Time Limits, 1957), aunque Malden también se puso al frente del rodaje de El árbol del ahorcado (The Hanging Tree, Delmer Daves, 1959) durante los días en los que Daves estuvo enfermo, o Adolfo Marsillach y Flor de Santidad (1972). Todos ellos, en su función detrás de las cámaras, apuntaban buenas maneras y, en los casos de Laughton, Brando y Ustinov, los resultados artísticos obtenidos señalan que eran cineastas de envidiable talento. Pero de los nombrados y sus obras, los que atraen mi atención en este instante son Ustinov y su adaptación de Billy Budd. Empleo el posesivo “su” porque los créditos repiten hasta cuatro veces su nombre, indicando que es director, productor, guionista y coprotagonista de la adaptación cinematográfica de la obra teatral de Louis O. Coxe y Robert H. Chapman, que a su vez adaptaba a las tablas el relato de Herman Melville, el mismo autor que regaló a la literatura Bartleby, el escribiente y Moby Dick.


Lo primero que llama mi atención de La fragata infernal son las voces de los personajes presentándose a sí mismos, a medida que los nombres de los actores que los interpretan asoman en los créditos. Lo siguiente, y más importante para señalar la grandeza de este film que se debate entre la justicia y la ley, entre la humanidad y la inhumanidad, es la espléndida capacidad cinematográfica con la que Ustinov abre su película al mar y al periodo de las guerras napoleónicas —en el 1797, año que pasaría a la historia negra de la Marina Real Británica, en cuanto a los motines que se dieron en distintos buques de su flota de guerra—, para poco después encerrar a sus personajes y exponer cómo los Derechos y la libertad son arrojados por la borda del buque de guerra donde la tripulación sufre su condena: el sometimiento al código marcial y a sus brazos ejecutores. La acción se inicia con dos naves inglesas que difieren no solo en sus usos: militar la que persigue, mercante la que huye. La primera se llama “Avenger” y la segunda “Rights of Men”.


Establecidas las diferencias entre ambas asoma el nexo que las une: el joven Billy Budd (
Terence Stamp), cuya inocencia e ingenuidad se despide del barco mercante y de los Derechos Humanos. En su imposibilidad, el muchacho lleva consigo la humanidad y la bondad que el suboficial de armas Claggar (Robert Ryan) no duda en odiar, porque le amenaza, pues no sabe como enfrentarse a su rostro opuesto; de ahí que la opción que escoge es la de destruir a Budd. Con su sadismo y bajo el mando del capitán (Peter Ustinov), oficial, caballero y máximo representante en el barco de las Leyes Militares que han provocado amotinamientos en otros navíos ingleses —el de la “Bounty” es el referente histórico más popular, gracias al cine—, el suboficial de La fragata infernal impone su terror y se maneja por ese espacio donde imperan sus abusos y los castigos corporales, latigazos, y psicológicos que la marinería de a bordo sufre sin poder hacer más que acatar las leyes del código y la aplicación de las mismas, aunque nadie pueda decir cuáles han sido las infracciones. Las causas apenas importan, lo importante son la sumisión y el castigo para mantener el orden representado por el capitán y sus oficiales, quienes no pueden declarar inocente a Billy Budd, sin reconocer la culpa del sistema que acatan consciente tes fe que, al hacerlo, renuncian a la ética, a la justicia, a la piedad, a su humanidad.


Claggar solo es fruto de ese sistema que le permite dar rienda suelta a su sadismo, que satisface a costa de sus subordinados, quizá como represalia al rechazo, quizá porque goce haciendo sufrir. Este suboficial de armas, que en la destacada interpretación de Robert Ryan asusta, impone y genera aversión, disfruta de su posición y de la fuerza, así como no duda en emplear los medios más ruines e inhumanos para someter y destruir la humanidad de sus subordinados. Con Billy, nada de lo que hace parece funcionar, así que lo acusa de instigador en un inminente motín, acusación que el capitán sabe falsa, pues conoce al suboficial (y su responsabilidad en la muerte de Jenkins), y espera que Billy lo niegue y ahí concluya el asunto, pero el joven se queda sin palabras. Angustiado, con desesperación e impotencia crecientes, el muchacho reacciona golpeando al suboficial, a quien hasta entonces siempre ha sonreído y tendido una mano amiga. Ese golpe resulta mortal, al chocar la cabeza de Claggar contra la superficie que le desnuca, y, antes de morir, sonríe, se alegra, porque sabe que ha venciendo: la agresión y su muerte le confirman que ha conseguido su propósito. Como hombres, los oficiales saben que comenten una injusticia condenando a la horca a Billy; como oficiales asumen que es su deber hacer prevalecer el código que representa. Están atrapados porque son incapaces de romper con las leyes que no contemplan la justicia ni los Derechos de los que Budd se despide cuando es reclutado. Pero con su decisión deciden no solo condenar al joven marinero, sino ser el instrumento del código, de la ley inhumana, de hay que también deciden no ser hombres, no ser humanos o ser tan inhumanos como el capitán dice de Billy y Claggar, cuando comunica al primero la decisión del tribunal: <<usted, en su bondad, es tan inhumano como Claggar en su maldad>>.



jueves, 12 de noviembre de 2020

Robert Ryan. Ni héroe ni galán

 Robert Ryan nunca llegó a ser una gran estrella de Hollywood y, sin embargo, fue uno de los actores más destacados de su época. No existe contradicción alguna en lo escrito, sencillamente su imagen no se vendió con brillo porque no era la del típico galán, ni la del héroe inmaculado que  tan buenos dividendos dio a los grandes estudios cinematográficos. Sus personajes carecían de glamour, cierto, aunque no de atractivo; de esto último tenían de sobra y, para confirmarlo, solo hay que ver a sus tipos duros y hombres derrotados, sus villanos con o sin matices, sus antihéroes y héroes sin heroicidad. Son los numerosos hombres sin brillo a quienes confirió personalidades que abarcan numerosas emociones y contradicciones. Violencia, derrota, odio, redención, racismo, traición, nostalgia, coraje, imposibilidad, y a añadir otras tantas, salpican su amplia galería de indispensables del cine hollywoodiense. Resulta evidente que su físico, 1,93 metros, mirada penetrante y complexión fuerte, lo encasilló en papeles de villano, antihéroe o tipo duro. Pero esto no resta a su carrera, sino que suma, gracias a la feliz unión de características físicas y aptitudes actorales con las que compuso grises, claros u oscuros, la mayoría memorables. ¿Quién podría precisar qué se oculta detrás de esos ojos qué clava en sus rivales mientras guarda silencio, muestra un rictus que hiela o una sonrisa que podría ser una amenaza? Si algo se puede decir de sus villanos o duros de cine, es que los hizo distintos, les dio carácter. Robert Ryan dio vida a rostros pétreos y personalidades ambiguas, atractivas y repulsivas, en interpretaciones veraces y contundentes que no encuentran una línea divisoria que separe al ser racional del irracional; de ahí que lo cerebral y lo visceral, o lo moral e inmoral, se mezclen y formen el todo que les hace ser como son. Viven en sus zonas lumínicas y sus grises, incluso de tonos tan oscuros que su fondo se turbia y ennegrece como le sucede al villano de Encrucijada de odios (Crossfire; Edward Dmytryk, 1947), quizá, de sus papeles más famosos y contrario a la personalidad del actor —activista por los derechos civiles, liberal que no dudó en oponerse a las listas negras o contra el armamento nuclear—. Su debut en la pantalla se produjo en 1940. Durante ese año apareció en cinco películas en las que apenas tuvo presencia y tendría que esperar hasta Bombardier (Richard Wallace, 1943) para asumir un rol de mayor relevancia, aunque secundaria. Su primer papel importante (de coprotagonista) no tardaría en llegar, aunque la estrella de Compañero de mi vida (Tender Conrade; Edward Dmytryk, 1943) fue Ginger Rogers. Su lista de grandes actuaciones se prolonga desde este film de Dmytryk hasta su rol en Acción ejecutiva (Executive Action; David Miller, 1973), pasando por títulos imprescindibles del cine.

Filmografía (parcial)

1. Montgomery, Encrucijada de odios (Crossfire, Edward Dmytryk, 1947)


2. Scott, Una mujer en la playa (The Woman on the Beach, Jean Renoir, 1947)


3. Smith Ohrig, Atrapados (Caught, Max Ophüls, 1948)


4. Robert Lindley, Berlín Express (Jacques Tourneur, 1948)


5. “Stoker” Thompson, Nadie puede vencerme (The Set-Up, Robert Wise, 1949)



6. Nick Scalon, El soborno (The RacketJohn Cromwell, 1951)



7. Jim Wilson, La casa en la sombra (On Dangerous Ground, Nicholas Ray, 1951)



8. Capitán Griffith, Infierno en las nubes (Flying Leathernecks, Nicholas Ray, 1951)



9. Earl Pfeiffer, Encuentro en la noche (Clash by NightFritz Lang, 1952)



10. Dan Hammond, Horizontes del oeste (Horizons West; Budd Boetticher, 1952)



11. Ben Vandergroat, Colorado Jim (The Naked Spur; Anthony Mann, 1953)



12. Nathan Stark, Los implacables (The Tall Men, Raoul Walsh, 1955)



13. Sandy Dawson, La casa de bambú (House of Bamboo, Samuel Fuller, 1955)



14. Reno Smith, Conspiración de silencio (Bad Day at Black Rock, John Sturges, 1955)



15. Ty Ty Walden, La pequeña tierra de Dios (God’s Little Acre, Anthony Mann, 1958)



16. Teniente Benson, La colina de los diablos de acero (Men in War, Anthony Mann, 1958)



17. Earle Slater, Apuestas contra el mañana (Odds Against Tomorrow, Robert Wise, 1959)
 


18. Blaise Starrett, Day of the Outlaw (André de Toth, 1959)



19. John Claggart, La fragata infernal (Billy BuddPeter Ustinov, 1962)



20. Hans Ehrengard, Los profesionales (The Professionals, Richard Brooks, 1966)



21. Coronel Breed, Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, Robert Aldrich, 1967)



22. Deke Thornton, Grupo salvaje (The Wild Bunch; Sam Peckinpah, 1969)



23. Larry Slade, El repartidor de hielo (The Iceman Cometh, John Frankenheimer, 1973)



24. Robert Foster, Acción ejecutiva (Executive Action, David Miller, 1973)



miércoles, 11 de noviembre de 2020

El día de los forajidos (1959)


Como otros personajes interpretados por Robert Ryan, su Blaise Starrett de El día de los forajidos (Day of the Outlaw, 1959) es ambiguo y contradictorio, racional e irracional. Su personalidad parte del gris oscuro y evoluciona hacia la redención que asumirá cuando aleje a los forajidos del pueblo y los conduzca por la montaña nevada, más bien una tumba blanca. Starrett vive en un continuo claroscuro, quizá por ello se muestra brusco, duro y se sospecha que irracional. No rehuye el enfrentamiento, ni se plantea más opciones que las suyas. Su modo de ser obedece o responde a su concepto de justicia y propiedad —de quien llegó primero y se dejó la piel para levantar el lugar—, lo que supone que se crea en posesión de derechos no escritos. En definitiva, la primera impresión que produce es la de que se trata de un hombre curtido e intransigente, defensor de la ley del más fuerte, territorial y solitario, salvo por la compañía de Dan (Nehemiah Persoff) y, no mucho tiempo atrás, por su idilio con Helen Crane (Tina Louise). Pero ella, inicialmente el personaje que humaniza al ranchero, está casada con el hombre (Alan Marshall) con quien este rivaliza cuando baja al pueblo. Este enfrentamiento entre opuestos cobra protagonismo durante los primeros minutos de metraje, pero algo, con lo que nadie contaba, sucede y minimiza su relevancia en la trama.

Poco a poco, Blaise nos va descubriendo otros aspectos de su carácter, de su soledad y de su “rostro” interior cambiante. Él es el protagonista de este espléndido western opresivo rodado con mano firme por André de Toth, otro que, como Ryan, no fue una estrella de Hollywood, en su caso entre los directores, pero sí un brillante cineasta capaz de llevarnos a un espacio cerrado y ponernos frente a una situación límite que expresa a las claras que nada es seguro, que todo puede cambiar en cuestión de segundos como consecuencia de fuerzas que se ignoran o se descontrolan. El cine de De Toth está plagado de personajes atrapados en espacios físicos que agudizan la sensación de que dentro de ese círculo invisible no son libres, sino que se encuentran condicionados por las circunstancias e imprevistos, pero sobre todo por la propia naturaleza humana. En el pequeño pueblo donde se desarrolla gran parte de la acción hay rencillas que todos conocen y que amenazan con descontrolarse, como así sucede cuando Blaise ordena que echen a rodar la botella sobre la barra del bar. Pero la señal —que debería ser la caída del cristal al suelo— para desenfundar nunca se produce, puesto que sucede el imprevisto: la irrupción de Bruhn (Burl Ives) y sus seis compinches.

Los bandidos, que acaban de robar al ejército, se hacen con el control del pueblo a punta de pistola, pero ni ellos mismos tienen el control, puesto que, aunque lo ignoren, también se encuentra atrapados en un espacio acotado, tanto por la nieve como por su propia naturaleza irracional, más salvaje que la del medio, como confirma que el antiguo capitán y líder de la banda deba imponerse a sus hombres para que no violen a las mujeres y maten al resto de habitantes del lugar. Queda claro para todos, sobre todo para Starrett, que si Bruhn, con una bala en el pulmón, muere los forajidos darán rienda suelta a su intención y necesidad de divertirse, y dicha diversión implicaría el desastre para los habitantes del lugar. Esos instantes de El día de los forajidos aumentan la tensión, como consecuencia de la herida de Bruhn —el veterinario que lo opera, después de que Blaise le hable de la importancia vital de que viva, dice a los vecinos que el herido no durará demasiado—, y de la naturaleza salvaje de sus hombres, quienes, salvo Gene, el muchacho, han asesinado, saqueado, ultrajado, traicionado... Saben que para ninguno de ellos hay vuelta atrás por eso aceptan seguir a Starrett por una montaña tan opresiva y más mortal que la villa.

martes, 13 de octubre de 2020

Acción ejecutiva (1973)


Existía malestar, decepción, sospecha. Había desengaño y enfado. Abundaba todo eso y más en la sociedad estadounidense de la década de 1970. Cierto que estas sensaciones no eran exclusivas de los setenta ni del país norteamericano, pero sí desbordaron al unísono. Hasta entonces, había prevalecido el cuento y pocos prestaban atención a las distintas realidades y complejidades que venían prolongándose en el tiempo. 
Espectáculos y hechos históricos, como pisar la Luna por primera vez, sirvieron para retrasar el shock, pero no pudieron frenarlo. La desilusión, el cansancio social, la pérdida de la inocencia se dejaron notar, a veces en forma de protestas cívicas, otras en arrebatos de ira. Fue el malestar que el policíaco y el thriller de los años setenta intentó expresar en la pantalla, con la contundencia del policía de ficción que limpia a golpe y porrazo las calles de la ciudad o denuncia la corrupción de las instituciones que se supone incorruptas. Eran los antihéroes solitarios: los Harry y los Serpico, pero también hubo otros personajes y películas que señalaron la decepción acumulada a lo largo de los años previos. Es importante el contexto histórico para comprender que la situación no se produjo de la noche a la mañana, aunque sí se agudizó hacia finales de los sesenta, cuando definitivamente se produjo el despertar del bienestar prometido y soñado tras la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos se convirtió en la primera potencia mundial. Del sueño se pasó a la pesadilla: la de una realidad o realidades que empezaron a gestarse hacia la segunda mitad de la década de 1950. Eran realidades políticas, internas, internacionales, sociales, intereses económicos y estratégicos, conflictos silenciados durante años, pero que estaban ahí, a punto, a la espera de la gota que colmase el vaso. El thriller de los setenta intentó reflejar ese malestar que la sociedad ya no calla, la inestabilidad que agudiza la violencia en las calles, la sensación de sentirse traicionados por aquellos en quienes habían depositado su confianza. Aparece el narcotráfico en The French Connection (William Friedkin, 1972), las teorías conspirativas en Acción ejecutiva (Executive Action; David Miller, 1973), el conflicto racial En calor de la noche (In the Heat of the Night; Norman Jewison, 1967), la corrupción policial en Serpico (Sidney Lumet, 1975), la podredumbre en las calles de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) o los abusos e ilegalidades de las distintas instituciones gubernamentales en Todos los hombres del presidente (All the President Men; Alan J. Pakula, 1976). Los títulos nombrados son punteros del thriller de la década que marcó una antes y un después cinematográfico en Hollywood, pero también señaló su momento histórico, el de un país retratado en estos y otros films igual de contundentes, críticos y pesimistas.


La pérdida de confianza en las autoridades, más que en el sistema, la crispación generalizada, la ambigüedad o ausencia de claridad institucional respecto a Vietnam y Cuba, la supuesta amenaza soviética, los derechos civiles de una parte de la población, derechos hasta entonces inexistentes o pisoteados, los asesinatos de los hermanos Kennedy y de líderes negros como Malcolm X o Martin Luther King, el petróleo, el intervencionismo en diversos puntos del globo terráqueo, la administración Nixon..., depararon el fin del sueño, el malestar del despertar y las dudas sobre las versiones oficiales. De ese modo, surgieron hipótesis alternativas a la oficial y algunos thriller de los setenta hicieron eco de ellas en sus historias, secas, expeditivas, para nada complacientes, como la desarrollada por David Miller en Acción ejecutiva. Su narración no precisa personajes histriónicos, ni simpáticos, no hay lugar para héroes ni villanos, ni para supuestos discursos que chillen lo evidente. Miller toma de su presente, mirando el pasado inmediato, para decir que algo estaba sucediendo, que algo no encajaba o no funcionaba. Esa disfunción es la señalada por este tipo de cine en general, y cada película en particular muestra su inconformismo y no esconde su disgusto, ni sus dudas. Por ejemplo, Acción ejecutiva detalla sin ningún tipo de adorno una hipotética conspiración. Lo hace puntillosa, a modo de crónica, y golpea de lleno; si en el lugar correcto o incorrecto, esa sería otra cuestión. Su pegada era inusual en Hollywood y en el cine comercial, donde las más de las veces se abrazaba (y abraza) la versión oficial y el escapismo, socio y aliado de la industria del entretenimiento cinematográfico, de cualquier industria relacionada con el espectáculo.


Pero, a veces, aparecen películas como la de Miller, quien, aprovechando el guion de Dalton Trumbo, abordó temas, supuestos y realidades de un pasado reciente. Desvelando los supuestos movimientos de un grupo minoritario, sí, de esos que suelen mover los hilos entre bastidores, quizá los únicos marionetistas con el poder y los medios para llevar a cabo el asesinato de un presidente. Los intereses en la sombra mueven a los personajes de Acción ejecutiva -posiblemente la primera ficción que detalla de manera exhaustiva una posible conspiración en el asesinato de J. F. K.- y, en un sentido inverso, las sombras también ponen en marcha a otras películas contemporáneas, sin ir más lejos a los periodistas de la indispensable Todos los hombres del presidente. Más allá de la argumental, la diferencia entre ambas estriba en que la segunda es una crónica de la realidad, con héroes que vencen al villano, mientras que en la primera se desarrolla un alternativa a la realidad oficial, sin ningún personaje que pueda simpatizar con el espectador, ya que todos son ambiguos y persiguen fines que escapan a los pretendidos por los individuos que, como la mayoría de nosotros, nada saben de las sombras.

domingo, 15 de enero de 2012

Apuestas contra el mañana (1959)



Ninguno de los dos quiere participar en el “trabajo”, pero las situaciones personales que ocupan el primer tramo de Apuestas contra el mañana (Odds Against Tomorrow, 1959) les obliga a aceptar. Así se comprende que Johnny Ingram (Harry Belafonte) debe 7.500 $ a un mafioso que lo amenaza con matar a su hija y a su ex-mujer si no salda la deuda, lo cual le deja sin más salida que la de asumir un destino que pasa por realizar ese cometido que tampoco Earl Slater (Robert Ryan) desea realizar. Este individuo no puede ocultar que es un perdedor cabreado, frustrado y preocupado por su edad; sin oficio ni beneficio vive a costa de Lorry (Shelley Winters), su amante, quien por amor aguanta su mal carácter. Pero Slater no solo es un tipo enfadado con el mundo, también es violento y un racista declarado, circunstancias que se recrudecen cuando se entera de que Ingram es un hombre de color. De este modo se descubre que se trata de un hombre inestable, lleno de prejuicios raciales, confuso y desesperado, que ha pasado un tiempo a la sombra por un homicidio involuntario que, según sus propias palabras, le produjo una sensación que le gustó. ¿En qué consiste el “trabajo” que unirá y enfrentará a estos dos individuos al límite? El ex-policía David Burke (Ed Begley) tiene un plan que puede proporcionarle mucho dinero, pero necesita a esos dos tipos que inicialmente han rechazado su propuesta, aunque no tardan en cambiar de opinión dadas las circunstancias en las que se encuentran. Así pues, el trío se reúne para preparar el golpe, en ese momento ya se comprueba el rechazo y el enfrentamiento entre Ingram y Slater. Los prejuicios del segundo salen a relucir y a punto están de matarse allí mismo; sin embargo, la intervención de Burke apacigua los ánimos y continúa con la preparación del golpe al banco, conscientes de que no hay vuelta atrás y de que la suerte está echada. Robert Wise manejó con pulso firme el sólido y expeditivo guión escrito por Nelson Gidding y Abraham Polonsky, quien se vio obligado a utilizar una tapadera al estar su nombre en las listas negras que circulaban por Hollywood en la década de 1950, y no sería hasta 1996 cuando se reconoció de manera oficial su participación en este thriller directo, tenso y sin contemplaciones, que pasa por ser la primera película de cine negro con un protagonista afroamericano (Harry Belafonte), donde en todo momento parece que la suerte juega en contra de estos desesperados que son conscientes del riesgo que corren; y por qué no decirlo, también saben que no pueden ganar y sin embargo se aferran a su pocas probabilidades de vencer. Antes de llegar al banco, tanto Ingram como Slater, son vistos por varias personas que podrían reconocerles, mal asunto, pero no pueden detenerse, ya no; los dados se encuentran rodando. Pero posiblemente la peor apuesta se presenta en ese enfrentamiento, siempre latente, entre Ingram y Slater, quienes en todo momento que comparten secuencia dan rienda suelta a una animadversión que crece sin freno, circunstancia que no saben, no pueden o no quieren controlar y que posiblemente les pasará factura. De este modo se comprende que la apuesta en la que se juegan el mañana está en su contra, porque no solo se trata de su incompatibilidad, sino de un destino que también juega de manera imprevisible, porque el azar no se planea, aunque siempre participa. Lo que más llama la atención del film de Wise es la dureza que presenta en todo momento, no por las escenas de violencia, sino por la dureza verbal y por cuanto se sobreentiende del comportamiento de los implicados, cuestiones estas que provocan que no exista vuelta atrás en esta contundente muestra de cine negro.

viernes, 7 de octubre de 2011

Colorado Jim (1953)



Cualquier western dirigido por Anthony Mann e interpretado por James Stewart son sinónimo de calidad; en ellos se observa el itinerario de su protagonista, que deambula por un espacio abierto persiguiendo un algo, que en el caso de Colorado Jim (The Naked Spur, 1953) se trataría de dinero, representado en un fugitivo de la justicia, cuya captura permitiría a Howard Kemp (James Stewart) recuperar su rancho. La recompensa de cinco mil dólares ha sido suficiente aliciente para que se haya decidido a perseguir los pasos de un hombre que no significa más que eso, dinero. Pero no será hasta que se encuentre con Jesse Tate (Millard Mitchell), un viejo buscador de oro, cuando Howard descubra el paradero de Ben Vandergroat (Robert Ryan). La relación que surge entre Howard Kemp y Jesse Tate no es una relación de amistad, se trata de una especie de unión mercantil en la que ambos pretenden salir ganando; lo mismo que ocurrirá cuando en su camino se cruce el desertor Roy Anderson (Ralph Meeker). Entre los tres capturan a Ben, sin que los compañeros de Kemp conozcan su elevada cotización monetaria, valor que Howard se ha guardado para sí. Pero el viaje de regreso no resultará sencillo; el primer inconveniente se presenta en forma de mujer: Linda (Janet Leigh), a quien Ben ha tomado bajo su protección. Linda es la única de los cinco en la que se advierte que no actúa pensando en su propio beneficio, no como sus compañeros que se dejan arrastrar por sus intereses, sin pensar en cómo estos afectan a quienes les rodean. La presencia de Linda resulta incómoda para Howard, ella le recuerda que sus acciones no se basan en su sentido de la justicia, sino en el deseo de recuperar sus posesiones; sin embargo, no puede evitar sentirse atraído por ella, circunstancia que a Ben no se le pasa por alto. La convivencia entre los miembros del grupo no resulta agradable, porque no es una elección libre, sino forzada por la intervención de Ben, quien consciente de una de las mayores debilidades humanas, afirma que Howard Kemp sólo busca el dinero de la recompensa, confesión que genera una desconfianza de la que piensa sacar provecho. Ben sabe que si pretende escapar, debe jugar con las ambiciones de los nuevos socios de Howard, como también sabe que debe utilizar a Linda para escapar de las garras de sus captores. Colorado Jim presenta la ambición que mueve a sus protagonistas, la misma que permite a Ben jugar con quienes le han atrapado, buscando en ellos el enfrentamiento y la traición a su compromiso, porque lo que verdaderamente importa es uno mismo. Linda no comprende esa actitud, no comprende cómo la vida de un hombre puede ser tasada en unos cuantos dólares, ni cómo alguien es capaz de perseguir, capturar e incluso matar para cobrar un dinero manchado de sangre; para ella nada de eso tiene sentido, así se lo hace saber en repetidas ocasiones a todos cuantos la escuchan, sin embargo, la decisión está tomada, y el dinero resulta más importante que la vida de Ben Vandergroat o de cualquier otro. A pesar de que la acción se desarrolla en un amplio espacio exterior, Anthony Mann convirtió el medio natural donde suceden los hechos en un entorno agobiante que limita a unos individuos que semejan atrapados, algo que en realidad ocurre, pues cada uno de ellos se encuentra preso de sus intenciones y ambiciones, provocando que la naturaleza que les rodea se muestre peligrosa, como igual de peligroso se muestra un preso que aguarda su oportunidad, porque sabe que alguno caerá en su trampa.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Los profesionales (1966)



Un primer vistazo apunta que Los profesionales (The Professionals, 1966) es un western crepuscular, de desencanto, de sueños perdidos, ya no de una época que se acaba, sino de las ilusiones que dejan su lugar a la desorientación, al no saber cuál es la causa de la lucha, o a saberlo y comprender que es una causa perdida, en ocasiones traidora e incluso imperfecta. Pero más que de desencanto, Richard Brooks realiza un western romántico, abierto a esos mismos sueños perdidos, a volver a ellos, aunque de un modo distinto, ya no buscando causas, sino a sí mismos. <<La revolución no es una diosa, sino una mujerzuela. Nunca ha sido virtuosa, ni perfecta. Así que huimos y encontramos otro amor, otra causa, pero solo son asuntos mezquinos. Lujuria, pero no amor. ¡Pasión! Pero sin compasión. Y sin un amor, sin una causa, ¡no somos nadie! Nos quedamos porque tenemos fe. Nos marchamos porque nos desengañamos. Volvemos porque nos sentimos perdidos. Morimos porque es inevitable>>, dice Raza (Jack Palance) a Dolworth (Burt Lancaster) cuando este se queda a cerrarle el paso. Las palabras del líder revolucionario hablan claro, hablan de ellos, de todos ellos, de sus ilusiones y decepciones, de sentirse vivos, desengañados y perdidos, pero siempre necesitados de una causa que consideren justa, pero cuál es ese causa, si es que existen las causas no perdidas.



Años atrás, Dolworth y Fardan (Lee Marvin) creían saberlo, pero ahora quizá ya no sepan nada más que están de vuelta en México; quizá se encuentren allí por dinero, quizá porque se sienten perdidos y regresan a lugar donde dejaron sus sueños, sus ideales. Lo cierto es que, tras las decepciones y la imagen presente, ambos todavía  son idealistas y románticos, Dolworth, también mujeriego y Fardan, un sentimental, como le recuerda María (Claudia Cardinale), la mujer que, supuestamente, ha sido secuestrada y deben devolver a su marido, el señor Grant (Ralph Bellamy), el hombre de negocios que los contrata al inicio de este magistral western de Richard Brooks. El cineasta estadounidense no esconde sus simpatías, y las concede a los en apariencia perdedores, a esos hombres fuera de tiempo, a soñadores que han dejado de soñar y que transitan de regreso al lugar donde pudieron hacerlo. Quizá ese viaje a México signifique un viaje hacia sí mismos, al menos en los personajes de Lancaster y Marvin, ya que los interpretados por Woody Stroode y Robert Ryan son ajenos a ese retorno. Su viaje es diferente y, aunque resulte de menor entidad dentro de la historia, también implica una evolución que les acerca. El personaje de Ryan resulta interesante en su desarrollo, el cómo pasa de una comprensión moral limitada, de blanco y negro, a otra más compleja, que asume a medida que avanza el trayecto y su contacto tanto con el medio como con los hombres que lo acompañan. Inicialmente, accede con su moral estadounidense, con la ingenuidad de quien desconoce la ambigüedad humana y con la ignorancia de quien cree saberlo todo. Es un hombre que, asentado en su concepto de bien y mal, lleva consigo prejuicios, de los que se desprende aprendiendo sobre la marcha. En un momento de Los profesionales, le pregunta a Bill Dolworth <<¿Qué hacían dos estadounidenses en una revolución mexicana?>>. Y la respuesta le hace comprender más de lo que dice, puesto que permanece en silencio. <<Tal vez solo halla una revolución, desde siempre. La de los buenos contra los malos. La pregunta es quiénes son los buenos.>>



En manos de Brooks y en compañía de Los profesionales el western evoluciona un paso más  y lo da hacia la inexistencia de héroes inmaculados, ya no quedan ingenuos, pero es precisamente esa ausencia de ingenuidad la que remarca el romanticismo que se esconde tras la apariencia, el que se descubre en el comportamiento y las decisiones de quienes saben o sospechan que hagan lo que hagan no podrán cambiar el mundo y, aún así, no dejan de ser quijotescos. En el film de Brooks no existe un lugar de buenos y malos, ahora solo hay espacios para los hombres de negocios y para los desencantados, para quienes venden sus habilidades, para los que están perdidos, como aparenta el inicio del film, cuando todos ellos se dedican a sobrevivir o, en el caso de Dolworth, a vivir en camas que nunca podrán ser la propia. Los profesionales se inicia con la presentación por separado de los cuatro mercenarios que participarán en la arriesgada misión de devolver a María al hombre que les contrata. Así descubrimos que Fardan es experto en armas automáticas y conocedor del terreno en el que se desarrollará la acción, porque luchó durante seis años en la revolución mexicana. Estas características le convierten en el líder y en el cerebro del rescate, así como le responsabiliza de la labor de conjuntar al resto de sus compañeros. Ehrengard (Robert Ryan) es un ganadero, su experiencia se limita a los caballos; posiblemente, su contacto y dedicación a los caballos le haya mantenido apartado de la ambigüedad humana, ausente en los equinos. Jake (Woody Strode), cuyas habilidades son el lazo, el rifle y el arco, es el tercer personaje, y el último, el mujeriego y, aparente, viva la vida interpretado por Lancaster. Dolworth y Fardan son viejos camaradas, han compartido experiencias y les une la amistad que se convierte en otro de los ejes del film. Ese lazo sentimental posiblemente se fortaleció durante la revolución mexicana durante la que conocieron a Raza, el hombre que ahora retiene a María, y quien se convierte en el objetivo por el que atraviesan la frontera y continúan cabalgando hacia las Montaña Pintadas —el lugar donde Raza, alguien que ni Fardan ni Dolworth habrían calificado de secuestrador, tiene su campamento. Observan el emplazamiento, es un lugar difícil de asaltar, sin embargo, son unos profesionales y logran su objetivo, secuestrar a María, puesto que no la liberan, la apartan del hombre que ama y este no tardará en seguir la pista de los mercenarios de Brooks, un excelente guionista y director que aborda complejidades al tiempo que que desarrolla una aventura violenta, sucia, mortal que permite a los Fardan y Dolworth continuar siendo unos románticos, aunque ya sin causas perdidas ni por ganar.

domingo, 17 de julio de 2011

La casa en la sombra (1951)



Jim Wilson (Robert Ryan) es un policía, antigua estrella de fútbol americano, que se siente resentido como consecuencia de once años de trabajo en el que sólo encuentra crimen e inmundicia. Esta constante le ha llevado a encerrarse en sí mismo, se siente solo y esa soledad le consume. Se ha convertido en una persona violenta, fácil de provocar, dos circunstancias que le conducen a utilizar método bruscos para resolver los casos que le asignan. Uno de sus compañeros le advierte del peligro que corre de seguir por ese camino, incluso, el jefe del departamento le recrimina sus malos modos, a pesar de los buenos resultados. Así pues, para tratar de frenar esa actitud, el capitán le envía fuera de la ciudad con la misión de resolver el asesinato de una niña. A Wilson no le queda más remedio que aceptar y dirigirse a un pueblo donde se encuentra con el padre de la víctima (Ward Bond), un hombre que sufre, que clama venganza y que le advierte que no se entrometa, que será él mismo quien matará al asesino de su pequeña. Sin apenas tiempo para nada más, padre y detective se encuentran persiguiendo al sospechoso, pero sufren un accidente. Tras abandonar el automóvil llegan a una casa solitaria donde vive una mujer invidente. Mary (Ida Lupino) descubre de inmediato la soledad que habita en el corazón de Jim y se convertirá en el detonante para que el agente se replantee su situación.


La primera parte de la película sirve para presentar al policía, un personaje marginal dentro de su entorno, un ser aislado y que se aísla, posiblemente, como medida de protección ante los horrores y la maldad que presencia. No quiere que aquello que le rodea le afecte, y sin embargo, no puede evitar verse condicionado por ello. Poco a poco, se ha ido endureciendo hasta el extremo de no poder controlar la violencia que le generan los criminales con los que se encuentra. Esta parte es la más interesante, la más negra y la que funciona mejor. Hacia la mitad del metraje, el film adquiere otro enfoque, el enfrentamiento de Wilson consigo mismo, gracias a la aparición de Mary. El encuentro con Mary cambia algo en el interior de Jim, reconoce en ella a un ser honesto y también condenado a la soledad. El momento del cambio se produce cuando se encuentra a punto de atrapar al asesino, en una lucha que  le enfrenta con el padre de la niña asesinada, pero también consigo mismo. La casa en la sombra (On Dangerous Ground) no fue una película personal de Nicholas Ray, aún así, es una buena muestra de cine negro, en la que el paisaje urbano siempre se muestra de noche, en ambientes tétricos y llenos de sombras. Lo mismo sucede con el paisaje rural, donde la nieve, la noche y la casa en la sombra delatan la misma soledad que transmite el personaje del policía.

Como apunte final, la música de fondo, compuesta por Bernard Herrmann, podría considerarse, por momentos, un esbozo de lo que conseguiría el gran compositor en la película Con la muerte en los talones (1959).