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jueves, 20 de enero de 2022

Sombra (2018)


El combate de Hero (Ying xiong, 2002) en el que Jet Li dice que <<pese a las diferencias existentes entre las artes marciales y la música, ambas comparten el mismo principio, ambas buscan la armonía suprema>>, apunta lo que será Sombra (Ying, 2018). Los tonos grises que se adueñan del combate, la lluvia, los acordes de la cítara guqin —un instrumento de cuerda de más de 3000 años de antigüedad— tocados por un anciano invidente mientras se pausa y se desata la lucha, el estilismo como fin, el uso de la cámara lenta, los efectos visuales, que priman durante ese enfrentamiento que el héroe narra en su primer encuentro con el rey, aventuran las formas, la tonalidad de la fotografía, de grises que remiten al título, las notas musicales del arpa china y la lluvia que imperan en Sombra y dejan de lado cualquier otra opción que no sea la estética perseguida y lograda por Zhang Yimou, pero ¿a qué precio? El realizador de Sorgo rojo (Hong gao liang, 1987) se decanta por las formas, no tiene intención de alejarse de la superficie y profundizar en sus personajes, máscaras condenadas a existir en una línea unidimensional. Pretende belleza en los movimientos de los personajes en batalla y en el equilibrio entre las notas de la citara y las imágenes de entrenamiento y lucha que se suceden buscando una forma equilibrada que exprese la armonía apuntada por el héroe de Hero, una armonía a la que aspiran las artes. Schiller dijo que La belleza es forma <<porque la contemplamos; pero a la vez es vida, porque la sentimos. En suma, es al mismo tiempo nuestro estado y nuestro acto>>, pero no encuentro ni siento belleza en las formas de Sombra, ni alma estética, ni profundidad emocional, aunque apunte emociones y sentimientos con palabras, gestos y miradas, que no logran espantar de mi mente la sensación de que sus personajes, sus formas y sus motivos son fachadas, y como tal las contemplo, pero que en ningún momento del film me emocionan, ni siento. Inspirada en Los tres reinos, la película prima su aspecto musical y visual sobre cualquier otra opción, pues a Yimou le interesa la imagen y el sonido, el encuadre, olvidándose de las intimidades de los protagonistas, de sus conflictos de identidad —el ser o no ser, el ser reflejo o existir en esclavitud, el desear existencia plena— o del triángulo amoroso, cuestiones que píncela en breves trazos que desaparecen entre paraguas metálicos, sangre y lágrimas en la lluvia. Si en sus melodramas abraza la intimidad de sus personajes, en Sombra, como había hecho en wuxias anteriores, el cineasta se entrega en cuerpo y alma a la estética, aunque, personalmente, resulta una estética que no me transmite.


En Kagenusha (Akira Kurosawa, 1980) o en cualquiera de las versiones de El prisionero de Zenda también hay una sombra; más compleja, en Kurosawa, más aventurera y luminosa en las adaptaciones de la novela de Anthony Hope, y colorista en la versión realizada por Richard Thorpe. La que se pasea por el film de Zhang Yimou es sombra de un noble herido, que sirve a los fines de este para recuperar una ciudad en manos de un general más poderoso. Pero, sobre todo, es sombra enamorada de la mujer del general que suplanta para que nadie sospeche de su debilidad y de sus intrigas palaciegas, sin que sus heridas, las del duelo con el general de la ciudad de Jing, cicatricen y pueda recuperarse. Las sombras se asocian a las tinieblas, a la oscuridad, pero sin luz no existirían; y sin ambas, el cine no sería el arte y el medio visual que Sombra pretende, pues, antes que cualquier otras cosa, Yimou realiza una película que entra por los ojos —coreografía, decorados, vestuario, la lluvia, la fotografía— y busca existir en la belleza de sus movimientos, sus efectos, su diseño y su atmósfera húmeda y grisácea, pero su “belleza” no llega al cerebro ni al “corazón”: los dos lugares donde lo bello deja de ser su reflejo corpóreo para ser la realidad abstracta que existe por sí misma. La fuerza en cada imagen, y por momentos la alcanza, aunque al precio de lograr una estética en la que se nota la mano y la intención que hay detrás. Parece como si las imágenes alcanzasen su máxima expresión no por la expresión de sí mismas, sino para evidenciar la capacidad visual del cineasta chino, que ejercita su estilo empleando tonos grises, agua, lluvia, acordes, danzas, mito e incluso la cámara lenta, para realzar el cuerpo estético que confiere forma a la 
vida en sombras.



viernes, 28 de diciembre de 2012

La linterna roja (1991)

Songlian (Gong Li) pierde su nombre al convertirse en la cuarta esposa de un aristócrata (Ma Jingwu) que se refiere a ella en ese término numérico, hecho que confirma que vive dentro de una sociedad patriarcal y machista en la que ni su identidad ni sus sentimientos tienen cabida. En su misma situación se encuentran las tres primeras esposas, víctimas del dominio masculino y de la sumisión que forma parte de sí mismas, educadas en unas costumbres que las denigra y que provoca la rivalidad que se desata con la aparición de la joven recién llegada. Como cada anochecer permanecen inmóviles ante las puertas de sus casas, donde aguardan la aparición del hombre que las ningunea desde la indiferencia y la falsa superioridad, dispuestas a satisfacer sus deseos, aunque conscientes de que el patriarca encenderá las linternas rojas del hogar de la joven novedad. La primera esposa (Jin Shuyuan) se ha resignado a la certeza de que las linternas de su morada no volverán a encenderse debido a su edad, agudizando la soledad que también se descubre en el resto de cónyuges. La segunda mujer (Cao Cuifen) muestra alegría y afecto hacia la recién llegada, pero su actitud resulta ser una fachada tras la que esconde el miedo que le provoca la presencia de la joven. La tercera (He Saifei) actúa sin la supuesta resignación de sus iguales, negándose a dejar de ser el centro de atención de esa especie de barbaazul ajeno a los sentimientos que afectan a sus cuatro mujeres, ya que para él semejan posesiones que puede utilizar a su antojo. La linterna roja (Dahong denglong gaogao gua) se desarrolla dentro de un entorno opresivo, delimitado por las edificaciones donde habitan esas esposas que pierden parte de su condición humana al aceptar una realidad que no permite disfrutar de lazos afectivos. La sensación de estar contemplando una transacción comercial se refuerza con la presencia difuminada del esposo, siempre oculto tras las cortinas o alejado por la mirada de una cámara que remarca su posición de privilegio. la misma que somete a las esposas y las aparta de la posibilidad de concienciarse de la denigrante situación en la que viven. En dicha realidad las estaciones del año avanzan marcando el camino de Songlian hacia la desesperación que le produce verse despojada de cualquier opción de sentir, decidir o convivir dentro de una prisión regida por las costumbres que las han convertido en objetos de decoración que sólo lucen cuando se iluminan las luces rojas de sus casas.