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sábado, 23 de septiembre de 2023

Providence (1977)

<<En los términos más sencillos posibles, Providence trataba de una larga noche en la vida de un novelista agonizante que, agobiado por el dolor, se atracaba de píldoras y bebidas, luchando para crear una nueva obra. Utiliza a los miembros de su familia como personajes; confunde el pasado, aterrorizado por el futuro, lleno de ira, melancolía y culpa, consciente de que la muerte se acerca rápidamente>>. (1) Este resumen de Dirk Bogarde, que daba vida a Claude Langham en Providence (1977), aproxima la superficie de la película de Alain Resnais, cuyo guion corrió a cargo de David Mercer, e introduce su fondo: la memoria del subjetivo que recuerda, inventa y olvida, quien da forma a la realidad imaginada. En ella, Clive Langham (John Gielgud), <<el novelista agonizante>>, introduce a los miembros de su familia; crea la imagen que tiene de ellos o la que desea, pero sin poder impedir la intervención del subconsciente que, de cuando en cuando, asoma en el consciente en forma de intrusos, como el futbolista, o perdiendo el control sobre sus personajes, como sucede con Helen (Elaine Stritch), reflejo de Maureen, su mujer fallecida, que toma el control del personaje para reprocharle una relación que le hizo sentir una sombra de sí misma, para culparle de su suicidio. Ahí, actúa la culpa del escritor, la que silencia en la realidad consciente, pero que surge en su mente, proveniente de algún lugar donde aguardaba agazapada, a la espera de salir.

Aparte de un film sobre la memoria, Providence también lo es acerca del tiempo y de la creatividad, la cual guarda estrecha relación con la primera, pues, el subjetivo, la mente del pensante, es el constructor de un espacio abierto a las posibilidades. Inicialmente oscuro y vacío, de la nada (la ausencia) se pasa al todo (la presencia). Pero Providence también es una de las obras más irónicas de Resnais, que no solo lleva al límite la memoria y el olvido, el paso del tiempo y su ausencia como dimensión física en el pensamiento, sino que muestra al pensante caricaturizando a los suyos, al tiempo que esas relaciones y personalidades proyectadas en Claude, Sonia (Ellen Burstyn), Henry (David Warner) y Helen, la mujer moribunda, remiten a las propias. De ese modo, más que de invención literaria, Clive realiza un ejercicio de memoria, quizá un exorcismo que elimine fantasmas y culpas ante la proximidad de la muerte, ejercicio retrospectivo en la que el ayer no existe salvo como el ahora en el que se construye.

Inventar y recordar pueden ser sinónimos, si aceptamos que ambos verbos son la acción de crear la imagen de algo que, aunque extraído de una realidad pasada o soñada, no existe hasta que se inventa o se recuerda. No existe pasado inamovible en la memoria, ni futuro en la imaginación, solo sus múltiples posibilidades cambiantes. El autor juega con eso, inventa a partir de los posibles que se presentan. La mente acerca el ayer al hoy, donde también se construye la imagen del mañana, pero en el caso del escritor la posibilidad futura desparece ante la imagen de la muerte que siente y sabe próxima. En la memoria los colores se olvidan, de ahí que la fotografía empleada por Resnais en gran parte de Providence —fotografía obra de Ricardo Aronovich— carezca de colorido, o este se atenúe; en contraste con la vivacidad de los tonos en la realidad que cobra protagonismo en la parte final. Nadie piensa en color, tampoco en blanco y negro (hagan la prueba, si lo desean), sino en la ausencia de tonalidades. Al contrario que los objetos, los paisajes o las personas en la realidad física, sus imágenes en la memoria carecen de corporeidad (atributos físicos), igual que el olvido y su posterior reconstrucción cuanto se recuerda. Aunque se base en experiencias vividas, el recuerdo no es otra cosa que la invención de lo olvidado, de lo ya pasado y de lo que nunca pasó, como es el caso de la memoria que se introduce en la novela que Clive escribe en su noche de agonía. La construye en el presente, condicionado por el miedo, la culpa y las relaciones personales, que siente fallidas; y así, Resnais nos introduce en la vida y en la mente de un novelista anciano que construye un espacio imaginario que puebla con sus familiares, con su visión subjetiva de ellos. Son apenas fantasmas, caricaturas o personajes cuya existencia depende del escritor que los inventa y recuerda, pues son una mezcla de ambas cosas. Al tiempo que relata, Clive realiza un ejercicio de introspección que nace inconsciente en esa imaginación que construye a partir de lo que conoce. Como autor, se toma sus licencias, cambia la realidad conocida y crea algo diferente, pero no por ello, su esbozo literario carece de verdad, ni está exento de imprevistos, ni de reproches que se cuelan en su historia. La exposición de Resnais indica que en Providence existen diferentes espacios mentales; uno de ellos, el subconsciente, es responsable de despertar la culpabilidad que devuelve situaciones y presencias que proporcionan al escritor material para construir su obra, la que le permite asomarse al no tiempo, a la memoria, a la creación artística y, finalmente, a sí mismo.


(1) Dirk Bogarde: Un hombre ordenado (traducción de Javier Alfaya y Bárbara McShane). Espasa-Calpe, Madrid, 1985.

martes, 19 de septiembre de 2023

Portero de noche (1973)

La casualidad llevó a Dirk Bogarde a ver Galileo (Liliana Cavani, 1968), la película que aquella noche estaban emitiendo en una cadena de televisión francesa. Las imágenes llamaron su atención y removieron su memoria. Conocía el nombre que estaba leyendo en los títulos de crédito. Lo había visto con anterioridad en alguna parte. ¿Dónde? De pronto, recordó la pila de guiones recibidos y desechados, sin apenas ojearlos, durante los últimos dos años. Había decidido apartarse del cine y de su ritmo estresante de vida, pero en aquel instante, la necesidad económica apuraba y lo que vio en la pantalla le convenció de que era el momento de regresar a la actuación. Habían pasado dos años desde el rodaje de Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1971) hasta aquel momento en la soledad de su salón y de su búsqueda entre los guiones rechazados e ignorados. Como sospechaba, allí encontró aquella historia que a simple vista le había parecido una más sobre individuos raros. Temía que le encasillasen en ese tipo de personajes, pero recordaba que había algo más en aquellas páginas tituladas Il portiere di notte. El nombre de la autora era Liliana Cavani, el mismo que firmaba la película que acababa de ver sobre Galileo Galilei. Leyó el guion y confirmó sus sospechas: en aquellas páginas había algo más que lo aparente. Había una historia de amor que le gustaba, al menos él consideraba amor a la relación entre su personaje y el de Charlotte Rampling, y esa impresión le decidió a contactar con la directora italiana. El resultado de aquel encuentro fue Portero de noche (Il portiere di notte, 1973), una película que también se desarrolla a partir de una casualidad: el inesperado reencuentro de Max (Dirk Bogarde) y Lucía (Charlotte Rampling).

Corre el año 1957, doce años después de la conclusión de la guerra y del descubrimiento de los campos de exterminio nazis donde ambos coincidieron la última vez que se vieron. Entonces, ella era una prisionera y él, un oficial de la SS que aprovechaba su autoridad para dar rienda suelta a su excitación. La forzaba y sometía, pero al tiempo algo sucedía en él, una especie de dependencia. Así surgió su relación más allá de la víctima y el victimario, más allá del horror y del dolor, en un terreno quizá sadomasoquista, quizá a las puertas de un amor diferente. Su reencuentro revive el pasado, pero se invierte en el presente, pues, en una relación de dominio y sometimiento, ¿quién domina y quien se somete? Acaso ¿no son ambos extremos el reflejo de lo mismo? El dominador es sumiso y el sumiso se trasforma en dominador —tema que Roman Polanski desarrolla en La Venus de las pieles (2013)—, puesto que quien somete necesita alguien a quien dominar, lo cual lo transforma. Domina en la apariencia, pero al tiempo es dominado. Bajo la piel de Max existe la culpabilidad y la necesidad, y esta última solo se calma con Lucía, a quien llama “su niña” al recordar el pasado en el que ella fue la víctima a someter, pero no una más entre tantas, sino, de alguna manera, quien le influyó de tal modo que no ha podido olvidarla. Más o menos, esto sucede en Portero de noche, después de que Lucía y Max se reconozcan en el hotel donde la memoria devuelve el pasado común al presente. En realidad, no lo devuelve, pues ese tiempo pretérito ha estado ahí desde la guerra. Les ha acompañado hasta ese momento en el que vuelven a cruzarse. Lucía, única superviviente de Max, ya no es la joven que fue objeto de deseo, de los abusos y de la manipulación llevada a cabo por el oficial de la SS, que se hacía pasar por doctor para experimentar, excitarse y satisfacer sus deseos y perversiones. Ahora, él se oculta en el anonimato y ella es la única que puede declarar en su contra y poner en peligro al grupo de nazis al que Max pertenece y que se oculta en la sombra, entre los ciudadanos corrientes y respetables.

¿Cuántos nazis y simpatizantes, privilegiados durante el totalitarismo nacionalsocialista, se vieron obligados a huir, o a esconderse en la nueva normalidad, tras la caída del “III Reich”? ¿Cómo lo lograron o cómo se les permitió lograrlo? La mayoría pasaron al anonimato, aceptando que su rol dominante había concluido; otros aguardarían el momento de recuperar lo perdido, como alguien dice en la reunión del grupo de nazis en el hotel. Y para Max, lo perdido se reduce a esa mujer que reaparece en su vida. Quizá sea amor, como apunta Bogarde cuando habla de una historia amorosa, pero ¿qué es el amor, o mejor dicho, qué entiende cada persona por amor? En el caso de Max y Lucía, ¿un nudo irrompible como el suyo, de deseo, excitación, sexo, enlazado con el pasado y sin futuro aparente? ¿O sienten algo más? En todo caso, ¿cómo definen el amor? Hay una definición de Bertrand Russell que expresa que <<el amor es una experiencia en la que todo nuestro ser se renueva y refresca como las plantas cuando llueve después de la sequía. En el acto sexual sin amor no hay nada de esto>>. (1) El encuentro, ¿les renueva y refresca? ¿Se puede hablar de amor en su acto sexual y en su relación, nacida del sometimiento, la violencia, el sufrimiento? Lo que parece evidente es que su contacto (en el presente) refuerza ese nexo del pasado, que ahora, en su reencuentro, para ellos resulta vital y al tiempo se antoja destructivo, por todo cuanto implica: la posibilidad de sacar a la luz ya no solo los crímenes del pasado, sino el destapar y sacar a la luz la existencia y convivencia de antiguos nazis dentro de la comunidad. En uno de sus ensayos, Erich Fromm escribe que <<por lo que se refiere al amor, todo estriba en saber qué se entiende con esa palabra>>, cierto, aunque, más allá del significado que cada quien quiera darle, <<el amor se funda en la igualdad y la libertad>>. (2) Pero Portero de noche no solo es la historia de un romance imposible, sino también la del fascismo encubierto, el que de algún modo sobrevivió a la guerra, se ocultó en la sombra y, en algunos casos, permaneció en las esferas cercanas al poder y es ahí donde Caviani encontró su mejor baza.


(1) Bertrand Russell: La conquista de la felicidad (traducción de Juan Manuel Ibeas). DeBolsillo, Barcelona, 2012

(2) Erich Fromm: El miedo a la libertad (traducción de Gino Germani). Paidós, Barcelona, 2011.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

El copión, por Dirk Bogarde


El título elegido para el siguiente fragmento puede deparar confusión o el chiste fácil, lo cual tampoco es extraño, ya que la relación de “copión” con “el que copia” es evidente. No obstante, no se trata de este significado, el más corriente y arriesgado en las aulas donde Bogarde quizá copiase en algún momento de su etapa escolar; pero lo dudo, ya que apenas mostró interés en la vida académica, de la que quiso escapar lo antes posible para dedicarse al teatro, medio en el que descubrió que carecía de formación cultural, educativa y literaria. Por entonces, le gustaba leer literatura de consumo, novelas que no le exigiesen esfuerzo; y así, tan contento, rechazaba a Shakespeare, Ibsen, Chéjov o George Bernard Shaw. La verdad, con esa dificultosa relación con autores teatrales que se encontraría hasta en la sopa, su futuro laboral peligraba. Por fortuna para su formación y posiblemente para su posterior carrera teatral y cinematográfica, la administración, más que el destino, deparó que entrase en el Cuerpo Real de Transmisiones, durante la II Guerra Mundial, donde descubrió su laguna intelectual y decidió empezar a llenarla con la ayuda de compañeros que poseían mayores inquietudes y conocimientos formales y literarios. Aprender no es copiar y copiar dista de ser un paso en el aprendizaje, quizá un atajo, pero este salto implica un vacío, una carencia, aunque haya quien copiando, aprenda sin aprehender —verbo que, en resumen rápido, vendría a decir algo así como comprender en plenitud un conocimiento, un significado o una idea—. Y vistos los personajes carismáticos que creó, más que interpretó, a las órdenes de Basil Dearden, Joseph Losey, Alain Resnais, Rainer Werner Fassbinder, Liliana Cavani, o Luchino Visconti, la duda de que Bogarde era un copión se disipa. ¿De dónde copiar la compleja personalidad de personajes como el triste y solitario von Aschenbach, el protagonista de Muerte en Venecia (Morte a Venezia, Luchino Visconti, 1971)? ¿De la novela de Thomas Mann? ¿De las indicaciones de Visconti? ¿Quién podría copiar para crear a alguien así? Bogarde, no. Vivió con el personaje, es decir, durante la filmación fue el personaje y ese “ser” implica sentirlo dentro, aprehenderlo, sentir su frialdad, su soledad, su minuciosidad, y exteriorizarlo, relegándose a sí mismo a presencia testimonial, a la espera de recobrar el protagonismo de su vida. Relacionado con el cine, entre estas y otras cuestiones, Bogarde recuerda en sus memorias qué es el copión, así que será él quien lo explique*


<<El copión es simplemente eso: una primera copia.

Inevitablemente es un asunto deprimente para los no iniciados y con frecuencia para los que lo están. En general es como un pésimo conjunto de películas caseras. Las escenas están reunidas en secuencias, de modo que la “forma” se ve, pero no hay gradación de luz, de sonido, de color. No hay música de fondo, no hay títulos de crédito, no hay nada en absoluto que parezca, o se sienta, como cine.

Es algo garabateado y espasmódico que solo pueden ver quienes tienen un corazón fuerte y un verdadero conocimiento. Por eso muchos directores, con toda razón, no dejan que sus actores los vean. Los actores, en general, tienen el ego muy desarrollado. Un copión malo (y la mayor parte lo son) es suficiente para enviarlos a la orilla del río más cercano o ir por ahí gimoteando que la película es “un espanto”. Lo que quieren decir realmente es que no están satisfechos con su apariencia, con su perfil o con su actuación.

La película, que es lo que importa, se olvida. Los que se consideran a sí mismos críticos intelectuales de cine, y actualmente hay muchos de estos, probablemente se sentirían fascinados por la película, pensando que la entendían, y bautizarían el resultado de sus palabras de aprobación más frecuentes: “áspera” y “descarnada”.

Y en eso no podría culparles. Así fue como yo vi por primera vez Muerte en Venecia, una tarde a las tres en una fría sala de proyección de los estudios de Cinecittà. Visconti, sentado en una silla de lona rodeado de varios miembros de su familia, o aquellas personas que él consideraba dignas de ser testigos del descubrimiento de su obra, más unos cuantos miembros escogidos del equipo.

Hubo un discreto movimiento de princesas, una o dos condesas, tres o cuatro actores que “no” aparecían en la película, pero a los cuales honraba porque su adulación le era útil más allá de los confines del estudio. A hombres como Visconti siempre les gusta tener un pequeño escuadrón de gente “agradecida”, el pez piloto que pesca junto a la ballena. Sabía que podía contar con ellos para que hablaran muy bien de la película desde Milán, Roma y Nápoles hasta París y Londres sì hacía falta. Nunca le fallaban. Si no lo hacían, su destino era una muerte lenta por asfixia social y teatral.

No puedo recordar cómo me sentí aquella tarde cuando la última imagen pasó aleteando por los proyectores. Entumecido; de eso sí me acuerdo. Que la película tenía poder grande y curioso; que mi actuación me deprimió profundamente, que era muy hermosa a la vista. Nada más que eso.>>


*Dirk Bogarde: Un hombre ordenado. Memorias (traducción de Javier Alfaya y Bárbara McShane). Espasa-Calpe, Madrid, 1985.

jueves, 4 de agosto de 2022

El sirviente (1963)


Aunque mitigado por los convencionalismos sociales y por los códigos de conducta, las relaciones humanas se establecen en el dominio-sometimiento que Joseph Losey apunta en el restaurante donde Tony (James Fox) y Susan (Wendy Craig) pierden su protagonismo en beneficio del espacio humano donde son dos entre tantos. Lo muestra en la relación entre el obispo y su secretario o en la madre y su hija. En ambos casos, parece innegable que se establecen en un orden aceptado. Pero hay modelos menos evidentes, ciertas formas de tira y afloja que, perdida la posibilidad del equilibrio convenido, se desequilibran y la dominación y el servilismo se disparan y alcanzan grados tan extremos y enfermizos como el escogido por Losey para establecer la ambigua relación entre los dos personajes masculinos de El sirviente (The Servant, 1963), el primero de los tres largometrajes que el director estadounidense colaboró con Harold Pinter, que también sería el autor de los guiones de Accidente (Accident, 1967) y El mensajero (The Go-Between, 1971) —Pinter también colaboró con Losey, aunque sin acreditar, en el de Modesty Blaise (1966).



¿Quién es el dominante en la relación señor y sirviente que se establece en la casa donde el realizador les encierra? ¿Quién maneja los hilos ahí, si no Barrett (Dirk Bogarde)? Dominador es “quien domina o tiende a dominar” sobre algo o sobre alguien, pero la definición no habla del sometido ni explica que, en su reverso psicológico, quien se somete también domina, puesto que el dominador, como tal, precisa no solo dominar, sino también sentir que su dominio existe. Esto, en su grado obsesivo, es una condena para el primero (también para el segundo), pues, en realidad, ya no tiene dominio sobre sí, aunque lo tenga sobre otros. Lo comprobamos en Tony: un joven caballero inglés que contrata a Barrett para que sea su sirviente. Y efectivamente, lo es, aunque solo de oficio, ya que psicológicamente, Barrett aspira a controlar a su señor, a quien somete desde la servidumbre y la manipulación, también desde el uso de Vera (Sarah Miles) como cebo sexual. Respecto a esto, Losey crea una escena que no necesita más que el ruido de las gotas de agua cayendo del grifo y el sonido del teléfono. Ambos ruidos no hacen más que remarcar la tensión sexual en la cocina, cuando Vera seduce a Tony en un instante en apariencia pausado, pero que late a mil por hora y a elevada temperatura. En ese momento, Barrett, ausente, pero por mediación de su amante, logra someter plenamente a su señor, aunque él también depende de aquel. Sus vidas se unen en la apariencia empleado y empleador, pero la realidad que comparten establece una relación amor-odio en la que ambos se necesitan, aunque se trata de una relación en exceso destructiva para Tony, quien, avanzado el metraje, pierde cualquier control sobre sí y sobre su entorno.



martes, 22 de febrero de 2022

El faro azul (1949)


Cuatro nombres fundamentales de la Ealing, aportaron talento creativo a El faro azul (The Blue Lamp, 1949), un espléndido policiaco urbano dirigido por Basil Dearden, en el que inicialmente detalla y alaba la cotidianidad de los bobbys londinenses por calles donde el malestar social agudiza la violencia en hogares y zonas deprimidas donde proliferan jóvenes delincuentes como Spud (Patric Doonan) y Tom Riley (Dirk Bogarde), cuyo comportamiento, por momentos, apunta el rechazo, menos violento, asumido por los airados protagonistas de los títulos más celebrados del free cinema. Cuatro nombres, apunté arriba, Dearden es el primero, los otros tres son los del productor y director artístico Michael Relph, el guionista y ex-agente de policía T. E. B. Clarke y el futuro realizador Alexander Mackendrick, que aportaba su grano de arena en los diálogos adicionales y en su función de ayudante de Dearden, un cineasta que, al contrario que Charles Crichton o el propio Mackendrick, no fue asiduo de las comedias de la casa. A él le encargaban melodramas, policiacos y una pieza de prestigio como Matrimonio de estado (Saraband for Death Lovers, 1948). Pero, quizá su mayor éxito popular fuese El faro azul, como parece señalar que dio origen a una serie que la BBC empezó a emitir en 1955, cinco años después del estreno de la película.


Durante dos décadas,
Dixon of Dock Green (1955-1976) permaneció en pantalla, tomando como personaje principal a George Dixon, el bobby interpretado por el actor Jack Warner en el film. Figura paternal, George ha hecho tantas rondas callejeras y recorrido tantos kilómetros que nada le sorprende. Siempre sonríe, como si todo fuese familiar para él, y ese talante conforta a Andy Mitchell (James Hanley), el novato a quien el veterano acoge en su hogar, para que la integración del muchacho en el cuerpo y en la ciudad sea plácida y familiar. Los primeros instantes del film se centran en estos dos hombres y en la señora Dixon (Gladys Henson), así como en la camaradería que reina entre los uniformados que pasean las calles día y noche. Dearden no esconde su admiración (lo más probable que sea la de Clarke), ni su intención de mostrar a los agentes del orden en su mejor versión, homenajeando su labor; pero, tras ese tono amable, no exento de instantes cómicos, los detalles que se van sumando a la acción nos ofrecen una perspectiva más amplia y compleja, entre el documento urbano de posguerra y la ficción policial. Respecto a este punto, El faro azul poco o nada tiene que envidiar al policiaco semidocumental hollywoodiense de la segunda mitad de la década de 1940; ni en su carácter partidista, siempre alabando la función de las fuerzas de seguridad del estado, ni en su intención de detallar hechos y modos en la investigación policial que, aquí, Dearden inicia una vez la trama entra en la búsqueda de los dos delincuentes.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

A las nueve, cada noche (1967)



El primer largometraje de
Jack Clayton, Un lugar en la cumbre (Room at the Top, 1957), se desarrolla en un entorno adulto, gris, cruel e igual de sombrío que los ambientes infantiles y claustrofóbicos donde, posteriormente, desarrollaría sus producciones con niños y niñas de protagonistas. Pero más que historias, ¡Suspense! (The Innocents, 1961), A las nueve, cada noche (Our Mother's House, 1967) y La feria de las tinieblas (Something Wicked This Way Comes, 1983) narran sombras psicológicas, miedos, fantasías y pesadillas. Indaga en la naturaleza infantil, quizá desprotegida, en desarrollo y condicionada por lo desconocido. Al tiempo, comprenden y no comprenden, sienten confusión ante hechos e ideas complejas. Aún no se encuentran preparados para enfrentarse a la complejidad que implican los abstractos a los que se enfrentan antes de tiempo. La situaciones se precipitan en vivencias y en ausencia de modelos adultos que indiquen, guíen y protejan su mundo infantil: su inocencia. Los protagonistas de las tres películas se ven obligados a vivir situaciones que despiertan sus miedos, sus instintos, su supervivencia, prácticamente lo hacen en solitario (sin una imagen adulta protectora que vele por ellos), lo que depara soledad, amenaza y temor a lo desconocido, a lo que vendrá. Y quizá ese por venir y por conocer, la edad adulta que tarde o temprano llamará a sus puertas y conquistará sus mentes, depare el tono sobrenatural o terrorífico asumido por Clayton en sus films con menores.


El tono fantasioso difiere en las tres películas, también lo hacen los personajes, aunque todos viven una aventura. No se trata de una épica, como puedan serlo las de 
Viento en las velas (A High Wind in Jamaica, 1965) y Sammy huida hacia el sur (Sammy Going South, 1963), ambas de Alexander Mackendrick, pero, al igual que estas, sí es la aventura de verse en lo inesperado, en un mundo más adulto que infantil, lo cual implica verse en la obligación de superar las trabas y temores que llegan con lo desconocido. Los hermanos de A las nueve, cada noche no se enfrentan a fantasmas, o a la idea, ni a espíritus diabólicos, como sí sucede en los pequeños de ¡Suspense! y los dos amigos de La feria de las tinieblas. De hecho, inicialmente, los hermanos Hook buscan su aliado en el más allá, buscan un guía, en este caso, una: su madre. Fallecida tras una larga convalecencia, la entierran en el jardín de la casa y silencian el hecho por temor, pero también por la necesidad de mantenerla cerca de ellos, de sentir su presencia y de continuar con sus normas, como corrobora que todos deseen creer que la difunta se comunica con ellos a través de Diana.


<<[...] desde distintos enfoques, el cine de Sir Carol Reed, el de Alexander Mackendrick y el de Jack Clayton se alinean en algunos de sus enunciados autorales en torno a esta singular obsesión que compromete a niños y adultos en un "juego" que puede alcanzar un nivel destructivo en disposición de erosionar, resquebrajar el sentido de la inocencia>>, (1) siendo los factores de erosión más comunes la responsabilidad de guardar secretos o la ausencia/pérdida/separación de los adultos; en el caso de los hermanos Hook, la muerte materna. Por miedo a que los separen y los envíen a orfelinatos, donde sospechan recibirán malos tratos, los siete deciden hacer como si nada hubiese sucedido, de hecho continúan dedicando a la madre la hora en la que todos ellos se reúnen y leen pasajes de la biblia o Diana asume ser la voz de la difunta, que se comunica con ellos. En una perspectiva mundana, es Elsa quien asume el rol materno, aquel que le corresponde por ser la mayor, mientras, por ejemplo, Jimmie se encarga de falsificar la firma de la fallecida -falsificación tan perfecta que les permite cobrar los cheques en el banco. De ese modo, la vida de la familia continúa, la presencia materna se prolonga en Diana, en la intolerancia de Dan o en decisiones que los pequeños toman a raíz de las respuestas que creen recibir del más allá. Esta constante se mantiene durante la primera parte del film, aquella en la que parece que Clayton apunta una caída en el fanatismo religioso practicado por la madre y muestra cómo Diana aprende a mentir y manipular a través de la mentira. Sin embargo, la aparición de Charlie (Dirk Bogarde), a quien Huber escribió para que les ayudara, cambia el tono del film, incluso las imágenes y la música parecen alegrarse, igual que la vida de los protagonistas infantiles. Él es el padre, aunque ninguno lo recuerda, y llega para ocupar un lugar que, salvo la mayor, el resto echa en falta: la figura de alguien que normalice la situación insólita o mantenga la verdad en secreto (puesto que Charlie no deja de ser otro niño); de ahí que no tarde en ganarse el cariño y la confianza de todos, excepto de Elsa, que recela y no olvida que su madre lo califico de "mal hombre"; el resto juega con él, viajan en el nuevo automóvil, empiezan a admirarlo, Diane padece el síndrome de Electra,... En definitiva, lo aceptan donde antes encajaba la madre, lo que les permite cierta sensación de protección y la ilusión de ser una familia...


(1) Aguilera, C; Ardanaz, N; Esteve, LL; Fernández Valenti, T: Historia del cine británico. Pág. 342. T&B Editores, Madrid, 2013

lunes, 24 de junio de 2019

Rey y patria (1964)


En su
Declaración de un soldado (julio, 1917), <<en un acto de desafío consciente a la autoridad militar...>>, el capitán y poeta británico Siegfried Sassoon razonaba que no podía continuar ni apoyando ni luchando en una guerra de liberación que había pasado a ser una guerra de agresión donde los hombres morían sin más sentido que la imposición de dirigentes que no buscaban alternativas que pusieran fin al conflicto, alternativas que por otra parte podrían perjudicar sus intereses y su autoridad. <<...A mi juicio, aquellos con el poder necesario para poner fin a la guerra están alargándola intencionadamente...>>, Sassoon se acercó a la cuestión, señaló la agresión que los propios mandatarios realizaban sobre los mandados, y como estos jóvenes, voluntarios —que con la duración de la guerra hubieran sido enviados al frente igualmente— o reclutados forzosos, se vieron lejos de sus hogares, de su familia y de su futuro y se adentraron en un presente bélico donde sus cuerpos y sangre abonaron las tierras de los campos de batalla europeos durante la Gran Guerra (1914-1918).


No hay malentendido posible a la hora de acercarnos al tema principal del film de
Joseph Losey. No trata del juicio a un soldado acusado de deserción que se enfrenta a la sentencia a morir frente a un pelotón de fusilamiento. Rey y patria (King and Country, 1964) no juzga a Hamp (Tom Courtenay), lo toma como excusa para criticar al tribunal militar y al sistema que este representa, a cualquier sistema que, desde la autoridad que se autoconcede, impone normas que oprimen al individuo, a quien despoja de su dignidad y de cualquier opción de disentir del orden establecido. En el film de Losey no hay crimen individual, hay una sentencia que se emplea para someter, advertir y dar ejemplo a quienes pretendan salirse de los márgenes inamovibles que el tribunal no tolerará traspasar. Es una sentencia que conlleva un aviso y al tiempo es una herramienta de sometimiento y castigo. La inamovilidad del sistema militar provoca que el film apueste por ser estático, falto de movimiento, algo que no obedece a su origen teatral, sino a la rigidez del entorno marcial que se impone, dentro del cual nadie puede poner en duda la cadena de mando, ni las órdenes ni los símbolos que supuestamente legitima su control; el rey y patria del título; la malentendida idea de honor y deber.


El soldado Arthur Hamp desconoce el alcance que supone su paseo inconsciente, un caminar que no vemos, pero del que nos hace partícipe la acusación y la defensa. De manera inconsciente, sus pasos lo alejaron del frente donde ha permanecido durante los tres últimos años, tiempo suficiente para sufrir desequilibrios psíquicos, ver morir a todos sus compañeros de batallón o descubrir que su mujer -quien con sus palabras lo empujó a alistarse al inicio de la guerra- ha llenado su ausencia con la presencia de otro hombre. Conocemos al acusado en la intimidad del recinto donde aguarda en soledad, con la única compañía de su armónica, y donde se produce su encuentro con el capitán Hargreaves (
Dirk Bogarde), su defensor y oficial cuyo origen social lo muestra en un primer momento altivo, capaz de afirmar que aquel a quien visita no ha cumplido ni como hombre ni como soldado. Alude al deber, pero ¿qué es el deber? ¿Quién lo indica y a quién se debe en realidad? La lluvia, el barro, la muerte y las ratas dominan el espacio que Losey muestra desolado y estático. No rehuye la situación infrahumana a la que se ven sometidos los soldados, no le hace falta mostrar batallas ni muertes entre trincheras, porque la batalla y las muertes son inherentes al espacio donde observamos un caballo muerto o un cuerpo que ya forma parte del parapeto, y en las fotografías que el cineasta inserta en determinados momentos para corroborar su discurso antimilitarista y el pesimismo que nunca abandona la película.

sábado, 27 de enero de 2018

Víctima (1961)



El cine puede ser arte, entretenimiento, una combinación de ambos, ninguno de los dos, indiferencia, pasión, sorpresa, novedad, repetición, fuente de pérdidas o de beneficios económicos,... pero, como medio de expresión, también puede ser una voz disonante entre la aceptación, una voz que pone en tela de juicio la denominada normalidad. Dicha voz llama la atención sobre cuestiones que afectan a la realidad social y, desde esta perspectiva, el cine y los cineastas plantean hechos incómodos o silenciados, a veces con un posicionamiento evidente y directo, otras desde preguntas con o sin respuestas, que invitan a reflexionar sobre las circunstancias que abordan en las películas. El inicio de Víctima (Victim, 1961) atrapa al espectador como entretenimiento, lo hace mediante los planos de la huida de un hombre desesperado, mientras, los títulos de crédito nos van mostrando los nombres de los actores, actrices y equipo técnico que aceptaron colaborar con Basil Dearden en este valiente, angustioso y destacado drama de intriga, el primer largometraje en lengua inglesa en el que, en su intención de recalcar una injusticia en el sistema legal británico, se pronunciaban las palabras "homosexual" y "marica".


Barret (
Peter McEnery), ese es su nombre, telefonea a Melville Farr (Dirk Bogarde) un prestigioso abogado que rechaza hablar con él. ¿Por qué?, nos plantea el film en un primer momento. Contrariado, el joven recurre a varios amigos, a uno de los cuales le habla del dinero que se vio obligado a robar. ¿Por? Solo sabemos que la policía lo persigue y que finalmente logra capturarlo. A partir de su captura encontramos las respuestas y comprendemos que, además del robo de unas dos mil libras, el joven es víctima de chantaje y de una ley que <<envía a los homosexuales a la cárcel>>, una ley que, en palabras del inspector Harris (John Barrie), <<ofrece oportunidades para el chantaje>>. La introducción marca la intriga, las preguntas y el posicionamiento de esta excelente propuesta de Dearden, excelente por su ritmo, por las interpretaciones y, sobre todo, por la honestidad y la elegancia con las que expone la denuncia que paulatinamente va asomando en la pantalla, hasta erigirse en la verdadera protagonista del film. Víctima señala a una ley que convierte a inocentes en criminales y víctimas, <<un error en la actual legislación>> que persigue a individuos corrientes que temen expresar su naturaleza, porque presenta una diferencia condenada por el sistema. <<No puedo evitar ser como soy, pero la ley me condena. He estado en la cárcel cuatro veces>>, le dice Henry (Charles Lloyd Pack), el barbero, a Farr, cuando el abogado acude a la barbería en busca de respuestas que le permitan descubrir quién es el chantajista que provocó el suicidio de Barret. Esta escena se desarrolla hacia la mitad del metraje, después de que se hayan presentado tanto los hechos que afectan a los personajes como la situación profesional y personal del letrado, hombre de éxito, casado y propuesto para la cámara de los lores. La existencia de uno o de varios chantajistas atemoriza a los gays de la zona, a quienes amenazan con mostrar fotos y cartas comprometidas que serían suficientes para encarcelarlos o destruirles la vida. Este hecho afecta a Barret al inicio, cuando aún ignoramos el por qué de su nerviosismo, de su intento de huida del país o de su secretismo.


Es importante contextualizar la época en la que se desarrolla la acción de 
Víctima para comprender su postura. Inglaterra, finales de la década de 1950 e inicios de los sesenta, es una democracia longeva y orgullosa de serlo, aun así, presenta ideas y leyes como la denunciada por Dearden en su película. Dicha ley, en vigor hasta 1967, consideraba a los homosexuales como delincuentes, circunstancia que los margina dentro de una sociedad que, poco menos, los considera criminales o anomalías de la naturaleza. Este sería el pensamiento del barman (Frank Pettit) del local donde se citan varios personajes, de Bridie (John Carney), el ayudante del inspector Harris, o de la empleada de la librería de Harold Doe, tres imágenes de la intolerancia y de la ignorancia que encuentran sus opuestos en Madge (Mavis Villiers), la asidua clienta del bar, o en Patterson (Noel Howlett), el ayudante del letrado, quien, cuando su jefe se sincera, no duda a la hora de decirle que <<he creído en su integridad durante diez años. No veo por qué tengo que cuestionarla ahora>>. La intriga planteada por Dearden es la excusa que nos conduce hacia el drama que viven personas como el propio Farr, quien, tras la muerte de Barret, siente la culpabilidad que provoca su investigación, su enfrentamiento a lo establecido y la dramática confesión de sus deseos íntimos a Laura (Sylvia Syms), su mujer. Su postura se aclara según avanzan los minutos, también su dilema moral: entregar a los chantajistas (y con ello poner fin a su brillante carrera y observar como sus amistades le dan la espalda) o pagar por el silencio y por la mínima seguridad de que todo continuará como hasta entonces. Su disyuntiva lo diferencia de otros en su situación, a quienes se observa temerosos, dominados por el miedo al escándalo y al <<error en la actual legislación>> -así lo califica Farr cuando ya ha tomado su decisión- que los obliga a esconderse y a negarse a colaborar con el inspector de policía que investiga el caso, porque denunciar a sus acosadores implicaría la cárcel o la condena social.

lunes, 12 de mayo de 2014

La caída de los dioses (1969)


Si en Rocco y sus hermanos 
el nexo familiar se encuentra en la madre, que ve como a su llegada a Milán la unidad se ve afectada por el nuevo entorno, y en El Gatopardo es el príncipe Salina quien observa como su estirpe y su posición peligra con la unificación de Italia, en La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969) ese pilar se descubre en Joachim Essenbeck (Albrecht Schönheln), quien, durante la celebración que los reúne, informa a los suyos de su intención de mantener buenas relaciones con un gobierno que no le agrada, pero al que se ve obligado a aceptar para que su empresa y su familia sobrevivan a los nuevos tiempos que se imponen. Con la muerte de este soporte familiar, la fundición cae manos de Friedric (Dirk Bogarde), su asesino, que la convierte en una fábrica armamentística al tiempo que intenta asumir el mando de un núcleo al que pretende acceder por vía matrimonial, y en el que, sin el referente que lo había mantenido unido, se desata la lucha por el poder. A partir de ese momento las hostilidades con las que se busca el control cobran protagonismo, así como el consentimiento y la aceptación de una ideología que solo Herbert (Umberto Orsini) rechaza, y lo hace abiertamente, lo que provoca que deba huir de un país donde se recompensa a quienes toleran y fomentan la depravación moral de un ideario que se sostiene sobre aspectos que caracterizan las personalidades de diversos miembros de la familia: violencia, perversión, ambición desmedida, crueldad o inclinación por la tergiversación de hechos y manipulación de individuos. En La caída de los dioses (La caduta degli dei) la decadencia familiar simboliza el final de una época y la implantación de otra que no solo afecta a los miembros de la familia, sino a quienes se encuentran dentro del radio de acción del régimen que, entre febrero de 1933 (la noche en la que se provoca el incendio del Reischtag) y agosto de 1934, busca consolidar definitivamente su poder. Durante este periodo se observa que la lucha que se desata entre los Essenbeck representa los conflictos por los que atraviesa un país dominado por la inestabilidad y por los enfrentamientos que se individualizan en ellos. A este respecto, podría decirse que Visconti representó los pilares del nacionalsocialismo en los Essenbeck, de tal manera que en Konstantin (René Koldehoff), miembro destacado de las fuerzas radicales SA, se descubre la brutalidad, en Friedrich y Sophia (Ingrid Thulin) la ambición extrema, en Martin (Helmut Berger) la crueldad, el narcisismo y la locura, mientras que en Gunther (Renaud Verley), inicialmente de carácter afable y afín a su tío Herbert, el odio que surge tras el asesinato de su padre (Konstantin) durante la "Noche de los cuchillos largos" (cuando las fuerzas de la SS eliminan a los dirigentes de las SA). Para alcanzar sus objetivos estos personajes sirven a los intereses de la ideología que se personaliza en Aschenbach (Helmut Griem), capaz de manipular a sus familiares a su antojo, jugando con sus debilidades, diferencias y ambiciones; así lo hace con Friedric, de quien se vale para deshacerse de Joachim, o con Martin (obsesionado con Sophia, su madre, y respaldado por el sistema a pesar de haber asesinado a una niña), cuando necesita que asuma las riendas de la familia porque el primero ya le resulta innecesario para los fines que persigue y alcanza al cierre del film.

viernes, 10 de agosto de 2012

Un puente lejano (1976)



Los atractivos de Un puente lejano (A Bridge too Far, 1976) no se reducen a su espectacular reparto, ni a la partitura de John Addison —que había formado parte del XXX Cuerpo del Ejército durante la operación real que desarrolla el film—, sino también a una dirección más ágil y homogénea de lo que podría esperarse de una superproducción plagada de estrellas a las que contentar y dar protagonismo, así como cubrir los frentes abiertos para detallar los hechos. Richard Attenborough realizó un bélico compacto que báscula entre la épica y la crítica, entre la admiración y la compasión hacia esos soldados que marchan convencidos de su victoria, hasta que comprenden que forman parte de una carnicería evitable. Sin perder de vista la recreación histórica del momento y del hecho que expone durante más de ciento sesenta minutos, Un puente lejano se inicia explicando brevemente cómo era Europa en 1944 para poco después introducir Market Garden y así entrar de lleno en una operación militar condenada al fracaso. Hay un momento en el que se busca el cuándo se produjo el error que condujo al fracaso de Market Garden. Los generales dicen que si fue en Nimega, después de Nimega o debido a las niebla en Inglaterra que retrasó el despegue de la brigada polaca al mando del general Sosabowski (Gene Hackman), quien ya había mostrado su escepticismo y sus dudas respecto al plan del mariscal Montgomery. Pero en ese instante, que confirma sus sospechas, es quien más se acerca a la realidad, pues asume que <<no importa dónde fue. Basta el instante en el que un hombre le dice a otro ¿por qué no jugamos a la guerra? Y mueren todos>>. Las palabras de Sosabowski dicen lo que intuía y ahora se confirma, que la operación nació de aspiraciones personales y divismo, no como una necesidad militar. Ese fue el gran error, el posicionar egos por delante de objetivos posibles, más cercanos que <<un puente demasiado lejano>>, como finalmente reconocerá el general Browing (Dirk Bogarde) ante el general Urquhart (Sean Connery), después de que este haya vivido el infierno de Arnhem.



El 6 de junio de 1944 se había llevado a cabo con éxito el impresionante despliegue de tropas aliadas en Normandía, posibilitando el avance aliado por suelo francés, el cual se produjo con celeridad, al menos al inicio, pues en agosto se había liberado París y otras zonas de Francia. Sin embargo, poco después, como anuncia la voz narradora, las fuerzas aliadas se vieron obligadas a frenar su ritmo como consecuencia de la falta de suministros, entre otros factores, y el general Eisenhower (general en jefe de las fuerzas aliadas angloamericanas en Europa), obligado por las circunstancias y presiones, dio luz verde al ambicioso plan de ataque ideado por el mariscal Montgomery, un plan diseñado para acabar con la contienda ese mismo año. A grandes rasgos, la operación Market Garden consistía en el lanzamiento de miles de soldados sobre suelo holandés (Market), al tiempo que tropas terrestres (Garden) de XXX Cuerpo avanzarían rompiendo las líneas enemigas para conectar con los paracaidistas que ya habrían ocupado los principales puentes de los Países Bajos, los mismos que permitirían abrir el corredor de acceso al corazón industrial de Alemania y posteriormente a Berlín. No obstante, la teoría nada tuvo que ver con la práctica. Y esa práctica fallida la detalla Un puente lejano con 
minuciosidad, con un reparto coral (plagado de nombres y rostros conocidos) y un despliegue de medios colosal (como la fallida empresa que narra), lo que supuso una ventaja técnica a la hora de recrear las distintas fases de la operación. Su importante despliegue económico y material ayuda, pero es la capacidad de Attenborough para enlazar los hechos y los personajes la qué evita ciertas irregularidades narrativas que suelen producirse en este tipo de producciones, cuestión que se deja notar en El día más largo (The Longest Day, 1962), uno de sus referentes más cercanos, no en vano la novela en la que se basa es del mismo autor (Cornelius Ryan) y presenta aspectos similares en cuanto a su exposición. La costa de Normandía es sustituida por las bajas tierras holandesas, donde se produce el lanzamiento masivo de las tropas aerotransportadas que deben tomar los puentes de Eindhoven, Nimega y Arnhem (objetivos vitales para el éxito de un plan ambicioso que no permite el más mínimo error). Uno de los primeros problemas que se observan se presenta en la actitud de algunos de los oficiales responsables, quienes pasan por alto informes que confirman la presencia de tropas enemigas en los sectores señalados como objetivos; convencidos de que se enfrentan a un ejército de segunda, desoyen informes de la resistencia holandesa (de la que no se fían) o restan importancia a fotografías aéreas que desvelan la presencia de tanques enemigos (que califican de material inútil).


Richard Attenborough
 inició
 el film informando de la situación en la que se encuentra la contienda, así como desvela la lucha de egos entre Montgomery y Patton, ambos deseosos de ser el oficial más reconocido entre los aliados, hecho que apunta que puede tratarse de una operación precipitada por ese afán de conseguir una victoria también a nivel personal. Antes de su puesta en práctica Market Garden plantea ciertas dudas en cuanto a su factibilidad, cuestión siempre patente en el general Sosabowski, cuyas palabras y silencios delatan su escepticismo con respecto a un plan que no le convence. Decenas de miles de soldados británicos, estadounidenses, irlandeses, canadienses y polacos emprenden una misión que desde el principio apunta hacia ese fracaso que Sosabowski masculla, y que se gesta en contratiempos que no se han tenido en cuenta: radios que no funcionan como consecuencia de un terreno por debajo del nivel del mar, malas condiciones meteorológicas que impiden el vuelo de los aviones con los refuerzos, errores en la elección de los lugares de salto (a demasiada distancia de los objetivos, rompiendo de ese modo el indispensable factor sorpresa), vehículos que se accidentan antes de ser utilizados, tropas que se dispersan, la lentitud en el avance terrestre o la presencia de dos divisiones panzer que castigan a las tropas británicas en Arnhem y alrededores. Así pues, fueron demasiados imprevistos los que se pasaron por alto cuando el plan se desarrollaba en un despacho donde se presumía la mayor victoria aliada tras el desembarco, pero que en el campo de batalla se convirtió en la derrota más sonada de los aliados (miles de vidas perdidas y un corredor incompleto que conducía a ninguna parte), pero que el general que ideó la operación quiso vender o hacer pasar como una gran victoria.