Mostrando entradas con la etiqueta stefan zweig. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta stefan zweig. Mostrar todas las entradas

jueves, 12 de septiembre de 2024

Montaigne, Zweig y los libros


En el libro de lengua castellana de C. O. U. (1989), Fernando Lázaro Carreter explica que <<el término ensayo fue creado por el escritor francés Montaigne, como título de su famosísima obra Essais (1580); aludía con él a que exponía “experiencias” suyas. Eran, en efecto, noventa y cuatro capítulos en el que el autor manifestaba sus puntos de vista personales ante asuntos variados: la amistad, los libros, la naturaleza física y humana, etc.>> (1) Por entonces, había leído pocos ensayos y ninguno de Montaigne, un autor con quien me encontré mucho después. En sus textos había dejado parte de su pensamiento, parte de sí mismo, pero no se trata tanto de que Montaigne inventase el género, que no lo hizo, como el llevarlo a tal extremo que, en su honor y memoria, su obra dio el nombre a un género literario que todavía hoy continúa muy vivo, porque siempre hay algo o alguien sobre que o quien ensayar. Tiempo después de su muerte, el propio Montaigne se convirtió en ensayo y estudio de otros autores. ¿Qué habría ensayado el escritor francés sobre su experiencia como un sujeto de estudio? Al igual que él, aunque por distintos motivos, no podremos saberlo. De lo que sí tenemos noticia es de la opinión que Stefan Zweig se hizo sobre su vida y obra. Fue leyendo a Zweig que quise encontrarme con Montaigne.



En uno de sus últimos trabajos, el escritor austriaco ensaya sobre Michel de Montaigne y, en un momento puntual, expresa que el ensayista <<cuenta de modo insuperable lo que lee y lo que lee con gusto. Su relación con los libros es, como en todo, una relación de libertad. Tampoco aquí conoce ningún tipo de deber. Quiere leer y aprender, pero solo aquello que le agrada, y justo cuando le produce placer. De joven confiesa haber leído “para hacer alarde”, para hacer gala de conocimientos; después, para ser un poco más sabio; ahora solo lo hace por placer, y nunca para sacar alguna ventaja. Si un libro le resulta pesado, lo cambia por otro. Si algo le resulta demasiado difícil, “no me muerdo las uñas sobre los pasajes difíciles que encuentro en un libro. Atacó una o dos veces, después lo dejo, porque mi inteligencia solo es capaz de un asalto. Cuando no entiendo un punto a la primera lectura, nada me aprovechan los esfuerzos renovados, no hacen más que oscurecer el asunto”. En el instante en que la lectura le produce cansancio, este lector perezoso deja caer el libro: “No tengo necesidad de sudar sobre los libros, y puedo desecharlos cuando me viene bien”. No se instaló en su torre para convertirse en un erudito o en un escoliasta; de los libros reclama que lo estimulen y que lo ilustren solo a través del estímulo. Aborrece todo lo sistemático, todo cuanto pretende imponerle una opinión o un saber ajenos. Todo libro de enseñanza le resulta antipático. “En general elijo libros en los que la ciencia ya está aprovechada, y no los que solo conducen a ella”. Un lector perezoso, un aficionado a la lectura; pero ni en su tiempo ni en tiempo alguno se ha dado jamás un lector ni mejor ni más sagaz. El juicio de Montaigne sobre los libros estamos dispuestos a suscribirlo en el cien por cien de los casos>>. (2) En el ensayo principal de la compilación El legado de Europa, Zweig habla de tres estados de lectura en su ilustre retratado: una primera etapa de presunción, pero también de aprendizaje; una segunda, de sabiduría, y también de aprendizaje; y una tercera, de libertad, y aprendizaje, que se adapta como un guante a la identidad lectora que se ha ido formando en la continua evolución de los tres periodos para dar plenitud y comunión a la relación lector-lectura.



Por su parte, en uno de sus Ensayos, que dedica a los Libros, Montaigne confiesa también que <<Apenas leo los libros nuevos, porque los antiguos me parecen más sólidos y sustanciosos; […] Entre los libros de mero entretenimiento me placen entre los modernos el Decameron, de Boccaccio, el de Rabelais*, y el titulado Besos, de Juan Segundo. Los Amadises y otras obras análogas ni siquiera de niño me deleitaron. ¿Añadiré además, por osado o temerario que parezca, que esta alma adormecida no se deja cosquillear por Ariosto, ni siquiera por el buen Ovidio? La espontaneidad y fecundia de este me encantaron en otro tiempo, pero hoy apenas si me interesan>>. Montaigne explica sus gustos literarios y llega a numerar entre sus poetas preferidos a Virgilio, Lucrecio, Catulo y Horacio, de quien apunta que <<considero las Georgias como la obra más acabada que pueda engendrar la poesía; si se las compara con algunos pasajes de la Eneida, se verá fácilmente que su autor hubiera retocado estos, de haber tenido tiempo para ello. El quinto libro del poema me parece el más perfecto>>. (3) El pensador se extienden es sus explicaciones y comentarios, desvelando una identidad lectora consumada, juiciosa, basada en el conocimiento y la reflexión de sus lecturas —dudo que hubiese alguien tan leído en su época y en muchas otras— y sobre los distintos autores que acepta o rechaza. De todo esto, se puede deducir que Montaigne no era amante de un solo libro, sino un enamorado de los libros, de ahí que fuese alguien que mantenía relación con muchos. A algunos permaneció fiel, a otros olvidó por el camino y en nuevos horizontes lectores buscó aire fresco, pero, fuese con unos o con otros, como asevera Zweig, <<en su tiempo ni en tiempo alguno se ha dado jamás un lector ni mejor ni más sagaz>>, ¿o sí?



*Nombrando al autor (Rabelais), Montaigne refiere la popular novela satírica Gargantúa y Pantagruel.


(1) Fernando Lázaro Carreter: Lengua Española (C. O. U.) —Siendo puntilloso, fiel al origen y respetuoso con el resto de las lenguas habladas en España, “Lengua Castellana” habría sido un título más adecuado para un libro de texto que se centra exclusivamente en la gramática castellana—. Editorial Anaya, Madrid, 1989.


(2) Sefan Zweig: MontaigneEl legado de Europa (traducción Claudio Gancho). Acantilado, Barcelona, 2003.


(3) Michael de Montaigne: Ensayos (traducción Constantino Román y Salamero). Penguin Random House, Barcelona, 2014.

jueves, 15 de septiembre de 2022

Zweig y qué tiempos estos

La fiabilidad del dicho “el tiempo pone a cada quien en su lugar” resulta tan sospechosa como dudosa la seguridad que ofrece un automóvil sin frenos, embalado cuesta abajo por una pendiente empinada y con curvas. El accidente quizá no se produjese, nadie podría predecirlo con una efectividad del cien por cien, pero sí existe una elevada probabilidad de siniestro. El vehículo sin frenos no es seguro y el tiempo no pone en “su lugar”. Ni es sanitario, ni cobrador ni juez, por mucho empeño que pongamos en decir que todo lo cura, que pasa factura o que nos condena a suspirar por aquellos maravillosos años, cuando sentimos nostalgia de la vitalidad juvenil y en nuestro organismo la oxidación de células, tejidos y órganos continúa el natural envejecimiento. El tiempo no nos pone en lugar alguno, somos nosotros quienes llegamos a él y salimos de el sin inmutarle. Llegamos en la excepción que nos corresponde vivir entre extremos existenciales que son nuestros propios tiempos vitales e individuales —de cuya sucesión y suma obtenemos el tiempo humano. Antes y después de nosotros, no existimos, aunque habrá quien diga que sí. Pero con tal afirmación se entraría en un plano ajeno al mundo físico, e imposible de demostrar. Se entraría en el terreno de la creencia, en el misticismo o en un tiempo místico; y ahí, en su seno, hay cabida para quien quiera creer, mas no la hay para el tiempo.

El tiempo sencillamente es, ni fue ni será; y quizá por esta complejidad tampoco exista en la historia, aunque hablemos de fechas y de Edades y las descubramos habitadas por nombres que nos llegan desde sus respectivas épocas, cuyo paso es el tiempo histórico —excluyo el prehistórico por motivos de escritura—, que durará mientras exista la historia. Pasado su momento, esos nombres ya no son los humanos que algún día fueron. Solo son ecos que resuenan en la distancia, en forma de susurros o de gritos, en detalles y hechos que la historia recuerda. Pero el recuerdo no es el hecho, solo su proyección en el devenir histórico que cae en una realidad diferente a la realidad tiempo. El primero resta y aumenta, porque somos quienes escribimos la historia, la manipulamos, la oficializamos y popularizamos; y tanto su origen como su transitar son indudablemente acción e invención humanas. En el segundo caso, el tiempo sin adjetivo posible, no podemos dominarlo ni manipularlo. Está antes y está después, ajeno a nuestro pasado, presente y futuro. Tiene sus propias leyes y, como bien o mal sabemos, las suyas escapan a las nuestras; y las nuestras no pueden huir de las suyas. No hay horario ni reloj que lo contenga, tampoco existe la historia que pueda abarcarlo; ni la que pueda asegurar la total fiabilidad de los ecos que nos llegan a través del devenir histórico. De ahí que una de las prioridades de la historia es la de evaluarse a sí misma sin caer en euforias y sin dar al César más de lo que es del César; algo que, según un buen amigo que no conocí en su tiempo —aunque sí a tiempo—, ocurre con frecuencia histórica:

<<En cada época sigue vigente esa cruel máxima de que a quien tiene se le dará más. Pero hay algo todavía más curioso; y es que también la historia, que debería ser desapasionada, clarividente y justa, también tiene la tendencia a posteriori de dar a quien en la vida real ya recibe en abundancia, también ella se inclina, como la mayoría de la gente, del lado del éxito; también ella engrandece a posteriori a los grandes, a los vencedores, y empequeñece o silencia a los vencidos. Sobre los famosos acumula además la leyenda a su fama real, y cada uno de los personajes grandes aparece en la óptica de la historia casi siempre mayor de lo que fue en realidad, mientras que a los incontables pequeños se les quita lo que se les agrega a los grandes.>>*

*Entrecomillado de Stefan Zweig, fragmento de “¿Es justa la historia?”; publicada en “El legado de Europa” (traducción Claudio Gancho), pp 289-290. Acantilado, Barcelona, 2003.

martes, 23 de julio de 2019

Stefan Zweig. Adiós a Europa (2016)



Publicadas después de su muerte, en sus memorias, 
Stefan Zweig nos habla de su vida, de sus ideales, de su pasado y de su tiempo presente, condicionado por el exilio, por el pesimismo y por la amenaza nazi que se extendía por la práctica totalidad de la Europa de 1941. La sombra de la ruptura europea, la figura de Hitler, sus implicaciones, o la desesperanza del escritor ante la sinrazón, se encuentran presentes en las páginas de El mundo de ayer. Memorias de un europeo y en el pensamiento de un intelectual consciente de que, al recordar su vida, comprende que <<ahora soy un ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped en el mejor de los casos>>, un apátrida que ha perdido su patria: <<la que había elegido mi corazón, Europa>>. Pero más que en un exilio físico, Zweig vivió en el exilio de la desilusión de ser <<testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorecido triunfo de la brutalidad de cuantos caben en la crónica del tiempo>>, una derrota y un triunfo que podrían repetirse en cualquier momento, de ahí que la realizadora Maria Schrader escogiese al pensador austriaco para hablarnos del ayer y del hoy, de sus paralelismos.


El protagonismo exclusivo de
Stefan Zweig. Adiós a Europa (2016) es para el exiliado a quien observamos arrastrando su desilusión creciente en varios momentos de su destierro americano (Argentina, Brasil, Estados Unidos), desde 1936 hasta su suicidio en Petrópolis (Brasil), en febrero de 1942, cuando entrevemos, a través del reflejo de un espejo, los cuerpos sin vida de Stefan (Josef Hader) y Lotte Zweig (Aenne Schwarz). A la directora alemana no le interesa una transcripción audiovisual de las páginas de El mundo de ayer, tampoco realizar una biografía cinematográfica, le interesa tomar el momento de destrucción que no se observa en la pantalla de forma directa y al hombre, al escritor, al pensador, al defensor de la cultura europea y del humanismo, al hombre-nexo entre el pasado expuesto y el presente de nuestros días. El mundo de Zweig agoniza, amenazado por el auge y el avance de los extremismos, amenaza de la que el autor de Novela de ajedrez es víctima consciente y, por tanto, una víctima que sufre, asume y escribe que por su vida <<han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración>>; alguien que ha visto con sus propios ojos <<hacer y expandirse [...] las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolcheviquismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea>>. Estos venenos provocan la imagen del hombre derrotado que observamos en la película, derrotismo inseparable de la ruptura del sueño europeo que el escritor introdujo en su obra, en sus ideas, en sus ensayos sobre la Historia y sobre diferentes personajes de la Historia. El Zweig interpretado por Josef Hader siente la impotencia, el retroceso y el peligro, pero, más que sufrir por él mismo, lo hace por la utopía que la guerra, los nacionalismos y los totalitarismos han destrozado, una idea de paz, de florecimiento, de una Europa sin fronteras donde la diversidad ideológica, cultural y humana se respete y conviva en armonía, sin miedos, sin odios y sin destrucción.


*El entrecomillado extraído de El mundo de ayer. Memorias de un europeo (de la traducción de Joan Fontcuberta y A. Orzeszek). Editorial El Acantilado, 2012

viernes, 20 de enero de 2012

Carta de una desconocida (1948)


<<He tomado una quinta bujía y la he colocado en la mesa, sobre la cual te escribo. Hago esto porque no puedo estar sola con mi hijo muerto sin gritar lo que pesa sobre mi alma, ¿y a quién podría yo hablar en esta hora terrible sino a ti, que has sido y aún lo eres todo para mí? Quizás no pueda explicarme claramente, quizás no me comprendas; tengo pesada la cabeza, siento un latido en las sienes y me duelen los miembros. Creo que tengo fiebre; tal vez es la gripe que anda ahora de puerta en puerta, y esto último sería lo mejor, pues así me iría con mi hijo sin necesidad de hacer nada contra mí misma. De vez en cuando, algo oscuro se me pone delante de los ojos, y acaso no pueda acabar esta carta; pero quiero reunir todas mis fuerzas para hablar contigo esta sola vez, contigo, mi amor, que no me has conocido nunca.>>

Stefan Zweig. Carta de una desconocida


La breve narración de Zweig inspiró una de las grandes obras cinematográficas de Max Ophüls, su segunda película estadounidense y, a primera vista, la más personal de su estancia en Hollywood, una que reúne las características que llevaría al límite de lo excepcional en la parte final de su carrera. Su estilo y sus personajes, atrapados entre la ensoñación y la realidad, encuentran sentido en una frase que la romántica protagonista de Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948) escribe a su ser amado e idealizado. El fantasma de Lisa Berndle (Joan Fontaine), pues eso es ella en su carta de presentación y de despedida, recuerda el último encuentro con Stefan (Louis Jourdan) y escribe sobre la casualidad y la vida, dice que <<cada segundo está medido, cada paso tiene su porqué>>. En el cine de Ophüls no hay lugar para lo casual y <<cada segundo está medido, cada paso tiene su porqué>>. Sus imágenes responden a un sentido narrativo y cinematográfico calculado de antemano con mimo. Transforma lo artificioso y artificial en fluido y armonioso, de ahí que su puesta en escena y los movimientos de su cámara no sean pedantes ni caprichosos, no hay exhibicionismo gratuito ni presunción, son pura elegancia. La narración y la cámara de Ophüls armonizan con los movimientos de los personajes (más que seguirlos, la cámara los acompaña) en los espacios donde viven el amor y el desamor. Viven y son entre lo real y lo imaginado, fruto de la fantasía y de la experiencia, como esas las líneas donde la desconocida evoca recuerdos de una vida dedicada y sometida al amor y a la certeza de su inexistencia o la existencia negada por el ser amado e idolatrado. Con maestría y sensibilidad, el cineasta centroeuropeo transmite la ilusión de la protagonista, incluso cuando la transforma en la tragedia de quien nunca pudo olvidar aquel primer y único amor que ella misma encierra en las cuartillas donde habita y es, pues no existe otro lugar para Lisa. Su carta habla por ella, se sincera por ella, y también funciona como espejo que enfrenta al destinatario con su propia personalidad, con su egoísmo y su vacío, con su imposibilidad de amar más que a sí mismo y al amor que no le exija entregarse a otros. En el relato literario, la remitente repite que no reprocha ni se arrepiente y, sin embargo, la carta en sí misma es al tiempo una confesión de dolor, una declaración de amor y un reproche a la indiferencia de R. Ella lo acusa de forma indirecta, y reitera la incapacidad del lector de entregarse al ser amado; amándolo desde siempre y para siempre, lo acusa de negarle la existencia. Para el destinatario, la mujer no existe y, tras la lectura, solo podrá existir como el vacío que siente que ya nunca podrá llenar. Al contrario que ZweigOphüls ofrece a Stefan una posibilidad de redención, aunque esta conduzca (o quizá precisamente sea redeción porque conduce) a la muerte. Se la ofrece en forma de duelo al amanecer, uno que el protagonista inicialmente no pretende aceptar, pretende escapar como ha hecho durante toda su vida. Stefan entra en casa, allí le aguarda su mayordomo y le entrega la carta donde asoma el fantasma que va cobrando forma con cada línea, con cada imagen; del mismo modo que se va confirmando la imposibilidad del amor para él. Esto queda patente desde el primer momento del film, cuando se presenta a Stefan como un hombre sin honor, derrotado y cansado, alguien que pretende huir del duelo al que ha sido retado, y sin duda alguien que siempre ha huido, incluso de sí mismo, de ahí que solo reconozca y se reconozca gracias a la carta. Mediante las letras descubrirá el motivo de su propio fracaso, aceptando un destino con el que pretenderá asumir su responsabilidad en la trágica existencia de la desconocida que pudo haber cambiado su vida. La historia de Lisa está escrita en esos folios que lee en soledad, pero en su compañía, pues su presencia cobra cuerpo en la explicación de quién es y por qué le escribe precisamente a él. Como la mayoría de las protagonistas femeninas de Ophüls, esta joven se encuentra atrapada y se le niega la felicidad; al menos la que ella soñaría cuando descubrió sus sentimientos hacia su nuevo vecino. Lisa vivía su adolescencia como cualquier otra chica de su edad y condición cuando apareció aquel pianista, el mismo que en el presente lee la misiva; pero desde el primer momento que observó al compositor su corazón dejó de pertenecerle. Tras cuatro años en Linz, ciudad a la que se trasladó, sin desearlo, después del segundo matrimonio de su madre (Mandy Christians), Lisa regresó a Viena dejando todo tras de sí, porque sabía que en la capital austriaca podría volver a ver a Stefan, y con suerte conocerle. Un buen día, el pianista la descubrió observándole y, como buen mujeriego que era, no dudó en abordarla e invitarla a cenar; porque esa chica prometía y por eso se vieron durante algún tiempo. Lisa vivió un breve lapso de felicidad, en el que se mostró plena, dichosa y alegre ante la suerte de alcanzar su sueño de amor; sin embargo, la fugacidad de los buenos momentos se materializó cuando Stefan le informó que debía partir hacia Milán, con la promesa de que regresaría en dos semanas, que de un golpe se convirtieron en diez años de separación. No obstante la desgracia de Lisa se suavizó gracias al nacimiento del fruto de aquel amor, fugaz para él y eterno para ella, un niño a quien llamó Stefan en recuerdo de su padre, el mismo a quien no quiso acudir a pedir ayuda, porque ella deseaba ser la única mujer que no le exigiese nada. Elegir entre su hijo y su corazón debió resultarle duro, y así traicionó a sus sentimientos, accediendo a contraer matrimonio con Johann Stauffer (Marcel Journet), un hombre al que no amaba, y que no podría ocupar en su corazón el lugar reservado para el pianista, pero que podría dar un apellido a su hijo. Un nuevo encuentro con el pianista marcaría un nuevo rumbo, una nueva esperanza y un gran fracaso, pues Stefan Brand no la reconoció cuando se encontraron frente a frente; pero para Lisa esa cuestión careció de importancia (al menos en un primer momento), porque ella seguía enamorada.