La fiabilidad del dicho “el tiempo pone a cada quien en su lugar” resulta tan sospechosa como dudosa la seguridad que ofrece un automóvil sin frenos, embalado cuesta abajo por una pendiente empinada y con curvas. El accidente quizá no se produjese, nadie podría predecirlo con una efectividad del cien por cien, pero sí existe una elevada probabilidad de siniestro. El vehículo sin frenos no es seguro y el tiempo no pone en “su lugar”. Ni es sanitario, ni cobrador ni juez, por mucho empeño que pongamos en decir que todo lo cura, que pasa factura o que nos condena a suspirar por aquellos maravillosos años, cuando sentimos nostalgia de la vitalidad juvenil y en nuestro organismo la oxidación de células, tejidos y órganos continúa el natural envejecimiento. El tiempo no nos pone en lugar alguno, somos nosotros quienes llegamos a él y salimos de el sin inmutarle. Llegamos en la excepción que nos corresponde vivir entre extremos existenciales que son nuestros propios tiempos vitales e individuales —de cuya sucesión y suma obtenemos el tiempo humano. Antes y después de nosotros, no existimos, aunque habrá quien diga que sí. Pero con tal afirmación se entraría en un plano ajeno al mundo físico, e imposible de demostrar. Se entraría en el terreno de la creencia, en el misticismo o en un tiempo místico; y ahí, en su seno, hay cabida para quien quiera creer, mas no la hay para el tiempo.
El tiempo sencillamente es, ni fue ni será; y quizá por esta complejidad tampoco exista en la historia, aunque hablemos de fechas y de Edades y las descubramos habitadas por nombres que nos llegan desde sus respectivas épocas, cuyo paso es el tiempo histórico —excluyo el prehistórico por motivos de escritura—, que durará mientras exista la historia. Pasado su momento, esos nombres ya no son los humanos que algún día fueron. Solo son ecos que resuenan en la distancia, en forma de susurros o de gritos, en detalles y hechos que la historia recuerda. Pero el recuerdo no es el hecho, solo su proyección en el devenir histórico que cae en una realidad diferente a la realidad tiempo. El primero resta y aumenta, porque somos quienes escribimos la historia, la manipulamos, la oficializamos y popularizamos; y tanto su origen como su transitar son indudablemente acción e invención humanas. En el segundo caso, el tiempo sin adjetivo posible, no podemos dominarlo ni manipularlo. Está antes y está después, ajeno a nuestro pasado, presente y futuro. Tiene sus propias leyes y, como bien o mal sabemos, las suyas escapan a las nuestras; y las nuestras no pueden huir de las suyas. No hay horario ni reloj que lo contenga, tampoco existe la historia que pueda abarcarlo; ni la que pueda asegurar la total fiabilidad de los ecos que nos llegan a través del devenir histórico. De ahí que una de las prioridades de la historia es la de evaluarse a sí misma sin caer en euforias y sin dar al César más de lo que es del César; algo que, según un buen amigo que no conocí en su tiempo —aunque sí a tiempo—, ocurre con frecuencia histórica:
<<En cada época sigue vigente esa cruel máxima de que a quien tiene se le dará más. Pero hay algo todavía más curioso; y es que también la historia, que debería ser desapasionada, clarividente y justa, también tiene la tendencia a posteriori de dar a quien en la vida real ya recibe en abundancia, también ella se inclina, como la mayoría de la gente, del lado del éxito; también ella engrandece a posteriori a los grandes, a los vencedores, y empequeñece o silencia a los vencidos. Sobre los famosos acumula además la leyenda a su fama real, y cada uno de los personajes grandes aparece en la óptica de la historia casi siempre mayor de lo que fue en realidad, mientras que a los incontables pequeños se les quita lo que se les agrega a los grandes.>>*
*Entrecomillado de Stefan Zweig, fragmento de “¿Es justa la historia?”; publicada en “El legado de Europa” (traducción Claudio Gancho), pp 289-290. Acantilado, Barcelona, 2003.
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