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domingo, 19 de junio de 2022

El borracho (1962)


En la línea realista que asumirá en sus primeros largometrajes —Los farsantes (1963) y Young Sánchez (1964)—, Mario Camus realiza en El borracho (1962) su proyecto de fin de carrera en la Escuela Oficial de Cine. El resultado es un ejercicio narrativo preciso y austero, acorde con el espacio marginal donde la amistad entre dos hombres se ve condicionada por el alcoholismo de uno de ellos, una adicción que también afecta a la vida familiar y matrimonial de quien no bebe, ya que el amigo borracho vive con el matrimonio, y sus dos hijos, y su presencia etílica genera conflicto en la pareja. Al igual que el cortometraje El último trago (1937), en el que Pedro Puche parte de una intención didáctica que deriva en una comicidad que bordea el absurdo y el surrealismo, el film de Camus expone algunas consecuencias del alcoholismo, y no solo en quien bebe, sino en cómo afecta a sus relaciones; aunque el tema del alcoholismo es secundario en el film. Su borracho, interpretado por Sergio Mendizabal, es un personaje más dentro de un entorno de miseria, quizá por ello se dedique a beber, sin ser consciente de que su estado afecta a otros, puesto que las consecuencias de sus excesos también las sufre el matrimonio (Esmeralda Adam García y Felipe Martín Puertas) que le acoge. Pero, sobre todo, Camus expone la que podría ser la cotidianidad de la pareja (e hijos) en un espacio desesperanzado, marginal, de una barriada de gran ciudad —con la sombra de las grandes construcciones de viviendas acercándose—, sin agua corriente en las casas, sin aceras, sin asfalto en la calle donde se levantan hogares fríos en invierno y cálidos en el verano, hogares donde la carestía y otras condiciones extremas formarían parte del día a día de la pareja, mismamente del borracho. Posiblemente, empine el codo para olvidar su precaria condición de vida, en una actitud opuesta a la de Daniel, sacrificado incluso cuando en su descanso debe acudir al bar a recoger a su amigo cuando ya nadie soporta su embriaguez; sacrificio que también asume la mujer en su cotidianidad hogareña. Ella se queja, no sin motivos —es quien a diario limpia el vómito del invitado—, de la situación que le genera el etílico inquilino que, finalmente, toma una decisión que desvela un gesto de amistad: el tema que más interesa a Camus en su trabajo final en la Escuela de Cine.




miércoles, 5 de enero de 2022

Morirás en Chafarinas (1995)


Recuerdo un conocido de mi adolescencia que se alistó en la legión española. Lo hizo para salir de su pueblo, lo hizo para escapar de su condena. Excepto los festivos, salía al mar cada día. Lo llevaba haciendo desde los doce o trece años y supo que ese sería el curso inalterable de su fugaz existencia. Sin estudios, sin ganas de prepararse, sin aspiraciones, ni inquietudes, pero con el propósito de poner tierra entre el océano donde faenaba seis noches de cada siete y él, decidió enrolarse y ser legionario, sin saber nada sobre la legión, salvo la fantasía legionaria. Cuando lo conocí, él ya intimaba con las drogas, quizá porque el dinero que ganaba embarcado le quemaba en las manos y porque su vicio ardía en la plenitud de sus trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete años, cuando en Galicia no resultaba complicado pillar tabaco de batea, un talego de chocolate, una papelina de caballo o medio gramo o uno entero de nieve en polvo. Quizá su decisión no solo guardase relación con huir de una vida que sintió cuál condena marinera que le aterraba en silencio, pues nunca lo expresó a quienes solo le conocíamos en la distancia. Quizá vio en su elección la única vía de escape para abandonar su hogar, donde el otoño y el invierno no solo eran estaciones del año, eran tempestades y furia marinas, ausencia del azul celeste y de los alegres, cálidos y juveniles días de verano. Supongo, aunque suponer nada demuestra, que vivía entre la inconsciencia de una juventud maldita y la nostalgia de un futuro desconocido, irreal, pero imaginado lejos de las drogas y del tempo que había anclado el devenir de aquella villa bañada por nuestras salvajes, frías, peligrosas, pero siempre hermosas aguas atlánticas; quizá pensando que lo haría para siempre, salvo esporádicos regresos veraniegos que le igualarían a los felices visitantes estivales. No puedo precisar cuando volví a verle, pero sí recuerdo que entonces su ilusión había desaparecido, también la ingenuidad que le llevó a partir. Nos contó que en la legión su coqueteó con las drogas fue creciendo, incluso nos comentó que allí él no era ninguna excepción. Si es verdad o no, no puedo afirmarlo ni negarlo. Nunca he estado en la legión y mi vida no guarda paralelismos con la suya, pues, salvo algunas tristes navidades, yo era de las alegres visitas estivales. Puede que lo que nos dijo fuese invención, pero su historia se grabó en mi memoria y regresó cuando vi por segunda vez Morirás en Chafarinas (1995), un atractivo thriller dirigido por Pedro Olea, ambientado en Melilla, en la isla de Chafarinas, aunque debido al rechazo del Ejército, los exteriores se rodaron en su mayor parte en Tánger y en Cabo de Gata, y en un cuartel de Regulares españoles destinados en la ciudad de donde mi conocido regresó para encauzar su destino en el pueblo que le vio nacer; o puede que ya no esté allí o que allí encontrase un lugar en el mundo, menos gris y tormentoso que el de su juventud. ¿Por qué cuento todo esto para hablar de una película de ficción, basada en la novela de Fernando Lalana, que coescribió el guion junto a Olea, quien también la produjo? La respuesta sería redundar en lo dicho, en la figura de aquel fantasma del pasado que regresó durante la investigación sobre las muertes que Jaime (Jorge Sanz) y Cidraque (Javier Albalá) tratan de resolver en el cuartel donde ambos están destinados y donde ninguno de ellos encaja dentro del orden cerrado y jerarquizado castrense. La trama y la intriga no son novedosas, ni Olea profundiza en los diversos temas que apunta —drogas, racismo, homosexualidad, colonialismo, dos culturas, las distancias invisibles que las separan, o la ruptura total entre el capitán Contreras (Óscar Ladoire) y Elisa, su mujer y un personaje que, aunque breve, se beneficia de la presencia de la actriz María Barranco—, pero esto resulta un acierto de cara al entretenimiento y el equilibrio de un film cuya exposición de los Regulares de Melilla, de algunos de sus mandos y sus usos, de la infidelidad conyugal —<<un mando del Ejército que nos puso todas las pegas del mundo me advirtió de que en ningún caso resultaba creíble que la mujer de un capitán se enamorara de un simple soldado>>1—, disgustaron a las autoridades militares, que se opusieron a este thriller por el que asoman los rostros de varios jóvenes actores que, como Alberto Sanjuan, Ernesto Alterio, Pepón Nieto, Antonio De la Torre o Guillermo Toledo, no tardarían en cobrar protagonismo en el cine español.


1.Pedro Olea en Izarra, Josean: Pedro Olea, el genio del cine que desafió al Ejército. Diario El Mundo, 17 de octubre de 2020.

domingo, 26 de septiembre de 2021

Juan y Junior en un mundo diferente (1968)


La gracia de Juan y Junior en un mundo diferente (1968) no reside en si entretiene o deja de hacerlo, ni en las estrellas musicales que lo protagonizan, sino en el descaro con el que Pedro Olea arrebata a los industriales de Hollywood y a la serie B estadounidense la casi exclusividad de producir invasiones extraterrestres y llevarla a suelo gallego. Era su segundo largometraje, un encargo que inicialmente Olea iba a rodar para lucimiento de Los Brincos, uno de los grupos españoles más exitosos de su época. Hoy, suena a chiste que cualquier banda que no fuese The Beatles quisiera imitar a The Beatles, pero en aquel momento era bastante lógico seguir la estela marcada por el mundialmente famoso cuarteto de Liverpool. La cosa funcionó y Los Brincos se ganaron a la juventud española de entonces, de ahí que realizar una película musical, como ya habían hecho George Harrison, John Lennon, Paul McCartney y Ringo Starr, no fuese una apuesta descabellada desde su perspectiva comercial, profesional y promocional, más bien lo contrario. Lo gracioso del asunto no es el musical en sí, ni que el grupo se separase antes de empezar el rodaje, sino la ciencia-ficción a la que se adscribe y situarla en una ciudad cuyo origen apunta a fantástico. El cineasta bilbaíno recordaba que <<había que hacer una película con “Los Brincos” y la historia era de Juan García Atienza. En plena preparación “Los Brincos” se separaron y quedaron dos. Como siempre, el ambiente de rodaje fue magnífico, pero el final fue un verdadero desastre plagado de juicios y de embargos de copias>>.1 Antonio Morales, conocido artísticamente como “Junior”, y Juan Pardo abandonaron la formación en 1966 y crearon su dúo, que se separó en 1969. Probablemente, esta separación contribuyó al fracaso comercial del film. Olea apuntaba que <<junto a todos los fallos artísticos se dieron también los problemas entre los productores y la distribución. Además, en el momento en que la película estaba lista para el estreno, ya no interesaba, Juan y Junior se habían separado>>.2 Pero el realizador vasco había cumplido el encargo y, hoy, Juan y Junior en un mundo diferente asoma en su filmografía como una curiosidad a años luz de su siguiente película: El bosque del lobo (1970). No obstante, la historia ideada por Juan García Atienza, responsable de la explosiva Los dinamiteros (1963) y escritor familiarizado con la ciencia-ficción, se convirtió en la base del guion de un film que tiene un punto entre “andar por casa”, infantil y desvergonzado que le confiere gracia, sobre todo si se prescinde de la sobredosis de "ñoñería" —en el romance de Juan y Alicia (Maribel Martín)— y se cuenta con la anomalía de que los alienígenas no pagan por sus crímenes, pues los dos asesinatos por desintegración molecular quedan sin castigo —el primero en la bañera de la habitación que ocupa Junior en el Hostal de los Reyes Católicos, y el segundo en la fuente de los caballos, en la compostelana plaza de Praterías—, o que su humanización vaya a cambiar el devenir del plan extraterrestre.



Alguien podría preguntarse ¿qué se les habrá perdido a los alienígenas en Galicia? ¿Llegan de peregrinación, debido al auge internacional del Camino, nunca concluido por los dos peregrinos que transitan por
La Vía Láctea (La Voie Lactee, 1968) de Luis Buñuel? ¿Se trata de un viaje gastronómico? ¿El vino, el pulpo y la empanada, en la escena de la romería, y la queimada preparada por los estudiantes de filosofía contribuyen en el proceso de humanización extraterrestre? La respuesta a la primera pregunta llega con las primeras imágenes de Juan y Junior en un mundo diferente, que sitúan la acción en la sala del Gran Consejo de un planeta a doce años luz de La Tierra, y cuyo exceso de población obliga a buscar fuera de su sistema solar el <<espacio vital>> a colonizar. El planeta bien podría ser una especie de Kripton o quizá similar al criadero de las vainas de La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956), por aquello de que los visitantes llegarán con la misión de suplantar a humanos, pero, por lo que se entiende, es la viva imagen de la Tierra. En ese instante, el especialista expone la situación que les preocupa y el plan a seguir para reconducir la situación. Habla del problema, la superpoblación, y de la solución: enviar su excedente planetario a la Tierra. Señala que la invasión total será factible dentro de veinticinco años, pero, desde ya, enviarán unidades o parejas como los dos jóvenes que suplantarán a los terrícolas Juan y Junior, cuya juventud, popularidad y relación con las gentes terrestres les permitiría influir en quienes serán los dirigentes del futuro. Tras los títulos de crédito, que asoman cual viñetas de ciencia-ficción y musicalizados por un canción cantada en inglés por el dúo protagonista, la película de Olea se abre en la plaza del Obradoiro, con un travelling que muestra la fachada de la catedral de Santiago de Compostela y desciende hasta el empedrado por donde Ulises (Francisco Merino), el manager, camina hacia el palacio de Gelmírez. En el interior del edificio, se reúne con la pareja, que ensaya con su grupo. La siguiente escena tiene su punto simpático y apunta la fama del dúo. Juan, Ulises y Junior pasean por la plaza y un grupo de niñas uniformadas desatiende la explicación de la monja que les habla de historia y mitos relacionados con el monumento, sin ser consciente de que sus palabras no pueden competir con los ídolos musicales que las alumnas admiran sin romper la formación. Los tres continúan su transitar hasta que Ulises se encuentra con un conocido del seminario y Junior decide acompañar a una chica que llama su atención. Así, Juan se queda solo y decide regresar al Hostal, en cuya puerta aguardan admiradoras, entre las que se encuentra Alicia. Es un reencuentro que anuncia el romance y, sobre todo, presenta a la protagonista femenina, que será el elemento humano determinante para humanizar al doble extraterrestre de Juan. Pero, salvo puntualidades, la gracia que tienen los instantes iniciales de Juan y Junior en un mundo diferente se diluye a medida que avanza el metraje…


1,2.Pedro Olea en Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Fernando Torres, Editor, Valencia, 1974

lunes, 15 de febrero de 2021

La conspiración (2012)


<<Cuando un loco o un imbécil se convence de algo, no se da por convencido él solo, sino que al mismo tiempo cree que están convencidos todos los demás mortales. No consideran, pues, necesario esforzarse en persuadir a los demás poniendo los medios oportunos; les basta con proclamar, con “pronunciar” la opinión de que se trata: en todo el que no sea miserable o perverso repercutirá la verdad>>


Ortega y Gasset: España invertebrada


En La conspiración (2012), Pedro Olea dio forma al guion escrito por Elías Querejeta asumiendo para la narración la frialdad y severidad del protagonista. Es la personalidad del general Emilio Mola interpretado por Manuel Morón la que marca el ritmo de lo que vemos en la pantalla, donde se detalla de manera precisa y sin adornos los movimientos con los que pretende dar forma a su plan, desde que llega a Pamplona, su destino de castigo, hasta que proclama el Estado de Guerra, el 19 de julio de 1936. Durante este periodo que desembocará en tres años de guerra civil y en más de tres décadas de dictadura, el general pone en marcha su complot para “salvar a la patria”. Justifica sus motivaciones con un simplista <<deber para con la patria>>. Y es simplista porque, aunque hable, nada dice. No explica en qué consiste lo uno o quién establece lo otro, ni a qué fines obedecen tal deber y tal patria. No responde, porque no duda de su elección ni de su acción, ni se plantea si los significados que da a “deber” y “patria” tienen validez más allá de la interpretación que desea darles, condicionado por su pertenencia de clase (militar) y por el rechazo que le produce ver cómo los privilegios militares están siendo recortados por el gobierno de la República. No dice ni explica porque no lo necesita, quizá sea como el “loco” referido por Ortega y Gasset. El general manda, dispone y proclama la única idea válida en su pensamiento: la suya, y, aunque sea republicano confeso, lo que le supone democrático, no se plantea que su visión sea totalitaria y se encuentre condicionada por intereses, ideas y anhelos personales y de grupo, en su caso, militar. En realidad, no es rara avis, es alguien que se deja llevar por su limitada concepción y comprensión del mundo y esa limitación ha respondido cuál es su <<deber para con la patria>>. Mola, como miembro de una jerarquía, no pregunta ni responde ¿qué deber y qué patria? Ni quién los impone o cuántas ideas hay de deber y patria. ¿Una? ¿Diez? ¿Un millón? ¿Y quién las valida o invalida?


<<No es la menor desventura de España la escasez de hombres dotados con talento sinóptico para formarse una visión íntegra de la situación nacional donde aparezcan los hechos en su verdadera perspectiva, puesto cada cual en el plano de importancia que le es propio. Y hasta tal punto es así que no puede esperarse ninguna mejora apreciable en nuestros destinos mientras no se corrija previamente ese defecto ocular que impide al español medio la percepción acertada de las realidades colectivas>>


Ortega y Gasset: España invertebrada, del prólogo a la segunda edición, octubre de 1922


Desde su llegada a la capital navarra, el general Mola se muestra prudente, minucioso e implacable en su intención. No está dispuesto a dar palos de ciego, ni a precipitarse, porque no quiere que se repitan errores pasados. Los que se confabulan lo eligen “director” del proyecto con el que pretenden imponer su orden a España, en ese momento (como en tantos otros de su historia convulsa) en descomposición y dividida no solo en dos bandos, sino en la disparidad intransigente que inevitablemente depara violencia. Los militares la asumirán con mayor despliegue de medios, pero, para ello, Mola tiene que reunir bajo su dirección a carlistas, falangistas, republicanos descontentos, monárquicos alfonsinos, militares, y lidiar con los intereses en la sombra, que son tantos como los descontentos que se unen a la conspiración que tiene su raíz no en una ideología, aunque les suene romántico o patriótico, sino en la pérdida de privilegios y en el temor a que su lugar lo ocupen otros. Buena parte del Ejercicio, Iglesia, monárquicos, terratenientes y empresarios, partidarios de Primo de Rivera, requetés y otros tradicionalistas se unen o apoyan un alzamiento del que cada cual espera obtener beneficios para los suyos. En este punto, el ejemplo más claro expuesto por Olea lo vemos en la reunión del general con un líder carlista, que exige, ya de primeras, derogar leyes y echar por tierra logros progresistas —para el grupo que representa, insultantes e intolerables— como el matrimonio civil, la diversidad política, el divorcio o el sufragio femenino. Lo dicho, La conspiración recrea con minuciosidad un momento histórico y lo hace concediendo protagonismo a su máximo responsable, algo que no resulta habitual, pues la fama del alzamiento recayeron en la guerra y en Franco, quien no asoma en la pantalla, pero a quien se nombra en varios momentos porque inicialmente no se decide a apoyar el levantamiento y, cuando lo haga, será sin pasos en falso y con la suerte de cara —posiblemente más de la esperada o inesperada, pues las muertes de Sanjurjo, Primo de Rivera y del propio Mola, le allanaron el camino hacia el poder absoluto.