Dudo que hubiese mejor actor en la comedia italiana que Alberto Sordi para dar vida al italiano burgués del desarrollo de la segunda mitad del siglo XX; tal vez Ugo Tognazzi, puede que Marcello Mastroianni. Pero Sordi daba vida como nadie a la caricatura del nuevo italiano, el que se había adaptado a un presente de capitalismo feroz que quiso pasar por progreso; ¿lo era? Más que nada fue un periodo de desarrollo económico, industrial y urbanístico, pero apenas supuso un progreso real para la sociedad en la que empezaba a despuntar la clase media urbana, representada a la perfección por Sordi y sus caricaturas de tipos egoístas, mezquinos, patéticos, superados en su mediocridad y controlados por un entorno voraz que le somete a esto o le empuja hacia aquello. En todo caso, el individuo medio no se había liberado. Por ejemplo el cine de Marco Ferreri insiste en ello, aunque las cadenas ya eran distintas a las de sus antepasados; mas no todas, puesto que Italia era un país católico anclado en la tradición. El fascismo se suponía ya un hecho del pasado, aunque intelectuales como Pasolini no se cansaban de indicar que uno nuevo se movía en la sombra, sin rostro visible, pero tan dispuesto a someter como el desaparecido tras la guerra. La nueva situación económica, de capitalismo desatado, y la moral de tradición católica se daban la mano y a menudo chocaban con la modernidad presumida, creando ambigüedades y situaciones ante las que solo quedaba protestar, cruzarse de brazos o ironizar y reírse, tal como hicieron aquellos cineastas que crearon farsas divertidas y pesimistas, cuyo absurdo y humor negro remitían a la realidad social de un liberalismo que no liberaba, al menos no de la amargura de sus protagonistas. Una de las consecuencias fue el nacimiento de la comedia a la italiana, la de los años cincuenta y sesenta, que se reía de la Italia de la socialdemocracia cristiana en la que todavía quedaba lejos la Ley del divorcio, aprobada el 1 de diciembre de 1970, y donde la apariencia tradicional obliga a matrimonios desavenidos, o mismamente rotos, a permanecer unidos y a tirarse los trastos hasta que la muerte separase a los cónyuges; o en la parcial salvedad de que la mujer “traicionase” al marido.
En aquella Italia, de la que Dino Risi supo reírse tanto como el genial Mario Monicelli, quizá por no llorar, no existía el divorcio, ni se reconocía los acordados fuera del país; de modo que aquellos matrimonios que no deseasen seguir siéndolo seguirían unidos legalmente, quisieran o no, hasta el fin de los días de uno de los cónyuges. Esta situación creaba, entre otras cuestiones, la posibilidad de “bigamia”, como le sucedió a Vittorio De Sica, que se casó con María Mercader en 1948, en México, tras conseguir el divorcio en ese mismo país americano. Sin embargo, en Italia ni el enlace ni la separación fueron reconocidos, así que podría decirse que De Sica estaba casado con dos mujeres a la vez. Era una incongruencia y una situación que no tenía en cuenta a las tres partes interesadas. Veinte años después, Mercader y De Sica volverían a casarse en Francia, cuando el cineasta obtuvo la ciudadanía francesa. Otro caso sonado fue el de Roberto Rossellini e Ingrid Bergman, de sobra conocido por el escándalo que supuso en la Italia de la época, también en Hollywood, al estar ambos casados cuando iniciaron su relación. De haber existido la ley de divorcio, el escándalo probablemente hubiese quedado en nada, salvo por el sensacionalismo que siempre encuentra su filón en la vida privada.
El rechazo de la socialdemocracia cristiana y del Vaticano al divorcio se imponía por entonces, provocando situaciones de encierro e imposibilidad. Con dicha postura, se omitía que una pareja pudiese perder los lazos que la había unido en el pasado y que su vida común en el ahora crease un presente infernal que podía empujar a situaciones extremas. Entonces, solo quedaba “pecar” y apartarse de lo establecido, soñar un Divorcio a la italiana (Divorzio all’italiana, Pietro Germi, 1961) o, como sucede en El viudo (Il vedovo, Dino Risi, 1959), aguardar a que la viudez los separe; y si tarda, darle un empujoncito para precipitarla. En los films de Germi y de Risi, la muerte de uno de los cónyuges liberaría a la otra parte. Cierto que resulta menos divertida que la de Germi, que es una de las cimas de la comedia a la italiana, pero la de Risi no desmerece. Su caricatura mira la realidad deformándola lo justo para burlarse de una situación en la que los dos miembros del matrimonio viven bajo el mismo techo donde se rechazan, pues salta a la vista que Alberto y Elvira (Franca Valeri) no se aguantan. Ella le desprecia y no lo oculta; sabe que la engaña y lo toma por ridículo y cretino. No duda en mostrarle su repulsa, ni en decirle a la cara qué piensa de él; así sucede cuando Alberto le pide que firme el crédito con el que podría salvar su empresa. Elvira se niega, cansada de las infidelidades y de los cuentos de un manipulador que solo tiene ojos para sí mismo. Ese es el matrimonio protagonista de El viudo, uno que está roto antes de que Risi arranque su sátira mostrando a Alberto y al marqués (Lino Lorenzon), su mano derecha, servil porque el tiempo de la aristocracia quedó atrás. A este le cuenta que ha soñado con su viudez, la cual le reportaría la fortuna de su mujer. Ese es el sueño de Alberto, liberarse de Elvira y cobrar por ello, así solucionaría sus problemas económicos y tendría vía libre para su relación con Giogia (Leonora Rufino). Pero él no es la víctima de El viudo, aunque, en la medida de que el dinero manda, lo sea. Lo es Elvira, quien, en ningún caso, puede deshacerse del lastre con quien vive y que le pone de los nervios…