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viernes, 1 de marzo de 2019

Los vencedores (1963)



Uno de los carteles promocionales de Los vencedores (The Victors, 1963) desvía la atención hacia 
<<las seis mujeres más excitantes del mundo... en el entretenimiento más explosivo jamás hecho>>, pero, en realidad, solo se trata de un recurso publicitario, insustancial y engañoso, que ni de lejos se ajusta a los personajes de las actrices (Melina Mercouri, Jeanne Moreau, Rosanna Schiaffino, Romy Schneider, Elke Sommer y Senta Berger) y mucho menos a la intención de Carl Foreman, la cual sí cuadra con las palabras de Wilfred Owen que cierran el film:

<<Mi tema es la guerra, y la pena de la guerra.
La poesía está en la pena.
Todo lo que un poeta puede hacer hoy es advertir...>>


 El verso del poeta y militar británico reafirman lo expuesto por Foreman a lo largo de dos horas y media que no buscan entretener o excitar, sino exponer la pena de la guerra y advertir... De ahí que lo sustancial resida en la necesidad del director, guionista y productor de reflexionar no ya sobre el pasado que muestra en su única película como realizador, sino sobre su presente y futuros presentes. Si el anuncio no refleja lo que vemos ni lo que se omite en la pantalla, el verso sí lo hace y, además, imposibilita que Los vencedores concluya más allá de la desolación y del pesimismo de posguerra que domina su última imagen. Ese instante confirma que una guerra mundial ha terminado y que otra a igual escala comienza, pero se trata de un conflicto silencioso, con brotes armados puntuales, aunque también con víctimas, como apunta la soledad nocturna de ese Berlín destrozado y moribundo donde se deja entrever el problema político e ideológico que, suspendido durante la Segunda Guerra Mundial, se recrudecería en la inmediata posguerra y marcaría la segunda mitad del siglo XX. Las palabras del poeta despiden Los vencedores, pero Foreman las suspende en el tiempo para insistir en el horror de la guerra, de cualquier guerra, y prolongarlas en el sinsentido del cual fue víctima. La guerra fría precipitó entre otras circunstancias la caza de brujas y la inclusión del guionista de Hombres (The Men; Fred Zinneman, 1950) y Solo ante el peligro (High Noon; Fred Zinnemann, 1952) en la lista negra de Hollywood. De tal manera, se vio obligado a exiliarse en Reino Unido y, como la de otros exiliados, su supervivencia profesional no resultó sencilla, pero sobrevivió y pudo realizar este alegato antibelicista y pacifista que, debido a sus más de tres horas de duración inicial, sufrió cortes en su montaje y una distribución precaria que a la postre significó su fracaso comercial. Pero la mutilación en su metraje no merma la valía de una película que muestra la guerra en fragmentos íntimos, prescindiendo de batallas, de heroicidades y de héroes.


En Los vencedores no hay lugar para la evasión, el heroísmo y la aventura de 
Los cañones de Navarone (The Guns of Navarone; Jack Lee Thompson, 1961), otro de sus exitosos guiones, pues sus protagonistas son solados corrientes a quienes observamos avanzando por el espacio europeo donde se producen encuentros, en su mayoría con mujeres que han sufrido de un modo u otro las consecuencias de la guerra, y la evolución del conflicto armado que se expone desde la llegada de los estadounidenses a Inglaterra hasta el Berlín dividido en sectores. Son instantes humanos que se centran en el pelotón del sargento Craig (Eli Wallach), sobre todo en Chase (George Peppard) y Trower (George Hamilton), dos soldados a quienes descubrimos en la inocencia y el temor que los obliga a ocultarse durante el bombardeo aéreo que no trastoca el tranquilo deambular nocturno del policía londinense que los saluda. En ese instante son novatos y nada saben de la guerra que nos llega a través de un documental de propaganda que nos traslada a Sicilia, cuando el pelotón ya ha vivido su bautizo bélico. Foreman no muestra individuos victoriosos, como pretende el documento, sino jóvenes que no desean ser filmados, actitud que confirma la perspectiva que seguirá la película, aquella en la que descubrimos individuos en las antípodas de propaganda cinematográfica que se inserta en determinados momentos del film. El avance del pelotón por suelo europeo dibuja la situación que se vive y la que se ha vivido hasta su llegada, así descubrimos mujeres forzadas, a la espera de noticias de sus parejas, marcadas por la hambruna o supervivientes ambiciosas como Magda (Melina Mercouri), que encuentra en el mercado negro un medio para enriquecerse. Pero cuanto se muestra en la pantalla es efímero, veloz, y quizá por ello llame más la atención del espectador que observa instantes de racismo, en los soldados americanos que irrumpen en el bar a grito de <<venimos a cazar negros>>, de muerte, las camillas que transportan a fallecidos en combate, de sinrazón, el fusilamiento de un desertor, de odio acumulado, el teniente francés que dispara sobre alemanes que se rinden, o de ausencias, Baker (Vincent Edwards) o el sargento Craig. ¿Qué ha sido de ellos? ¿Han muerto? ¿Han sido heridos en las batallas que se desarrollan fuera de campo? Nada sabremos del primero y del segundo comprendemos su suerte a través de la mirada de Chase, cuando lo visita en un hospital de guerra e intuimos que el sargento ha perdido alguna de sus extremidades. El fuera de campo y la elipsis son determinantes en Los vencedores y, por tanto, también en la riqueza expositiva y reflexiva de Foreman, que combina con acierto lo visible, fragmentos de intimidad, y lo invisible: las muertes o las heridas sufridas por los miembros del pelotón en combate, las transformaciones que sufren a medida que avanzan, algunos incluso perdiendo parte de su humanidad, el pasado y el presente de las mujeres con las que entablan breves relaciones, no siempre satisfactorias, o la realidad del soldado ruso (Albert Finney) que sale al paso de la realidad de Trower, sin que ninguno de los dos sea capaz de sospechar que ambas han sido la misma y, por tanto, ambas tendrán el mismo final.



martes, 15 de julio de 2014

El ídolo de barro (1949)


De la pobreza a la soledad, que se gana a pulso y a golpes, Midge Kelly (Kirk Douglas) no es víctima de mujeres fatales o de los promotores sin escrúpulos que le salen al paso durante su ascenso deportivo y social. Su derrota existencial se debe a la ambición desmedida que le ciega y le impulsa a sacrificar sus relaciones afectivas, y lo hace porque estas le resultan un lastre para alcanzar ese cuadrilátero en el que se le descubre al inicio del film, antes de que 
El ídolo de barro (Champion, 1949) retroceda en el tiempo para mostrar su ascensión y el sueño que lo derrotó. Aparte de ser el primer gran papel protagonista de Kirk Douglas y la primera realización de Mark Robson lejos de las producciones de bajo presupuesto de la RKO, este contundente, oscuro y pesimista retrato de un boxeador, producido por Stanley Kramer y escrito por Carl Foreman, puede considerarse uno de los mejores referentes del subgénero pugilístico realizado en los años cuarenta, como también lo son Campeón sin corona (Alejandro Galindo, 1946) o Nadie puede vencerme (The Sep-Up, Robert Wise, 1949), con las que El ídolo de barro comparte un planteamiento en el que se descubren ambientes sórdidos y la complejidad de un púgil marcado por sus anhelos y frustraciones, de las que él mismo es responsable, como también lo es de su inevitable caída en el abismo tras rechazar a la mujer que le ama, al alejarse del hermano que intenta guiarle o al prescindir del manager (Paul Stewart) que cuida de sus intereses y le aconseja dentro de un ámbito que considera podrido. Pero en una sociedad en la que solo se valora y se admira a los triunfadores, Midge no escucha consejos, solo se deja guiar por el sueño febril de alcanzar la privilegiada posición que le permita saborear el éxito y las comodidades que no asoman en las carreteras por donde inicialmente se le descubre viajando con su hermano Connie (Arthur Kennedy), ni tampoco en la cafetería donde poco después le ofrecen un empleo mal remunerado y la posibilidad de intimar con Emma (Ruth Roman), la joven con quien se ve obligado a contraer matrimonio. Pero Midge no está dispuesto a renunciar al deseo de grandeza que le domina y le impulsa; por él abandona a su esposa inmediatamente después de la celebración de la boda y se traslada a Los Ángeles en compañía de Connie, pues está convencido de que allí le aguarda su oportunidad como boxeador. Sin embargo, su fortaleza física sucumbe ante su fragilidad mental, provocando ese aislamiento del que inicialmente no se percata o no quiere hacerlo, pero que indudablemente marca su conducta y un destino que se inicia y concluye dentro de un cuadrilátero que le aparta de todo y de todos, como si una sombra de soledad envolviese su figura y confirmase su derrota.

viernes, 6 de julio de 2012

Los cañones de Navarone (1961)



Uno de los enfoques del género bélico centra la acción en un grupo de héroes (o antihéroes) dispuestos u obligados, según cada caso, a sacrificar sus vidas para alcanzar el éxito de una misión imposible. Este posicionamiento lo asume Los cañones de Navarone (The Guns of Navarone, 1961) desde el inicio, cuando nos presenta al grupo liderado por el comandante Franklin (Anthony Quayle), autor del arriesgado plan de cuyo éxito depende el evacuar a dos mil soldados británicos atrapados en la isla de Kheros. A este oficial británico se unen Mallory (Grefory Peck), que habla alemán y griego, Miller (David Niven), que utiliza el sarcasmo como defensa ante lo que observa, Andrea (Anthony Quinn), el valiente cretense que ha prometido matar a Mallory cuando concluya la guerra, Brown (Stanley Baker), el mecánico que sufre una crisis existencial durante el cometido, y Pappadimos (James Darren), que regresa al hogar después de diez años en América. Cada uno de ellos resulta de vital importancia para cumplir el objetivo de destruir los dos cañones que impiden el paso de los buques británicos que intentan llegar a la isla donde aguardan los dos mil soldados que, en pocos días, serán exterminados por un poderoso contingente alemán. La clave de la misión reside en el capitán Mallory, el mejor alpinista de su época, él debe escalar el acantilado que les permitiría acceder a la isla sin ser descubiertos. y, supuestamente, alcanzada la cima, su misión habría concluido; sin embargo, la herida de Franklin le convierte en el nuevo líder de ese grupo que debe entrar en la fortaleza alemana donde Miller, el experto en explosivos, volará los dichosos cañones. Los cañones de Navarone ensalza el sacrificio de este grupo de soldados y de los miembros de la resistencia griega, en este caso, dos mujeres: María (Irene Papas) y Anna (Gia Scalia), que colaboran con el equipo para facilitarles el acceso al objetivo; sin embargo, el enemigo no sólo se encuentra en los soldados alemanes, sino que también asoma en el seno del comando, planteándose hasta qué punto es más importante la misión que la vida de los miembros que la llevan a cabo, circunstancia que enfrenta a Miller y a Mallory, cuando éste último desvela su plan, que pasa por utilizar como cebo a Franklin, herido y abandonado en manos de los alemanes. Mallory se ve obligado a aceptar la responsabilidad, a pesar de que ésta no resulta de su agrado, porque es consciente de los sacrificios que conlleva el poder alcanzar un imposible plagado de riesgos y de la constante presencia de unos enemigos que siempre parecen conocer los movimientos del grupo, lo que implicaría la existencia de un traidor entre ellos. Como entretenimiento, el film rodado por Jack Lee Thompson cumple a la perfección, pero resulta irregular en su conjunto, sobre todo por el desequilibrio entre la acción y el drama (nunca creíble), aún así, se convirtió en un clásico del cine bélico de comandos suicidas, en el que destaca por encima de todos la mítica Doce del patíbulo (The Dirty Dozen).

viernes, 9 de septiembre de 2011

Solo ante el peligro (1952)



Arropado por sus amigos y al lado de Amy
  (Grace Kelly), Will Kane (Gary Cooper) se encuentra ante el juez de paz. Mientras, fuera, en el resto mundo, millones de vidas interactúan sin que ninguna pueda prever que encuentros y qué situaciones les deparará el siguiente instante. Will no lo sospecha, todavía ignora la llegada al pueblo de tres pistoleros que se dirigen a la estación a esperar a Frank Miller (Ian MacDonald), que acaba de ser puesto en libertad y que pretende ajustar cuentas con quien le envió a presidio cinco años atrás. Posiblemente, la sensación de ese tiempo haya pasado más rápida para Will que para el ex-convicto, al menos habrá sido diferente: pesado como una losa para Frank y más ligero para el sheriff. Pero ahora el reloj juega en contra de Will, que se entera de la que se le viene encima y opta por abandonar la villa. Es una reacción comprensible, sobre todo ante la insistencia de Amy, su ya mujer y, en una hora, puede que su viuda. Sin embargo, apenas unas millas viaje, decide regresar. Algo dentro de sí no le permite huir y le lleva de vuelta a las calles arenosas del pueblo, donde pretende reunir voluntarios y enfrentarse a los criminales con el apoyo de sus conocidos; pero a nadie agrada que haya regresado. Es un instante de impacto emocional: aquellos que creía sus amigos buscan excusas para no ayudarle, porque temen perder su vida ante los pistoleros. Los hay que permanecen al margen, porque aseguran que lo que ocurra entre Kane y Miller no es asunto suyo; también existe un grupo que afirman ser amigos del pistolero y que el sheriff se lo ha buscado. En ese momento, Kane comprueba como el pueblo que ha querido, por el que ha luchado, le vuelve la espalda y, por si fuera poco, también Amy está dispuesta a abandonarle, si no se marcha con ella.


Más o menos, esta sería la trama escrita por Carl Foreman —productor, guionista y director represaliado del mccarthismo— y que Fred Zinnemann dio forma cinematográfica en Solo ante el peligro (High Noon, 1952), uno de los western más famosos de la historia del cine. Y lo es por varios motivos.
Primero, su situación temporal transcurre en el mismo tiempo que dura el metraje, esto eleva la tensión hasta un punto en el que el espectador sufre al lado de Kane. Segundo, la interpretación de Gary Cooper es magistral; en su rostro se vive la tensión y la desesperación, pero también la desilusión ante la falta de apoyo de quienes tenía por amigos y por quienes habría dado su vida. Tercero, el soberbio fondo musical, compuesto por Dimitri Tiomkin, que acompaña el deambular por unas calles vacías, en las que sus habitantes se esconden, nunca se ofrecen y aguardan en sus casas o en el bar a que la tormenta pase. Cuarto, es una feroz crítica a la comunidad, a la sociedad en general, que da palmadas y brinda su apoyo cuando las cosas pintan bien; entonces todo son parabienes y ofrecimientos, pero cuando la tormenta amenaza o arrecia sobre la vida de uno de sus miembros, la espalda es lo primero que muestran. En este punto, se puede hablar de Solo ante el peligro como un reflejo del Hollywood de 1952 y de la realidad política-social que se estaba viviendo en Estados Unidos desde 1947 y la reacción de los “inocentes” ante la caza de brujas que pisoteaba los derechos básicos de sus sospechosos de comunistas o simpatizantes. Cinco, los relojes muestran el paso del tiempo, Kane comprende, cada vez que mira el movimiento de las agujas, que nada detendrá al enemigo mortal de los seres vivos, y que, haga lo que haga, el momento señalado llegará sin posibilidad de evitarlo. En definitiva, existen muchos motivos para decir que se trata de un excelente film, en el que un hombre debe enfrentarse, sin ayuda, a un peligro que no se merece y que, por sus convicciones, debe afrontar sin la menor esperanza, pero sí con dignidad (la misma de la que carecen sus convecinos).

martes, 23 de agosto de 2011

Hombres (1950)


Finalizada la contienda se desata una nueva lucha, aunque esta resulta silenciosa, sin explosiones ni uniformes, pero igual de compleja. Las secuelas del horror, entre ellas la destrucción de poblaciones, las pérdidas materiales y humanas, la desesperanza o el hambre,... son aspectos a los que se enfrenta la posguerra durante la reconstrucción de sociedades desmoralizadas y vidas rotas, que se han visto afectadas por el conflicto hasta el extremo de sufrir alteraciones psicológicas, morales o físicas. Hombres (The Men, 1950) muestra a un grupo de individuos que se han visto afectados por la perdida de sus capacidades motoras y sus consiguientes secuelas físicas y psicológicas. Son seres que se encuentran perdidos, ya no saben o no quieren adaptarse a un mundo en el que antes se movían a la perfección; para ellos, parte de su existencia ha muerto en la batalla. Necesitan reconstruir su alma y su cuerpo, aceptar una nueva y dura realidad, si pretenden conseguir una existencia normal. El objetivo no resulta fácil para ninguno de los afectados; algunos llegarán a alcanzarlo y superarlo, otros no. Por el camino quedará el esfuerzo, el sufrimiento y la falta de confianza ante los demás, en quienes encuentran una compasión que no desean, escrita en sus miradas, y quienes les recuerdan que nunca volverán a ser como eran antes de la contienda. El caso de Ken (Marlon Brando, en su debut cinematográfico), teniente herido en combate, es uno más entre los miles que se producen en cada enfrentamiento bélico; ninguno es noticia de primera plana, tan sólo seres desconocidos que, tras su regreso al hogar, deben enfrentarse a una guerra tan dura como en la que han combatido. Su cuerpo está destrozado, cruda realidad que le produce una reacción negativa, puesto que mente y sentidos le indican que ha perdido parte de sí mismo y se convence de que nunca podrá vivir una vida plena. El resultado de su pensamiento le provoca una trauma psicológico que acarrea el encierro en sí mismo y el posterior alejamiento de todo cuanto le rodea. Ken sufre, no desea ver a nadie, no quiere sentir la compasión de los demás; se convence de su necesidad de permanecer oculto y de no hacer nada, ¿para qué?, se dice. Esta fatal aceptación no escapa a la mirada comprensiva del doctor (Everett Sloane) que se encuentra a cargo del hospital, un médico que ha visto casos similares, de hecho, la habitación donde se encuentra el personaje de Brando está repleta de soldados que han regresado del frente en condiciones similares a las suyas. El doctor sabe que es posible una recuperación, siempre y cuando el paciente acepte su nueva situación, por ello pretende que supere ese estado de postración y autocompasión que le impide creer en la posibilidad de una vida plena. La tarea no resulta sencilla, ¿cómo explicar a una persona que ha sufrido una pérdida de ese calibre que debe continuar, superar y aceptar un futuro en el que no cree? No existe respuesta, sólo vale la aceptación y las ansías de vivir. Para el protagonista, estas ganas de vivir se traducen en la persona de Ellen (Teresa Wright), su antigua novia. Una joven que ha esperado su regreso porque desea estar a su lado. Ella cree sinceramente en sus sentimientos, asegura que está enamorada y que no le importa la nueva situación de Ken, afirmación que el soldado pone inicialmente en duda. Sin embargo, Ken se aferra a esa idea, es su oportunidad para poder superar el trauma que le domina. Lo primero que debe hacer es aceptar su situación y eliminar las falsas esperanzas que le permitan empezar a reconstruir su existencia. Desarrollada en casi todo su metraje en una sala de un hospital, Hombres muestra a un grupo de luchadores, cuya verdadera guerra empieza dentro de sí mismos y en ese preciso instante. Las dudas y el miedo son armas que les derriban, trampas que deben evitar si desean regresar al mundo real, pero, ¿quién en ese mundo puede comprender lo que les sucede?. Ellen lo intenta, su sinceridad es auténtica, pero ella también es humana, circunstancia que, naturalmente, acarrea momentos de flaqueza, que pueden afectar su relación con Ken y la recuperación de éste. Aceptar la humanidad de aquellos que se encuentran a su lado es una meta que Ken debe alcanzar si pretende dar el paso definitivo, que no es otro que vivir su propia existencia. Aceptarles con sus flaquezas significa aceptarse a sí mismo y recuperar una confianza que ha perdido, como consecuencia de la nefasta lucha en la que ha participado (la interna y la externa). Hombres deja claro que la guerra no termina en el campo de batalla, la firma de la paz no significa que las personas puedan mirar hacia otro lado y hacer como si nada hubiese ocurrido; existen secuelas que marcan a los participantes hombres. Fred Zinnemann planteó esta situación con corrección, pero no fue ni será el único, muchos han sido los directores que han intentado transmitir el sufrimiento y los miedos que habitan en las mentes de hombres, que como Ken han regresado a un hogar que ya no reconocen, porque ellos han sufrido, cambiado.