miércoles, 27 de junio de 2018

Cine-Ojo (1924)


La vertiginosa evolución del cine soviético durante la década de 1920 puede explicarse a partir del apoyo estatal, que vio en las películas el medio ideal para difundir sus ideas revolucionarias entre las masas, y del afán de los jóvenes cineastas soviéticos de trasladar la revolución a la gran pantalla, no solo la ideológica, sino la técnica que sería alabada e imitada fuera de sus fronteras. Esta intención, la de romper con lo anterior, se inicia en
Lev Vladímirovich Kuleshov y se confirma en Dziga Vertov y su radical Cine-ojo (Kinoglaz, 1924), un documental que experimenta con el montaje para confrontar lo nuevo y lo viejo: niños-adultos, cooperativa-sector privado, colectivo-individuo o cine posrevolucionario-cine prerrevolucionario. Cuando llevó a cabo su primer gran proyecto cinematográfico, Vertov llevaba dos años trabajando en su publicación Kino-Pravda (Cine-Verdad) y en ella desarrolló su teoría cinematográfica Cine-ojo, la cual aspiraba a alcanzar la "objetividad integral" a través del impersonal objetivo de la cámara. Su intención de filmar el momento sin adulterarlo lo llevó a prescindir de actores y de actrices, de guión, de decorados artificiales y de cualquier cuestión que trastocase su intención de captar la verdad absoluta, un imposible que pretendía desde la cámara y el montaje, aunque quizá, consciente o inconsciente, pasó por alto que ambas son herramientas de la subjetividad humana y, como consecuencia, al llevarla a la práctica, su teoría abandonaba el mundo idílico y se adentraba en una realidad subjetiva. Aún así, la técnica y el uso del montaje de Vertov marcó un antes y un después en el cine documental, aunque no sería hasta El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929) cuando la práctica alcanzó mayor perfección. Revolucionaria tanto en su forma como en su contenido, en Cine-ojo, el cineasta soviético expuso "batallas entre lo nuevo y lo viejo", pero este enfrentamiento tiene un ganador, pues, aunque las imágenes estén extraídas de la realidad, el montaje de Vertov dirige las simpatías del cineasta hacia los jóvenes pioneros, niños y niñas cuya familia es la cooperativa de la cual forman parte. <<Somos gente nueva. Puedes confiar en nosotros>> reza el eslogan de una de las tiendas del campamento donde también descubrimos la biblioteca, en cuyo interior el retrato de Lenin domina el plano, como si el realizador pretendiese decir que el líder bolchevique observa la cotidianidad de sus jóvenes pupilos, al tiempo que lo muestra como el nuevo mesías a seguir. Si bien Cine-Ojo no tiene guión, sí presenta argumento y coherencia narrativa, tampoco tiene actores, pero sí personajes, y su decorado lo forman distintos espacios de la realidad filmada: la aldea de los jóvenes leninistas, el mercado, el campo, las calles de la gran ciudad o el matadero desde el cual las imágenes retroceden para mostrarnos el origen de la carne que se vende en el mercado. Este retroceso, que se sirve del montaje para avanzar en dirección inversa al tiempo, se repite a partir de un reloj que Cine-Ojo introduce para explicar de dónde sale el grano de trigo con el que se elabora el pan. Ambas escenas, así como los distintos recorridos de los jóvenes pioneros, desvelan una clara intención didáctica, que enlaza de manera directa con las ideas revolucionarias que el Estado y los cineastas pretendían transmitir al nuevo público soviético.

jueves, 21 de junio de 2018

Las señoritas de Rochefort (1967)

No me había planteado la posibilidad de escribir un relato sobre alguien atrapado en un musical hasta que vi por segunda vez Las señoritas de Rochefort (Les demoiselles de Rochefort, 1967) e imaginé a un individuo prisionero en un mundo de color, donde, salvo él o ella, todos sus habitantes bailan en lugar de caminar y solo se expresan cantando. Pensé que la imposibilidad de abandonar ese espacio melódico, de tonos en ocasiones chillones y en otras color pastel, sería una pesadilla tan terrorífica como estar atrapado en la oscuridad del Nostromo o entre las garras de Freddy Krueger. Pero solo fue una idea pasajera que me llevó a pensar en Gene Kelly y en su idilio con el género que ayudó a engrandecer, pero que a él lo encasilló hasta el extremo de que cualquier espectador o espectadora asociaba (y asocia) exclusivamente su imagen a la del musical hollywoodiense (y, una minoría, quizá a la de D'Artagnan). Atrapado en su faceta de bailarín y coreógrafo, Kelly fue, junto a Fred Astaire, la estrella masculina que brilló con mayor fuerza e intensidad dentro del género, sin embargo, cuando este sufrió su descenso productivo, la estela del actor se resintió y, dejando de lado la tardía y prescindible Xanadu (Robert Greenwald,1980), encontró en el film de Jacques Demy la oportunidad de brillar, cantando y bailando, una última vez delante de la cámara, aunque sin la omnipresencia ni la energía de sus protagonistas en Cantando bajo la lluvia (Singin' in the Rain; Stanley Donen y Gene Kelly, 1952) o Un americano en París (An American in Paris; Vincente Minnelli, 1951). Kelly se unió al espléndido reparto de Las señoritas de Rochefort y dio vida a Andy Miller, un compositor estadounidense que llega a la localidad francesa para visitar a su amigo Simon Dame (Michel Picoli), pero el destino dispone que allí encuentre el amor. Ni Andy ni Simon son personajes protagonistas, pues, si en alguien recae dicho rol, esas son las gemelas Garnier, Delphine (Catherine Deneuve) y Solange (Françoise Dorleac), dos jóvenes que, como el resto de prisioneros de este ensueño musical, anhelan encontrar su ideal del amor. Aunque a la vuelta de la esquina, el amor se antoja esquivo para las Garnier, también para su madre (Danielle Darrieaux), la dueña de la cafetería situada en la plaza del pueblo donde, convertida en escenario, se celebra la feria del Mar que congrega a vecinos y a numerosos visitantes, entre ellos los actores y actrices ambulantes que abren la película. La presencia de Kelly y la de George Chakiris, protagonista de West Side Story (Robert Wise y Jerome Robbins, 1961), así como la puesta en escena de Demy y la música de Michel Legrand homenajean al musical hollywoodiense, pero son las dos hermanas, también en la vida real, y la espléndida Danielle Darrieux quienes dan vida y sentido a una película por momentos entrañable, siempre romántica e inferior en su resultado a la menos amable y melosa Los paraguas de Cherburgo (Les parapluies de Cherbourg, 1964), quizá la obra cumbre del musical francés y, Lola (1961) aparte, de Demy.

martes, 19 de junio de 2018

El misterio Picasso (1956)


A diferencia de Vincent Van Gogh o de su contemporáneo Amadeo Modigliani, Pablo Picasso sí conoció el éxito y reconocimiento unánime en vida, incluso le llegaron relativamente temprano, pero, a parte de ser tres genios pictóricos inimitables e imprescindibles, los tres tienen en común que han inspirado distintas biografías y documentales que son referentes cinematográficos que vienen a la memoria cuando se habla de cine y pintura. Sin duda, una de las grandes películas que nos acercan al artista malagueño y a su obra, ni es un biopic ni un documental al uso, es El misterio Picasso (Le mystère Picasso, 1956) y, como tal, solo puedo catalogarlo de rareza cinematográfica que, en su propuesta, radicalizaba el cine documento al convertir la pantalla en el lienzo sobre el cual el pintor protagonista desarrolla su técnica pictórica para dar forma a los diferentes dibujos y composiciones que, sin aparente descanso, se suceden a lo largo de este notorio experimento visual, obra de Henri-Georges Clouzot y del propio Picasso, pues él es principio y fin del mismo.


Como experimentación pictórica-cinematográfica, El misterio Picasso es una propuesta única que abría nuevas vías para el documental, pero como película fue un riesgo narrativo que se convirtió en otro legado imborrable del autor de Las señoritas de Aviñón. Rodado durante el verano de 1955, en el estudio de un genio de la pintura que trabaja sin descanso sobre las telas, los minutos transcurren sin apenas palabras y con mínimas intervenciones de los tres personajes que asoman en la pantalla, porque la intención de Clouzot y Picasso pretende introducir al espectador en el misterio aludido por el título del film. ¿Cuál? Aquel que, bajo las composiciones acabadas, esconden líneas, trazos, colores y otras formas primitivas que posibilitan la definitiva.
 La práctica totalidad del film se centra en esos lienzos blancos que la cámara, manejada por Claude Renoir, encuadra mientras, en la parte posterior de la tela, el artista invisible para el objetivo dibuja incansable en un intento de desvelar su modo de trabajo. Este proceso artístico genera en el público la sensación de contemplar o de estar ante el constante movimiento que busca la idea definitiva, y dicha búsqueda queda plasmada en todo momento, aunque alcanza su máxima expresión en la gestación de la última pintura, espectacular en su desarrollo y en su dinámica.

lunes, 18 de junio de 2018

Perro blanco (1981)


<<Soy anti-racista y creo que eso está perfectamente claro en Perro blanco>>

Samuel Fuller. Dirigido por... núm. 1976, enero 1990


La postura anti-racista de Samuel Fuller asoma a lo largo de su filmografía. Lo hace en Yuma (The Fly of the Arrow, 1957), en El kimono rojo (The Crimson Kimono, 1959), en Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1963) o en el guión de El hombre del clan (The Klasman; Terence Young, 1974), pero fue en Perro blanco (White Dog, 1981) donde cobró mayor fuerza, al convertir su película en un contundente estudio sobre el odio racial. <<No digo en el film cuál puede ser la solución para acabar con el racismo, ya que no es esa la misión del cineasta, pero es evidente que si desde la escuela y en los hogares, los padres y los maestros enseñan a sus hijos y alumnos que el color de la piel no tiene la menor importancia es posible, digo, que en diez, doce generaciones se acabe con el problema>> (ibidem). Para exponer su perspectiva, Fuller concede el protagonismo de esta alegoría cinematográfica a un pastor alemán blanco, cuyo violento comportamiento posibilita la reflexión sobre el racismo y cómo este se perpetúa consecuencia de la educación recibida, la cual se personifica en el adiestramiento al que fue sometido el perro que Julie (Kristy McNichol) recoge después de atropellarlo accidentalmente. Inconsciente del condicionamiento del animal, la chica lo cuida a la espera de que aparezca su dueño. Pero este no da señales y la relación se afianza sin que ella sospeche el violento desequilibrio de su nuevo amigo.


Sin lugar a dudas, dicho desequilibrio refleja el del humano que lo entrenó, a quien Keys (
Paul Winfield) no duda a la hora de señalar como el verdadero monstruo, pues comprende que el aberrante comportamiento canino es la imagen de la irracionalidad de quien lo "educó" en el odio que ha generado el instinto asesino selectivo. Keys es consciente de esto, y de la necesidad de extirpar la lacra que ha transformado al animal en agresor, y en asesino, de cualquiera que tenga la piel negra. Pero también comprende que se trata de un proceso complejo, duro y sin apenas posibilidades de éxito, porque el brutal adiestramiento sufrido de cachorro forma parte de los rasgos que definen al sabueso en el presente. Quizá Perro blanco no sea el film redondo que Fuller habría deseado, pero, sin duda, se trata de un propuesta muy por encima de la mediocridad que dominaba el cine hollywoodiense de la década de 1980. Valiente, explícita y veraz en el desarrollo de sus ideas y de su dura crítica, estas alcanzan su máximo en la relación que se establece entre Keys y el can blanco que fue entrenado por el hombre, en apariencia amable y familiar, que se presenta en casa de Judith para reclamar a su víctima canina.

viernes, 15 de junio de 2018

El techo (1956)


La función de los cineastas no es la de aportar soluciones a los problemas sociales, eso en teoría nos corresponde a todos, pero existen algunos que emplearon o emplean sus películas para señalar injusticias, aunque, más que señalarlas, las denuncian. Entre estos creadores combativos sobresalieron las figuras de
Vittorio de Sica y Cesare Zavattini, dos de los miembros más destacados de aquel efímero e inolvidable neorrealismo italiano que sorprendió en la inmediata posguerra. Aunque el tiempo de aquel movimiento había pasado cuando se realizó El techo (Il Tetto, 1956), realizador y guionista no habían olvidado las intenciones que les llevó a formar parte activa y fundamental del mismo. De modo que su humanismo y su ética recobraron fuerza en esta película que podría considerarse neorrealismo tardío, pero, alejándonos de etiquetas y entrando de lleno en el posicionamiento moral de la pareja, fue el directo de De Sica y Zavattini en la cara de quienes en lugar de asumir las responsabilidades que les correspondía se lavaban las manos. Así, pues, ambos amigos continuaron batallando al lado de los desfavorecidos planteando un problema que ni entonces ni ahora parece encontrar solución. No solo tratan de mostrar la imposibilidad de conseguir un hogar digno, sino de continuar llamando la atención sobre las injusticias que forman parte de la cotidianidad. Esta llamada moral del dúo, cuyo postulado humanista y humanitario, más que “neorrealista”, denuncia las míseras condiciones a las que se ven expuestos sus personajes, también señala el enfrentamiento entre la insolidaridad y la solidaridad que conviven y se suceden en un espacio humano y urbano donde, a pesar del auge inmobiliario que se observa, el joven matrimonio protagonista no tiene opción a una vivienda, salvo que ellos mismos la construyan incumpliendo la normativa local, porque sus ingresos apenas alcanzan para aportar algo a la precariedad familiar donde inician su vida común y común a los otros ocho miembros de la familia de Natale (Giorgio Listuzzi).


<<¿Por qué tenemos que pelearnos siempre entre nosotros, los pobres>>, se escucha cuando Luisa (
Gabriella Pallotti) y Natale abandonan la casa de los padres de este en pos de su independencia, de su espacio y de su propia existencia. Esa pregunta no obtiene respuesta, como tampoco la tiene por qué el sistema no contempla las necesidades del individuo a quien al tiempo que promete bienestar se lo niega. Quizá alguien justifique al orden establecido y diga que este se debe a la búsqueda del bienestar general, y nadie lo negaría, pero ¿quién puede justificar que se excluya a un sector numeroso que engloba a hombres y mujeres como los miembros de la pareja desprotegida de El techo? Esta es la denuncia planteada por Vittorio y Cesare, dos irrepetibles del cine italiano que elevaron sus intenciones cinematográficas al plano moral desde donde se posicionaron contra las injusticias que, como tales, denigran al ser humano y los condena a la marginalidad que se observa en los dos suburbios donde Natale y Luisa pretenden levantar su chabola, la cual significa más que el techo y sus cuatro paredes levantadas en una única noche (y así evitar que las ordenanzas exijan su derribo), significa  sentir el rayo de esperanza con el que concluye el film, una esperanza que no contempla ni exige más lujo que vivir con una mínima dignidad.

jueves, 14 de junio de 2018

Rojo oscuro (1975)

Mi memoria es finita y como tal, los recuerdos y las imágenes de las películas van desapareciendo para dejar su lugar a otros nuevos. Aunque algunos nunca llegan a borrarse del todo, sufren transformaciones e idealizaciones, pero los hay que permanecen nítidos por las veces que he visto el film en cuestión, por aquello que me aportó y, sobre todo, por su impacto. Sin duda, para quien la haya visto, la escena de la ducha donde Marion Crane es apuñalada entra dentro de estos últimos, pues, en ella, Alfred Hitchcock fue tan explícito que alcanzó un clímax de tensión y de violencia nunca visto con anterioridad en la pantalla. Este sobrecogedor instante de Psicosis (Pyscho, 1960) muestra la silueta del asesino, que descorre la cortina, el cuchillo que empuña, los cortes que una y otra vez inflige en el cuerpo de su víctima, que inútilmente grita y extiende su mano en un vano intento de protegerse, y la sangre de esta licuándose por el desagüe mientras suena la inquietante composición de Bernard Herrmann. Esta secuencia, que apenas alcanza el minuto, marca uno de los momentos de mayor tensión de la historia del cine e influiría tanto en el imaginario popular como en los subgéneros cinematográficos slashergiallo, con los que salvo títulos puntuales no simpatizo. Como uno de los máximos representantes del giallo, el otro fue Mario BavaDario Argento fue uno de los influenciados y, entre su personal estilo, Rojo oscuro (Profondo Rosso, 1975) presenta evidencias hitchcockianas en una madre que condiciona el comportamiento de su hijo o en la morbosa curiosidad asumida y expresada de viva voz por el pianista protagonista, una curiosidad que también remite al fotógrafo de Blow-Up (Michelangelo Antonioni, 1966). <<Todo este asunto me fascina. Soy morboso>>, afirma Marcus Daly (David Hemmings) en relación a la muerte que ha presenciado desde la distancia. Sus palabras lo definen y definen su comportamiento tras ser testigo del asesinato de su vecina Helga Ulman (Macha Meril), la parapsicóloga que al inicio del film asegura en una conferencia que siente la presencia de un asesino que ya ha matado y volverá a hacerlo. El compositor investiga quién se esconde tras la silueta que observa escabullirse en la nocturnidad, una figura que en ningún momento pone en duda que pertenezca a un hombre, ya que el personaje está condicionado por su falsa idea de que la mujer es más débil. Esta cuestión queda desmentida por las imágenes que comparte con Gianna (Daria Nicolodi), liberada de prejuicios sexistas y consciente de su valía, en la escena que se desarrolla en el interior del automóvil. En ese instante, la idea del pianista queda reducida a nada, ya que Argento establece la superioridad de la periodista que le propone una investigación conjunta: ella elevada y al volante, él hundido en el asiento del copiloto. Así inician sus pesquisas en común, pero los condicionantes, el deseo de saber y la duda de que algo se le escapa, empujan a Marcus a transitar por un espacio oscuro, de obsesión y pesadilla, que transforma a Rojo oscuro en un atractivo y tenso thriller cuyo asesino vuelve a matar en la nocturnidad para atar los cabos sueltos que podrían desvelar su identidad, la misma que obsesiona al protagonista.

miércoles, 13 de junio de 2018

Sombras (1959)

El rechazo asumido por el personaje interpretado por John Cassavetes en Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, Robert Aldrich, 1967) y el escogido por el actor en su debut tras las cámaras guardan cierto paralelismo. Ambos trabajan dentro del orden establecido, el primero en el marcial y el segundo en el industrial, pero ninguno de los dos se encuentra cómodo y optan por dar la espalda a sus respectivos sistemas de control. Si bien el de Franko es ficticio y se debe a las exigencias de la película, el rechazo del Cassavetes de carne y hueso fue real y, aunque nunca abandonaría la industria en su faceta de actor, se corroboró en la dirección de Sombras (Shadows, 1959), en la que el cineasta se distanciaba del cine comercial para filmar con independencia una historia improvisada durante las sesiones de su taller dramático. A pesar de que Sombras se gestó de la improvisación de los actores y actrices, que posteriormente la protagonizarían, no se trata de una película espontánea ni deslavazada, sino coherente y planificada hasta el mínimo detalle de su exposición. La existencia de dos versiones del film, así como las diferencias entre ambas, apuntan la coherencia narrativa pretendida por Cassavetes, la cual prevalece desde el inicio hasta el final del metraje de la versión definitiva. Ambos momentos muestran la soledad y la desorientación de Benny (Ben Carruthers) entre el gentío urbano. Él es uno de los tres hermanos protagonistas y el primero en ser presentado y definido. Se trata de un joven desorientado, que no encaja en parte alguna y que ve como sus días se repiten en juegas al lado de sus amigos. Desde él, el realizador introduce a Hugh (Hugh Hurd) y este, a su vez, le sirve para mostrar en pantalla a Lelia (Lelia Goldini), la pequeña de la familia. Ese tránsito encadenando de personajes también introduce algunos de los sentimientos contradictorios (Hugh acepta un trabajo que le denigra como artista), emociones y confusiones que dan forma a una película que ahonda en la soledad, en las frustraciones y en las relaciones de familia, de amistad o de pareja, la formada por Lelia y Tony (Anthony Ray), que ven cómo la diferente tonalidad de sus pieles los separa. Pero quizá lo más destacado del primer film dirigido por Cassavetes se encuentra en su afán por priorizar, sobre cualquier otro aspecto (formal o narrativo), la sinceridad de sus personajes, a quienes transforma en personas reales, con problemas y con dudas igual de reales, hombres y mujeres que se convierten en principio y fin de su cine de sombras y rostros humanos, siempre en busca de las emociones y de las complejidades interiores que les afectan y condicionan. 

martes, 12 de junio de 2018

La commare secca (1962)


Un año antes de su debut en la realización con La commare secca (1962), Bernardo Bertolucci participaba como ayudante de dirección de Pier Paolo Pasolini en Accatone (1961), la primera película del realizador-poeta. En ella Pasolini retomaba y trasladaba a la pantalla aspectos sociales de su novela Muchachos del arrollo (Ragazzi di vita) y algunos de esos aspectos asoman en La commare seca, cuyo origen se encuentra en un argumento del propio Pasolini, pero este declinó filmarlo y propuso que su joven ayudante lo trasladase a la pantalla. Desde aquel primer momento Bertolucci se distanciaba de la desgarradora, sucia y primitiva mirada pasoliniana de Accatone, aunque todavía conservaba las influencias heredadas, las mismas que irían desapareciendo a lo largo de sus siguientes películas y las mismas que en su ópera prima desvelan la presencia del poeta entre las intenciones personales y creativas de un cineasta novel consciente de su propia identidad artística. El joven Bertolucci irrumpía en el cine con la investigación del asesinato de una prostituta, pero el homicidio solo es el medio para introducir los testimonios que posibilitan el retrato social pretendido, testimonios que remiten a la sucesión de analepsis de Kurosawa en Rashomon (1950). Donde el cineasta japonés se adentraba en la interioridad humana y ¿el por qué de la mentira?, el futuro responsable de El último emperador (The Last Emperor, 1987) empleó las respuestas a las preguntas de un inquisidor invisible, aunque audible, para acceder a la realidad, por momentos subjetiva y distante del neorrealismo, de los suburbios romanos donde observamos la delincuencia juvenil, la prostitución y la miseria de espacios interiores y exteriores. Ahí se acaban las referencias pasolinianas y se impone el ágil recorrido que Bertolucci desarrolló a lo largo de seis confesiones de cinco personajes que deambulaban por el parque la noche del homicidio. Es indiferente que solo sean presencias circunstanciales o sospechosos, pues el realizador no pretende una intriga sino esbozar el entorno decadente donde habitan Canticchia (Francesco Ruinu), que se dedica a robar bolsos a las parejas que se esconden en el parque, Bostelli (Alfredo Leggi), que vive de las mujeres, o Pipino (Romano Labate), que engaña por su necesidad de dinero al homosexual (Silvio Laurenzi) que busca sexo y que hacia el final del metraje se descubre como testigo ocular del crimen investigado. Salvo este último, el resto de merodeadores del parque Paolino tienen en común su pertenencia a un sector social desfavorecido y sin vistas de mejora. Es en ese sector marginal donde reside el interés de La commare seca, en señalar sin ofrecer soluciones, en mostrar realidades e imposibles, porque, al igual que Pasolini en Acattone y Mamma Roma (1962), Bertolucci es consciente de la imposibilidad de ofrecer alternativas sinceras a los desarraigados que van asomando por la pantalla.

domingo, 10 de junio de 2018

Nader y Simin, una separación (2011)

Mi predilección por aquellos realizadores que me han hecho disfrutar, pensar y sentir con sus películas es innegable, como también lo es que algunos trabajaban para la industria y otros con mayor independencia. Por lo tanto no me influye si el origen es comercial o independiente, ni el país donde se produce, solo que el cine me aporte entretenimiento, emoción y reflexión. De modo que, al margen de mi predilección por aquellos grandes cineastas que han dejado huella imborrable en mi memoria, y que numeraría hasta aburrir si pretendiera mayor relleno para esta entrada, disfruto con igual satisfacción una buena película española que una estadounidense, una argentina que una japonesa, italiana, francesa,... o de cinematografías que conozco en menor medida, solo aquellos títulos que han traspasado sus fronteras. Este sería el caso del cine islandés, del coreano o del iraní, cuya presencia y prestigio han ido en aumento en festivales internacionales, pero ni lo primero ni lo segundo me sirven para generalizar dichas cinematografías, ya que, como cualquier otra, las componen mejores, mediocres y peores producciones. Nader y Simin, una separación (Yodâi-ye Nâder az Simin, 2011) entra dentro de las mejores y de aquellas que me aportan ese algo que hace que una película merezca el tiempo que le dedico, y no pierda su recuerdo al abandonar la sala o al apagar la pantalla del televisor. Esto es posible gracias a la intención y al logro de Asghar Farhâdi a la hora de transmitirme las emociones de sus protagonistas, sin juzgarlas, exponiéndolas tal cual surgen naturales de sus diferentes reacciones ante aquello que trastoca su cotidianidad, provocando el conflicto que traspasa la pantalla y que conecta conmigo o con cualquiera a quien invite, más bien obligue, a vivir con los estados de ánimo que se descubren a lo largo del film. Nader y Simin, una separación se abre al espectador convirtiendo a este en juez, pues la mirada de la cámara es la del magistrado que no se ve, pero que escucha y pregunta el por qué de la tramitación del divorcio de la pareja. La cámara es el juez al tiempo que nos hace jueces, pero, como aquel, todavía no tenemos conocimiento del matrimonio que ha decidido separarse. Solo poseemos la mínima información que se obtiene de sus palabras y así comprendemos que Nader (Peymân Moadi) y Simin (Leylâ Hâtami) no se divorcian por falta de cariño, sino por sus posturas enfrentadas: quedarse en Irán, cuidando al padre de Nader, aquejado de Alzheimer, o, como Simin pretende, abandonar el país para ofrecer mejores oportunidades a Termeh (Sarina Farhâdi), su hija de once años. La pareja se separa y, como consecuencia, el marido debe contratar a alguien que durante su horario laboral se haga cargo de su progenitor (Ali-Asghar Shahbazi). Aunque dolorosa, esta situación no resulta extraña, tampoco lo es la certeza de estar ante dos posturas (marido y mujer) distantes que afectan la vida de la pareja y la de aquellos que dependen del matrimonio. Pero Farhadi resta importancia al proceso de divorcio y, apuntando circunstancias sociales como el desempleo o el sutil choque entre la tradición y la modernidad en la mujer iraní, introduce tres nuevos personajes: Razieh (Sareh Bayat), la joven embarazada que, obligada por sus circunstancias personales, acepta los cuidados del enfermo, su hija (Kimia Hosseini) y su marido (Shabat Hoseini). De ese modo el cineasta va completando el retrato melodramático que, con pinceladas de thriller y cine judicial, dibuja en Nader y Simin, una separación, pero sobre todo logra crear un film humano y sincero de personas reales que sufren el desequilibrio entre sus interioridades y los hechos externos que, a raíz del aborto de Razieh, les afectan hasta el extremo de generar los conflictos emocionales que cada uno de ellos experimenta afectando al resto.

sábado, 9 de junio de 2018

La isla misteriosa (1960)


Encuentro en las aventuras literarias de Julio Verne menos fantasía que la prometida por títulos tan sugerentes a la hora de fantasear como 20.000 leguas de viaje submarino, Viaje al centro de la tierra o Viaje a la luna. Al menos esa es la impresión me produce la lectura de sus novelas, pero quizá el escritor francés no buscase fantasear, aunque sus narraciones sí presenten circunstancias extraordinarias y fantásticas, sino dar rienda a sus conocimientos teóricos, que numera sin descanso mientras detalla las distintas circunstancias que sus personajes han de superar. Esta sensación también me la deparó La isla misteriosa y los cinco unionistas que huyen del cerco de Richmond en un globo aerostático que sufre las inclemencias de la tempestad que los arrastra a una lejana isla del Pacífico. Allí, el autor escoge a Cyrus Smith para plasmar sus conocimientos de metalurgia, química, botánica, alfarería, astronomía, psicología... y allí confiere al ingeniero la infalibilidad. No existe ciencia que se le resista ni en la que no sea experto y, para mayor asombro de sus compañeros, Smith confirma una y otra vez que todo lo sabe y todo lo puede, y aquellos que lo acompañan, salvo mano de obra, son meras comparsas que no se cansan de repetir la admiración que profesan a su líder. Verne pone en boca o en pensamiento de los Pancroff, Herbert, Nab, Spilett e incluso el perro Top esa admiración que sienten por el ingeniero y que él mismo sentiría hacia sus propios conocimientos, los cuales desarrolla asumiendo una sucesión teórica que aleja la estancia isleña de sus héroes de la fantasía que sí se observa en la versión cinematográfica realizada por Cy EndfieldEn La isla misteriosa (Mysterious Island, 1960) de Endfield sucede lo contrario, pues la fantasía se impone al didactismo y, de ese modo, la adaptación cinematográfica pone tierra de por medio con lo expuesto en el libro que la inspira.


La trama cobra un ritmo distinto a la novela, se olvida de detallar cualquier aspecto científico que asoma por las páginas y logra cierto encanto, sobre todo, a la hora de ofrecer el entretenimiento prometido por una película de aventuras. Que cumpla o no su promesa es otra historia, aunque La isla misteriosa lo hace y no defrauda en su propuesta de entretener desde la aventura, la supervivencia y la fantasía que viven sus protagonistas en el entorno desértico donde son arrojados por las inclemencias del tiempo. Ausentes de la novela, la película de Endfield incluye a las criaturas gigantescas que habitan la isla y a las dos náufragas que se unen al quinteto. La presencia en pantalla de lady Fairchild (Joan Greenwood) y de su sobrina Elena (Beth Rogan) amplían el sector de público al que va dirigida la película, por un lado al femenino y por otro al adolescente, al introducir la relación entre Elena y Herbert, pero, quizá, el reclamo más llamativo se encuentra en la amenaza de esas criaturas que los productores decidieron incluir para captar la atención, y que el gran Ray Harryhausen se encargó de crear. El experto en animación dio forma al cangrejo, al ave o las abejas gigantes, así como se encargó de filmar las escenas que protagonizan sus creaciones, las cuales no entorpecen la exposición de Endfield, cuya prioridad reside en retratar a los náufragos como miembros de una familia de robinsones cuyas necesidades los obligan a adaptarse al medio donde se produce su enfrentamiento a los piratas y su encuentro con el mítico capitán Nemo (Herbert Lom).

viernes, 8 de junio de 2018

La clase (2008)


Uno de los principios de la Escuela Activa reside en que <<la escuela es vida y no preparación para la vida>>. Esto prioriza y concede el protagonismo a cada miembro del alumnado y que su aprendizaje sea eso, activo, pero solo es teoría y como el resto de las teorías educativas encuentra su perfección en los libros o en las facultades. Las teorías no dejan de ser ideas y conceptos que si bien pueden servir de guía no logran responder ni satisfacer todas las realidades que se encuentran en los centros escolares. Quizá preparados, motivados, convencidos de su valía, las profesoras y los profesores concluyen su formación y acceden al ámbito educativo real para toparse con las distintas demandas de cada centro, de cada alumna y alumno, que probablemente pregunten y se pregunten ¿por qué están allí? o ¿de qué les sirve aprender esto o aquello, si no le encuentran utilidad práctica? El profesorado puede responder a estos interrogantes tan sencillos como complejos con <<la escuela es vida>> y, como tal, también es preparación para la vida, pero se trata de una respuesta insatisfactoria para adolescentes como los de La clase (Entre les murs, Laurent Cantet, 2008), que acuden al instituto no por iniciativa propia ni por gusto, ya que lo hacen porque es lo que se espera que hagan y, en consecuencia, reciben su escolarización como una imposición y no como deseo propio. Esta circunstancia implica que alumnos como Souleymane (Franck Keïta) se rebelen y que el profesorado deba improvisar sobre la marcha, unos pidiendo sanciones administrativas y otros pensando estrategias para acceder a ellos y convencerlos de que sean protagonistas de su aprendizaje. Pero ¿cómo hacerlo si el alumnado está compuesto de múltiples individualidades, humanas y culturales, que en grados diferentes ponen en duda la validez de las relaciones escuela-vida y docente-alumno?


Como cualquier otro ámbito humano, nada es perfecto en el educativo; ni puede serlo, más si cabe en una sociedad que solo tiene en cuenta el resultado, porque quienes lo componen, adultos y jóvenes, no son ni podrán ser perfectos. Quizá las teorías, los familiares, los supuestos expertos y quienes dirigen en la distancia lo pretendan, pero entre muros y en la vida misma no se podrá alcanzar más perfección que la de ser en constante evolución —a veces, en involución—, resolviendo viejos problemas y enfrentándose a nuevos. Tampoco son perfectas las herramientas materiales y los recursos humanos que ofrece el sistema ni las escogidas por cada docente ante situaciones complejas y vivas como las planteadas por Laurent Cantet en su película, ya que dicha situación escapa del ámbito teórico. Fluye torrencial desde seres emocionales que a veces se ven superados, desmotivados y enfrentados. Sin pretender dar respuestas (utópicas), como tampoco lo pretendía Bertrand Tavernier en Hoy empieza todo (Ça commence aujourd'hui, 1992), ambienta de en un centro de educación infantil, La clase es un excelente acercamiento a ese mundo docente y adolescente entre paredes que encierra comportamientos dispares, atracción y rechazo, comunicación e incomunicación, imposición, búsquedas de identidades grupales e individuales. De orígenes y procedencias distintas, algunos aburridos en las clases, todos con circunstancias personales propias y, en ocasiones desapercibidas por los educadores, otros con actitudes que merman la paciencia docente, los adolescentes de catorce y quince años acuden al centro escolar donde comparten su día a día. Allí mantienen su relación educativa con François Bégaudeau (François Marin), su profesor de lengua y tutor, pero también su relación humana, y allí se descubre la distancia entre la teoría y las necesidades reales que presentan diferentes niveles de conocimiento, múltiples personalidades, sentimientos dispares, intereses varios y desinterés por materias que no logran la atención de los adolescentes. Ante esto, la postura del profesor, inspirado en el François Bégaudeau real, aboga por el acercamiento, la familiaridad, la tolerancia y el diálogo, aunque resultan insuficientes para establecer la conexión con niñas y niños en pleno desarrollo de su cuerpo, de su mente y de su identidad, la cual intentan afianzar con comportamientos y rechazos que generan incomprensión, dudas e impotencia en quienes, buscando motivar y guiar en el proceso educativo, apenas obtienen apoyo real del entorno, más preocupado por el resultado numérico y las estadísticas que de la educación en sí, ni la respuesta pretendida ni encuentran opciones novedosas que si bien podrían fracasar, también podrían no hacerlo.

jueves, 7 de junio de 2018

La batalla del Río de la Plata (1956)

Ante la hipotética e indeseada declaración de guerra inglesa, la marina alemana envió los acorazados de bolsillo Deutschland y Graf Spee al norte y al sur del Atlántico con la orden de, una vez iniciadas las hostilidades, hundir los mercantes que abastecían las islas británicas. Con su movimiento naval, la kriegsmarine se adelantaba al más que probable bloqueo de sus salidas al mar del Norte y al Báltico, al tiempo que ubicaba en diferentes puntos estratégicos navíos cisterna que aprovisionarían barcos y submarinos sin necesidad de que estos regresaran a suelo alemán. Estallado el conflicto, aquella estrategia perjudicó seriamente a Gran Bretaña, cuya flota sufría las minas magnéticas y los constantes ataques de sumergibles U-Boote, de barcos corsarios y de tigres del mar, que impedían el abastecimiento marítimo desde las colonias británicas de ultramar. Este panorama queda establecido al inicio de La batalla del Río de la Plata (The Battle of the River Plate, 1956), cuya acción arranca con el hundimiento del Africa Schell, abatido por el Graf Spee, el tigre del mar camaleónico, rápido y manejable que ha mandado a pique miles de toneladas de naves ingleses que transportaban materias primas, alimentos, armas y otras mercancías que podrían desequilibrar la balanza de la contienda. La primera secuencia muestra al barco inglés ardiendo tras su encuentro con el acorazado capitaneado por Langsdorff (Peter Finch), que recibe a su homólogo británico (Bernard Lee), y único superviviente del navío hundido, desde el respeto de encontrase ante su igual. A él se dirige con cortesía y respeto, comentándole que la guerra y las órdenes de <<hundir barcos mercantes, sin entrar en combate>> lo obligan a realizar acciones que le desagradan, aunque menos agradan a la marina británica. Amenazada su supremacía marítima, la armada inglesa envía tras el Graf Spee a los cruceros Ajax, Exeter y Achilles, produciéndose la batalla naval que cierra el primer bloque del film, aquel que se desarrolla en alta mar. Pero ni esta primera parte ni el posterior desarrollo de la acción en los despachos y calles de Montevideo alcanzan los logros visuales y rítmicos de otras producciones bélicas de Michael Powell y Emerich Pressburger. En su intento de reconstruir con exactitud los hechos narrados, la película pierde interés y, a medida que transcurren los minutos, ni la batalla naval ni la diplomacia que la releva conectan con el público, quizá porque, como escribió Llorenç Esteve en su estudio sobre la pareja de cineastas, <<podemos enmarcar La batalla del río de la Plata en un tipo de cine de género bien realizado, espectacular, pero sumamente frío, sin alma, sin personalidad definida>>*. La supuesta tensión que viven tanto los militares como los diplomáticos se ve lastrada por la desidia o desinterés de Powell y Pressburger, dos cineastas que en esta ocasión se conformaron con desarrollar la lucha naval y las intrigas sin asumir riesgos visuales, dejando que la narrativa convencional y los estereotipos marcasen el ritmo de cuanto se observa en la pantalla. Tampoco juega a favor de la película su búsqueda de protagonismo coral, ni que dicha coralidad dificulte que el espectador simpatice con algún personaje, alguien en quien individualizar o en quien concretar los espacios y los hechos que sí llaman la atención de los hombres y mujeres que se reúnen en el puerto uruguayo y de aquellos miles que escuchan los comentarios radiofónicos de Mike Fowler (Lionel Murton), que retransmite las reparaciones y el ultimátum al barco alemán cual acontecimiento deportivo.

*Llorenç Esteve. Michael Powell y Emeric Pressburger. Ediciones Cátedra, Madrid, 2002

miércoles, 6 de junio de 2018

La tierra de todos (1926)


Las expectativas de Mauritz Stiller cuando aceptó la propuesta contractual de Louis B. Mayer serían las de cualquier cineasta de prestigio que llegaba a Hollywood con la idea de que los estudios, en su caso la MGM, pondrían a su disposición los medios necesarios para realizar el tipo de cine que pretendía, pero lo que se encontró fue un sistema que supeditaba las intenciones artísticas a la producción en cadena, al engranaje dividido en distintos departamentos, a los presupuestos y al tiempo de rodaje establecido por los productores. Estas circunstancias no entraban dentro de los planes cinematográficos de Stiller, cuya ilusión e intención era, se supone, crear poesía en movimiento y no la de limitarse a asumir la dirección de un producto preestablecido y controlado por los jefes del estudio. Para él, ya supuso un duro golpe viajar a Estados Unidos y verse marginado por quien le había contratado, pues Mayer no le ofrecía ninguna propuesta que llevar a la pantalla; y más frustrante aún, lo sería su experiencia en La tierra de todos (The Temptress, Fred Niblo, 1926). Lo que el director escandinavo ignoraba era que al magnate quien realmente le interesaba era Greta Garbo desde que había descubierto su mirada en una proyección durante su viaje a Europa,
 cuando L. B. levantó sus posaderas de su presidencial asiento en Culver City y se trasladó a Italia para poner orden en el rodaje de Ben-Hur (Fred Niblo, 1925), superproducción que, desde el inicio, acarreó problemas, desde cambios en el reparto, en la dirección y el guion, en los planes de trabajo, hasta disparar el presupuesto más allá de un punto que se antojaba intolerable por parte del por entonces pequeño y nuevo estudio cinematográfico. Tras el éxito de su primera película hollywoodiense, la actriz insistió en que su mentor asumiera el rodaje de este melodrama con destellos de western, cuyo guión, basado en la novela del valenciano Vicente Blasco Ibáñez, había sido desarrollado en un primer momento por el propio Stiller.


El cineasta sueco inició el rodaje sin comprender el medio en el que se movía, de ahí que no tardase en ver cómo el presupuesto se disparaba. Como consecuencia, Irving Thalberg no dudó en sustituirlo por Fred Niblo y este concluyó el film, conservando por deseo expreso de la actriz las escenas rodadas por el cineasta que la había llevado a Hollywood. La tierra de todos fue otro éxito en la ascendente carrera de Greta Garbo, que en su papel de vampiresa seductora brillaba por encima de cualquier otro personaje. La actriz dio vida a Elena, una mujer casada y adúltera, como tantas otras que interpretaría a partir de entonces, deseada por los hombres, condenada a padecer y perecer, alcoholizada y despojada de todo, porque así lo exigía la moral de la época del rodaje. Sin embargo no es una vampiresa ni la tentadora aludida por el título, es una mujer insatisfecha cuya belleza levanta pasiones entre el sexo opuesto, hasta el extremo de enfrentar tanto a enemigos como a amigos, pero nunca ha amado ni se ha sentido amada. Elena solo es objeto del deseo masculino o es adorada por la belleza que vislumbra a Robledo (Antonio Moreno) en la fiesta parisina donde ambos acuden disfrazados, se besan y confiesan su amor. Al día siguiente, el ingeniero argentino descubre que ella está casada con su amigo, el marqués de Torre Bianca (Armand Kaliz), y la juzga y repudia desde su
 puritanismo. Pero Elena no es la imagen que aquel le atribuye desde ese instante, pues el ingeniero desconoce que la única relación del matrimonio estriba en el interés del marqués, que la ha empujado a ser la amante de Fontenoy (Marc McDermott), el banquero que los ha mantenido hasta la escena de su suicidio, durante la cual este la acusa de ser la culpable de su bancarrota. La tierra de todos abandona el lujo y el glamour parisino y se traslada a las llanuras argentinas donde Robledo es recibido entre vítores por sus amigos, emigrantes y gauchos. Se trata de un espacio abierto y sin civilizar que ellos pretenden cambiar con la construcción de la presa que el forajido Manos Duras (Roy D'Arcy) hará estallar avanzado el metraje. Pero tanto el espacio como los diferentes enfrentamientos que allí se producen quedan supeditados a la presencia de Elena, cuando viaja a Argentina acompañando a su marido (que busca las comodidades perdidas) con la intención de conquistar al hombre que la acusa de ser la perdición de cuantos la rodean.

martes, 5 de junio de 2018

Feliz Navidad, Mr. Lawrence (1983)


Los primeros años de 
Nagisa Ôshima en Shochiku anunciaban a un cineasta combativo, crítico, transgresor, que desarrollaba historias y reflexiones que, en su cuarto largometraje, generaron el conflicto con los directivos de la productora. Era cuestión de tiempo que buscase la independencia creativa que le permitiera radicalizar su cine, llevando al límite sus ideas transgresoras y su compromiso de romper con la tradición imperante en la cinematografía japonesa. Él fue uno de los abanderados del nuevo cine nipón de la década de 1960, aunque, si bien le avalaban entre otras las espléndidas El ahorcamiento (Koshikei, 1968), El muchacho (Shonen, 1969) o La ceremonia (Gishiki, 1971), no fue hasta que presentó en Cannes su famosa El imperio de los sentidos (Ai no korida, 1976) cuando su nombre se internacionalizó definitivamente. Aquella película, en la que denunciaba la represión sexual institucionalizada, conllevó el rechazo y la censura en Japón y los sinsabores que estos trajeron consigo. Aún así, el cineasta no claudicó y se mantuvo fiel a su manera de interpretar el cine como medio para azuzar mentes, sobre todo la suya, crear arte y señalar aspectos que creía mejorables en la sociedad de su país. De modo que dos años después regresó al certamen con la también polémica El imperio de la pasión (Ai no borei, 1978) y allí coincidió con el productor Jeremy Thomas, a quien le habló de un guión que cinco años después cobraría forma en Feliz Navidad, Mr. Lawrence (Merry Christmas Mr. Lawrence, 1983), un film que enfrenta dos culturas tan lejanas entre sí como la japonesa y la occidental anglosajona.


La película confirmaba el regreso de un realizador en constante lucha contra los tabúes asociados a la herencia tradicional japonesa y, por ende, contra una parte de sí mismo, pero también mostraba su atracción por los dos polos que se enfrentan en su film desde su gestación, pues se trataba de una coproducción, y en sus protagonistas, que se atraen y repelen en el campo de prisioneros ubicado en Java, en 1942. Ese espacio sirve para la reflexión de 
Ôshima sobre la imposibilidad del amor entre dos hombres distanciados por las diferencias culturales, por la irracionalidad imperante, por la violencia y la muerte, pero sobre todo porque ese sentimiento es reflejo del imposible entendimiento entre dos mundos antagónicos que solo el coronel Lawrence (Tom Conti) parece conocer e intenta unir. Su conocimiento de la cultura y de la lengua japonesa convierten a Lawrence en el nexo entre oriente y occidente, al tiempo que le confieren el sentido común que, en su relación de prisionero-carcelero con el sargento Hara (Takeshi Kitano), pretende una aproximación más terrenal que la idealizada y negada en el comandante Celliers (David Bowie) y el capitán Yonoi (Riûichi Sakamoto), quien desde su primer contacto con el oficial británico siente la fascinación que generará su comportamiento contradictorio. Salvo los recuerdos juveniles que atormentan al indomable Celliers durante su cautiverio, la acción de Feliz Navidad, Mr. Lawrence se desarrolla en el interior del recinto donde los prisioneros se encuentran a merced de los guardianes, pero tanto los unos como los otros viven atrapados en el distanciamiento insalvable que encuentra explicación en sus diferencias, no en la guerra que sirve de telón de fondo y nunca asoma en la pantalla. Sus distintas interpretaciones del honor, del deber, de las costumbres, de la vida o de la muerte chocan constantemente en un espacio de cautiverio, violencia y malos tratos, pero también de intimidad y de confesiones inconfesables, algunas audibles y otras silenciosas, aunque evidentes. No por capricho, la trama se inicia con el castigo a un guardián coreano que ha mantenido relaciones sexuales con un prisionero holandés, pues más allá de que los soldados japoneses rechacen la homosexualidad, pretenden mantener el orden establecido, aquel que implica los tabúes que el capitán no logra traspasar y la idea de superioridad racial que Hara asume porque considera a los coreanos inferiores y a los occidentales indignos, pues prefieren la sumisión al suicidio al que se fuerza al coreano. Este arranque violento se detiene en Yonoi para anunciar la contradicción que le supondrá la presencia de Celliers en el campo, ya que ni puede apartarlo de su mente ni puede realizar el acercamiento deseado, siempre tan lejos, tan cerca, como demuestra que los momentos de mayor acercamiento (los besos del británico en la mejilla del oficial japonés y el mechón que este corta del cabello del primero) sean los de mayor distanciamiento.

domingo, 3 de junio de 2018

Greta Garbo. La estrella etérea


La infancia y la adolescencia suelen ser etapas idóneas para divertirse, despreocuparse, rebelarse y fantasear sin pensar qué deparará la edad adulta. Son ensoñaciones infantiles, después adolescentes, ambas necesarias y beneficiosas para un desarrollo equilibrado, que no plantean seriamente la necesidad de mirar más allá del ahora ni preocuparse de que algún día la adultez llamará a la puerta, silenciosa, casi sin avisar, para confirmar que, para muchos, las ilusiones han sido sustituidas por objetivos tangibles, profesionales o personales. Pero no todas las niñas y niños tienen la posibilidad de crecer en un entorno adecuado para la ensoñación, y aún así sueñan, se evaden de realidades complicadas y generan ilusiones que en ocasiones convierten en metas a conquistar. Greta Lovisa Gustafsson era una de esas niñas, que fantaseaba ser actriz y soñaba con una vida alejada de la miseria que rodeaba su niñez. Su sueño no era una idea pasajera, era una vía de escape y una fijación que, de no cumplirse, corría el riesgo de convertirse en frustración. Aquella fijación conllevaba determinación y esta la llevó a conseguir la beca de la Real Academia de Arte Dramático de Estocolmo donde Mauritz Stiller descubrió su talento y su belleza. El cineasta puliría a su joven pigmalión, cambiando su nombre real por el mítico Greta Garbo, enseñándole a actuar, a sonreír y a vestir con elegancia, a moverse en público, a proteger su privacidad, rasgo que la definiría de por vida. Durante sus primeros años profesionales, antes y después de darle su primera gran oportunidad en el cine, al confiarle el papel de Elizabeth Dohna en La saga de Gösta Berling, Stiller fue imprescindible en el ascenso de la actriz y en la gestación de la leyenda que Hollywood acabaría por dar forma. Tras Gösta Berling, director y actriz se embarcaron en un nuevo proyecto común que no se materializó por cuestiones económicas, pero la joven Greta recibió una oferta de G. W. Pabst para participar en Bajo la máscara del placer. Ella aceptó el papel, pero con el consentimiento y asesoramiento de su mentor, a quien poco después acompañaría a Estados Unidos, cuando este fue tentado por los dólares y las promesas de Hollywood. Garbo y Stiller llegaron a California contratados por Metro Goldwyn Mayer, pero lo que apuntaba un triunfo profesional para el cineasta sueco de origen finés se convirtió en su derrota. Su independencia y su visión del cine como medio de expresión artístico chocó con la material de los empresarios cinematográficos, lo cual generó el enfrentamiento que deparó su despido del rodaje de La tierra de todos. Para Garbo, que protagonizaba la película, sería un duro golpe ver como sustituían al hombre a quien estaba tan unida por Fred Niblo, pero ella se ciñó al contrato y dio vida a una seductora que destacaba por encima de sus compañeros de reparto. Antes de que se produjera el desencuentro que definitivamente hundió a Stiller, el realizador ayudó a su musa a preparar el personaje de Tornado, la primera película estadounidense en la que participó la actriz y el éxito que necesitaba para impulsar su carrera profesional. Aunque no era la más guapa ni la más talentosa entre las actrices de Hollywood, su belleza misteriosa y ambigua, unida a su inigualable capacidad para brillar y fascinar en la pantalla, convirtieron a Greta Garbo en una de las reinas de la MGM, que era como decir se convirtió en una de las grandes divas de Hollywood, posición que mantendría hasta que a los treinta y cinco años de edad anunció su retiro, un duro golpe para las ambiciones económicas del estudio y una decepción para su legión de admiradoras y admiradores. Entre La saga de Gösta Berling y La mujer de las dos caras, la actriz sueca trabajó con realizadores tan prestigiosos como el propio Stiller, Clarence BrownG. W. Pabst, Victor Sjöström, Fred Niblo, Jacques Feyder, Rouben Mamoulian o George Cukor, pero fue bajo la elegante y ingeniosa dirección de Ernst Lubitsch en Ninotchka cuando alcanzó su cumbre profesional. Ninotchka fue su única comedia, la película que la hizo más accesible y terrenal, y un éxito que no presagiaba el retiro voluntario que, en 1941, la estrella anunció tras el fracaso de La mujer de las dos caras, el punto y final a su carrera, pero no del mito de la mujer divina y etérea, celosa de su privacidad, inaccesible y solitaria.



Filmografía

El alegre caballero (Lyckroriddare; John W. Brunis, 1921) (sin acreditar)

Pedro el tramposo (Luffar-Petter; Erik A. Petschler, 1922)

La saga de Gösta Berling (Gösta Berlings saga; Mauritz Stiller, 1924)

Bajo la máscara del placer (Die freudlose Gasse; Georg Wilhem Pabst, 1925)

Torrente (Torrent; Monta Bell, 1926)

La tierra de todos (The Temptress; Mauritz Stiller, Fred Niblo, 1926)

El demonio y la carne (Flesh and the Devil; Clarence Brown, 1926)

Anna Karenina (Edmund Goulding, 1927)

La mujer divina (Victor Sjöström, 1928)

La dama misteriosa (Fred Niblo, 1928)

La mujer ligera (Clarence Brown, 1928)

Orquídeas salvajes (Sidney Franklin, 1929)

Tentación (John S. Robertson, 1929)

El beso (Jacques Feyder, 1929)

Anne Christie (Clarence Brown, 1930)

Romance (Clarence Brown, 1930)

Inspiración (Clarence Brown, 1931)

Susan Lenox (Robert Z. Leonard, 1931)

Mata Hari (George Fitzmaurice, 1931)

Grand Hotel (Edmund Goulding, 1932)

Como tú me deseas (George Fitzmaurice, 1932)

La reina Cristina de Suecia (Rouben Mamoulian, 1933)

El velo pintado (Richard Boleslawski, 1934)

Anna Karenina (Clarence Brown, 1935)

Margarita Gautier (George Cukor, 1937)

María Walewska (Clarence Brown, 1937)


La mujer de las dos caras (George Cukor, 1941)