miércoles, 26 de diciembre de 2018

Buda explotó por vergüenza (2007)


Hija del cineasta Mohsen Makhmalbaf y hermana de la también realizadora Samira Makhmalbaf
Hana Makhmalbaf puso en práctica las lecciones familiares y se adentró en su primer largometraje en el espacio humano de Buda explotó por vergüenza (Buda az sharm forn rikht, 2007) entremezclando el tono documental, que muestra varios momentos del día de su protagonista, y la evocación de la realidad, que nos llega a partir del encuentro de la pequeña Baktay (Nikbakht Noruz) con el grupo de niños que, a través de sus juegos de guerra, introducen la compleja y cruda situación que la cineasta vuelve subjetiva, al asumir como suya la mirada de esa niña inocente cuya odisea nos lleva a un entorno lejano; prácticamente solo accesible para el público occidental mediante las breves imágenes proyectadas por los medios de comunicación.


La explosión de la estatua de Buda antecede a la presentación de la niña protagonista, desde quien accedemos al entorno pétreo y arenoso donde se produjo la explosión. Ella es la encargada de guiarnos por el espacio que su odisea infantil nos acerca y que, precisamente por la elección subjetiva de 
Hana Makhmalbaf, también asumimos la mirada de la niña para interpretar el medio humano expuesto en Buda explotó por vergüenza. Vemos desde su ingenuidad, desde sus ilusiones iniciales y desde su posterior padecimiento, en definitiva, hacemos nuestra su perspectiva vital, porque la cámara de la cineasta encuentra en la inocencia e ilusiones de Baktay sus mejores bazas para exponer el conflicto que pretende mostrarnos. A la pequeña no le gusta jugar a la guerra, ella quiere aprender cuentos e historias divertidas, pero su historia nada tiene de divertida, puesto que la suya es una historia de padecimiento que se desarrolla en una zona de Afganistán donde parece que el tiempo transcurre al ritmo de la erosión de las cuevas que hacen las veces de hogares. Allí escucha la lectura de su vecino Abbas (Abbas Alijome), una repetición de frases que provoca en ella el deseo de acudir a la escuela. Quiere aprender las letras y, sobre todo, escuchar relatos que le hagan fantasear y reír. Esa es su idea, la única que ronda por su mente infantil, aunque para hacerla real necesita un cuaderno y un lápiz. Y sin dinero, son dos imposibles que intenta superar vendiendo huevos por un mercado abarrotado, donde nadie parece verla, pero donde ella continua su caminar sin desesperarse, pues las historias divertidas le aguardan al final del camino.


Pero la historia de Baktay sufre un vuelco cuando logra el cuaderno y llega a la escuela de donde la echan porque ella es una niña y la de estas se encuentra más allá. Sin perder la ilusión, continua su caminar, que la conduce hacia la zona donde varios niños juegan, aunque son juegos de guerra, extraídos del mismo conflicto que han vivido desde la cuna. Los niños de
Buda explotó por vergüenza asumen ser talibanes y asaltan a la pequeña en una serie de secuencias que desvelan parte de la trágica situación por la que atraviesan las mujeres afganas. Aunque se trate de un juego, el espectador contempla una realidad que afecta a la infancia y a los adultos, pero que no tiene nada de infantil ni de lúdica. Se trata de una realidad irracional que nos llega a través del grupo que asalta a Baktay, la denigran por ser mujer e intentan romper su sueño de aprender. Pero ella es más fuerte de lo que su cuerpo en vías de desarrollo atestigua; así, pues, no desespera, logra huir de su secuestro y continúa buscando la escuela de sus sueños. A lo largo de la película, observamos que Baktay no se cansa de repetir que desea aprender historias divertidas, pero en su mundo nada hay de divertido: los profesores no son divertidos, ni siquiera parecen ser conscientes de que trabajan con niños, de ahí que existan castigos o la incomprensión que la niña sufre tanto el el aula al aire libre masculina como en el interior del colegio femenino.


En su mundo los niños juegan a la guerra, a imitar a los mayores, a asumir su intolerancia, de modo que sus pasatiempos se convierten en peligrosos y en extensiones de la irracionalidad que se impone durante parte del recorrido de la pequeña. Esos niños, que entorpecen el libre desarrollo de la protagonista, no solo asumen la postura integrista, ya que durante el viaje de regreso de Baktay a su hogar, cambian su rol y se convierten en soldados estadounidenses que también la atacan. Como consecuencia, comprendemos que la situación no cambia para ella, pues, el grupo que primero asumen ser talibanes y posteriormente norteamericanos ven en ella al enemigo y, por lo tanto, también es la víctima de ambos bandos. Esa es su realidad, de la cual no puede escapar salvo cuando asume la exclamación de Abbas, <<¡Baktay, muérete sino no serás libre!>>, y la lleva a cabo para liberarse del odio, de las persecuciones y de las vejaciones que ha ido sufriendo a lo largo de la jornada.

martes, 25 de diciembre de 2018

El viejo y el niño (1967)



Es habitual que los escritores empleen sus vivencias pasadas para escribir su primera novela, pero resulta menos frecuente que los realizadores cinematográficos hagan lo propio en su primera película. Entre otras circunstancias, esto se debe a que la escritura es un ejercicio personal que nace en la soledad de quien, sin atenerse a un presupuesto económico, rellena las líneas que completarán su historia, sin agentes externos, sin la presión que supone manejar grandes cifras ni dirigir a un colectivo humano más o menos numeroso. Por su parte, una película implica altos costes de producción, compartimentar y aunar el trabajo y, en la mayoría de los casos, el rodaje se encuentra condicionado por intereses de tiempo y dinero, ajenos al director novel. Pese a lo escrito hasta ahora, algunos cineastas sí expusieron en su primer trabajo aspectos biográficos. Este fue el caso de François Truffaut en Los cuatrocientos golpes (Les 400 coups, 1959) o de su compatriota Claude Berri, cuyo debut en la dirección de largometrajes puede verse como un ejercicio de memoria que, desde la nostalgia y el cariño, evoca un momento puntual de su infancia: el año que, durante la ocupación alemana, vivió ocultando su identidad en la campiña francesa.


El viejo y el niño (Le vieil homme et l'enfant, 1967) narra la relación entre Claude (Alain Cohen), un niño judío de nueve años, y Pépé (Michel Simon), un viejo cascarrabias, infantil, entrañable e ignorante, que rechaza sistemáticamente a los ingleses, a los masones, a los judíos, a los comunistas y a cualquiera que coma carne. Berri desarrolla su recuerdo cinematográfico durante la ocupación de Francia en la Segunda Guerra Mundial, y lo inicia con el primer plano de un tanque de juguete que precede a la presentación del niño que lo contempla antes de robarlo. Así conocemos al protagonista infantil de la historia, en un momento previo a su traslado al campo. Como niño, Claude quiere jugar, se pelea y realiza travesuras, pero su necesidad infantil pone en peligro su vida y la de sus padres al llamar la atención de ojos indiscretos, circunstancia que podría descubrir las raíces hebreas que su padre (Charles Denner) pretende mantener ocultas para evitar el arresto de la familia. Como consecuencia, el pequeño es enviado a vivir con un matrimonio católico que, sin conocer su origen, lo acoge y lo protege del horror de la guerra que Claude apenas siente más allá de las alarmas de los ataques aéreos, de los programas radiofónicos o de los habituales apagones. Como film de memoria, El viejo y el niño tiene su voz en off, la cual nos habla desde el presente y nos guía por el recuerdo del adulto que regresa a su infancia, cuando quizá fuese demasiado pronto para comprender los hechos que suceden a su alrededor. No obstante, se ve obligado hacerlo, al descubrir el miedo de su padre y al verse obligado a aprenderse oraciones católicas o deletrear y pronunciar su nuevo apellido. Estas circunstancias le van aclarando que su niñez no podrá ser aquella que desea, sin embargo, transcurridos los primeros días lejos de su familia, la tristeza desaparece y su lugar lo ocupan la complicidad y el cariño creciente hacia el matrimonio que lo acoge y al que oculta sus raíces. Al tiempo que el espectador descubre la ignorancia y la humanidad de Pépé, el niño vive su cotidianidad compartida, la cual lo iguala a su nuevo amigo, en la necesidad de encontrar en la presencia del otro el cariño y la compañía que generan la felicidad en ambos. Pépé admira a Pétain, aunque sus ideas son fruto de su desconocimiento, de la aceptación de costumbres y de pensamientos que ha escuchado sin ponerlos en duda; de ahí que, inconsciente de los orígenes de Claude, le explique tópicos sin sentido acerca de los judíos o de los bolcheviques y le cuente viejas historias que van calando en el pequeño. Así mismo, asume su educación, <<no te preocupes, a partir de ahora, tu maestro voy a ser yo>>, cuando descubre el rechazo que su pequeño amigo sufre en la escuela a raíz de la postal en la que expresa su primer amor.


Salvo los momentos iniciales, donde se expone el miedo paterno, Berri recuerda y narra con cariño; y este es el sentimiento que transmiten las imágenes y las inolvidables interpretaciones de Michel Simon y Alain Cohen, el niño que asume el rol de alter ego del cineasta, el niño que escucha y calla, y el niño que vive el periodo de guerra lejos de su familia, descubriendo el primer amor y la amistad que lo libera del miedo o, al menos, lo aleja, ya que en el campo encuentra protección y, transcurridos los días y las semanas, el espacio físico y humano que enraíza en él y que nunca dejará de formar parte de sus recuerdos.

jueves, 20 de diciembre de 2018

Paraíso (2016)


Hay hechos y actos irracionales que escapan a cualquier intento de comprensión humana. Entran de lleno en aquello que calificamos de aberración u horror y, como medio de expresión humano, el cine solo puede recordarlos, recrearlos o evocarlos para que no caigan en el olvido. En Paraíso (Rai, 2016), Andrei Konchalovsky al menos presenta cuatro voces para hacerlo. Escribo “al menos” porque existe una quinta, que corresponde a la voz del espectador que observa las imágenes y se pregunta por el espacio y el tiempo presente de la acción mientras reflexiona sobre las confesiones de los tres personajes principales. La cuarta es la de Konchalovsky, la cual nos habla a través de las imágenes en blanco y negro del pasado al que aluden los tres protagonistas, quienes responden a las preguntas que quizá la Historia, quizá un ser divino o el propio realizador, que se erige en receptor que intenta ser imparcial, aunque consciente de que no puede serlo, graba en formato cinematográfico para así recoger impresiones, explicaciones y emociones. Olga (Yuliya Vysotskaya), Helmut (Christian Clauss) y Jules (Philippe Duquesne) son las voces de los muertos de la sinrazón de un momento histórico concreto, las voces de las víctimas, de los verdugos y de quienes se alían con estos últimos para huir del infortunio de los primeros y de ese modo gozar de los privilegios de los segundos. Son las tres perspectivas tangibles de Paraíso, film que se abre con un plano del pasillo de la prisión donde Olga ha sido encerrada por cobijar a dos niños judíos. Pero ella no es la primera en exponer su caso, ni en responder a preguntas que no escuchamos, pero de cuya existencia sabemos por las respuestas. El “privilegio” de ser el primero corresponde a Jules, quien asume la responsabilidad de iniciar un relato subjetivo que repasa su vida para ofrecernos una ligera idea de sí mismo.


El personaje apunta que uno de los novios de su madre fue quien le consiguió un trabajo en la policía francesa, también que está casado y que tiene un hijo. Pronto comprendemos que no se trata de un policía cualquiera, sino del responsable de encontrar a niños judíos y entregarlos a las autoridades nazis. Estamos ante un colaboracionista que no duda en emplear la tortura, aunque le disgusta que su brazo ejecutor la mencione o le recuerde los métodos que emplea para obtener confesiones. Él solo quiere lograr sus fines, que en ese instante del pasado que Konchalovsky ubica durante la Segunda Guerra Mundial, aparte de atrapar judíos, son saciar la lujuria que Olga, elegante y seductora, le despierta y proteger el bienestar de su familia. Las imágenes nos introducen a la aristócrata rusa en el presente indefinido, con el cráneo rasurado y dirigiéndose a ese ser misterioso que también podría ser cualquiera de nosotros. Así que comprendemos que ella ha sido víctima de la sinrazón que encuentra en Helmut su voz, una voz que no expresa arrepentimiento por los hechos que se exponen en pantalla, ni de aquellos otros que, conocidos y expuestos en otras producciones, permanecen fuera de campo. Asegura orgulloso que es alemán, de linaje aristocrático, pero sobre todo afirma que es un nazi convencido, de ahí que recuerde su petición de traslado del ejército a la SS. También recuerda su entrevista con Himmler (Viktor Sukhorukov), en la que se observa que admira las palabras y las ideas que aquel le transmite, palabras que enraízan en su mente y que le hablan de un <<paraíso terrenal. Un paraíso alemán en la tierra>>. ¿Y para el resto? El comandante del campo de concentración donde Helmut y Olga —unidos sentimentalmente en el pasado anterior que la narración ubica en Italia— se reencuentran como carcelero y prisionera, responde <<no hay cielo sin infierno. Y yo he creado este infierno>>. Es el infierno de la locura, de lo inexplicable y de la aberración que Olga y millones de condenados sufren e intentan sobrevivir, conscientes o inconscientes de la pérdida de su inocencia, de su condición humana y de su vida. Si la idea del paraíso es una locura fruto de la sinrazón institucionalizada, el infierno es real y, tras la ejecución de Jules a manos de la resistencia francesa, es el espacio concreto donde se desarrolla la mirada de Konchalovsky al pasado que Paraíso recuerda desde las tres confesiones, fuera de tiempo y de lugar, que nos acercan a los hechos a los que accedemos mediante las voces de los protagonistas.

martes, 18 de diciembre de 2018

Las montañas de la luna (1989)


Una de las preguntas que nos planteaban en las clases de Geografía, cuando de pequeños nos “explicaban” África, vendría a ser ¿cuál era el río más largo del continente? Algunos respondían, con o sin acierto, otros callaban, pero la respuesta estaba en el libro de texto donde también se podía leer donde nacía y donde desembocaba. Así que solo era cuestión de interés y de buscar en el papel el nacimiento del Nilo. Buscar era sencillo, igual de sencillo que no plantearse que en épocas pretéritas la Geografía fuese distinta a la conocida en aquel momento de mi niñez, que los países cambiaban, se fundaban y desaparecían, y que las fronteras eran marcadas por los intereses (y la fuerza) del ser humano. Si no entonces, sí pasado el tiempo, algunos comprendimos que hubo épocas en las que parte del globo era un mapa en blanco por donde los aventureros, exploradores, buscadores de fortuna y gloria viajaban a lugares remotos y se adentraban por espacios desconocidos para quienes no los habitaban. Richard Francis Burton y John Hanning Speke fueron dos de estos hombres, aunque, como el resto de exploradores, nunca habrían alcanzado sus objetivos sin la colaboración de anónimos, en su mayoría nativos del lugar, que les sirvieron de guías, de intérpretes, de defensa contra un medio que en ocasiones se mostraba hostil e incluso de mano de obra que transportaba alimentos, armas y herramientas de trabajo. Las montañas de la luna (Mountains of the MoonBob Rafelson1989) nos narra el encuentro de estos dos exploradores, su amistad, el fin de la misma y la aventura que ambos compartieron en busca del nacimiento del Nilo, una aventura que para el idealista Burton (Patrick Bergin) implica el contacto con el medio, con su cultura y con sus habitantes, y para el ambicioso Speke (Iain Glen) la gloria de ser el primero en descubrir el origen del río más importante del continente.


El primer europeo que vio el nacimiento del Nilo Blanco, el lago Victoria, parece que fue John Henning Speke, en 1858. Del Nilo Azul, que nace en Etiopía, en el lago Tana, se dice que fue el jesuita madrileño Pedro Páez, en 1618, aunque pudo haber otros antes. Ambos ríos se unen en Jartum (Sudán) y, depende de quién mire, las fuentes serían una u otra; o las dos. Pero la historia desarrollada por Bob Rafelson se centra en los ingleses y divide su atención en cuatro partes diferenciadas por el espacio donde se desarrollan. La primera y la tercera lo hacen en suelo africano, la segunda y la cuarta en Inglaterra. Ambos lugares contraponen costumbres y descubren la falaz importancia que los europeos asumen para sí, respecto a su presencia en el mundo. Para las tribus africanas con las que Burton y Speke contactan poco importa los territorios más allá de su área de influencia local, pues los conceptos estado y colonización les son ajenos. Sus territorios son tribales, algunos pequeños reinos gobernados por caciques que atacan a pueblos vecinos o defienden sus costumbres y su influencia; acciones nada distintas a las de lugares como el de procedencia de los aventureros. En ese espacio inexplorado por el hombre blanco, Burton es consciente de que algunas de las costumbres nativas son salvajes, no más que otras de la sociedad victoriana con la que no se siente vinculado, y parte de la violencia tribal nace de la lucha por el poder y por la defensa de su identidad contra la agresión externa. <<En mi país han decapitado a padres y a hermanos por el poder. En cuanto a la esclavitud, el hombre blanco le ha añadido el horror del comercio>>. La lucidez de Burton es evidente y está directamente ligada con su romanticismo y con su amor por África, por sus gentes y por sus tradiciones, aunque esto no implica que carezca de una perspectiva más profunda, humanista y científica que la asumida por Speke, a quien se describe empujado por la promesa de gloria que el descubrimiento le reportaría; de ahí su ceguera, o que no compruebe si el lago que ha descubierto y bautizado es el nacimiento del Río. Ya desde su encuentro, en el primer bloque de Las montañas de la luna, se comprende que los dos personajes son distintos, incluso antagónicos; y en el tercero se constata que solo en África se puede producir su acercamiento, su amor, su amistad, pues es en ese espacio inhóspito e inexplorado donde se complementan y donde viven su unión, la cual se rompe en la parte final de este atractivo film de aventuras que, salvando algunos personajes y situaciones de relleno, encuentra sus dos mejores bazas en el realismo con el que Rafelson narra la exploración —parte de los hechos expuestos fueron extraídos de los diarios de Burton y Speke— y en las localizaciones africanas donde se desarrolla.

lunes, 17 de diciembre de 2018

Quemado por el sol (1994)


La acción de Quemado por el sol (Utomlennye solntsem, 1994) se desarrolla durante una única jornada campestre, en el interior de un hogar burgués y bohemio -cuyos personajes heredan aspectos cotidianos de los de Anton Chéjov- y en el exterior, a orillas de un río que me trae a la memoria a Jean Renoir y a Una partida de campo (Une partie de campagne, 1936). Ambos espacios son empleados por Nikita Mikhalkov para, desde la comedia y el drama, realizar su crítica a un periodo pasado que en su película se sintetiza en ese único domingo que se inicia con la irrupción de varios tanques que avanzan por el campo rompiendo la tranquilidad y amenazando el trigo cultivado por los agricultores. Desde ese instante, Mikhalkov introduce la época, el estalinismo, y más adelante expondrá con sutiles omisiones la presencia de las purgas llevadas a cabo durante aquel periodo de terror institucionalizado, purgas que se cobraron víctimas como el comandante Sergei Kotov (Nikita Mikhalkov), héroe de la revolución del 1917, padre de familia y, esa jornada dominical, un hombre que disfruta de su día de descanso, el cual se interrumpe momentáneamente cuando debe impedir que los jóvenes soldados destruyan el trabajo del proletariado. Es un momento de confusión, aunque no es el único que desvela la desorientación generalizada, pues las imágenes de Quemado por el sol también muestran a un camionero perdido que no encuentra su rumbo, a voluntarios civiles que dedican su domingo a inútiles ejercicios de defensa contra un dudoso ataque químico del enemigo imperialista y a grupos de jóvenes pioneros que, si bien años atrás rendían culto a Lenin, ahora lo rinden a Stalin, a quien se descubre en las banderas y en los uniformes que lucen. Esta adulación nos hace sospechar que los hechos se desarrollan en la década de 1930 y, avanzado el metraje, el plano en el que Nitia (Oleg Menshikov) se talla, apunta su estatura y la fecha, nos sitúa en 1936, un año antes de la riada de arrestos indiscriminados y sin mayor motivo que la decisión de un hombre y de su estado policial.




En el capítulo de Archipiélago Gulag que Alexsandr Solzhenitsyn dedica a las detenciones practicadas durante el estalinismo, el autor escribe que <<a veces, las detenciones llegaban a parecer un juego, tan fecunda inventiva y tanta energía superflua se depositaba en ello, cuando en realidad la víctima no se resistía aunque no hubiera tamaño despliegue>>. Una inventiva similar la descubrimos en Nitia y la falta de resistencia se observa en Sergei Kotov, los dos protagonistas masculinos de Quemado por el sol. El primero es una herramienta del sistema al que se unió para evitar males mayores mientras que el segundo es una víctima de ese sistema que ayudó a construir y que ya no le necesita. Tanto Nitia como Sergei ocultan a la familia hechos del pasado, también el por qué de la aparición del primero en el presente, una aparición que el espectador empieza a explicarse cuando la pequeña hija (Nadia Mikhalkova) del segundo observa en la distancia la conversación que mantienen ambos adultos. Salvo la inicial, hasta entonces ninguna imagen indica la amenaza que se cierne sobre el comandante Kotov y familia, que disfrutan de un domingo que se ve alterado por la alegre e inesperada aparición del viejo amigo de la familia. ¿Qué fue de Nitia durante tanto tiempo ausente? La secuencia de apertura de Quemado por el sol lo muestra en un apartamento con una pistola a la que quita las balas antes de acercar el cañón a la sien. Algo le sucede, eso queda claro. Tiempo después descubrimos en sus palabras parte de ese pasado que se omite en la pantalla, salvo por las conversaciones que nos lo irán dibujando, pero inicialmente su jovialidad y su apariencia de víctima de la revolución bolchevique provocan que simpaticemos con él. No obstante, el disfraz con el que se presenta, ocultando su identidad, remite a la sombra que oculta sus verdaderas intenciones, una sombra que impide que dicha simpatía sea completa. En un primer momento lo observamos conquistando a los presentes, reviviendo recuerdos sin aparente importancia u ocupando el asiento de Sergei, como si pretendiese también ocupar el lugar que este mantiene dentro del núcleo. Nitia es como la propia película, pues, si esta juega con los hechos ya ocurridos (y de los que apenas tenemos constancia salvo por comentarios) o con aquellos que están sucediendo pero que no se muestran, el recién llegado omite sus verdaderas intenciones y revive recuerdos de juventud en Marusia (Ingeborga Dapkunaite), en el presente casada con Kosov, o alegra la velada con palabras, bromas y con los cuentos que desvelan aquella parte de su pasado que desea dar a conocer. 

viernes, 14 de diciembre de 2018

Anomalisa (2015)

 
Tanto sus guiones para Michel GondrySpike Jonze como los que él mismo ha dirigido confirman que Charlie Kaufman posee un universo rico en subjetividad donde la condición humana y las relaciones entre individuos adquieren el protagonismo, también las formas inusuales de narrarlas y de mostrarnos a sus personajes. En el caso de Anomalisa (2015), su segundo largometraje como director, sus personajes se convierten en marionetas humanas, pues eso es lo que son literal y simbólicamente Michael y Lisa, marionetas de la vida y de su interpretación de la misma. Desapercibida durante su estreno comercial, Anomalisa presenta desde su apariencia de animación stop-motion destellos de gran película, en la delicadeza y en la intimidad compartida por sus dos protagonistas y en la sencillez-complejidad de las relaciones humanas expuestas por Kaufman, su guionista y su codirector, y por Duke Johnson, uno de los responsables de la serie de animación Frankenhole. Indudablemente este film remite a la subjetividad del primero, desde la cual accedemos a lo cotidiano, a la naturaleza humana, a las relaciones del individuo consigo mismo y con el entorno donde descubrimos insatisfacciones y comportamientos a primera vista tan anómalos como para Michael resulta descubrir que existe alguien especial como Anomalisa. La idea expuesta por Kaufman y Johnson en Anomalisa no es nueva, aunque sí resulta inusual la forma de exponer la monotonía y el vacío en el que vive su desesperado protagonista masculino, incapaz de evitar la sensación de que cuantos le rodean son iguales. Dicha sensación se descubre en el cansancio vital de Michael Stone, en su mirada y en su desequilibrio, del que no puede escapar y que provoca que todos los rostros sean siempre el mismo y las voces, una sola, la misma que atribuye y escucha sea quien sea el que hable. Por este motivo no puede dejar de sorprenderse y de enamorarse de Lisa, cuya voz le suena distinta a la del resto, una voz que aporta luz y un nuevo sonido a la monotonía existencial de Michael, atrapado en su insatisfacción y en su comprensión del espacio humano que habita. Resulta un acierto empezar a escuchar la voz de Tom Noonan en los diferentes personajes, al inicio quizá esta pase desapercibida, pero pronto sorprende y comprendemos el por qué, tras bajar del avión, Michael transita por el aeropuerto de Cincinnati como un autómata que solo desea desconectar y para lograrlo (sin éxito) enciende su reproductor de música y, escuchando esa misma voz musicalizada, avanza entre la gente hacia una salida que le depara la entrada a la misma monotonía que le persigue allí donde va, pues esa sensación se encuentra dentro de él. Michael es un hombre de mediana edad que huye, siempre lo ha hecho: lo hizo de su relación pasada y ahora parece hacerlo de su matrimonio, ya que nada de lo que ha vivido le reporta la vitalidad y la novedad que ansía, más bien lo sumerge en la constante apatía de la que solo escapa al escuchar, al otro lado de la habitación de hotel donde se aloja, la voz de una desconocida, una voz que altera su pulso, genera su ilusión y el inicio de su búsqueda y del ansiado encuentro. Dentro de la ilógica que le persigue, y habita en él, resulta lógico que se enamore de Lisa, de lo que esta representa para él: un soplo de aire fresco, quizá una aventura que le depare sentirse vivo por un instante que le gustaría prolongar en el tiempo. No se enamora de su cuerpo, ni de su inteligencia, ni siquiera de su dulzura ni de su deseo de vivir, se enamora de aquello que escapa de la normalidad que lo ahoga. Lisa es especial y lo es porque la ve y la escucha diferente y esta distinción trastoca la frustración en la que Michael vive su desequilibrio y su idea de que todo y todos son iguales. Dicho desequilibrio llega a nosotros durante su soledad inicial, también durante la final en su fiesta de cumpleaños, o durante su intento de comprender por qué huyó de su relación con Bella, su antigua novia, con quien se cita diez años después de haberla abandonado. Pero también llega a nosotros la sensación de que se trata de un individuo incapaz de escuchar las palabras de Lisa, su contenido, más allá de ese tono distinto que le atrae y le lleva a intentar una relación que está condenada a no sobrevivir más allá de esa noche que comparten, pues es evidente que la crisis existencial de Michael lo persigue y lo perseguirá en su realidad, en sus deseos insatisfechos y en su necesidad de llenar el vacío que posiblemente él mismo ha generado.

jueves, 13 de diciembre de 2018

E.T., el extraterrestre (1982)


El gusto de Steven Spielberg por la ciencia-ficción es un hecho que se constata en sus constantes incursiones genéricas, lo mismo podría decirse de su importancia dentro del género, algo que no discuto, aunque considero que se mitificó prematuramente, gracias a sus dos exitosas primeras aportaciones profesionales: Encuentros en la tercera fase (Encounters on the Third Kind, 1977) y E.T., El extraterrestre (E.T., the Extra-Terrestrial, 1982). A estas alturas, cuando el cineasta tiene sobre sus espaldas casi cinco décadas de cine profesional, no me cabe la menor duda de que ambas producciones fueron ejercicios de un realizador que, impresionado por el cine de otros y deseoso del agrado popular, carecía de la complejidad que evidenció en Minority Report (2002), un film de ciencia-ficción menos ingenuo y visiblemente más oscuro que estas dos películas, pero han sido estas las que han pasado a formar parte de la historia del cine, aunque ¿lo han hecho por su calidad o por su popular conexión con el público? No planteo si se trata de malas o de buenas películas, tampoco si juzgamos su valor cinematográfico desde una mirada objetiva o subjetiva, consciente de que la mirada del espectador tiende a lo segundo. Y como espectador siento que en ambas películas Spielberg intenta condicionar dicha mirada a través de la música de acompañamiento y de imágenes que exponen situaciones que buscan emocionar y simpatizar con esa parte del público que se decanta por aquellas historias que no le hagan sentirse agredido o incómodo. Ambas cumplen y no molestan la quietud de quien las disfruta, ni invitan a mayores reflexiones que dejarse llevar por la senda establecida por el realizador. Sin la pesadez de la supuesta trascendencia científico-religiosa de 
Encuentros en la tercera fase, en E.T. Spielberg asume la ingenua mirada de un niño y sueña, lo cual provoca la fantasía que conecta al pequeño extraterrestre protagonista con quien se deja seducir por su inocencia, y por la de Elliott (Henry Thomas), con quien el extraviado espacial establece el vínculo físico-emocional que les permite sentir a cada uno las sensaciones del otro. La inocencia de los dos personajes principales, también la de Gertie (Drew Barrymore) y de Michael (Robert McNaughton), fluye desde la pantalla y recibe una respuesta positiva e igual de inocente de quien mira su historia sin más polémica que la de una lágrima, una sonrisa o un rato entretenido. Esta es una de las razones que ha mitificado el film desde su estreno, cuando E.T. arrasó las taquillas de las salas de medio mundo y se convirtió en referente del cine infantil y familiar para toda una generación de niños (y no tan niños). Porque de eso trata, de la familia, de la niñez, de la amistad incondicional y de la ilusión que caracteriza a la infancia, el estado humano de la ingenuidad. Por aquel entonces, la película de Spielberg significó magia, igual que dos años después lo pudo significar Gremlins (Joe Dante, 1984) y uno más tarde, Los Goonies (The GooniesRichard Donner, 1985). Las tres tienen en común que, aún siendo irregulares e infantiles, cumplen con creces la función de entretener e invitar a los más jóvenes a dejar volar su fantasía como vuelan las bicicletas de los niños que intentan regresar a E.T. a su casa. Existen películas más imaginativas, honestas y sutiles, pero desafortunadamente carecieron del gancho comercial y, como consecuencia, no han gozado de la popularidad de este film en el que Spielberg se permitió hacer un guiño a su colega George Lucas u homenajear a John Ford y su El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952), en el montaje paralelo de las secuencias donde E.T. observa la mítica película en el televisor (recurso empleado en Encuentros en la tercera fase para homenajear al cine de Cecil B. DeMille) y, por su contacto psíquico con el extraterrestre, Elliot imita en la escuela al personaje interpretado por John Wayne. Ahí queda la admiración del cineasta por la maestría de Ford, pero, aparte de eso, no aporta a la trama (ya nos había informado de la conexión existente entre los personajes), como tampoco lo hace su constante de introducir planos de las llaves del personaje desconocido que persigue al extraterrestre, planos que pretenden generar una tensión que nunca se cumple, ya que lo que prevalece en la mente del espectador es la relación que se establece entre los niños, sus vivencias comunes y esa carrera hacia la salvación del amigo extraterrestre que se muere lejos de su hogar.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Flores de equinoccio (1958)

Los primeros planos de los rostros no siempre logran captar las sensaciones que embargan a los personajes, a veces las desvirtúa al forzarlas en exceso. Tampoco los constantes movimientos de cámara que los envuelve eliminan la inmovilidad de una película, ni ocultan las carencias de films vacíos y sin alma. El movimiento cinematográfico es algo más complejo que el montaje vertiginoso o que el uso excesivo e indiscriminado de travellings, de panorámicas o de continuos cambios de encuadre, porque si no captan y transmiten vida, no dejarían de ser un ornamento o un recurso superficial. Lo mismo podría decirse de los planos que nos acercan a los rostros y nos muestran sorpresa, alegría o lágrimas o del plano-contraplano (Ozu lo empleó en esta película con sencilla precisión) que pretende ofrecernos información y reacción. A veces juegan contra la propia esencia de los personajes y, consciente de ello, Yasujiro Ozu no precisaba ni mover insistentemente su cámara ni acercarse a sus personajes, a quienes en muchas de sus películas sentaba en la barra de un bar, sobre el tatami del hogar o en la oficina donde trabajan. Los hombres y las mujeres en las películas de posguerra de Ozu pasan la mayor parte del tiempo sentados, aunque dicha quietud solo es apariencia física, la única estática, ya que su cotidianidad se mueve en un espacio que traspasa lo corpóreo para adentrarse en el mundo de las inquietudes, de los sentimientos y de las preocupaciones, lo que les confiere la viveza interior y la sinceridad características del cine del inimitable realizador japonés. En los films de Ozu los seres son reales, tienen cuerpo y sobre todo tienen alma, y en Flores de equinoccio (Higanbana, 1958) esto se reafirma al recorrer la interioridad de Hirayama (Shin Saburi), de su mujer Kiyoko (Kinuyo Tanaka), de Setsuko (Ineko Arima), la hija mayor de ambos, entre otros individuos corrientes y reconocibles en la obra del cineasta, siempre fiel a su estilo y a sus temas: la familia, la cotidianidad o las distancias generacionales en un espacio marcado por la convivencia no siempre equilibrada entre tradición y modernidad de una sociedad en transformación del orden social y familiar. Aunque fue su primera película en color, más que nada por imposición comercial, el contenido de Flores de equinoccio no habría variado de haber sido rodada en blanco y negro, ya que lo expuesto no depende del colorido sino de aquello que habita en el interior humano, un espacio de luces y sombras que sutilmente fluye hacia ese exterior de cotidianidad donde los personajes se relacionan, se aproximan o se distancian. La sutileza de Ozu la observamos en modo de exponer la contradicción de Hirayama, la cual nace del malestar que le provoca el verse apartado de las decisiones de su hija mayor, pues más que enfrentar la modernidad de la joven y la tradición de su progenitor, aquí se enfrentan impresiones y ambigüedades que han permanecido ocultas en las conversaciones entre los personajes, en sus silencios o en palabras que dicen al tiempo que omiten parte de la información que se completa con gestos o miradas. Esta información-desinformación se encuentra presente en las relaciones familiares, en las diferentes interpretaciones de los hechos y en las preocupaciones que descubrimos en el matrimonio Hirayama cuando, conscientes de que los tiempos han cambiado, se preguntan si está bien concertar el matrimonio de su hija. Ambos responden que sí, porque, como padres, asumen que deben velar por el futuro y por la felicidad de Setsuko, aunque sus decisiones impliquen prescindir de la propia interesada, de sus necesidades, de su realidad, de sus deseos y de la evidente validez de sus capacidades para elegir por sí misma. Igual de interesante resulta observar a Kiyoko ocultando parte de sus sensaciones durante la conversación (discusión) en la que repite el nombre de su hija para censurarla, o quizá sea para alabar la rebeldía a la que ella nunca tuvo acceso y que en ese instante descubre en la personalidad de quien pretende casarse sin el consentimiento paterno. Para Hirayama ese descubrimiento significa algo más personal, porque implica un golpe a su autoridad, a su manera de comprender y de transitar por un entorno cambiante, ambigua en todo caso, ya que actúa de un modo hacia afuera y de otro muy distinto dentro del seno familiar; de ahí que se muestre comprensivo con las hijas de otros: Fumiko (Yoshiko Kuga), que se ha rebelado contra las imposiciones paternas y ha abandonado su hogar, y la vivaz Yukiko (Fujiko Yamamoto), quien logra arrancarle palabras de apoyo y de consentimiento sin que él sepa que la joven a quien se está refiriendo es Setsuko.

lunes, 10 de diciembre de 2018

Al azar Baltasar (1966)


En su Notas sobre el cinematógrafo (Notes sur le cinématographe, 1975), Robert Bresson distinguía entre CINE (teatro filmado) y cinematógrafo (<<una escritura con imágenes en movimiento y con sonidos>>), que vive de su lenguaje propio, visual y sonoro, sin excesos, sin necesidad de música de fondo, con silencios elocuentes, sin actores que actúen y desnaturalicen, y sí con modelos vivos y naturales que lo acerquen a la sencillez expositiva. Y en Al azar Baltasar (Au hasard Balthazar, 1966) encontramos a uno de los modelos vivos del cineasta en un burro y, por lo tanto, incapacitado para actuar y buscar su lucimiento, para emplear tics, métodos o entonaciones que lo alejen de su naturalidad y lo discapaciten para ofrecer vida, auténtica y pura. Baltasar es uno de los protagonistas de la película, al tiempo testigo y víctima de las distintas realidades que se suceden en la pantalla.


Testigo de la mezquindad, la violencia o de la tristeza de quienes lo rodean y víctima de la ruindad, del egoísmo y de los malos modos de esos mismos individuos que no lo contemplan como el ser vivo que sin duda es, un ser capacitado para sentir y sufrir el cariño o los arrebatos de ira ajenos. Solo Marie (
Anne Wiazemsky) parece tener en cuenta esto, porque ella misma padece sin que apenas nadie repare en su sufrimiento, quizá porque no expresa sus sensaciones, ni su dolor ni su tristeza con palabras, pero ¿por qué hacerlo si estas nunca podrían explicarlas como sí lo hacen sus silencios o sus miradas?


El inicio de 
Al azar Baltasar se produce en un estado idílico que remite a la infancia, al tiempo de la ensoñación, de la pureza y de la inocencia que no pueden sobrevivir más allá de los minutos iniciales, los cuales recrean la inmaculada estampa de dos niñas, un niño y un pequeño cuadrúpedo que comparten juegos y disfrutan del verano, ajenos al dolor, aunque este se encuentre latente y amenazante dentro del cuerpo de la niña enferma que no puede jugar. Ese instante es el de la ilusión, el del primer amor, el de Marie y Jacques, quien antes de partir para la ciudad graba en el banco el corazón que exterioriza sus sentimientos, e incluso el del bienestar de un animal que crece para abandonar su infancia y acceder al sometimiento que le depara el mundo adulto y real, aquel del que, por muchos dueños que tenga, no puede huir, ya que nada depende de él. Incluso cuando huye del maltrato de Arnold (Jean-Claude Guilbert) y vive su efímera gloria circense, Baltasar no es dueño de su destino, circunstancia que comparte con los personajes humanos. Bresson logra captar con imágenes el "alma" de Baltasar, pero también aquello que habita en la interioridad de víctimas como Marie, de seres violentos como Gerard (François Lafarge), enfermos como Arnold o derrotados como el padre de Marie (Philippe Asselin), cuya innegociable interpretación de la honestidad no tiene cabida en el espacio rural donde se exponen hechos y vidas, un espacio de hipocresía lejano de aquel mundo imaginario donde vivían los niños y el pequeño burro que en el presente aprenden y comprenden que la realidad nada tiene de idílica.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Kapo (1960)


Antes de entrar en materia cinematográfica creo necesario recordar y matizar qué fueron los kapos y, como no me considero capacitado para hacerlo con acierto, tomaré prestadas las palabras de Primo Levi para señalar que <<son el típico producto de la estructura del lager alemán, ofrézcase a algunos individuos en estado de esclavitud una posición privilegiada, cierta comodidad y una buena probabilidad de sobrevivir, exigiéndoles a cambio la traición a la solidaridad natural con sus compañeros, y seguro que habrá quien acepte>>. El escritor italiano, superviviente de Auschwitz, prosigue su narración en Si esto es un hombre sin caer en el juicio fácil y nos dice que <<este será sustraído a la ley común y se convertirá en intangible; será por ello tanto más odiado cuando mayor poder le haya sido conferido. Cuando le sea confiado el mando de una cuadrilla de desgraciados, con derecho de vida y de muerte sobre ellos, será cruel y tiránico porque entenderá que si no lo fuese bastante, otro, considerado más idóneo, ocuparía su puesto>>. Esto explica en parte el comportamiento del kapo, sea hombre o mujer, pero <<sucederá, además que su capacidad de odiar, que se mantenía viva en dirección a sus opresores, se volverá, irracionalmente, contra los oprimidos, y él se sentirá satisfecho cuando haya descargado en sus subordinados la ofensa recibida de los de arriba>>. Aparte de lo señalado por Levi, habría que añadir que los kapos solían ser escogidos entre los criminales comunes, en menor medida entre los prisioneros políticos y, en algunos casos, entre los judíos. Eran hombres y mujeres que, como recordaba el autor italiano, mantenían una posición privilegiada y ninguno estaba dispuesto a que tal estado les fuese arrebatado. De ahí que asumieran con celo y, a menudo, con saña la labor de carceleros de sus propios compañeros, una labor que les confería la idea de que para ellos existía mayor posibilidad de sobrevivir el día a día, pues el mañana se había borrado del pensamiento, sin experimentar la falta de alimentos, el frío invernal y las inhumanas condiciones de trabajo sufridas por el resto de los condenados a la esclavitud, al desfallecimiento, a las enfermedades y a la muerte.


Sin el equilibrio entre ficción y documental alcanzado seis años después en La batalla de Argel (La bataglia di Algeri, 1966), el realizador italiano Gillo Pontecorvo se acercó en Kapo (Kapò, 1960) a esta realidad de los campos nazis, primero y fugaz a la vivida en Auschwitz, donde comprendemos que los prisioneros comunes son tratados por la SS mejor que los presos políticos y estos mejor que los judíos. La primera imagen de la joven protagonista, Edith (Susan Strasberg), nos descubre a una niña de catorce años que recibe su lección de piano sin ser consciente del peligro que aguarda a su regreso al hogar. En ese instante descubrimos la inocencia que poco después desaparecerá para siempre. Aunque ella todavía lo ignora cuando el tren que los transporta se detiene en la nocturnidad del campo donde la separan de sus padres y la seleccionan por su juventud a morir al amanecer. Solo quiere huir, su afán de sobrevivir la impulsa a ello, consciente de que a la mañana siguiente van a gasearla. Por descuido o porque se trata de niños que desconocen su realidad inmediata, la puerta del recinto donde ha sido hacinada junto a otros muchos permanece abierta; es su oportunidad y no la desaprovecha. Se escabulle entre las sombras nocturnas, pero ¿adónde ir? En su rostro se lee el miedo, porque es miedo lo único que en ese instante existe en ella, incluso cuando Sofia (Didi Perego), una de las presas, la rescata y la conduce hasta el doctor y prisionero que le proporciona su nueva identidad. <<Tienes que vivir y basta>> le exhorta aquel al tiempo que le insiste que desde ese momento ya no es Edith, sino Nicole Niepas, ni judía, sino una ladrona común que será trasladada al campo de trabajo donde escapa a la muerte porque aprende a sobrevivir, ya sea matando su inocencia o a costa del resto de las reclusas y reclusos. Allí pierde parte de su humanidad por un trozo de pan, por huir de los malos tratos y conseguir uno menos cruel del sufrido hasta entonces. Protegida por la kapo de su sección, Nicole se convierte en otra de las guardianas prisioneras de sus compañeras, guardias que no muestran sentimientos compasivos porque han decidido sobrevivir y basta. La historia escrita por Franco Solinas y Gillo Pontecorvo, de quienes no dudo que hubieran leído a Levi antes del rodaje (la secuencia de Terese y Edith hablando de lavarse así me lo confirma), se centra en la joven, la única hebrea en un campo de trabajo donde también se producen las temidas selecciones, la deshumanización de las reclusas y la pérdida de la solidaridad -lujo de espacios y tiempos racionales- que no tiene cabida en el lager, donde la irracionalidad y el instinto de supervivencia se imponen. Como escribió Dostoyevski en Memorias de la casa de los muertos, acerca de su encierro en un campo de prisioneros en la Rusia zarista, <<el hombre es un animal que se acostumbra a todo>> y Edith/Nicole se acostumbra a no sentir, a no mostrarse débil, a someter para no ser sometida y a entregarse a sus captores por la promesa de comida. Y solo la presencia de un gato y la llegada de Sascha (Laurent Terzieff), avanzado el metraje de Kapo, permiten vislumbrar a la muchacha que había sido al inicio, o aquella parte de su condición humana que ha perdido al trasformarse en la inhumanidad que le ha permitido sobrevivir a alto precio, quizá por ello me resulta (melo)dramatizada en exceso su redención por amor, una redención que nos descubre circunstancias ajenas a la muchacha, aquellas que afectan a los prisioneros que, para sobrevivir, sacrifican a la joven sin miramientos. Es un final que devuelve a la adolescente a la luz, aunque también se trata de un final que nos confirma la imposibilidad que anteriormente habíamos descubierto en Terese (Emmanuelle Riva) y que ahora se reafirma en el grito de Sascha.



Bibliografía empleada

Levi, Primo: Si esto es un hombre. Editorial Austral, 2013.

Dostoyevski, Fiodor: Memoria de la casa de los muertos. Alba Editorial, 2001

jueves, 6 de diciembre de 2018

El último millonario (1934)


Como cualquier sátira cinematográfica que se precie, la de René Clair ofrece diversión y ciertas dosis de rebeldía, además, ironiza sobre circunstancias concretas de su época, las cuales podrían extrapolarse a otros periodos temporales. Sus burlas a las costumbres sociales —Un sombrero de paja de Italia (Un chapeau de paille d'Italie, 1928)—, a la pérdida de la libertad individual —¡Viva la libertad! (A nous la liberté!, 1931)— o colectiva —El último millonario (Le Dernier Milliardaire, 1933)—, a la especulación urbanística —Todo el dinero del mundo (Tout l'or du monde, 1961)— o a la búsqueda exclusiva de dinero como motor existencial forman parte de la lucidez cómica de un cineasta que fue encumbrado por la crítica, por el público y por sus colegas de profesión durante el último tramo del cine silente y los primeros pasos del sonoro. Clair alcanzó dicho prestigio (local e internacional) gracias a Un sobrero de paja de Italia, a Bajo los techos de París (Sous les toits de Paris, 1930) y a comedias satíricas que escapan de la realidad para adentrarse en fantasías que, para contrariar, apuntan realidades concretas.


En 
El último millonario se exponen desde el absurdo que reina en un espacio irreal marcado por la crisis económica y por el desorden que establecen no pocos paralelismos con los sufridos tras la caída bursátil de 1929. Desde su apariencia de farsa, la crisis económica y el auge de los totalitarismos están presentes en esta producción que significó un sonado fracaso para Clair, aunque ni su mala acogida ni sus altibajos empañan los aciertos de su caricatura de la conexión existente entre ahogamiento económica y auge de extremismos, una caricatura que esconde la lógica dentro de la caótica situación que se respira en Casinario, el país imaginario cuyo territorio se reduce a una única ciudad donde el bienestar ha dado paso al malestar generalizado. Esta nación ficticia y desquiciada, como también desquiciadas y ficticias son la Freedonia de Sopa de ganso (Duck Soup; Leo McCarey, 1933) y la Klopstokia de A todo gas (Million Dollar Legs; Edward F. Cline, 1932), se presenta ante nosotros como el paraíso de bienestar donde todos, incluido su único mendigo, tienen una vida plena y los bolsillos llenos. Según las imágenes que se insertan al inicio de El último millonario, los ingresos son constantes gracias al casino y a la afluencia masiva de turistas, lo cual posibilita que sea un país saneado y, por ello, su reina (Marthe Mellot) pretende un mayor crecimiento. Esta introducción documental es un engaño que Clair emplea para introducir su espacio ficticio en la realidad del espectador real, pero también en la del señor Banco (Max Derley), que observa la película documental al tiempo que lo hacemos nosotros. Él es el último magnate, el más rico del mundo, y el único hijo de Casinario que podría prestar a las arcas de su país natal los trescientos millones que la monarca necesita para llevar a cabo el desarrollo urbanístico con el que pretende modernizar su reino. Esa proyección que descubrimos como tal después de su exhibición en la sala, se contrapone a la verdadera situación del país, donde ni hay dinero ni trabajo, los trabajadores llevan meses sin cobrar, y donde el pueblo se encuentra al borde de la revuelta. Todo esto que Clair nos muestra desde la comedia alocada tiene su conexión con la realidad y como tal, el pueblo exige soluciones y la reina solo ve una única viable: ese magnate a quien le ofrecen la mano de la princesa Isabelle (Renée Saint-Cyr) a cambio de ayuda económica. Mientras la nieta de la reina asume a regañadientes su enlace, más bien se niega porque está enamorada del director (José Nogueiro) de la orquesta que no sabe tocar más que el himno nacional, el millonario acepta la oferta y regresa a su país, pero pone como condición asumir el control absoluto de la nación, una condición que la población vitorea entre aplausos y el deseo de dejar de comerciar con gallinas, huevos, zapatos o cualquier objeto que emplean para el trueque que se ha impuesto como sistema económico. Sin embargo la nueva forma de gobierno no tarda en trasformarse en la irracionalidad que no contempla más circunstancias ni leyes que aquellas asumidas por quien las dicta, un dictador que pierde el norte, prohíbe las sillas y sillones, ordena a los habitantes con barba que usen pantalones cortos varios días a la semana, entre otras leyes que establece tras el golpe en la cabeza que sufre tras el patoso ataque de sus ministros.

martes, 4 de diciembre de 2018

Soy Cuba (1964)


Durante los años que siguieron al triunfo de la revolución cubana de 1959 se produjo un desfile de prestigiosos cineastas que, procedentes de diversos países, acudieron a Cuba por curiosidad, por afinidad, por invitación del ICAIC y para intercambiar ideas con los miembros del Instituto de Cine Cubano. Entre los ilustres visitantes se encontraban los directores Andrzej Wajda, Joris Ivens, Chris MarkerÁgnes Varda y Mikhail Kalatozov. El primero llegó para participar en unas jornadas cinematográficas; Ivens, para asesorar, aunque también filmó dos cortometrajes documentales: Cuarderno de viaje (1961) y Pueblo en armas (1961); los dos siguientes, procedentes de Francia, realizaron respectivamente los documentales ¡Cuba sí! (1961) y ¡Saludos cubanos! (1963); y el último, responsable de la magistral Cuando pasan las cigüeñas (
Letyat zhuravi, 1957), arribó en 1961 para preparar la filmación de una coproducción de ficción que, a pesar de contar con grandes medios técnicos, económicos y humanos, no fue bien acogida allí donde se proyectó (Cuba y la Unión Soviética). Cuando se habla de Soy Cuba (1964) suele referirse que el film fue rescatado del olvido por los populares Francis Ford Coppola y Martin Scorsese, que lo redescubrieron años después de su rodaje, y, ¿cómo no?, también se habla del plano secuencia que nos muestra el concurrido funeral de Enrique (Raúl García) por las calles de La Habana, donde la cámara de Kalatozov y de su operador Serguei Urusevsky despliega sus alas por encima de la multitud y entre los trabajadores de la fábrica de tabaco, por donde avanza hasta regresar al espacio aéreo desde el que observa el desfile mortuorio. Me dije, antes de empezar a escribir sobre esta película, que no repetiría lo dicho en tantas ocasiones, y he hecho lo contrario; pero si su redescubrimiento fue algo circunstancial —podrían haber sido otros quienes la hubieran recuperado para el público—, sí considero que merece la pena recordar (e incluso admirar) una o cien veces como el objetivo sobrevuela la avenida —gracias a los cables por los que asciende y se desliza— y se adentra en la terraza donde trabajan los tabaqueros o destacar la musicalidad alcanzada en la combinación de imágenes y de sonidos en los ambientes nocturnos del primer episodio o en el campo donde Pedro (José Gallardo) y sus hijos cortan la caña de azúcar. Es puro cine visual y ahí reside la grandeza del film de Kalatozov, en su modernidad a la hora de filmar tanto los espacios como a los personajes que los habitan, aunque en ocasiones pueda resultar abusiva la constante angulación de los encuadres.


Otra cuestión es la propaganda procastrista y antiimperialista que encierra la película, fruto de su origen y del momento en el que fue rodada, una propaganda que o bien hay que dejarla a un lado u observarla desde la reflexión crítica que inevitablemente nos llevaría a profundizar en los hechos que nos plantea. Quizá no su aspecto ideológico, pero el qué y el cómo lo cuenta no fue del gusto de algunos cineastas y críticos cubanos de entonces, que no dudaron en expresar que lo expuesto en la pantalla no reflejaba la esencia cubana ni la realidad isleña. Pero ¿cuál era? ¿Alguien la habría podido plasmar o plasmaría la suya? Cuando se escribe o se filma el pasado desde un presente lejano resulta más sencillo profundizar y comprender algunos aspectos del momento expuesto, sin embargo esa misma distancia, que nos permite mayor objetividad, elimina un aspecto clave del instante histórico: la pasión de quien lo vive (de ahí el valor del testimonio de los implicados) y como esta afecta tanto al individuo como al colectivo. Kalatozov no era cubano, sino soviético, y no participó en la revolución isleña, por lo tanto carecía de la perspectiva y de la esencia cubana, pero esto no implica que los cineastas isleños de entonces pudiesen realizar una película que plasmase el momento sin condicionantes, que contentase o fuese la realidad de todos, e incluso que les contentase a ellos mismos. Como ya había demostrado el cine soviético de la década de 1920, el cine revolucionario suele estar atado a su época, a los movimientos humanos que se producen, más si cabe si dichos movimientos arrastran a los implicados hacia la pasión del instante, la cual les dificulta reflexionar con objetividad sobre el qué y el hacia dónde les conduce la Historia y su posicionamiento en la misma. Esto en cuanto a la perspectiva ideológica, que queda anclada en su tiempo. Sin embargo no sucede lo mismo con las formas de aquellas películas soviéticas de los años veinte ni con films posteriores que, como Soy Cuba, asumen su propia revolución: la de revolucionar el cine,
 innovando y modernizando, aunque su contenido sea abiertamente ideológico y propagandístico. En su fondo puede decirse que Soy Cuba es un film prescindible, pero no si hablamos de la perfección de sus imágenes, de sus planos largos, de los movimientos que la cámara asume, ya no como testigo objetivo, sino como sujeto que vive las circunstancias de los personajes, de la poética de un film revolucionario en su aspecto visual, que se desarrolla a lo largo de cuatro historias previas a la caída del régimen del general Batista, cuatro historias que, enfrentando opresores y oprimidos, exponen la situación de Cuba desde la mirada subjetiva e idealizada de Kalatozov, un cineasta ajeno a las realidades presentes y pretéritas de esa isla que cobra voz femenina a lo largo del metraje.