lunes, 10 de octubre de 2011

El hombre tranquilo (1952)



El camino a Inisfree no solo evoca el pueblo irlandés imaginado por John Ford, evoca el mejor cine del mejor Ford y nos trae a la memoria a un John Wayne diferente, aunque sea el Wayne de siempre. Ese camino a Inisfree nos traslada por la Irlanda soñada donde el amor cobra el rostro de Maureen O’Hara y su carácter el de una mujer fuerte y la más fordiana. Ese camino parte de la estación donde nadie le explica al bueno de Wayne como llegar a Inisfree, pero, entonces, sucede magia: un personaje impagable, Michaleen Flynn (Barry Fitzgerald), que, cuál duende, aparece de la nada, recoge las maletas del forastero y le conduce por el verde irlandés de ensueño hasta “Blanca mañana”, donde el yanqui, y recién llegado, rememora las palabras de su madre. Sean Thornton (John Wayne) ha regresado al hogar idealizado en la infancia, cuando escuchaba los cuentos y las descripciones maternas. En aquel instante pasado, era un niño; ahora, en su presente, vuelve a serlo, pues regresa al sueño y, con él, siente como la ilusión le desborda y le hace palpitar el pecho. Pero el personaje es Wayne y es Ford, hereda rasgos de ambos, y logra contener sus emociones, algo que no sucederá cuando se produzca su tercer encuentro con Mary Kate Danaher (Maureen O’Hara), en la casa donde la magia reaparece arrastrada por el viento y entre el batir de puertas. Fuego en la chimenea, el polvo recién barrido forma su pequeña montaña, el sonido del cristal roto y el reflejo de Mary en el espejo. Ella se asusta, pega un grito y en ese instante algo sucede. Sin palabras, con primitivismo y atracción, Sean la agarra cuando intenta salir, tira de ella hacia él, los cuerpos se unen y se dan su primer beso. Mary Kate abofetea el rostro y el descaro, pero bastan unas palabras, quizá las más románticas expresadas por John Wayne, y sus ojos se fijan en los contrarios que la corresponden. Todo está claro entre ellos, solo falta un nuevo beso —siendo ella quien ahora toma la iniciativa— y las miradas de despedida que son promesa de bienvenida.


Igual de emocionado que Thornton por regresar a la infancia y a la inocencia, lo estaría John Ford al poder filmar en el otro país que siempre había guardado en su corazón. La oportunidad de viajar a la isla de sus antepasados se presentó con El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952) y no la desaprovechó, puesto que creó una de sus obras maestras y una inolvidable comedia costumbrista. Escrita por Frank S. Nugent —su guionista más asiduo, junto Dudley Nichols— y por el propio John Ford, que no aparece acreditado en el guion, este sueño irlandés fordiano proyecta humanidad, ilusión y camaradería mientras detalla y disfruta de las raíces idealizadas por el hombre que se pregunta si <<es verdad o estoy soñando>>. Lo expresa cuando ve por primera vez a quien Flynn cataloga de <<pelirroja con todas las consecuencias>>, pero su pregunta también podría referirse a ese lugar cuyas costumbres chocan de lleno con las del país que acaba de abandonar. Posiblemente, ese choque cultural entre el mundo urbano de donde procede Sean —Pittsburgh, con sus acerías y sus fábricas— y la vieja Irlanda rural donde pretende echar raíces, también sería un contraste para un director que a pesar de sentirse americano, también se sentía irlandés. Consecuentemente, El hombre tranquilo está narrada desde el enfrentamiento entre tradición y modernidad, pero lo hace con alegría, fuerza e ilusión, entre otras sensaciones que transmiten el verdor de los campos irlandeses y en el resto de colores vivos que dominan la fotografía de Winton C. Hoch. Pero sobre todo, la alegría son esos personajes puramente fordianos, encabezados por un hombre tranquilo y pacífico que regresa al pueblo idealizado con la intención de instalarse en la casa que había pertenecido a su familia durante generaciones —hasta que la carestía empujó a los Thornton a la emigración—. Sin embargo, en ese momento de retorno, “Blanca mañana” pertenece a la viuda Tillane (Mildred Natwick), quien finalmente acepta vendérsela en presencia y para escarnio de Danaher (Victor McLaglen), que, además de rondar a la viuda y de poseer una mandíbula granítica, pretende esas tierras que no consigue. Y al no conseguirlas, apunta al forastero en su lista negra, cuestión que carecería de importancia, si Sean no deseara casarse con su hermana Mary Kate, y viceversa.


El choque cultural no solo se produce en Sean, sino también en sentido contrario, ya que en todo el pueblo, como bien narra el padre Lonergan (Ward Bond) cuando se inicia el relato, la presencia del forastero revoluciona la apacible rutina comunitaria. Para los habitantes de Inisfree, el yanqui, por su procedencia, ya es una rareza, un espécimen a observar, con esa enorme cama que tardará en compartir con su mujer, condenado a dormir dentro de un saco —como confesará Mary al párroco—, o, previo al cortejo y al enlace, con el descaro suficiente para abordar a Mary Kate sin el permiso de su hermano, osadía que Michaleen Flynn, el sediento e inolvidable casamentero del pueblo, le reprocha. La tradición irlandesa le exige que, antes de actuar, debe solicitar la mano de esa extraordinaria pelirroja a quien le va “el asunto”, y mucho, según la luz que brilla en sus ojos, pero antes deben superar la oposición fraterna. Sin el visto bueno de Danaher, los deseos de los enamorados poco valen en un entorno donde las tradiciones semejan inamovibles. Por este motivo, el padre Lonergan, Flynn, el reverendo Playfair (Arthur Shields) y esposa (Eileen Crowe) ponen en marcha el engaño que posibilita que Danaher acepte a Thornton como pretendiente de Mary. Así, solventado el duro escollo, aparece un nuevo problema, que se presenta en la ausencia de la dote, cuestión que la prometida no tolera. Más testaruda que cualquiera, no está dispuesta a tal afrenta y, hasta que no se entregue la dote completa, no piensa mantener una vida marital plena. Para Thornton la dote carece de importancia, puesto que él procede de un espacio donde ese tipo de costumbre ni se plantea. En su mundo, un hombre y una mujer simplemente se atraen, se quieren y se casan; sin embargo, en la vieja Irlanda, esos detalles son realmente importantes y crean en la nueva pareja una situación que les separa y que trae de cabeza a Sean, puesto que Mary Kate no está dispuesta a que le nieguen su derecho familiar y a que pisoteen su orgullo. La lucha matrimonial está servida, una lucha entre perspectivas opuestas, pero que persiguen el mismo fin. Sin embargo, no llegan a entenderse debido a la negativa del forastero a enfrentarse a Danaher. Y eso, para Mary Kate, resulta decepcionante. La falta de acción de su marido, la confunde y enfada, pues asume que aquel no desea enfrentarse a su hermano por cobardía.


En El hombre tranquilo se encuentra Ford, sus rostros, sus temas, sus raíces, sus amigos, su ensoñación cinematográfica de Irlanda, el humor y las peleas, el costumbrismo y la visión romántica de un entorno donde modernidad y tradición igual se parten la cara que se toman unas pintas en esas reuniones en el bar donde Flynn se encuentra como en casa. Todo funciona: la música, la atracción de la pareja protagonista, los personajes secundarios o el enfrentamiento entre Thornton y Danaher, que dará pie a un final, como dice Michaeelen, <<homérico>>, y fordiano al cien por cien. Además, el film reportaría al director de origen irlandés su cuarto y último Oscar como mejor director (cifra todavía no igualada), pero lo más importante de El hombre tranquilo es que siempre regala una emoción o muchas, obliga a la sonrisa antes de invitar a la risa, ofrece complicidad, habla de particulares, de raíces y, de ese modo, alcanza universalidad, porque, más allá del acotamiento onírico, Inisfree se ubica en los sentimientos y en los lazos humanos.

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