domingo, 28 de febrero de 2021

Cuerda de presos (1955)


<<Así, pues, creo yo, si miramos en torno nuestro podremos “ver” a los hombres, las instituciones, el paisaje; pero no por ello podemos afirmar que hayamos visto al hombre, al paisaje, a las obras de los hombres>>


Tomás Salvador: Cuerda de presos



A
Pedro Lazaga se le recuerda sobre todo por sus comedias, pero antes de realizar las populares Las muchachas de azul (1957), El fotogénico (1958) o Los tramposos (1959) era un cineasta cuyo cine apuntaba mayor seriedad en Hombre acosado (1952) o La patrulla (1954). Por su parte, Tomás Salvador fue uno de los pocos escritores españoles que en la década de 1950 se aventuró y optó por la literatura de género: policíaca, aventuras e incluso se acercó a la ciencia-ficción en la novela La nave (1959). Ambos nombres se unen en los créditos de Cuerda de presos (1955), la propuesta cinematográfica dirigida por Lazaga que adaptaba la galardonada novela homónima de Salvador. La película vive el viaje a pie de dos guardia civiles —el veterano cabo Antonio Pedroso (Antonio Prieto), Serapio Pedroso Buján en la novela, y el novato Silvestre Abuín Corvino (Germán Cobos)— y un preso (Fernando Sancho) del que inicialmente nada saben, tampoco nosotros, salvo que deben trasladarlo desde Murias de Paredes, en los montes de León, donde el reo fue detenido, hasta Vitoria, la capital alavesa donde le aguarda el garrote vil. Ese recorrido posibilita la curiosa mezcla de géneros —western, drama, policíaco, película de caminos, pues carece de asfalto y de vehículos motorizados— y su atractivo retrato humano y del medio rural. Salvo por el éxodo que el campo sufrió durante la larga posguerra, poca diferencia habría entre aquel momento de octubre de 1879 durante el cual se desarrolla el viaje y la España rural de 1955, año en el que Lazaga rueda la película, la mejor de su filmografía.


<<Fue un absoluto fracaso, se estrenó tarde y mal, y aunque tuvo cierto éxito de crítica no fue nadie a verla>>1, pero <<es la película que más me gusta de todas las que he dirigido>>. Gustos y simpatías aparte,
Cuerda de presos destaca por la singularidad de su recorrido, por la fotografía en blanco y negro de Manuel Berenguer, a la que se une la ambientación y las localizaciones, los exteriores e interiores naturales, de Sigfrido Burman y la humanidad que Lazaga prioriza en el transitar de sus personajes por esos espacios montañosos donde viven una variante o especie de recorrido cervantino por caminos de tierra, barro, nieve y piedra donde los encuentros se suceden para hacer visible las costumbres, también el miedo y la curiosidad que provocan el paso de los guardias. Miedo a la autoridad, que es la pega que pone Silvestre, el más joven de los beneméritos, a la profesión a la que se entrega y la curiosidad que se pregunta por qué va preso el convicto; así lo hace la muchacha que se esconde tras la roca al considerar que su amante y ella son censurables o lo es su relación clandestina. Aunque lo haga en apariencia y en su definición, Cuerda de presos no solo alude a la conducción o traslado de “galeotes” por parte de la Guardia Civil, al menos, no solamente, pues no resulta difícil deducir que nadie pueda escapar del camino señalado, quizá todos ellos vivan sobre una o varias líneas trazadas. Esa otra cuerda, la invisible, pero real, ata a la pareja de la benemérita a su juramento, a su idea de honor y al cumplimiento de un trabajo mal pagado, duro emocional y físicamente. Son prisioneros, aunque su condena es diferente a la del preso, del que sabrán sus crímenes por la lectura de un periódico, y también distinta a la de los hombres y las mujeres que asoman por el camino, y que se encuentran encadenados por fuerzas naturales, de costumbres, deber, deseos, miedos, entre otras cadenas invisibles y fantasmas. Son presos, todos ellos, como corrobora la desilusión de Cándida (Laly del Amo) cuando comprende que, a pesar de su flirteo, Silvestre no se casará con ella, o la familia que teme que el terrateniente haya enviado a la Guardia Civil para echarles de las tierras que trabajan como mulas, o la mujer que tarda en abrirles la puerta, en el pueblo fantasma, semivacío, helado y aislado por la nieve, por miedo. Esa sensación de temor crece entre el paso de la luminosidad y festejos del primer pueblo a la oscuridad y soledad del segundo, y se agudiza cuando los caminantes se ven obligados a atravesar la niebla entre la cual la cámara asume subjetividad, hace suyo el temor y nos introduce en la parte final de un viaje que prioriza el lado humano de los personajes, incluido el preso, que no logra explicar el por qué de sus actos mientras pregunta a sus custodios que harán con él al final del camino.


1.Pedro Lazaga en Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974

sábado, 27 de febrero de 2021

Onna (1948)


El sustantivo Onna/Woman/Mujer quizá suene un tanto indeterminado, pero, precisamente, escogido por Keisuke Kinoshita para dar título a uno de sus films de posguerra, pretende esa generalización. Sin ningún adjetivo u otro modificador, el genérico que titula la película abarca un amplio espectro de modelos femeninos: madre, hija, esposa, amante, maestra, estudiante, entre otras figuras que tienen en común su encierro o delimitación social en el Japón donde, entre modernidad y tradición, el cineasta desarrolla sus dramas, melodramas, tragedias e incluso comedias. La mujer en suma, y que Kinoshita individualiza en sus protagonistas, es centro de máximo interés en su obra cinematográfica; en la que al tiempo es sufridora y heroína, pues no cabe duda de que resistir la sensación y la realidad de encontrarse atrapada en espacios que delimitan sus movimientos y complican su emancipación es un acto de heroísmo. Por contra, el hombre en el cine de Kinoshita carece de atributos heroicos, suele ser pasivo, incluso cobarde y, en el caso de un personaje como Tadashi (Eitaro Ozawa), el antagonista de Onna (1948), también cruel —crueldad que no deja de ser fruto de su cobardía— y repulsivo. La actuación de Ozawa lo recalca en exceso, lo hace con gestos y sonrisas forzadas, innecesarias para exteriorizar vileza mediante expresiones faciales que redundan en la descripción subjetiva que realiza la cámara. Los planos inclinados, los primeros planos, los primerísimos primeros planos, el montaje, el caos en el incendio, la gente corriendo, de un lado a otro, todo recurso empleado por Kinoshita en Mujer (Onna) genera y agudiza la sensación opresiva, inestable, de desequilibrio e impotencia, que domina en la pantalla hasta que la situación se vuelve angustiosa para Toshiko (Mitsuko Mito). El conflicto surge cuando lee la noticia de un asalto y sospecha que uno de los asaltantes puede ser Tadashi, con quien se reúne en la estación donde las dudas precipitan su inestabilidad emocional e igualmente potencian su necesidad de alejarse del hombre que dice amarla. La sensación conseguida por Kinoshita es el reflejo de la que siente su protagonista femenina durante la doble huída por exteriores opresivos de donde resulta imposible escapar. La huída más evidente es la de Tadashi, que huye de la ley; de mayor complejidad es la de Toshiko, que intenta, primero, romper y, más adelante, escapar de su acompañante, aunque nunca logra distanciarse lo suficiente. Tadashi la retiene llorando y prometiendo que cambiará, porque la ama. Le dice <<eres la única a quien amo. Sin ti no puedo seguir viviendo>>. Esa es su mejor arma para presionarla y retenerla a su lado. La promesa de amor y la de que cambiará por ella; la de darle pena, apelar a la compasión de la mujer, mientras solloza y culpa a la sociedad de su proceder. Esa actitud falsa e hipócrita le resulta mejor recurso para someterla que la navaja con la que la amenaza avanzado el metraje, cuando la heroína de Onna asume cuál es el verdadero rostro del hombre a quien ha amado y del que intenta escapar.




viernes, 26 de febrero de 2021

La batalla de Chile (1972-1979)


No siempre se logra entender la complejidad histórica y la carga emocional que encierran determinadas películas, pues son reflejos vivos del instante que filman, de los acontecimientos de los que forman parte y de los que no pueden ni quieren escapar. Está claro que no son películas de evasión, tampoco lo pretenden, ni buscan entretener al público, nada más lejos de su intención, sino que se enfrentan de cara a la historia de la que son parte activa. Existen en el momento que registran, toman partido y legan sus impresiones y sus imágenes al futuro, desde el cual, hecho presente, se convierten en el eco y la memoria del pasado que, por un instante, se recuerda y así vence al tiempo que antes o después, no tiene prisa, conseguirá borrar las huellas del ayer. Más que películas son testimonio audiovisual de fuerzas vivas y contrarias, fuerzas que chocan condenadas a no entenderse, a crear protagonistas y antagonistas, víctimas y victimarios, mártires y villanos. Me refiero a películas como La batalla de Chile. La lucha de un pueblo sin armas (1972-1979), que es algo más que un film en tres partes o tres documentales que muestran un instante —como también son algo más Araya (Margot Benacerraf, 1959), Chircales (Marta Rodríguez y Jorge Silva, 1965-1972) o La hora de los hornos (Fernando “Pino” Solanas y Octavio Gettino, 1968)— trasciende lo documental y se convierte en historia del cine latinoamericano y de su época.


La batalla de Chile
es un film único que documenta un instante único, sin ser consciente del alcance de lo que capta, al menos al inicio del proyecto, cuando el grupo El tercer año salía a la calle para capturar las impresiones populares del tercer año de gobierno de Unidad Popular. Las reuniones obreras, las calles de Santiago, su ambiente y su gente, la tensión creciente, la lucha de contrarios, la acción-reacción, las fábricas, el boicot económico estadounidense que se une al estrangulamiento político llevado a cabo por la oposición, la huelga de transporte promovida por la patronal, la agitación social, los movimientos populares que logran evitar el colapso total de la economía, preceden al 11 de septiembre de 1973, la fecha que marca el final de la utopía de reformas sociales (revolucionarias y democráticas) y el inicio de la pesadilla de la dictadura. Aquel día de septiembre, el golpe militar, apoyado por la administración Nixon, por la oposición burguesa y por la ultraderecha, llevó a Augusto Pinochet al poder y desde allí institucionalizó el terror como medio de control. Aquella misma jornada, el colaborador de Patricio Guzmán, Pedro Chaskel, filmó, desde la ventana de un edificio próximo, el bombardeo aéreo al palacio presidencial de La Moneda, donde Salvador Allende todavía ejercía sus funciones de presidente constitucionalista electo. Esa y otras imágenes filmadas por Guzmán y sus colaboradores son parte de la historia chilena, pero también de la geopolítica internacional, aunque, cuando decidieron realizar su reportaje sobre el tercer año de Allende, ignoraban que estaban documentando el principio de un oscurantismo indefinido.


<<Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa. Me seguirán oyendo. El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano>>.

(Discurso radiofónico de Allende, 11-9-1973)


Elegido por sufragio universal tres años antes de ese instante de destrucción que inicia el documento de
Guzmán, el presidente chileno fue depuesto por las armas de los insurrectos liderados por Pinochet y, así, la democracia más estable de sudamericana sucumbía y era sustituida por un estado de terror. Ese día de septiembre, Chile perdía su gobierno legítimo a manos de un militar que instauró el horror y la represión durante los días y los años que siguieron, tiempo de silencio, de muerte y de exilio, para muchos; y de campar a sus anchas para la minoría adepta al totalitarismo en el poder. Pero el golpe de Estado no fue una cuestión de un solo día, ni el capricho de un solo hombre, sino que tuvo su origen en causas que transcienden la geografía chilena y las encuentra en el orden y desorden mundial. Era el tiempo de la guerra fría entre el capitalismo y el comunismo, también de continuar la secular lucha de clases, cuyo origen se remonta a un tiempo anterior. Las dos máximas potencias de entonces, EEUU y la URSS, mantenían su disputa lejos de sus fronteras; de hecho no se las reconoce oficialmente como guerra, simplemente, a las acciones bélicas en las que se enfrentaron se las denominó conflictos locales, al ubicarse en un lugar determinado del globo terráqueo. Pero la disputa existía, era real y, cada cierto tiempo acrecentaba la paranoia en ambos bandos: el miedo a la supremacía del contrario. Este tira y afloja, los convenció para intervenir allí donde no tenían legitimidad ni derecho internacional ni moral. De ese modo, durante la década de los sesenta y setenta, agentes estadounidenses  asesoraron y colaboraron en diferentes golpes de estado en Sudamérica, el más sonado fue el chileno, porque pudo filmarse y sus imágenes se internacionalizaron. Por otra parte, nada habría sucedido de no existir el rechazo de la clase dominante a las reformas económicas y sociales que el gobierno socialista marxista de Allende estaba llevando a cabo. Ese malestar de las clases privilegiadas se unió al recelo estadounidense, que temía que Chile se convirtiera en otra Cuba. Así, tras ver como el gobierno nacionalizaba las minas de cobre, la banca e industrias varias y expropiaba unos seis millones de hectáreas y las redistribuía entre miles de familias campesinas, los agentes estadounidenses y los opositores chilenos movieron sus fichas para generar inestabilidad. Pero el gobierno electo resistió la presión política y económica como pudo, hasta que el 11 de septiembre, el poder democrático cayó ante la fuerza de las armas. Horas después, la Junta Militar liderada por Pinochet se dirigió a la nación. Como cualquier golpista de manual, el general justificó el levantamiento armado hablando de salvar la patria: <<Las Fuerzas Armadas y del orden han actuado en el día de hoy solo bajo la inspiración patriótica de sacar al país del caos que, en forma aguda, lo estaba precipitando el Gobierno de Salvador Allende. La junta mantendrá el poder judicial y la asesoría de la controlaría. Las cámaras quedarán en receso hasta nueva orden. Eso es todo>> (Pinochet, de su discurso televisivo emitido el 11 de septiembre de 1973)


El general se vende como el héroe salvador de la patria, pero el legítimo Salvador, era Allende, muerto ese mismo día en el que 
Patricio Guzmán y sus colaboradores: Pedro Chaskel, Paloma Guzmán, Bernardo MenzFederico Elton o Jorge Müller Silva, el cámara que sería secuestrado por la policía del régimen en 1974 —y dado por desaparecido desde entonces—, vieron caer la democracia, y lo testimoniaron en La batalla de Chile, película que sería montada en el exilio y dedicada a Müller y, desde él, a los miles de desaparecidos y desaparecidas durante la dictadura que se instauró el 11 de septiembre, pero que se gestó durante los meses anteriores, quizá desde el mismo día de las elecciones de 1970. Ese es el momento que viven Guzmán y sus colaboradores, el que filmaron —gracias a los quince mil metros de película virgen que les consiguió enviar Chris Marker— a pie de calle y sin conocimiento previo del lugar donde la historia les llamaría para dejar constancia de la situación y de la tensión que empezaron a filmar en 1972. Desde este instante, la película testimonia el conflicto y los hechos que precedieron al mortal golpe a la democracia chilena. Lo hace en tres partes: La insurrección de la burguesía, que recoge imágenes y testimonios desde semanas antes de las elecciones de marzo hasta el golpe fallido del 26 de junio, El golpe de estado, que se centra en el periodo que abarca los dos golpes, y El poder popular, que retrocede en el tiempo para detallar la resistencia y la lucha pacífica de los obreros y campesinos para frenar los estragos de la huelga de transporte, la especulación y el ahogo económico. En parte consiguieron frenar la situación, pero el esfuerzo no pudo parar la violencia que se desató aquella mañana de septiembre en la que Allende habló al pueblo chileno para decirles que <<Tienen la fuerza. Podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos. Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor>> (11-IX-73)

jueves, 25 de febrero de 2021

Imitación a la vida (1934)


Un mismo instante, visto en ocasiones distintas, deparan diferentes interpretaciones y reacciones, por ejemplo, en Imitación a la vida (Imitation of Life, 1934) hay varios momentos que me dirigen hacia una dirección que me resulta más atractiva y mucho más compleja que la trama melodramática que tiene como centro al personaje de Claudette Colbert, aunque acertada e inevitablemente todas están unidas por la cercanía y el contacto. Viendo la reacción de Peola (Dorothy Black) en la escuela no me pregunto el por qué de su actuación, sino ¿por qué se ha llegado a ese extremo? En el que una niña sienta la necesidad de ocultarse, no porque se avergüence de su madre —si uno mira más allá de la escena, comprende que no siente vergüenza por la madre—, sino que siente que va a perder el lugar que ocupa en la clase, teme la futura reacción de sus compañeros y compañeras, e incluso de su profesora, teme el rechazo y su exclusión. Esto me lleva a más preguntas: ¿Cuando surge el racismo en nuestra historia? ¿A quién beneficia? ¿O cómo se llegó al grado de sumisión y de resignación que Dalilah (Louise Beavers) acepta y quiere que su hija también lo haga? Viendo a esa niña huyendo de su madre, odiándola en ese instante por ser negra, comprendo que no basta con preguntar por los culpables, aunque los haya, como se pregunta resignada Dalilah, al ver como su hija sufre por tener la piel blanca y ser negra. Ni llega con mostrarse amable, como hace Beatrice (Claudette Colbert), para exculparse como individuo que presume y asume no ser racista, ¿pero de qué vale presumir y asumir sin demostrarlo con hechos? Lo cierto es que el racismo es una lacra que persigue a la humanidad desde su origen social y alcanza de lleno a esa niña que oculta su rostro detrás de un libro y bajo su piel blanca. Ella no rechaza a su madre, aunque así lo indique la apariencia, solo sufre las consecuencias de la negación sistemática de su identidad y del lugar que le niegan, sufre el que la hayan convertido en objeto de rechazo y víctima del odio y de la segregación racial. Peola no es culpable, ni lo será en el futuro, pues, tanto entonces como después, cuando no quiera asumir el lugar que le indican su madre, Beatrice y la sociedad, ella es y será víctima del sistema blanco que excluye al afroestadounidense mediante normas que lo reubica en los lugares que se le reserva, en la periferia. Esa niña crece a la par que medra el negocio de su madre y de Beatrice —un veinte por ciento, para la primera, y un ochenta, para la segunda, como se comprueba por las cifras se trata de una sociedad no del todo equitativa— y, diez años después, se convierte en la joven (Fredi Washington) que continúa siendo el personaje más complejo de Imitación a la vida, uno de los grandes melodramas de John M. Stahl, porque ella quiere un lugar, una identidad, aunque para ello deba herir a su madre —que siempre la persigue e insiste para que se someta y acepte el orden de las cosa. Peola busca una identidad nueva, una quizá falsa, pero la única que entiende que le permitiría vivir con libertad en un mundo de cadenas y prejuicios. La presencia de este personaje, su situación respecto al resto, aumenta el interés de un film que ensalza las figuras maternas de dos mujeres que se sacrifican por sus hijas, pero lo hacen juntas y esa unión es la que les permite alcanzar el triunfo, aunque Dalilah solo quiere continuar en el lugar que le han asignado mucho tiempo antes de servir a su amiga o de desear lo que considera mejor para su querida Peola.

miércoles, 24 de febrero de 2021

Aguas tranquilas (2014)


En un mundo globalizado todavía existen rasgos que diferencian lugares y costumbres, tradiciones y señas de identidad arraigadas y condicionadas por siglos de cultura autóctona o de mezcla asimilada como propia en un pasado remoto, a menudo ya olvidado. Por ejemplo, el como se vive la muerte en la pequeña isla de Aguas tranquilas (Futatsume no mado, 2014) o la interioridad que sufre en silencio y la aparente calma que Kyoko exterioriza cuando se funde con el mar, en una sumersión solitaria y de gran belleza visual, solo podría darse en un lugar como Japón, en su cultura primigenia —de culto a deidades naturales como el agua o el sol— que coexiste con la cultura de consumo que se iría imponiendo tras la Segunda Guerra Mundial. Sería sencillo escribir que Aguas tranquilas es una película contemplativa, pero es más que eso, de hecho no logro definirla o concretarla, aunque sí puedo sentir la emoción y la contención, el dolor y la felicidad que Naomi Kawase recrea y crea en un instante entre el mundo sensible y el espiritual, mientras las imágenes transitan por la naturaleza, por la vida y por la proximidad de la muerte que afecta a Kyoko, la adolescente que sufre la certeza del inminente e inevitable adiós materno. Se pregunta porqué morimos y porqué nacemos si tenemos que morir. Pero no tiene respuesta, ni le calma que le digan que su madre siempre estará en ella. Kyoko necesita sus caricias, su calor y su presencia, quizá por ello uno de los momentos felices sea cuando su cabeza reposa sobre el regazo materno y la madre pose la suya en el tronco paterno. Es una cadena de amor y sentimiento, de calor y de vida, pero también es un instante efímero en la realidad, aunque quizá “eterno” en su memoria.



El camino del samurái en busca de la paz interior es un recorrido que dudo que concluya en algún punto, pues implica un constante descubrir y descubrirse, resignarse a sentir la brevedad de los instantes de quietud a los que se refiere el padre de Kyoko cuando le explica Kaito qué significa para él fundirse con las olas en su última etapa, cuando conecta con la energía y la fuerza marina que le acerca el silencio absoluto, tal vez el umbral entre la vida y la muerte. El espacio escogido por
Naomi Kawase para ubicar Aguas tranquilas es un lugar de silencios, de sonidos y de contacto entre la naturaleza y la humanidad. Pero también es una pequeña isla donde nunca pasa nada extraordinario que rompa la cotidianidad, salvo los días y las existencias que se relacionan en ese mismo espacio, donde la tradición y la naturaleza son tan protagonistas como los hombres y las mujeres que ven como, un día, la tranquila monotonía que comparten se rompe con la aparición de un cuerpo sin vida, que flota sobre el agua. La multitud curiosa se congrega alrededor del cadáver, hablan, pero nadie sabe quién fue o cuál fue la causa de la muerte, si un accidente, un suicidio o un asesinato. Tampoco importa demasiado, excepto como la novedad de un instante, aunque sí importa para los dos adolescentes, pues posiblemente sea el primer encuentro real con la muerte y sea el que avive inquietudes y dudas hasta entonces ocultas bajo otro tipo de manto cristalino. Ese instante les hace plantear nuevos aspectos de la vida, dudas existenciales, preguntas, quizá les depare miedo, seguro que incomprensión de por qué se nace y muere o porque el amor entre dos puede desaparecer.



La belleza y la intimidad fluyen en
Aguas tranquilas en imágenes y silencios con los que Kawase sabe llegar al fondo del alma de sus personajes. La cineasta japonesa no insiste, libera emociones y sentimientos, sin precisar exhibirlas. No necesita imponerlos ni impostarlos, los encuentran en Kyoko, en Kaito, en los adultos, están ahí en ellos, los sienten y prácticamente los comparte con nosotros. Es uno de los grandes logros de Kawase, que no necesita falsear porque muestra veraz el despertar a la certeza de la muerte como parte de abrazar la vida, mientras conecta a los dos adolescentes, en su sexualidad y en su intento de comprender o encontrar respuestas para lo que sienten, aquello que todavía no pueden comprender, quizá porque son incomprensibles para todos, como también son parte de la realidad compartida. Eso ofrece Aguas tranquilas, eso y cercanía, belleza, amor, aflicción, resignación, conexión entre la naturaleza y los seres humanos, y el roce de dos adolescentes que establecen su propia comunión a lo largo de una película que busca y encuentra poesía allí donde otras no miran.




martes, 23 de febrero de 2021

Antes del atardecer (2004)



Hasta que no sea completo, el olvido deja rastros tras de sí y esas huellas son las que hay que seguir para devolver los hechos a primera línea de la memoria. Pero, a veces, sucede que nunca se olvidan, que los guardamos como tesoros que interpretamos, añadiendo o eliminando imágenes, exagerándolas, idealizándolas, personalizándolas a nuestro gusto. Jesse (Ethan Hawke) no ha olvidado, ha evocado y trastocando el momento real que, en la distancia que separa el hoy del ayer, le ha dado cuerpo literario. Su novela sobre su noche en compañía de una joven francesa despierta la curiosidad en los presentes en la librería parisina donde firma ejemplares y responde a preguntas sobre entonces, sobre la chica y el instante que le ha servido de marco temporal y de lugar adonde regresar en su memoria. La curiosidad que despierta el después de la narración, el si volvieron a encontrarse, podría equipararse a la del público que nueve años atrás fue testigo de la despedida de Celine (Julie Delpy) y Jesse en la estación vienesa donde acordaron reunirse transcurridos seis meses. Richard Linklater despedía Antes del amanecer (Before Sunrise, 1995) con un iluso y romántico hasta luego entre dos vidas que deseaban volver a reunirse.



En aquel instante, sus deseos formaban y compartían una misma ilusión, una misma realidad, la del sueño de un amor recién nacido que latía febril a la espera de ese día del que nada se supo hasta Antes del atardecer (Before Sunset, 2004). ¿Se presentaron a la cita? ¿Volvieron a verse? ¿Qué fue de ellos? ¿Y qué pudo ser? Jesse no contesta a las preguntas, pero, como ya sucedió en el pasado, dos miradas se cruzan, sonríen, dudan, se desean mientras sus voces hablan, callan, relatan, preguntan, responden. Allí, en la librería observa el rostro tantas noches imaginado mientras compartía lecho con otra mujer, de quien, con el paso del tiempo, se iría alejando, para refugiarse y acercarse a la fantasía que Celine ha significado para él durante los últimos años de descomposición matrimonial; de ahí que el libro en el que narra su recuerdo de la noche vienesa lo haya escrito durante la última parte de ese proceso de distanciamiento y de separación que se sabe que ha sido indeseada. Su reencuentro con Celine, vuelve a marcar un punto y aparte en la vida de ambos, aunque ahora cambia de escenario: las calles de Viena dan paso a las de París, pero el tiempo que comparten vuelve a limitarse para que en apenas un par de horas puedan ponerse al tanto de sus vidas, contradecirse, ponerse en duda o soñar con una posible existencia compartida y con aquella que no fue. Parece que no han pasado nueve años desde aquel encuentro, aunque ellos son conscientes de la realidad y de la distancia temporal que los separa de los veinteañeros que fueron. Comprenden que la década se ha esfumado sin ofrecerles o sin materializar aquello que deseaban cuando se despidieron en el andén donde dejaron parte de sus fantasías adolescentes, para, sin ser conscientes entonces, asumir decisiones de una vida adulta que los ha mantenido separados hasta un nuevo instante que, como el anterior y todos los vividos, se consume en su brevedad.


lunes, 22 de febrero de 2021

Nightcrawler (2014)


En Sin tregua (End of WatchDavid Ayer, 2012), el policía interpretado por Jake Gyllenhaal se define entre otras etiquetas como una “consecuencia” del sistema, para frenar la criminalidad en las calles. Su protagonista de Nightcrawler (2014) no lo dice, pero también es el resultado de la misma sociedad, en la que ambos graban cámara en mano, pero es una consecuencia diferente, inmune al dolor ajeno. El policía capta imágenes de su cotidianidad policial, como si su realidad laboral la formasen capítulos del programa policíaco-sensacionalista Cops; mientras, sin mostrar emociones ni sentimientos, Lou Bloom graba accidentes, asesinatos, cualquier situación sangrienta y morbosa que le acerque al éxito empresarial —pasa de sobrevivir robando alambre a la cima profesional, porque ajusta su indiferencia a la demanda exigida por los índices de consumo. Tanto el agente Taylor como Lou son producto de una sociedad que convive con la violencia desde su origen histórico y, en el presente de los dos personajes, dicha violencia también se consume como espectáculo cotidiano. Se consume en el desayuno, en la comida y en la cena. Quizá por ese motivo suene a hueco la advertencia —<<Lo que están a punto de ver puede herir su sensibilidad>>— que las cadenas televisivas introducen después del titular que provoca impacto y aviva la curiosidad, previo a emitir imágenes como las del reportaje que titulan <<The Horror House>>. La advertencia es ambigua. Persigue dos fines, uno secundario y el otro principal: liberarse de posibles responsabilidades, mediante el aviso que implica la elección y la complicidad de la audiencia, y atraer la atención de un público morboso, que precisa su dosis de imágenes de impacto, quizá por necesidad de impresiones fuertes o quizá para sentirse a salvo (el que ellos no hayan sido las víctimas). Película oscura y nocturna, inmune a cualquier sentimentalismo o sensiblería, a ratos de un humor negro que tiende a macabro, Nightcrawler se adentra en un espacio insano donde los canales televisivos no dudan en sobrepasar limites éticos para captar la atención con imágenes de muertes, accidentes y otras tragedias humanas. En un mundo así, como el expuesto por Dan Gilroy en Nightcrawler, no es extraño que surjan individuos como Lou, inmune al dolor ajeno, que graba insensible, incluso alterando las situaciones para lograr tomas de mayor impacto, mayor audiencia, mayor negocio para él y para la cadena televisiva a la que vende las imágenes grabadas. Todo vale para hacer real su negocio, cuyo éxito depende de la tragedia, el dolor, la muerte, de aspectos que no le afectan. Pero, más que un sociopata, como posiblemente lo etiquetase un profesional, Lou es consecuencia de una sociedad desquiciada, deshumanizada, cuya capacidad de sentir se encuentra bajo mínimos y en la que la ética carece de importancia, si alguna vez la tuvo. Hay intereses más atractivos y lucrativos para el "business", Lou lo sabe y por eso agarra lo que quiere sin importarle el cómo—si para ello debe matar a un guarda de seguridad, robar una bicicleta, mover un cuerpo para lograr la imagen o manipular a una manipuladora de la talla de Nina (Rene Russo), para que se acueste con él.


<<¡Quiero cosas impactantes! ¡Quiero que la gente no aparte vista de la pantalla! ¡Quiero lo que me prometiste!>> le grita Nina cuando le entrega unas imágenes que no cuadran con el impacto que persigue la cadena. En ese instante, la idea de triunfo de Lou —hacer real su productora profesional de noticias— se tambalea, pero no tarda en reponerse cuando aprovecha lo que para él sería un golpe de suerte: ve salir a dos sospechosos de una casa donde entra y filma los cuerpos del triple homicidio del que poco después los presentadores no informan, sino que recrean y realizan una visita “turística” para aumentar la audiencia, dilatando la noticia y abrazando el todo vale, mientras entre dentro de lo legal; o no, en el caso de Lou, que no duda en ocultar pruebas o en precipitar situaciones a su gusto, como sucede con los sospechosos o con Rick (Riz Ahmed), su becario, su único colaborador y otra consecuencia inmediata del entorno, quizás no tan agresiva y amoral como Nina, ni falta, como Lou, de conexión emocional, pero igual de entregado a las prioridades que les unen: el dinero y ascenso personal/profesional, ambos situados por encima de cualquier barrera moral.


domingo, 21 de febrero de 2021

Erotikon (1920)


<<En 1920 Mauritz Stiller (1883-1928) dirigió Erotikon (1920), un film que fue alabado incluso por el director de teatro berlinés Max Reinhardt, quien achacó su reciente respeto por el cine a esta película argumentando: “yo era un oponente al cine convencido hasta que llegué a Suecia y vi Erotikon. Esta película cambió totalmente mi actitud y estoy convencido de que el cine tiene futuro....”>>


Jean Freiburg: Escandinavia: 1918-1930. Historia general del cine. Vol. V Europa y Asia (1918-1930). Ediciones Cátedra, 1997.



En Conversaciones con Billy Wilder, este le comenta a Cameron Crowe que el toque Lubitsch se gestó en el instante en el que el director berlinés <<vio una película de Mauritz Stiller, un director sueco, y ahí encontró su estilo. Ahí vio Lubitsch que su futuro estaba en la comedia>>.1 Lo curioso no es que un cineasta influya en otro, como viene sucediendo desde que se proyectaron las primeras imágenes en movimiento, sino el desconocimiento que entrevistador y entrevistado evidencian sobre una de las obras más representativas de un realizador clave en la evolución cinematográfica; y, de creer las palabras de Wilder, en sus propias trayectorias profesionales, pues si Stiller influyó en Lubitsch, este, a su vez, lo hizo en Wilder, quien despertó la admiración y las ganas de hacer comedia en Crowe. Sorprende porque en ocasiones desconocemos de dónde procede o dónde se origina el pensamiento, la creatividad o diferentes aspectos que luego forman parte de un estilo propio, personal y reconocible. Stiller lo tenía y, además, se puede decir que en su estado original. Al realizador escandinavo se debe la que quizá sea la primera gran película de cine dentro de cine —La mejor película de Thomas Graal (Thomas Graal bästa film, 1917)—, El tesoro de Arne (Herr Arnes Pengar, 1919) o La saga de Gösta Berling (Gösta Berlings Saga, 1923) —adaptación de la novela homónima de Selma Lagerlörf que dio a conocer a Greta Garbo—, entre otras películas que dieron fama internacional a un director que no tardaría en ser tentado y “destruido” por Hollywood. El autor de El apartamento (The Apartment, 1960) lo reconoce como <<un excelente director>>, pero no es hasta casi trescientas páginas después de nombrar por primera vez la anécdota, cuando Crowe descubre cuál fue la película que llamó la atención de Lubitsch. En ese instante, le hace saber a Wilder que el título de la película que llevan tiempo buscando es Erotikon (1920) y, diez páginas adelante, el responsable de Fedora (1978) añade: <<La he visto, he buscado las pistas. No he visto ninguna de sus pequeñas bromas, ningún añadido... Solo primeros planos y planos dobles. No había nada [...] Total. Después de ver esta película, después de estudiarla para dar con las claves del toque Lubitsch, tengo que decir [...] que ¡Lubitsch lo hacía mejor!>>.



Es evidente que Wilder no era Lubitsch, pero, quizá, sea más evidente escribir que la misma película no genera la misma impresión en dos personas distintas, y menos todavía cuando uno la ve en su momento (década de 1920) y el otro la visualiza y estudia lejos del impacto del ayer, en este caso, más de siete décadas después de su rodaje. Influyese o no en genial realizador berlinés, Erotikon es algo más que una comedia de <<solo primeros planos y dobles planos>>, de hecho, pocos primeros planos se observan durante su metraje. Es una comedia de enredo, atrevida, elegante, insinuante, que no vive del movimiento ni del gag, como sí sucede con el slapstick, sino de situaciones y detalles —una puerta cerrada, y alguien que escucha lo que no vemos; otra entreabierta que deja ver las piernas de una mujer que provocan un equívoco; la buena disposición a anudar una corbata; la esposa que sutilmente arrebata en el teatro los prismáticos de su marido, para frustrarle el deseo que le despierta la actriz que danza sinuosa; y más. Erotikon es suma de insinuaciones y deseo sexual en un ambiente lujoso donde Stiller introduce la burla a las apariencias y el juego de la seducción que Irene (Tora Teje) pone en marcha para escapar de su aburrido matrimonio y conquistar a Preben (Lars  Hanson), el hombre que ama y el mejor amigo de su marido (Anders de Wahl), un profesor que dedica su tiempo a flirtear con su sobrina Marte (Karin Molander) y al estudio del comportamiento sexual entre machos y hembras de las diferentes clases de escarabajos —poligamia, monogamia y bigamia—, un estudio que parece anunciar las relaciones de otra especie animal que también se estudia en Erotikon, con la que Stiller ofrecía entretenimiento al tiempo que abría un nuevo camino de sofisticación, picardía y atrevimiento cinematográfico. Y esa ruta, posiblemente, fue la que Lubitsch descubrió en su originalidad y Wilder pasó por alto, debido a las evidencias escritas arriba y, quizá, porque buscase el toque elaborado, no la influencia en su origen.



1.Billy Wilder, en Cameron Crowe: Conversaciones con Billy Wilder.

sábado, 20 de febrero de 2021

Interstellar (2014)


NO ENTRES DÓCILMENTE EN ESA BUENA NOCHE*

<<No entres dócilmente en esa buena noche,
Que al final del día debería la vejez arder y delirar;
Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz.

Aunque los sabios entienden al final que la oscuridad es lo correcto,
Como a su verbo ningún rayo ha confiado vigor,
No entran dócilmente en esa buena noche.

Llorando los hombres buenos, al llegar la última ola
Por el brillo con que sus frágiles obras pudieron haber danzado en una verde bahía,
Se enfurecen, se enfurecen ante la muerte de la luz.

Y los locos, que al sol cogieron al vuelo en sus cantares,
Y advierten, demasiado tarde, la ofensa que le hacían,
No entran dócilmente en esa buena noche.

Y los hombres graves, que cerca de la muerte con la vista que se apaga
Ven que esos ojos ciegos pudieron brillar como meteoros y ser alegres,
Se enfurecen, se enfurecen ante la muerte de la luz.

Y tú, padre mio, allá en tu cima triste,
Maldíceme o bendíceme con tus fieras lágrimas, lo ruego.
No entres dócilmente en esa buena noche.
Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz.>>

Autor: Dylan Thomas


Los siglos de Copérnico 
(1473-1543) y Galileo (1564-1642) implicaron una revolución y una renovación científica; desde entonces, la ciencia ha ido adquiriendo importancia y presencia crecientes y dominantes en nuestras vidas cotidianas hasta ser una nueva deidad omnipresente en cada instante diario. Tal idea la apunta que parte de la humanidad haya ocupado con la Ciencia el lugar vacante de las antiguas creencias y supersticiones desterradas o relegadas a un lugar en la sombra, a las puertas del olvido o de regresar. Pensando en ella como ente divino y todopoderoso, la humanidad sueña con androides y con la ilusión de una ciencia que podrá salvarla de la muerte individual y de la extinción total. La primera es un concepto personal; el segundo, global, pertenece al conjunto que formamos como especie; diferencia que implica un conflicto moral entre el yo y el nosotros, un conflicto que está presente en Interstellar (Christopher Nolan, 2014), película que sitúa a la Humanidad al borde de la desaparición y de la rendición total. Solo queda enfurecerse ante la muerte de la luz, aferrarse a una mínima esperanza de que la llama no se apague para siempre. ¿La ciencia? Los ritos han dejado su lugar a las medicinas, más efectivas, y a la tecnología, fuente de mayor comodidad. Pero ni la ciencia ni la religión son milagrosas, aunque una de ellas viva de milagros, ni tienen solución inmediata para alertas, crisis y problemas inesperados que, aunque se hayan incubado a lo largo de un periodo más o menos largo, se presentan en determinados momentos como surgidos de la nada. En ese instante, nos golpean y tambalean el estado de las cosas. Entonces, nos ahogamos en llantos, nos enfurecemos y clamamos al viento que nos arrastra hacia el pánico y la rabia, en ese instante somos frutos del miedo ante la muerte de la luz, del miedo a desaparecer, del miedo a ser ya nada…


La ciencia debe potenciar la humanidad, no aletargarla ni sustituirla. En todo caso, conlleva estudio, gasto, desgaste, tiempo. Exige responsabilidad, la de su desarrollo, uso y validez, por lo que no vale con depositar Fe y esperanzas, a la espera de que por sí sola supere conflictos e imprevistos que surgen en la naturaleza o de los abusos y desmanes de nuestra especie. Cambio climático, enfermedades, superpoblación, energías renovables y baratas, hambruna a escala planetaria, son algunos de los problemas que se espera resuelvan los científicos. Pero este pensamiento no difiere demasiado o suena similar al del pasado. Suena a delegar responsabilidades, a soñar que alguien o algo nos salve, 
a ser siervos, ahora tecnológicos; a seguir igual que siempre, echando culpas de “males” propios a cualquiera que no sea uno mismo, hasta que ya no haya a quien culpar ni por donde continuar. Y si se da el caso, ya se escuchará “la Ciencia proveerá”, que para eso le concedemos infalibilidad y omnipotencia: el todo lo puede y todo lo hace, porque vivimos en su mundo matemático, químico y físico. Pero ¿y si faltasen piezas, dimensiones que manipular o una incógnita que se escapa a los conceptos científicos, tal y como los vemos ahora? ¿Y si esa incógnita no fuese temporal, ni una magnitud física, ni parte de una ecuación matemática, ni una fuerza entendida tal como la entendemos hoy? La ciencia no ha hecho más que dar sus primeros pasos, continua caminando y su evolución será acorde con la de la especie o quizá vaya por delante y vuelva a por nosotros, o quizá no sea suficiente para salvarnos como especie ni como idea de lo que ya fuimos o de lo que podríamos llegar a ser. Interstellar habla de eso, habla del amor como pieza clave para salvar a la humanidad. No importa, o al menos no solo, el estudio científico que se lleva a cabo o la misión espacial en la que se embarcan Cooper (Matthew MacConaughey) y Brand (Anne Hathaway); no importan sin amor y sin otros sentimientos que humanizan y confieren sentido y esencia a la Humanidad. Sin ellos, la especie desaparecería y cualquier aporte científico para recuperarla o salvarla sería estéril. Christopher Nolan apuesta por las emociones y sentimientos humanos como piezas insustituibles en la evolución: el amor de un padre y una hija o los lazos que surgen durante la misión espacial en la que se encuentran depositadas las esperanzas de prolongar la vida de la especie humana que se muere, que dejará de existir de no encontrar un nuevo hogar en la distancia que separa a Cooper de Murph, al padre de la niña (Mackenzie Foy) que se convierte en la mujer (Jessica Chastain) que será anciana (Ellen Burstyn) en un tiempo vital que difiere del que viven los astronautas.



Estos dos personajes permiten a Nolan realizar sus trucos de prestidigitador, el jugar con nuestra percepción y con el tiempo narrativo, en este caso dos momentos: uno sigue la evolución del padre y otro el de la hija. Así tenemos varios puntos de interés que transitan como si sucediesen en un presente continuo, aunque lo hagan en varios tiempos que distan entre sí, pero que buscan lo mismo: la supervivencia de la especie. Pero dicha búsqueda es inevitable, pues es instintiva, por lo que la ciencia nunca será el fin, solo el medio para la colonización de otros planetas: la búsqueda de condiciones idóneas para perpetuarnos. La gravedad y el tiempo, como dimensión física, relativa, permiten a Nolan jugar con los diferentes espacios temporales a lo largo de su filmografía, confundiéndolos, haciendo que se acerquen, que influyan unos en otros, pues están conectados, aunque sin tocarse en un mismo plano —el caso de Murph y su fantasma, unidos por el amor, la dimensión más importante, la que mueve a Cooper, la que mueve los mundos y los distintos tiempos. El amor en Interstellar es el eje que permite que todo lo demás tenga su razón de ser o que sea posible. Para Nolan, la ciencia, la exploración o el tiempo, son realidades cuya validez queda supeditada a ese sentimiento humano por el que Coop siente que vale la pena su sacrificio —abandonar a Tom y a Murph para perseguir una posibilidad para ellos. De aceptar la validez del amor como piedra angular, también habría que asumir que Interestelar da una respuesta concreta, pero sin plantear ninguna pregunta. Las da hechas, o eso parece, quizá porque a Nolan no le interese entrar en cuestiones antropológicas y existenciales, más allá de insinuar posibles en los que no pretende profundizar porque lo suyo es cine, no una ponencia científica ni filosófica, y vuelca toda su “energía” en dotar de ritmo trepidante y emocional a los hechos que narra. Y lo logra con creces, gracias al uso que hace del montaje y del fondo musical que cobra protagonismo en ciertos pasajes del film, para potenciar la emoción que el cineasta británico pretende transmitir: rabia ante la muerte de la luz y amor como fuerza motriz de su odisea espacial más allá de La vía láctea.



*DO NOT GO GENTLE INTO THAT GOOD NIGHT

Do not go gentle into that good night,
Old age should burn and rave at close of day;
Rage, rage against the dying of the light.

Though wise men at their end know dark is right,
Because their words had forked no lightning they
Do not go gentle into that good night.

Good men, the last wave by, crying how bright
Their frail deeds might have danced in a green bay,
Rage, rage against the dying of the light.

Wild men who caught and sang the sun in flight,
And learn, too late, they grieved it on its way,
Do not go gentle into that good night.

Grave men, near death, who see with blinding sight
Blind eyes could blaze like meteors and be gay,
Rage, rage against the dying of the light.

And you, my father, there on the sad height,
Curse, bless, me now with your fierce tears, I pray.
Do not go gentle into that good night.
Rage, rage against the dying of the light.

Autor: Dylan Thomas

viernes, 19 de febrero de 2021

Nadie sabe (2004)



Es difícil abordar una situación como la que Hirokazu Kore-eda plantea en Nadie sabe (Dare mo shiranai, 2004) sin caer en la tentación de ser tramposo, paternal/maternal, o sensiblero. Asumo complicado distanciarse del drama expuesto en pantalla, sin caer en la tentación de condicionar, y dejar que los niñas y niños protagonistas expresen la autenticidad de los diversos estados emocionales por los que atraviesan durante el deterioro que sufre su cotidianidad en la ausencia materna. La cámara de Kore-eda es detallista, pero sabe que debe mantenerse al margen. Aunque se acerca, no pretende robar el protagonismo a los niños ni a la situación que viven. La cámara se preocupa por sus rostros, por sus pies y manos, por detalles en apariencia insignificantes —el papel donde una de las niñas dibuja es un recibo impagado— o significativos —la inevitable ausencia de higiene y la basura que se acumula en el apartamento. Se aproxima a ellos, como si por momentos quisiera acariciar su desamparo, para minimizarlo o arroparlos, pero es consciente de que no es su labor. La responsabilidad asumida por Kore-eda comprende construir el puente entre lo que viven los niños, lo que él observa y lo que nosotros contémplanos. Pretende y logra una mirada delicada, sensible, pero una que huye de la sensiblería y de la falsa compasión. El cineasta busca veracidad, desnuda de artificios, y así capta emociones en instantes naturales, sean corrientes o especiales, alegres o tristes. Tampoco juzga a la madre (You) que los abandona porque, acertada o equivocada, asume que tiene derecho a ser feliz. En su despedida, promete regresar por Navidad, y contesta a su hijo mayor que no es egoísta, como justificándose por un atributo natural y común al ser humano. Pero su egoísmo natural entra en conflicto y se desequilibra cuando la relación entre el yo y el nosotros, o entre el tú y el vosotros, deja de importar. Y eso le sucede a la madre, no parece importarle el precio que sus hijos pagarán  por sus actos, por la búsqueda de su felicidad, y se desentiende de vidas de las que es responsable. Por otra parte, no sabemos si alcanza la felicidad, si será duradera o solo un suspiro como anteriores ocasiones, lo que sí sabemos es que no es la primera vez que intenta alcanzarla —<<¿otra vez?>>, le pregunta Akira (Yuya Yagira), cuando ella le habla de que se ha enamorado y que espera poder lograr la estabilidad para toda la familia.


La promesa incumplida de regresar por Navidad, marca un punto de no retorno. Lo comprendemos en pocos minutos: Akira telefonea al trabajo de su madre y una voz le dice que se despidió hace un mes. Vemos la cabina y como el niño marcha sobre pasos que indican su derrota. En la siguiente escena, breve, pero significativa, Kore-eda muestra el cielo y un avión que lo surca y desaparece. La madre ha volado —la esperanza de volver a verla vuela como ese avión que desaparece del encuadre. Se fue y, posiblemente, no volverá. Ahora, Akira lo sabe e intenta ocupar el puesto que ya había asimilado en las anteriores ausencias. No obstante, esta vez es definitivo, pues resulta el comienzo de una nueva etapa, marcada por el deterioro de la cotidianidad en la que los cuatro hermanos se encuentran sin más protección que la que pueda ofrecerle el mayor, de doce años, y el único que, hasta entonces, ha podido salir del encierro que viven en el apartamento. Posiblemente
, en un pasado anterior a lo expuesto en pantalla, la presencia de la madre habría sido 
intermitente; y quizá por ello, cuando se produce la ausencia definitiva, Akira no quiera creer lo que ya sospecha —y que la voz al otro lado del teléfono le confirma. Es el mayor de los hermanos, hijos de diferentes padres, y la madre delega en él, como ya se descubre cuando llegan al nuevo apartamento. De los hijos, Solo él llega sin esconderse —el casero acepta alquilar la vivienda a dos personas—, los hermanos pequeños, el hiperactivo Shigeru (Hiel Kimura) y la sonriente Yuki (Momoko Shimizu), lo hacen ocultos en dos maletas, mientras que Keiko (Ayu Kitaura) aguarda en la estación a que su hermano vaya a buscarla. De camino a casa, ella le pregunta qué tal el nuevo hogar, como si la experiencia no fuese novedosa. Pero no es la única pista que indica que ya han pasado por una situación similar. Salvo Akira, ninguno abandona la vivienda hasta que asumen que la ausencia, definitiva, en cierto modo los libera de las normas establecidas por la madre al inicio. Mientras hay presencia materna o esperanza de su regreso, lo niños cumplen la norma principal, la de no dejarse ver para evitar el desahucio. Una norma que no es novedosa para ellos, ya la habrían entendido y aceptado en ocasiones anteriores, del mismo modo que asumen el no gritar. Quizá los pequeños se lo tomen como una especie de juego, inconscientes de que su encierro es el primer paso hacia la pérdida de su infancia.


Son niños, pero no pueden serlo, no pueden ir a la escuela ni tienen una estabilidad emocional adecuada para su infancia: Akira desea ser como los demás, Keiko siente culpabilidad y los más pequeños todavía no son plenamente conscientes del abandono que parece desaparecer cuando la madre regresa, aunque lo hace para desaparecer definitivamente. A partir de entonces,
Nadie sabe es un canto a la supervivencia de una cotidianidad en descomposición, también es un grito silencioso de desesperación en la ausencia y el desamparo, no solo frente al abandono de esa madre de la que nada saben, y de quien ya no esperan noticias ni regreso, sino el del mundo adulto que amenaza o se desentiende. Kore-eda filma el abandono a una suerte que los protagonistas aceptan resignados, pero buscando soluciones e intentando no perder su condición infantil, aunque la realidad social y económica no les perdona: el dinero se acaba, los recibos no se pagan y los cortes de luz, agua, gas, no se demoran para condenarles a una miseria física que todavía no les derrota, porque no es el final. Una de las grandes mentiras del cine fue crear entre el público la sensación de que existían los finales felices o tristes. El insertar un Fin, FineThe End, solo es una conclusión para el momento proyectado, al que sucedería otro, luego otro, y así hasta el único final. Y Kore-eda así lo asume y rechaza ese engaño, pues las conclusiones de sus películas implican seguir caminando, aunque sea en la resignación o cómo los niños de Nadie sabe: que caminan en su desamparo, pero quizá ya conscientes de que cada momento es un paso más en lo que les resta de camino.