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sábado, 19 de diciembre de 2020

No somos ángeles (1954)

Noche Buena calurosa en la Isla del Diablo, en la Guayana francesa, donde tres fugitivos disimulan entre colonos y presos en libertad condicional. Disimulan en el puerto a la espera de abandonar el lugar, pero mientras aguardan deciden hacerse con algo de dinero y entran a robar en una tienda donde no pueden evitar sentir simpatía por sus dueños, la familia Ducotel. Joseph (Humphrey Bogart), Albert (Aldo Ray), Jules (Peter Ustinov) y la serpiente Adolf deciden ayudar a sus empleadores porque son todo aquello que ellos no han sido y posiblemente deseen ser. Así, se convierten en sus ángeles de la guarda, los que les protegerán del primo André (Basil Rathbone) y harán posible el milagro de una vida más luminosa. No somos ángeles (We’re no Angels, 1954) fue la sexta y última colaboración entre Michael Curtiz y Humphrey Bogart, pero también fue la menos lograda, ni posee la gracia que se le atribuye o, sencillamente, quien aquí escribe la busca y no la encuentra por parte alguna. Por otra, Bogart no parece estar a gusta en la comedia pura. No puede hacer de Bogart y no puede dejar de hacer de Bogart, lo cual genera un punto extraño donde se reconoce y no lo hace. De cualquier manera, No somos ángeles es un film que no destaca en la filmografía de Michael Curtiz ni en la del actor, y que encuentra uno de sus lastres en su excesiva teatralidad. El film no escapa de su origen teatral —sí lo haría la versión que en 1989 realizó Neil Jordan, aunque esta tampoco sea una película redonda—, y ese origen del que no se desprende no juega a favor de un ritmo más cinematográfico. Tampoco ayuda que su planteamiento juegue sobre seguro, se mantiene dentro de lo común, aunque asuma cierta transgresión, en realidad inexistente, en su concesión del protagonismo y de virtudes y valores a los convictos. Pero, finalmente, nadie escapa y nada sale de norma, salvo que Curtiz muestra una Navidad calurosa, diferente a las blancas y frías que suelen asomar por la pantalla. 

lunes, 30 de noviembre de 2020

El barrio contra mí (1958)


Después de que Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994) le inspirase sus pasos de baile, Elvis Presley se convirtió en estrella de Rock. En realidad, se convirtió en el Rey del Rock tras alcanzar el número uno de las listas con su primer álbum. Elvis no desaprovechó el momento y asentó su reinado gracias a las emisoras de radio estadounidenses y a la televisión que emitían sus canciones. Su ritmo, su música y sus movimientos causaban furor. El Rey apuntaba a fenómeno musical nunca visto, quizá el más vendible hasta entonces, puede que incluso el más revolucionario —si tenemos en cuenta como sus canciones sonaban a todo volumen en los tocadiscos de adolescentes y jóvenes que, con mucho ritmo y un amago de rebeldía, martirizaban los oídos de sus padres, miembros de una generación que distaba de la juventud de posguerra un trecho y tres cuartas partes de otro. Lo dicho, Elvis fue un fenómeno arrollador y un icono tan rentable que Hal B. Wallis no quiso quedarse sin su parte del negocio y le ofreció un contrato por siete años. El cantante vio con buenos ojos la promoción mundial y los dólares que le ofrecía el famoso productor de Casablanca (Michael Curtiz, 1942), así que firmado el contrato, Wallis lo cedió para que protagonizase Love Me Tender (Richard B. Webb, 1956). La mayoría de los films que protagonizó desde aquel primer momento carecen de interés o solo tienen el interés de ser películas con o de Elvis Presley. No obstante, El barrio contra mí (King Creole, 1958) es mucho más que la imagen y las canciones de la estrella, puesto que Michael Curtiz, que volvía a trabajar con Wallis, encontró la forma de equilibrar melodrama, violencia, rebeldía juvenil, choque generacional y dosis del Elvis ídolo musical, introduciendo al músico y a las canciones dentro de la historia y en el entorno, y no al revés.

Junto Estrella de fuego (Flaming Star, Don Siegel, 1960), El barrio contra mí es la mejor interpretación del cantante, que da vida a un adolescente conflictivo, aunque más que conflictivo se trata de alguien que no quiere ser pisoteado por la sociedad o el entorno donde su padre (Dean Jagger) sufre humillaciones y derrota. Danny Fisher, su personaje, está emparentado con otros adolescentes de celuloide que muestran su rechazo o su malestar mediante indisciplina, bandas y violencia callejera. Curtiz sigue la estela de Nicholas Ray en Rebelde sin causa (Rebel without Case, 1955) y de Richard Brooks en Semilla de maldad (The Blackboard Jungle, 1955), en la que Rock y juventud se juntaban para mostrar malestar y la incomunicación entre generaciones separadas por una guerra mundial. Pero también el peligro que eso supone o que se le atribuye en la pantalla, puesto que esa imposibilidad agudiza la violencia con la que se enfrentan al día a día, aunque en el caso de Danny esa violencia le busca a él cuando salva a Ronnie (Caroline Jones) de una más que probable agresión por parte de uno de sus acompañantes masculinos. Este encuentro determina la relación más interesante y más intensa del film, la que se produce entre el joven y la chica, atrapada en una situación de la que no puede escapar. Ronnie es una mujer sin posibilidad de escape, no se pertenece a sí misma, pertenece al gánster interpretado por Walter Matthau, que también es el dueño del local donde Danny trabaja como chico de la limpieza.


Inevitablemente habrá colisión y víctimas, pero, aparte, El barrio contra mí plantea otras cuestiones y relaciones, quizá menos interesantes, aunque necesarias para dotar de mayor complejidad y conflicto al protagonista: la que mantiene con Nellie (Dolores Hart), la enamoradiza empleada de la tienda que Danny ayuda a robar, o la paternal-filial con su padre, derrotado, honesto e ingenuo, y empeñado en que su hijo tenga un futuro lejos de las calles y de los locales nocturnos como el King Creole donde Danny empieza a ser una estrella de rock.

lunes, 20 de mayo de 2019

Alma en suplicio (1945)


Su inicio es una lección de cómo generar una atmósfera de cine negro: varios disparos, un cuerpo que se desploma y pronuncia su última palabra <<Mildred>>, un espejo que refleja una habitación ya vacía de humanidad, un automóvil en la nocturnidad emprende la fuga. Corte. Nos encontramos en la siguiente escena. Mildred (Joan Crawford) solitaria en la noche, caminando por el puente desde donde pretende arrojarse al agua. Quiere morir. Lo expuesto hasta ahora parece indicar que ella ha sido la autora del crimen. Las palabras que intercambia con el policía que la sorprende, la muestran nerviosa; quizá intranquila y abatida, e incluso su posterior conducta con Wally (Jack Carson), su antiguo socio y eterno pretendiente, parece redundar en la posibilidad de que ella sea la asesina. La sombra de la duda se alarga, más si cabe cuando conduce a quien posiblemente haya sido su amante hasta la casa de la playa donde minutos antes se produjeron los disparos. Allí, en la oscuridad reinante y con el cadáver todavía caliente sobre el suelo, abandona a Wally y este se ve sorprendido por dos agentes que lo detienen. Michael Curtiz todavía no ha concluido su magistral lección noir. Inserta la visita de dos policías a la lujosa mansión de la protagonista, donde deja en un segundo plano a la hija de esta, los agentes le indican que les acompañe hasta la comisaría donde segundos después aguarda a ser interrogada.


El tiempo transcurre, y Mildred se encuentra con personajes que conoce, personas relacionadas con su vida presente y pasada; posibles testigos o sospechosos de la muerte que aún no tiene explicación para el público. Tras una larga espera, durante la cual los sonidos ambientales cobran protagonismo, la heroína entra en el despacho del inspector, quien, para sorpresa de la mujer, le informa que puede irse, que ya tienen al asesino. Ella pregunta quién, y le responde que su ex-marido. El rostro de Mildred cobra una expresión distinta, como si sintiese culpabilidad por escuchar esa posibilidad. Asegura que él no ha podido ser, que es una buena persona. Entonces, se inserta el primero de los dos retrocesos temporales que dan forma a Alma en suplicio (Mildred Pierce, 1945), inexistentes en la novela de James M. Cain en la que se basa una película que hasta ese instante se ha desmarcado por completo del original literario para ofrecer una perspectiva típica del cine negro de la época, así lo corroboran la iluminación de su fotografía, los encuadres, el uso del flashback o las influencias expresionistas.


La analepsis traslada la historia al punto de arranque del libro, nos lleva al día que Bert (Bruce Bennett) y ella se separaron. La tonalidad negra da paso a la melodramática, aunque no olvida que existe una mujer fatal en potencia, y no se trata de Mildred. Pulir o exagerar los defectos de los personajes e introducir el asesinato y los dos retrocesos que no asoman en la novela de Cain, provoca que Alma en suplicio transite entre el cine negro y la crónica del fracaso de una madre entregada en cuerpo y alma a satisfacer las demandas de sus dos hijas, sobre todo las de Veda (Ann Blyth), a quien mima y complace en exceso, más si cabe tras la muerte de la pequeña Kay, elevándola al altar del cual ya no querrá bajarse. La ha malcriado. Ha hecho de ella una materialista desmedida, consentida y ambiciosa, a quien solo preocupa el dinero y la imagen. Ese es el drama de Mildred, y cuando hace y sufre, lo sufre y hace por Veda. Así la descubrimos buscando un empleo que permita mantener las clases de música y los vestidos de su hija, de quien teme la descubra que trabaja de camarera. Cuando esto sucede, por complacerla, decide arriesgar su escasos ahorros y abrir un restaurante, apertura que implica ser emprendedora, propietaria y su encuentro con el también malcriado Monty Beragon (Zachary Scott), el cuerpo que al inicio del film se desmorona sin vida. Esto es Alma en suplicio, el alarde expositivo de un gran narrador cinematográfico, que en esta película volvía a demostrar su sobrada capacidad para hacer un tipo de cine que aunase lo comercial, fue un éxito de taquilla, el gusto por las buenas historias y su talento sintético a la hora de llevarlas a la pantalla. Todo ello fue posible gracias a su amigo Jerry Wald, quien produjo la película para Warner, sirviendo de barrera de protección entre el realizador y los jefes del estudio. Esto permitió a 
Curtiz la libertad creativa necesaria para llevar a cabo uno de sus mejores films, que si bien elimina parte de la sordidez de la historia de Cain, no pierde el pulso al sombrío espacio humano donde Mildred se convierte en víctima, pero también en culpable no solo de fomentar el desequilibrio de su hija, sino de utilizar cualquier medio que se ponga a su alcance para ofrecerle cuanto aquella desea, incluso llegando a proponer a la víctima del inicio un matrimonio que explicaría el contundente arranque del film, una excusa cinematográfica que atrapa y que introduce en la historia que el cineasta de origen húngaro pretenden contar y cuenta con la maestría de un “cuentapelículas” de cine.

viernes, 17 de junio de 2016

El arca de Noé (1928)


Poco se sabe de la primera película de Mihály Kertész más allá de su titulo, Hoy y mañana (Ma és holnap, 1912), y de que fue el primer largometraje de ficción del cine húngaro. Menos desconocimiento existe sobre el prestigio cinematográfico que alcanzó antes de abandonar su Hungría natal en 1919 para asentarse en Austria, donde trabajó hasta 1926. Allí se convirtió en el director estrella de la compañía Sascha Kolowrat, en ella filmó diecinueve títulos con el nombre de Michael Kertész, aunque fue el éxito de La luna de Israel (Die Sklavenkönigin; 1924) el que atrajo la atención de los grandes estudios hollywoodienses y el que convenció a los hermanos Warner para ofrecerle un contrato. La sustancial mejora económica y la posibilidad de rodar con los mejores medios técnicos, que la industria cinematográfica más potente del planeta ponía a disposición de los cineastas, resultaron dos atractivos que pocos de los grandes directores europeos de la época rechazaron. Ernst Lubitsch, Friedrich W.Murnau, Victor Sjöström, Maurice Stiller, Paul Leni y tantos otros cruzaron el charco durante la década de 1920, como también lo hizo 
el futuro director de Casablanca (1942), que emprendió su aventura americana en 1926 con la idea de rodar epopeyas "históricas" como su Sodoma y Gomorra (Sodom um Gomorrah, 1922) o La luna de Israel. Sin embargo, antes de ver cumplido el deseo, filmó varios melodramas escritos y producidos por Darryl F.Zanuck, por aquel entonces jefe de guionistas del estudio. Zanuck también sería el responsable del argumento de El arca de Noé (Noah Ark), la primera gran producción californiana del rebautizado Michael Curtiz, aunque el resultado no fue el éxito esperado por la productora, que había desembolsado más de un millón de dólares para hacer posible el que pretendía ser el estreno más espectacular del año, pero que acabó siendo uno de los más polémicos debido a la accidentada filmación de la secuencia del diluvio. Como venía sucediendo en la Warner del periodo de transición del cine mudo al sonoro, la superproducción asumió características de ambos y las escenas silentes se combinaron con las dialogadas para desarrollar dos historias paralelas que guardan similitudes con las mostradas por Cecil B.DeMille en Los diez mandamientos (The Ten Commandments; 1923), e incluso con las expuestas por el propio Curtiz en Sodoma y Gomorra.


Estas historias ofrecían evidentes paralelismos entre los distintos periodos expuestos a lo largo de su metraje, en el que se combinan historias bíblicas con el presente para ofrecer una lección moralizante, espectáculo épico y romance. Para ello, el director y el guionista adaptaron a sus intereses la historia de Noé, la cual compararon con la contemporánea que encuentra su escenario en la Gran Guerra (1914-1918). A pesar de la distancia temporal y de la mitología que los separa, los dos tiempos se muestran similares desde las primeras imágenes del film: el arca, la torre de babel y el becerro de oro del pasado son sustituidas en el presente por rascacielos y teletipos que informan de la caída de los valores bursátiles. Estos símiles establecen el nexo entre el ayer y el hoy, así pues, la torre se iguala a los edificios y el culto al ídolo dorado al del dinero, lo que vendría a corroborar que, durante el transcurso de los siglos, los "dioses" materiales continúan siendo el motor de la humanidad. Tras la comparación entre las dos épocas, El arca de Noé muestra un tren que recorre Europa en 1914. En su interior viajan los cinco personajes principales, que también lo serán del drama bíblico al que alude el título. En esos primeros instantes se muestra a una sociedad descreída, que emula a la del diluvio. Esta coincidencia no es arbitraria, como tampoco lo es que se ubique la trama durante la Primera Guerra Mundial, que vendría a simbolizar un castigo similar a la inundación bíblica. En uno de los compartimentos del transporte se descubre la amistad entre Travis (George O'Brien) y Al (Guinn "Big Boy" Williams), dos jóvenes norteamericanos que sobreviven al accidente ferroviario del que rescatan a Mary (Dolores Costello), tanto del siniestro como de las garras de quien posteriormente la acusará de espionaje. La historia contemporánea muestra a los dos amigos y a esta joven durante la guerra que no tarda en cobrar protagonismo. Al se alista en el ejército, no así su compañero, cuyo deseo es permanecer al lado de esa mujer con quien se casa, pero a quien acaba abandonando a su suerte cuando el desfile militar lo seduce y se une a la lucha. Sin palabras, sin promesas y sin una mirada atrás, el personaje principal deja a Mary entre la multitud y a merced del destino mientras él se traslada al frente, donde ignora el drama que vive su amada, acosada y acusada de espionaje porque ha rechazado los atenciones de Nickoloff (Noah Beery). Pero las vidas de los protagonistas vuelve a cruzarse en un momento de gran carga dramática, antes de que se produzca el derrumbe donde quedan atrapados en compañía de un predicador (Paul McAllister) que no duda en recitar el Génesis para hacer la comparación entre los dos castigos. A partir de ese instante, la película cambia de periodo y se centra en los avatares de Noé e hijos, aunque dando protagonismo a Jafet con el fin de aumentar la sensación de cercanía entre los dos romances que se desarrollan antes y durante los castigos divinos a los que alude el religioso.

martes, 10 de mayo de 2016

Punto de ruptura (1950)



La novela de Ernest Hemingway Tener y no tener (1937) dio pie a varias adaptaciones cinematográficas, entre ellas la más famosa sería la filmada por Howard Hawks en 1944 y la más fiel esta producción realizada en 1950 por Michael Curtiz, que ofrecía una lectura distinta a la expuesta por Hawks, en la que prevalecía la relación entre los personajes interpretados por Humphrey Bogart, Lauren Bacall y Walter Brennan y su discurso antinazi. Seis años después del rodaje de 
Tener y no tener (To Have or Have Not, 1944) la guerra era un recuerdo para la mayoría de estadounidenses, no así la situación de aquellos excombatientes que no encontraban su lugar dentro de la bonanza económica y del desarrollo industrial por los que atravesaba el país. Estos ex-soldados, que pocos años atrás soñaban con regresar al hogar para ver cumplidos sus sueños, se encontraron con una realidad distinta a la esperada, que desde el cine se expuso en películas como Los mejores años de nuestras vidas (The Best Years Our LivesWilliam Wyler, 1946), Encrucijada de odios (Crossfire; Edward Dmytryk, 1947) u Hombres (The Men, Fred Zinnemann, 1950), tres maneras también muy diferentes de abordar la situación social de quienes se vieron obligados a dejar su cotidianidad para luchar en el frente. La primera y la tercera lo hacen desde el drama y la segunda desde el género al que también pertenece Punto de ruptura (The Breaking Point, 1950), un género que permitía a los cineastas mostrar el descontento social desde una perspectiva crítica y oscura, que a menudo se desarrollaba dentro de ilegalidades como el contrabando al que se ve obligado el protagonista de esta destacada adaptación de la novela de Hemingway.


Aunque no se encuentra entre sus títulos más conocidos, 
Punto de ruptura es un buen ejemplo de la agilidad y modernidad narrativa de Curtiz, un realizador capaz de sacar adelante proyectos que a primera vista no tenían nada en común, sin embargo algunos de sus títulos conceden protagonismo a perdedores que lo son como consecuencia de su decepción presente, la cual se descubre en decisiones que, en el caso de Henry Morgan (John Garfield), tienen como resultado la violencia o la soledad que se hace visible en el desolador plano final del film. En varios momentos de la película se recuerda que Morgan fue un héroe de guerra que ganó una medalla, lo que le permitió sentirse importante, aunque en su presente se descubre ahogado por el pesimismo y por las facturas que le impiden la plenitud en su matrimonio. Su pequeño negocio náutico no funciona, aunque, su condición de luchador, le impide rendirse, por ello acepta cualquier oferta, como la de trasladar en su barca a una pareja que pretende pasar un fin de semana de diversión en suelo mexicano. Sin embargo, el hombre se esfuma antes de pagarle y, sin un centavo con el que poder hacer frente al coste del amarre, a Henry Morgan no le queda más opción que la de aceptar una nueva propuesta, pero de alguien a quien no esconde la antipatía que le genera, porque es consciente de los tejemanejes ilegales que aquel se trae entre manos. Este momento marca el inicio de su caída en el pozo sin fondo en el que se convierte su vida, salpicada de muertes, de dudas y de la atracción-rechazo que Leona (Patricia Neal), la mujer que trasladó a México, despierta en él. Esta buscavidas no es la culpable de las malas decisiones del protagonista, estas nacen de su necesidad de mantener a su familia, pero también de su negativa a aceptar el cambio de aires que le propone su esposa (Phyllis Thaxter), porque de hacerlo se consumaría la derrota existencial que pretende evitar transportando a emigrantes ilegales o a la banda de atracadores a los que se enfrenta hacia el final de la película.

martes, 15 de octubre de 2013

Sin sombra de sospecha (1947)




Capaz de solventar cualquier proyecto de manera eficaz e incluso, como se descubre en algunas de sus producciones, de modo magistral, Michael Curtiz ofreció en Sin sombra de sospecha (The Unsuspected, 1947) otro buen ejemplo de su capacidad narrativa y de su inventiva visual, de las que hizo gala desde la primera secuencia del film, cuando entre las sombras de un solitario despacho se produce el asesinato que la policía asume como suicido, ya que el asesino lo ha preparado de tal forma que la muerte de la joven no levanta sospechas. Este punto de partida plantea el suspense que tiene como protagonista a Victor Grandison (Claude Rains), un famoso locutor radiofónico que presenta un programa de crímenes y misterios sin resolver; trabajo, afición y obsesión que le adentra en el ámbito criminal, donde entrevista a homicidas a quienes graba para estudiar los detalles de sus delitos. Además, para completar su estudio, mantiene una estrecha relación con el inspector Donovan (Fred Clark), con quien comenta casos que la policía investiga o ha investigado, y que le sirven para comprender cómo piensan o actúan los agentes. De ese modo tiene acceso a ambas partes, y en su afán, llega a la conclusión de que sí se puede cometer el asesinato perfecto, aquél que se produjo al inicio del film. Resulta evidente que el interés de Curtiz en Sin sombra de sospecha se decanta por el locutor, un personaje al que elevó por encima de los demás, siendo Victor un manipulador que maneja el entorno a su voluntad, consciente de su superioridad intelectual y de su distanciamiento total de valores que puedan frenar sus planes. La presencia de Claude Rains, actor que legó al cine villanos inolvidables, crea una imagen inquietante a la vez que sofisticada al dotar a Grandison de refinamiento, inteligencia, frialdad y la total ausencia de escrúpulos. También se comprende que se trata de un hombre a quien le gusta ser admirado, igual que disfruta de las comodidades y lujos a los que ha accedido al ser el protector de Matilda (Joan Caufield), la joven millonaria a quien se dio por muerta en un naufragio ocurrido un año antes; pero que, para sorpresa de todos y disgusto de algunos, vuelve al mundo de los vivos poco después de que un desconocido se presente afirmando ser su viudo. Steven Howard (Michael North) entra en escena para aumentar el misterio que rodea al reducido grupo que se ha acostumbrado a la ausencia de la millonaria, viviendo de sus riquezas, sin prever que Matilda se encuentra bien y apunto de regresar. Como parte de su cometido de esposo, Steven acude a recibir a la reaparecida, pero en ese momento algo no encaja, pues ella no recuerda haberse casado con él, ni siquiera parece saber quién es ese desconocido que dice ser su cónyuge. La reaparición de la joven y la irrupción del extraño chocan con los esfuerzos de Victor, pero éste no desespera, y continúa manejando la situación a su antojo, sobre todo en relación a su protegida, a quien controla y engaña sin que ella sospeche del peligro que corre al dejarse llevar por un hombre que no desea renunciar a las comodidades que ya creía suyas, como también lo pensaba otro personaje fundamental en la trama: Althea (Audrey Totter), siempre dominada por la envidia y el odio que siente hacia la ingenua resucitada.

lunes, 13 de mayo de 2013

Camino de Santa Fe (1940)


A pesar de que 
Camino de santa Fe (Santa Fe Trail, 1940) se ubica en un momento concreto de la Historia de los Estados Unidos, su guionista, Robert Buckner, se tomó numerosas libertades a la hora de desarrollar la trama, decantándose por exponerla desde la aventura, al servicio de Errol Flynn. Por aquel entonces, el actor australiano era una de las grandes estrellas masculinas de la Warner, el icono del aventurero forjado en películas ambientadas tanto en la Inglaterra del rey Ricardo Corazón de León como en el mar Caribe, o posteriormente en el ámbito del western donde se produce la acción de Murieron con las botas puestas (Raoul Walsh, 1941) o Camino de Santa Fe, ambientada esta última durante un periodo inmediatamente anterior a la abolición de la esclavitud y al estallido del conflicto que dividió la nación en dos. De hecho, muchos de los personajes de mayor entidad del film de Michael Curtiz asumen sus nombres de los reales que alcanzarían importancia y notoriedad en los años posteriores al tiempo narrativo en el que se desarrolla la película.


La trama de Camino de Santa Fe se abre con un prólogo que sitúa su historia en la academia militar de West Point, cuando la nación estadounidense era tan joven como los cadetes que se preparan para acatar órdenes y darlas. Entre aquellos futuros oficiales se descubre a George Custer (Ronald Reagan), Jeb Stuart (Errol Flynn), Phil Sheridan (David Bruce) y otros militares que alcanzarían renombre. Pero entre estos jóvenes también se encuentra el cadete Rader (Van Heflin), a quien se expulsa durante el último curso académico, después de su enfrentamiento con Stuart, por sus constantes intentos de reclutar compañeros para la causa de un tal John Brown. Tras el preámbulo, dentro del cual se expone el problema de la esclavitud y la premisa de que los militares deben mantenerse al margen de cuestiones de índole político, la acción se traslada a Fort Leavenworth, en el camino de Santa Fe, donde John Brown (Raymond Massey) y sus seguidores siembran el terror en su afán por abolir la esclavitud. Camino de Santa Fe ni pretende resolver las dudas que plantea su contenido ni toma más partido que el de la acción, el entretenimiento, el romance y el héroe, pero su falta de posicionamiento sobre un tema tan complejo no cae en el error de mostrar a Brown como un malvado o villano al uso del cine de aventuras hollywoodiense. Y no lo hace porque su idea, la que decide su comportamiento, resulta moralmente más justa que la contemplada por la ley; pero el problema no consiste en qué defiende o qué pretende conseguir, sino el cómo, puesto que este hombre ha dejado atrás la vía pacífica, dominado por la obsesión de conseguir la abolición a cualquier precio. Así pues, su visión de la igualdad conlleva sangre, hecho que le convierte, a ojos de la justicia política y militar, en un peligroso criminal que debe ser capturado antes de que provoque una sangrienta revuelta civil que, por la fuerza, acabe con la aberración legalizada de que alguien pueda ser dueño de un semejante. Por las palabras de Brown, a quien apoyan importantes hombres de negocios y políticos del norte, se sabe que lleva años luchando contra la ausencia de igualdad, primero desde una perspectiva pacífica y posteriormente, ante la nulidad de aquella, mediante el empleo de las armas. Desde el momento en el que este personaje, de loables intenciones, se toma la justicia por su mano se transforma en un ser maquiavélico a quien no le importan los medios con tal de alcanzar su fin, hecho que le convierte en el enemigo a quien Stuart, Custer y compañía se enfrentan sin entrar en cuestiones de índole político o personales, pues ellos son militares que deben defender un sistema que poco después se dividiría y se enfrentaría en una sangrienta guerra civil. A pesar de la falta de rigurosidad histórica y de la escasa pronunciación sobre el tema en cuestión, Michael Curtiz manejó el material de Buckner con su habitual precisión, logrando un excelente ritmo narrativo capaz de crear la constante sensación de movilidad que favorece la acción, dejando para los historiadores o pensadores las posibles reflexiones sobre las dos posturas que se enfrentan en su film, en el que prevalece por encima de todo un tono aventurero,
 aderezado con una pequeña dosis de romance entre Stuart y Kit Hollyday (Olivia de Havilland) y con puntuales momentos de humor a cargo de dos personajes secundarios interpretados por Alan Hale y Guinn "Big Boy" Williams.

martes, 15 de enero de 2013

El lobo de mar (1941)


La nave "Fantasma" es el reino de "Lobo" Larsen (Edward G. Robinson), convencido de que es mejor <<ser señor en el infierno que servir en el cielo>>; esta frase sacada del libro de Milton que guarda en su camarote revela parte de la oscura personalidad del capitán del barco en el que se enrola George Leach (John Garfield) cuando escapa de la policía. Ese mismo navío, salido de la niebla, recoge de un naufragio a Van Weyden (Alexander Knox), escritor que no pertenece al mundo de criminales y desheredados que habitan en la goleta, y a Ruth Brewster (Ida Lupino), fugitiva de la justicia que rescatan moribunda. Leach se arrepiente de su decisión de esconderse en el barco cuando descubre el comportamiento tiránico de un capitán que somete y humilla a los miembros de su tripulación, compuesta por delincuentes y fugitivos que tampoco muestra aspectos positivos, salvo el vano intento de redención del doctor Prescott (Gene Lockhart) después de salvar la vida de Ruth. La adaptación escrita por Robert Rossen y realizada por Michael Curtiz de la novela de Jack London El lobo de mar ofrece una perspectiva oscura, cercana al cine negro, que se desarrolla dentro de una atmósfera fantasmagórica que oprime a todos aquellos que se encuentran atrapados en ese barco que hace honor a su nombre. Hombres como Leach, que se opone abiertamente a Larsen, o como Van Weyden, incapaz de adaptarse a un entorno donde se siente asfixiado, pasando por Ruth Brewster, humillada por su condición de fugitiva de la justicia, son incapaces de huir de la travesía de "El fantasma", siempre siniestra y opresiva, sin que en ningún momento se sepa a ciencia cierta hacia dónde se dirige o qué persigue la mente de ese hombre que ha elegido como filosofía de vida la frase escrita por Milton en su obra El paraíso perdidoEl lobo de mar (The Sea Wolf) es una muestra más del perfecto pulso narrativo de Michael Curtiz para crear un film opuesto a lo que se esperaría de una típica película de aventuras, ya que la acción no muestra diversión o gestas heroicas, estas no tienen cabida sobre la cubierta de la goleta, sino que indaga en el comportamiento de sus personajes, atrapados en las tinieblas que dominan el viaje marino, que podría ser el reflejo de sus propias interioridades, sobre todo la del hombre que se ha erigido en el amo y señor, un hombre capaz de humillar y someter a cualquier miembro de su tripulación y que solo muestra su debilidad cuando sufre las cegueras que no se atreve a reconocer por miedo a dejar de reinar en el infierno que ha creado.

lunes, 8 de octubre de 2012

El capitán Blood (1935)



Referente básico del subgénero de aventuras dedicadas a la piratería marina, El capitán Blood (Captain Blood, 1935) presenta a un héroe que, en realidad, tiene más de rebelde libertario que del típico aventurero que surca las aguas de ese Caribe cinematográfico plagado de piratas que abordan navíos o se baten en mil y una batallas navales. Pero más allá del mito, Michael Curtiz humanizó a su personaje y a una historia sin apenas fisuras argumentales, que fue adaptada por el guionista Casey Robinson, en ella ninguna escena sobra creando un armonioso conjunto que muestra el periplo vital de un hombre a quien, por ejercer sus profesión médica, es condenado por un tribunal ante el cual se revela como también lo hará contra ese destino cruel que semeja regir su existencia. Curtiz presentó al personaje interpretado por Errol Flynn en una Inglaterra envuelta en una revuelta civil en la que el médico no tarda en caer en desgracia por asumir los valores en los que cree y que le confieren el carácter de héroe que ostentará cuando llegue a las Antillas. Peter Blood (Errol Flynn), injustamente condenado por socorrer a un rebelde herido durante el conflicto que asola al país, es condenado a morir ejecutado, pero en última momento se le conmuta la pena capital por el destierro a Jamaica, donde será vendido como esclavo. Blood vive un periplo extraño, ajeno a sus decisiones, pues harto de una vida de aventuras militares se dedicó a ejercer la medicina, sin tomar partido por ninguno de los bandos que se enfrentaban en la revuelta, sin embargo, su caprichoso destino y la injusta decisión del tribunal le conduce hasta Port Royal, donde es exhibido y comprado por el coronel Bishop (Lionel Atwill) a estancias de su sobrina Arabella (Olivia de Havilland). Arabella puja en la subasta porque siente cierta atracción hacia ese esclavo que parece distinto al resto; sin embargo el amor que surge entre ellos apunta hacia una imposibilidad provocada por la condición del héroe (esclavo y criminal) y la posición aristocrática de la heroína. Después de ser comprado, Blood es conducido a la hacienda del coronel, donde realiza los trabajos más duros en compañía de otros condenados, que al igual que él son sometidos a un trato que denigra su condición humana. Pero gracias a su dominio de la medicina no tarda en atender al gobernador de la isla (George Hassell); de ese modo se produce un nuevo cambio existencial en la vida de un héroe que aprovecha su condición de médico personal de la autoridad isleña para urdir su plan de fuga. El momento idóneo para escapar se presenta cuando los españoles atacan Port Royal, pero la barcaza en la que Blood pretendía huir es alcanzada durante el bombardeo, hecho que obliga al doctor y al resto de evadidos a abordar el navío español, cuyos soldados se encuentran en tierra saqueando y celebrando la victoria. Libres de nuevo, con un barco en su poder y sin patria a la que regresar, sólo les queda la alternativa de surcar los mares convertidos en piratas fuera de la ley (algunos actuaban bajo la protección de los monarcas europeos), pero siempre siguiendo un código de conducta que les diferencia de piratas como el capitán Levasseur (Basil Rathbone), antagonista con quien el héroe se asocia inicialmente en las labores de piratería, pero con quien inevitablemente tendrá que enfrentarse, pues Blood no es un criminal, ni pretende serlo, sólo es un hombre que se revela contra la injusticia que observa y actúa en consecuencia.

miércoles, 18 de julio de 2012

Pasaje a Marsella (1944)


Alentado por los resultados artísticos y económicos de Casablanca (1942), Hal B. Wallis intentó repetir la fórmula del éxito en Pasaje a Marsella (Passage to Marseille, 1944) y, para ello, de nuevo contó con Michael Curtiz en la dirección, con Owen Marks en el montaje, Max Steiner compuso la música y Humphrey Bogart, Claude Rains, Sydney Greenstreet y Peter Lorre dieron vida a los principales personajes de la trama. Estas similitudes, y el mensaje antinazi similar, apuntan los paralelismos entre ambas obras, pero, y a pesar de su buen funcionamiento en la taquilla, Pasaje a Marsella no alcanzó la perfección de la película que pretendía emular. Las primeras imágenes del film se centran en un bombardero que sobrevuela a baja altura una pequeña granja francesa. Desde su interior asoma el rostro de Jean Matrac (Humphrey Bogart) para contemplar su hogar, pero también para arrojar el cilindro donde ha guardado la carta que su mujer (Michele Morgan) recibe con la alegría de saber que continúa vivo y luchando por la libertad. Este arranque se desarrolla en el presente, durante el cual Jean muestra el idealismo que recuperó en el pasado que se expone a lo largo del flashback que engloba otros dos, y que se introduce desde las palabras del capitán Freycinet (Claude Rains) en el campo de aviación donde Manning (John Loder), un periodista, observa como los aviadores y soldados franceses se preparan para un nuevo bombardeo. Durante este encuentro entre el reportero y el oficial, este último le narra la historia de Matrac y de hombres que decidieron luchar por la libertad que se convierte en la idea central de la película. Mientras aguardan el regreso de los bombarderos, Freycinet cuenta su travesía abordo del "Ville de Nancy", el barco mercante en el que viajaba rumbo a Marsella para unirse a la lucha contra la Alemania nazi.


La analepsis que engloba la práctica totalidad del metraje se desarrolla en la embarcación donde también viajan el capitán Malo (
Victor France) o el mayor Duval (Sydney Greenstreet), quien muestra una personalidad intolerante y antipática, él siempre tiene razón y nadie puede discutírselo, por eso asegura que la Linea Maginot (construida por los franceses en las fronteras con Alemania e Italia) nunca será traspasada por el enemigo, cuestión de la que Freycinet recela. Después de cruzar el canal de Panamá divisan un bote en el que viajan cinco hombres, más muertos que vivos, que dicen ser trabajadores de una mina en Venezuela. No obstante, el mayor Duval está convencido de que se trata de fugitivos de la isla de Diablo, en la Guyana, sospecha compartida por el capitán, que advierte a los fugitivos de las intenciones de Duval. Ante esa muestra de confianza, los convictos deciden contarle la verdad, siendo Renault (Philip Dorn) el encargado de la narración de la estancia en la isla-prisión, produciéndose el segundo flashback, que descubre sus delitos y el motivo de la fuga: luchar por Francia, porque a pesar de ser condenados también son patriotas. Este pasado dentro de otro pasado se centra en las duras condiciones a las que se ven sometidos los presos y cómo un anciano (Vladimir Sokoloff) les proporciona la posibilidad de escapar. Petit (George Tobias), Garou (Helmut Dantine), Marius (Peter Lorre) y el propio Renault son los elegidos por el abuelo, a quien le comentan que si contasen con Matrac la fuga podría resultar.


La historia de Jean Matrac y Paula se narra en el tercer flashback, incluido en el segundo, en él se muestra como ese hombre, periodista de profesión, luchaba contra el avance nacionalsocialista antes de iniciarse la guerra, cuestión que le acarreó enemigos poderosos y la falsa acusación de asesinato que le separó de su esposa. La acción de 
Pasaje a Marsella regresa al segundo pasado para mostrar a Matrac convertido en un individuo sin ideales, salvo el de regresar al lado de Paula, de ahí que no mueva los labios cuando el resto de sus compañeros de fuga pronuncian el juramento que les exige el abuelo. De regreso al pasado más cercano se descubre la noticia de que aquella línea de defensa pensada para guerras estáticas ha caído y que el gobierno francés ha firmado su rendición. Esta circunstancia causa la división interna en el barco, donde el capitán Malo decide cambiar de rumbo y dirigirse a Inglaterra en lugar de a Marsella, ya que sus ideales pasan por una Francia libre, por la que vale la pena luchar y morir, lo mismo piensan los fugitivos y Freycinet, quien cree ciegamente en el idealismo de Matrac, a pesar de que este afirme haberlo perdido, como también se han perdido los ideales del país que conocían. Sin embargo, el motín promovido por Duval para llevar el barco a suelo francés y aceptar el nuevo orden, derrumba el muro que el periodista había levantado entre él y la realidad que le rodea, hecho que produce el retorno del film al presente y confirma que aquel a quien se descubre arrojando cartas a su familia ha recuperado sus ideales y su intención de legar un mundo mejor a las futuras generaciones, las representadas en un hijo que nunca ha visto.



lunes, 26 de diciembre de 2011

En busca del oro (1938)


La fiebre del oro que se produjo en América del Norte durante el siglo XIX condujo a miles de soñadores, aventureros y desheredados llenos de esperanza,  hacia los territorios inexplorados o más alejados de la costa este, produciéndose de ese modo una colonización que enfrentaría intereses y posturas como las de los mineros y los agricultores, estos últimos también habían encontrado en las lejanas tierras del oeste su oro particular. El trigo se convirtió en la fuente de esperanza y de riqueza de un numeroso grupo de hombres y mujeres que se habían asentado en la parte baja de los valles mineros de California, territorio lleno de posibilidades para aquellos que buscaban una nueva vida o la promesa de enriquecerse, que se vería cumplida para unos pocos. El oro de California generó enorme riqueza para los mineros que supieron o tuvieron la suerte de encontrarlo; el hallazgo del dorado mineral les permitió crear imperios que se modernizaban con el paso de los años, y que irían utilizando métodos más efectivos e incluso perjudiciales para el medio ambiente, como sería el caso de los cañones de agua a presión que erosionaban las montañas en busca del preciado mineral sin tener en cuenta las graves consecuencias que su uso producía en las vidas y en el entorno de los granjeros. La amenaza de la contaminación que descendía en forma de agua repleta de materiales arrastrados de las montañas se convirtió en una realidad creada por la mangueras empleadas por los mineros. Por lo tanto, si los granjeros pretendían salvar las tierras que cultivaban y que les proporcionaba su medio de vida, era preciso hacer algo, y hacerlo inmediatamente. Consciente de esa realidad, el coronel Ferris (Claude Rains) pretende poner fin a las inundaciones enfrentándose con los responsables, pero siempre dentro de los dictámenes de la ley. Su creencia en la justicia y en lo correcto le obliga a presentarse ante los demás granjeros para convencerlos de que no utilicen la violencia, pues la única manera de detener el desastre se encuentra en los tribunales. Esa sería la idea correcta, pues California ha dejado de ser un territorio salvaje, para convertirse en Estado, donde las leyes deben dictar las sentencias. Sin embargo, los grandes propietarios mineros no están dispuestos a acatar un decisión que no les sea favorable. La historia de En busca del oro (Gold is where you find it) comienza con una serie de imágenes que muestran la evolución minera y agrícola a lo largo de varias décadas, para centrarse en un individuo: Jared Whitney (George Brent), el nuevo encargado de la mina, un hombre que no se plantea que pueda producirse un enfrentamiento violento y sangriento; y no lo hace porque él no pretende infligir la ley, como tampoco pretendería enamorarse de Serena Ferris (Olivia de Havilland) o ser amigo de su hermano Lance (Tim Holt), ambos hijos del coronel Ferris, el hombre que lucha por los derechos de los agricultores. De este modo, Jared Whitney se encuentra con su pensamiento dividido entre el amor que siente y la obligación que le ha llevado hasta ese lugar de California, a donde ha llegado con el encargo de aumentar la extracción de oro. Michael Curtiz enfocó En busca del oro desde dos perspectivas: la romántica, inevitable, y la lucha entre dos maneras de enfocar el progreso. La primera opción sería un progreso rápido, tangible y mucho más dorado que el trigo que cultivan aquellos que se han decidido por la segunda posibilidad, que abogaría por el trabajo y la defensa de la tierra, porque ésta puede generar riquezas no minerales que perdurarían más allá de ese oro que ha obcecado el pensamiento de los jefazos de las minas. No obstante existiría una tercera opción, una que parece pasar desapercibida y que sin embargo sería la que triunfaría en un futuro no muy lejano, y que se descubriría en Serena y su afición por el cultivo de árboles frutales, que a la postre se convertirían en una de las principales fuentes de riqueza de California; no obstante ésta sería una posibilidad que únicamente se esboza en dos momentos: cuando Jared ayuda a Serena a regar sus árboles recién plantados (nace el amor) y después del enfrentamiento final entre los mineros y los agricultores (nace el futuro). En busca del oro también se adentra en el drama que surge dentro del seno de la familia Ferris, sus enfrentamientos, sus separaciones y sus reconciliaciones, así como también se muestra el rechazo del coronel hacia Jared; provocando la separación entre éste y su hija. Pero sobre todo, el film pretende dar a conocer un periodo concreto de la historia de California, un momento de expansión, de crecimiento y de formación de un Estado que sobreviviría a la ambición desmedida de hombres que no pensarían más allá de ese oro brillante e inmediato, que les impediría comprender que se trataba de una fuente de riqueza agotable insuficiente para crear un lugar próspero y duradero.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Ángeles con caras sucias (1938)



La Universal de la década de 1930 se recuerda por su cine de terror, mientras que, aparte de sus aventuras de capa y espada, la Warner de los años treinta se asocia a la modernidad urbana y al peligro gansteril, gracias a los rostros de James Cagney, Edward G. RobinsonHumphrey Bogart y a títulos como Ángeles con caras sucias (Angels with Dirty Faces, 1938) o Los violentos años veinte (The Roaring Twenty; Raoul Walsh, 1938). Sus espacios son calles donde la delincuencia y la corrupción forman parte del paisaje que engulle a niños y adolescentes y escupe criminalidad. El destino de Rocky Sullivan (James Cagney) y Jerry Connelly (Pat O'Brien) podría haber sido el mismo o incluso intercambiable, sin embargo no ha sido así. El hecho de ser atrapado por la policía condenó a Rocky, pero no a su amigo, a quien protegió sin delatar. De este modo le ofreció la oportunidad para que pudiese enderezar su rumbo y convertirse en el padre Connelly, un sacerdote que pretende evitar que otros niños corran la suerte de su amigo Sullivan. La vida del barrio es dura, por sus calles se advierte la presencia de decenas de muchachos condenados a la miseria, a la falta de escuelas o la ausencia de un futuro, fruto del aparente desinterés de las autoridades que no asumen sus responsabilidades sociales. Para la mayoría de estos mocosos, la primera, y más fácil, salida se presenta en forma de pequeños hurtos que nada arreglan y de los que Connelly desea alejarles mediante el deporte o con la construcción de un centro juvenil donde puedan sentirse parte de algo importante. Sin embargo, estos muchachos admiran a los tipos como Rocky, una especie de héroe a quien imitar, porque era uno de ellos y ha alcanzado la cima de la delincuencia (idea de falso éxito) sin doblegarse ante nadie, convirtiéndose en aquello que desearían ser de mayores. El padre Connelly asume, mal que le pese, esta realidad; es consciente de que se trata de un obstáculo para alcanzar el objetivo que se propone, que no es otro que ofrecer la oportunidad que su amigo le brindó a él. Ángeles con caras sucias cuenta la historia de dos muchachos inseparables cuyos rumbos se distanciaron y se sellaron en la adolescencia, como consecuencia de un acto que condenó a Rocky a un reformatorio del que saldría para volver a entrar una y otra vez, mientras se iba transformando en un peligroso delincuente que no lograría enderezar su existencia, convirtiéndose en carne de presidio. Quince años después de su primer tropiezo con la justicia, Sullivan regresa al barrio donde se crio, y lo hace porque debe aguardar a que Frazier (Humphrey Bogart), su socio y abogado, le entregue los cien mil dólares que le debe, no obstante el picapleitos no tiene la menor intención de hacerlo, pues ahora él controla el mundo del hampa y no piensa compartir su poder con nadie. Mientras Frazier planea la eliminación de Rocky, éste se reencuentra con su viejo amigo y con Laury (Ann Sheridan), la chica de quien se burlaba cuando eran pequeños; estos dos individuos son los únicos, junto a los muchachos, con quienes mantiene una relación sincera, que parece indicar que todavía existe la posibilidad de encauzar una senda torcida años atrás. Nada más lejos de la realidad, para él es demasiado tarde, porque ha asumido su condición de fuera de la ley en un entorno en el que debe enfrentarse a las artimañas de Frazier y de MacKeefer (George Bancroft) para poder sobrevivir, para conseguir aquello que considera suyo y para escalar puestos dentro del ranking de delincuentes. El ascenso de Sullivan dentro del hampa, gracias a la posesión de documentos que incriminan a Frazier, marca el inevitable enfrentamiento entre los dos amigos; un enfrentamiento en el que el padre Connelly arremate desde la prensa contra el mundo de los bajos fondos, golpeando con toda la fuerza de que dispone, cuestión que afecta a los intereses de los gánsteres y que convence a MacKeefer de la necesidad de eliminarle. A pesar de ser un delincuente, Rocky es una de las víctimas de la película de Michael Curtiz, un individuo que no tuvo la oportunidad de su amigo, porque el sistema optó por enviarle a un lugar donde adquirió el hábito que marcaría su madurez, pero también es un individuo que mantiene su concepto de amistad como demuestra su sacrificio para ayudar al hombre que pudo haber corrido su misma suerte.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Robin de los bosques (1938)


¿Qué campesino del siglo XII real, resignado por nacimiento a recibir las injusticias de las élites feudales, se tomaría en serio a un individuo cuya vestimenta se antoja ridícula y chillona, e incluso dañina para la vista más delicada, y con un peinado que delata que su peluquero hizo su curso de peluquería en una época posmedieval, digamos en la del Hollywood clásico? ¿Cómo es posible que ese mismo hortera prepotente sea el héroe que libere Inglaterra al tiempo que convence a hombres rudos y poco dados a los baños para que vistan como él, parezcan perfumados y le sigan como seguirían los enanitos a Blancanieves? ¿Moda o lealtad? ¡Qué más da! Pues, además de hortera, sir Robin de Loxley (Errol Flynn) es un personaje chulesco, convencido de su razón y del buen gobierno de Corazón de León. Robin es el bueno, el héroe que no se doblega ante el Poder injusto. Es quien desafía a la injusticia para imponer la justicia. Lo demuestra ante el príncipe Juan (Claude Rains), a quien reta, a pesar de encontrarse rodeado por los hombres de Guy de Gisbourne (Basil Rathbone). Pero no será esta la única muestra de su chulería, ya que es de desafío fácil y no tarda ni dos segundos en retar y burlarse de todo aquel que se cruza en su camino; aunque finalmente se conviertan en amigos inseparables como sucede con Little John (Alan Hale) y el fraile Tuck (Eugene Pallette). Comentada así, delato la simpatía que siempre me ha generado Robin de los bosques (The Adventures of Robin Hood, 1938), una película que podría llevar a engaño e incluso a decepcionar a quien la visione y juzgue desde una perspectiva severa, histórica y realista. No hay cabida para la realidad en las aventuras de Robin Hood. Su grandeza reside precisamente en todo lo contrario; en aceptar que el cine también es un medio de propagación de fantasías, un lugar donde disfrutar la aventura de personajes imposibles y de la diversión que films como Robin de los bosques proponen ya en un delirante techincolor. Esta aventura rodada por Michael Curtiz y William Keighley fue una de la primeras producciones que lo utilizaron, circunstancia que explicaría la presencia de los fuertes colores que dominan el film, incluyendo los uniformes de los proscritos del bosque de Sherwood, por no mencionar el hiriente sombrero que luce Will (Patric Knowles).


La historia de Robin Hood, en numerosas ocasiones trasladada a la gran pantalla, se basa en una leyenda medieval que también inspiró a escritores de la talla de Walter Scott, padre de la supuesta novela histórica que también narró las aventuras de un héroe que Curtiz y Keighley hacen suyo, presentando a un personaje de ficción popular, literaria y cinematográfica, aunque se dice que pudo haber existido un bandido en el que se inspiraría el mito del héroe que lucha para proteger al pueblo sajón de las injusticias que sufren a manos de los normandos y del ambicioso príncipe Juan, quien al encontrarse su hermano, el rey Ricardo (Ian Hunter), prisionero del emperador alemán ve su oportunidad para acceder al trono. El usurpador quiere gobernar el reino a su antojo, sin embargo, no le resultará sencillo llevar a cabo su sueño de grandeza y poder, pues el intrépido, descarado y justo arquero de Sherwood se enfrentará a la injusticia y protegerá a los oprimidos. Pero cabe recordar que Robin Hood también es un héroe romántico y enamoradizo, como descubre cuando sus ojos se posan en el rostro de Lady Marianne (Olivia de Havilland), la heroína que inicialmente juzga a su enamorado erróneamente; pero que no tardará en caer rendida ante el valor y el altruismo de un héroe que utiliza la sonrisa, el desafío y el colorido como armas principales de conquista.


La Warner apostó fuerte por Robin de los bosques, que fue una producción de elevado presupuesto para la época en la que se rodó, la más cara de la productora hasta ese momento. Alrededor de dos millones de dólares, cifra que posibilitó el uso de la fotografía en color, fueron puestos a disposición del director William Keighley para filmar una aventura trepidante que entretuviese a un público ávido de diversión, sin embargo, acabaría siendo apartado del proyecto, porque las escenas que había filmado no convencieron, resultando algo más lentas de lo que se buscaba, este hecho convenció a los directivos de la Warner Bros. para recurrir a un todoterreno de la casa como lo era Michael Curtiz, que dotó de acción y de su buen hacer narrativo a un film en el que destaca, sobre todo, la parte final, cuando Curtiz se decidió por filmar el duelo final desde una perspectiva distinta a la acostumbrada, sustituyendo los cuerpos de los actores por sus sombras, un original y espléndido artificio que resultó un acierto. Así, pues, el resultado convenció a todos, presentando una aventura cinematográfica que no tardó en convertirse en uno de los clásicos del género, donde los personajes quedan definidos desde el primer instante, encontrando en Robin y en los suyos a los héroes que salvarán la nación de la maldad y ambición de los villanos liderados por el príncipe Juan y por sir Guy. Actualmente podría sorprender, a parte de esa utilización del color, la inocencia que destila el film, presentando a personajes tan lineales y una historia tan exenta de matices que si se piensa detenidamente podría provocar alguna que otra sonrisa, por ejemplo: ver a los proscritos bailando en corro, como si estuviesen en el patio del colegio, tras la emboscada a sir Guy o cuando Robin y sus muchachos se presentan ¿disfrazados? al concurso de tiro; sólo un individuo totalmente inocente, como serían Robin y los suyos, pensaría que no les descubrirían, pero también habría que pensar que los malos, malísimos, cojearían del mismo pie, pues no son capaces de reconocer a un héroe que resulta inconfundible; quizá ahí resida la grandeza de la aventura, que cualquier cosa es posible sin más, incluso vestir de verde chillón en pleno siglo XII.