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viernes, 12 de septiembre de 2025

Wyatt Earp (1994)


 Si bien Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, John Ford, 1946) me parece magistral y la mejor película que toma como excusa la figura de Wyatt Earp, mi mente todavía es incapaz de comprender qué importancia tuvo este personaje y el O. K. Corral en el devenir de la historia estadounidense para convertirse en leyenda y en una continua inspiración para el cine de Hollywood. El personaje asoma en unas cuarenta películas y dudo que, sin la mítica y las posibilidades que esta ofrece para abordar otros temas, diese para tanto. Más allá del enfrentamiento entre el héroe y los villanos, que no deja de ser la superficialidad del asunto, está la exaltación del más fuerte, del más recto, del más justo, aunque no exista justicia, solo la letra y la ilusión que se le quieran dar y que deparan la ley, no siempre justa. Así parece entenderlo Lawrence Kasdan en su segundo western, en el que, tal como apuntaba y esbozaba con suma gracia en Silverado (1985), en la presencia de dos hermanos y de sus dos amigos, se dedica en Wyatt Earp (1994) a desarrollar las relaciones del héroe (Kevin Costner) con su familia, con su amigo “Doc” Holliday (Dennis Quaid) o las sentimentales con Urilla (Annabeth Gish), que fallece a penas al año de casados, Mattie (Mare Winninghan) y Josie (Joanna Going). En realidad, ningún cineasta que se precie, y que haya llevado el personaje y el duelo a la gran pantalla, prioriza ese instante que enfrenta a los Earp y a los Clanton (y cía) en un corral de Tombstone (Arizona). Lo toma como excusa para contar otras historias y abordar otras cuestiones. En el caso de Kasdan, que pudo realizar este film gracias al éxito comercial de El guardaespaldas (The Bodyguard, 1992), desde el nacimiento del héroe hasta su confirmación, pasando por su infierno en vida, tras la muerte de su esposa, hasta su recuperación para el orden y su consagración como imperturbable y expeditivo agente del orden que sigue el consejo paterno de golpear primero. Esas relaciones humanas, que John Sturges centra en Duelo de titanes (Gunfight at the O. K. Corral, 1956) en la amistad de dos hombres que no se sabe si van a abrazarse o darse de golpes, en Wyatt Earp, se amplían para explicar la naturaleza del héroe…


Kasdan tarda en centrarse en la amistad que une a Doc, un jugador aquejado de tuberculosis, y a Wyatt. Primero quiere dar a conocer a su protagonista, a la leyenda antes de serlo, y así descubre al joven Earp de adolescente, cuando huye de casa para alistarse en el ejército de la Unión que lucha contra los confederados. Pero su padre, Nicholas Earp (Gene Hackman), se lo impide. La figura partera es autoritaria y enseña a sus hijos qué es lo correcto, aunque se trate de su corrección, no de la corrección, que es un asunto más complejo y ambiguo. Para Wyatt, debido a su educación, no hay ambigüedad, solo la familia y las decisiones correctas e incorrectas; es decir, el lado de la ley y el de fuera de ella. El padre le dice que, cuando se enfrente a quienes no creen en la ley, golpee primero y lo haga a matar. También les inculca, desde niños, la idea de la familia como lazo de sangre, único refugio y recurso: <<solo puedes confiar en ella. Recordadlo. No hay nada tan importante como la sangre. Los demás son extraños>>, repite por enésima vez durante la comida familiar en la que informa que parten hacia California. Y de nuevo cae en el mismo error: primero, porque la familia la inician dos extraños que, como Wyatt y Urilla, a veces dejan de serlo en su unión, la que deparará un nuevo núcleo familiar de dos distintos. Segundo, hay amigos como Doc, que estarán cuando se precisen, aunque el resto del tiempo el jugador esté compadeciéndose, jugando a las cartas o peleándose con Kate Elder (Isabella Rossellini), con quien mantiene una relación sentimental violenta. Tercero, hay suficientes ejemplos en el cine y en la historia humana que corroboran que existen relaciones familiares que matan, un ejemplo cinematográfico: El padrino parte II (The Godfather Part II, Francis Ford Coppola, 1974). En cualquier caso, no todo es blanco y negro, como les inculcó y creía su padre, sino que existen tonalidades grises. Y ahí, en ese conflicto de claroscuros, Wyatt ha de hacerse a sí mismo y ahí reside lo mejor de este film de Kasdan, en la ambigüedad del héroe, que cae antipático, e incluso en la de Earp padre, que ha de enfrentarse a una elección difícil para alguien como él: familia o Ley. Nicholas incumple la segunda para salvar a su hijo; aunque no se traiciona, ya que actúa siguiendo su principio motor: primero la familia y después la ley, los dos cimientos de su existencia, que también lo serán de Wyatt, quien une la amistad a esa dualidad constrictiva paterna que marca la vida de los hijos y el devenir de esta película cuyo paso por las salas quizás mereciese mejor suerte…




martes, 29 de julio de 2025

Hoffa (1992)


Uno de los temores de Thomas Jefferson fue que su país cayese en manos de una elite que lo controlase todo. Tal vez no se dio cuenta de que ya lo estaba y que él pertenecía a ella, pero el caso es que temía eso porque, de suceder, la democracia en la que creía y que defendía correría el riesgo de ser una oligarquía en cubierta, en la que unos pocos controlarían al resto. Para evitarlo estaban la Constitución y las leyes, que funcionan en teoría y según la interpretación —solo cabe pensar en el principio de igualdad, incumplido porque el dinero y el poder desigualan en cualquier rincón del mundo, diga lo que diga un papel, incluso la pertenencia a un grupo étnico y el sexo desigualan o lo hicieron en un pasado no muy lejano—, puesto que la práctica se distancia de la teoría, para ser espejismo del ideal inexistente en la realidad de las calles, de los guetos, de las casas, de las familias, de las fábricas, de los juzgados, de las carreteras, de los trabajadores, de la marginalidad… e incluso de la criminalidad. Jules Dassin ya expuso la precaria situación de los camioneros en Mercado de ladrones (Thieves’ Highway, 1949), en la que los transportistas, por tener, no tenían ni un seguro que les cubriese los accidentes. Vivían al límite, aceptando encargos mal pagados y asumiendo riesgos que podrían costarles la vida y dejar a sus familias desamparadas. Ese sector tan importante en la buena marcha de cualquier nación, pues se encarga de llevar los productos y las materias primas de un lugar a otro del país, cobra importancia protagónica en Hoffa (1992), una película en la que Danny DeVito, si bien exalta a su héroe, también intentar recrear la situación que le lleva a la lucha sindical, a asociarse con el hampa y a enfrentarse con el sistema para lograr su victoria o su derrota…


Escrita por David Mamet, dirigida y también producida por DeVito, quien se reserva uno de los dos papeles principales, el de Bobby Ciaro, el fiel amigo de James R. Hoffa (Jack Nicholson), Hoffa, mezcla de biopic y de revisión histórica, se inicia en el presente en el que Hoffa y su amigo Bobby aguardan sin saber que es la muerte la que les saldrá al encuentro. Mientras aguardan, ese tiempo de espera permite a DeVito introducir los retrocesos temporales en los que expone la historia de Hoffa, la cual forma parte de la historia de los Estados Unidos y de sus contradicciones. Al contrario que en los países europeos, donde el sindicalismo se convirtió en parte de la realidad social y laboral, en Estados Unidos nunca hubo un sindicalismo fuerte —en Europa, en países como España o Alemania, en sindicalismo horizontal sería borrado durante sus totalitarismos—. No podía haberlo si las grandes fortunas pretendían controlar el trabajo y a los trabajadores.


La vida de Jimmy Hoffa, en relación a la hermandad de camioneros asoma en la pantalla para desvelar los entresijos en la sombra y la lucha sindical, que vendría a ser la lucha contra el poder establecido, una lucha que exige una mejora en las condiciones laborales, objetivo que, de primeras, la patronal no está dispuesta a aceptar. Pero Hoffa comprende la fuerza que podrían tener los transportistas en un país como el suyo, tan extenso y que basa su economía y su modo de vida en el mercado, el consumo y el comercio… y así, el sindicalista protagonista pasa de la nada a controlar el país, lo cual no gusta a quienes lo habían controlado hasta entonces: la administración y las grandes empresas. Los primeros comprases del film, en su primera analepsis, dejan claro que Jimmy no es un comunista, ni un socialista. Es un sindicalista estadounidense que sabe jugar duro, también sabe jugar sucio y al margen de la ley, que aboga por la unión de los trabajadores para lograr las condiciones dignas que mejoren la realidad de los casi dos millones de sindicados: mejora horarios, aumento de sueldos, bajas laborales retribuidas, plan de pensiones para una jubilación digna, etc, pero ¿cuál es el precio a pagar?

jueves, 19 de junio de 2025

Kutuzov 1812 (1943)


<<La inteligencia humana es incapaz de comprender la continuidad absoluta del movimiento. Las leyes del movimiento cualquiera únicamente son comprensibles para el hombre si examina separadamente las unidades que lo componen. Pero al mismo tiempo la mayoría de los errores humanos se derivan del hecho de aislar arbitrariamente, para examinarlas aparte, las unidades inseparables del movimiento continuo. Es bastante conocido el sofisma de los antiguos que dicen que Aquiles no cogerá nunca a la tortuga que le lleva ventaja, aunque corra diez veces más de prisa que ella. Cuando Aquiles habrá recorrido el espacio que lo separa de la tortuga, la tortuga habrá recorrido una décima parte de aquel espacio. Cuando Aquiles recorrerá aquella décima parte, la tortuga habrá recorrido una centésima y así hasta el infinito. Este problema parecía insoluble a los antiguos. El absurdo de la solución que daban ellos al problema diciendo que Aquiles no alcanzaría nunca a la tortuga, proviene únicamente del error de admitir, arbitrariamente, la separación de las unidades de movimiento, mientras que los movimientos de Aquiles y de la tortuga se producían sin ninguna continuidad.

Al tomar las unidades de movimiento cada vez más pequeñas, no hacemos más que acercarnos a la solución del problema, pero no acabamos de llegar a ella. Solo cuando admitimos los infinitesimales y su progresión ascendente hasta una décima y sumamos esta progresión geométrica, obtenemos la solución del problema. La nueva rama de la matemática, el uso de los infinitesimales resuelve actualmente cuestiones que en otros tiempos parecían insolubles. Esta nueva rama, desconocida por los antiguos, restablece la condición principal del movimiento, y corrige esta falta que la inteligencia humana no puede evitar al examinar las unidades separadas del movimiento en vez de examinar el movimiento continuo.

En el examen de las leyes del movimiento histórico ocurre exactamente lo mismo. El movimiento de la humanidad, producto de una cantidad innumerable de voluntades humanas, tiene lugar sin interrupción.

La comprensión de las leyes de este movimiento  es la finalidad de la historia. Sin embargo, para comprender las leyes del movimiento continuo resultante de todas las voluntades de los hombres, la razón humana admite arbitrariedades como la de separar las unidades. El primer procedimiento histórico consiste en coger arbitrariamente una parte de acontecimientos ininterrumpidos y examinarlos separadamente de los demás, cuando no hay ni puede haber principio de ningún acontecimiento, porque siempre un acontecimiento nace de otro. El segundo procedimiento consiste en examinar los actos de un hombre, emperador o jefe, como resultantes de la voluntad humana, mientras que este resultado no se expresa nunca dentro de la actividad de un personaje histórico tomado separadamente.

La ciencia histórica, en su evolución, acepta siempre unidades cada vez más pequeñas para sus investigaciones, y por esto se acerca cada vez más a la realidad. Pero por pequeñas que sean las unidades que la historia pone a su consideración, el hecho de separarlas, de admitir el “principio” de un fenómeno cualquiera, de ver expresadas las voluntades de todos los hombres en la actividad de un solo personaje, ha de producir inevitablemente el error.

Bajo el más pequeño esfuerzo de la crítica, cada una de las conclusiones de la historia se deshace en polvo y no deja nada detrás de sí, únicamente porque la crítica escoge, como medida de observación, una unidad más grande o más pequeña, cosa a la que tiene perfecto derecho, puesto que la unidad histórica es arbitraria siempre.

Solo tomando para nuestra observación la unidad infinitamente pequeña, las diferencias de la historia, es decir, las aspiraciones uniformes de los hombres, y adquiriendo el arte de integrar uniendo las sumas de estos infinitesimales, podemos esperar comprender las leyes de la historia.>>

León Tolstoi: “Guerra y paz (traducción de Serge T. Baranov y N. Balmanya). Círculo de Lectores, Madrid, 1969, pp. 883-884.


 Atendiendo a concretos históricos, la guerra que la propaganda soviética llamó la Gran Guerra Patria no fue en defensa de la humanidad, como tampoco lo fue la guerra napoleónica, aunque posteriormente hubo y hay quien así pregone que la Unión Soviética asumió la Segunda Guerra Mundial, tal vez por ignorancia, tal vez por interés o por falta de tiempo para reflexionar sus afirmaciones y encontrar una visión de la historia más amplia e imparcial, a la que se llegaría con la suma de las unidades o pequeñas partes de las que habla Tolstoi en Guerra y paz. No pongo en duda la entrega de los distintos pueblos que formaban las repúblicas soviéticas, cuya población se echó el conflicto a la espalda y dio su sangre para liberar su país de la ocupación germana —claro que no todos se opusieron, pues hubo minorías que se posicionaron contra Stalin y otros que, como este, vieron la guerra lejos de los campos de batalla—. Después llegaría el avance hacia Berlín, y la decisión de los tres grandes líderes aliados (Churchill, Roosevelt y Stalin) que fuesen los soviéticos quienes entrasen primero en la capital del Reich. Era el modo de reconocer el sacrificio del pueblo soviético, que no solo era ruso. Además, eso de que fue en defensa de la humanidad suena exagerado, a propaganda y a olvido. ¿O no formaban parte de la humanidad los finlandeses y los polacos a los que atacaron los soviéticos durante el pacto de no agresión con los nazis? ¿Katyn fue un invento de la propaganda occidental durante la guerra fría o los allí asesinados no eran humanos? ¿Y quienes padecían, morían o sobrevivían, en el gulag la política estalinista?


El pacto Ribbentrop-Molotov, fuese una estrategia para ganar tiempo o para evitar ser atacado, creyendo que su rival se conformaría con parte de Polonia (la otra era para Stalin), con Austria y con Checoslovaquia, que previo al Tratado de Múnich contaba con el ejército más moderno de Europa, ¿qué significaba? El pacto germano-soviético evidencia la idea que Koba, que así dieron en llamarle algunos camaradas en el pasado, tenía de “humanidad”; o sea, que era como la de cualquier político totalitario: la suya era la única visión posible de “humanidad”. Al igual que a su homólogo alemán, la firma de aquel tratado solo contemplaba intereses propios, todo lo demás se supeditaba a ellos. Así es la política, capaz de meter en la misma cama a enemigos declarados e irreconciliables. Pero el idilio no podía continuar, puesto que ambos tendían a la infidelidad. La cuestión era quién iba a ser el primero en dar el paso. Parecía claro que Hitler, ya que Stalin pretendía arreglar primero en casa y en sus inmediaciones. Tal vez por ello, al líder soviético, la operación Barbarroja le pillase por sorpresa, como parece indicar su silencio y su reacción tardía. A la hora de reaccionar, cuando le comunicaron la invasión, hubo silencio y la consecuencia fue ese instante de vacío de poder que nadie supo llenar. Una idea de lo sucedido la da Manuel Tagüeña en sus memorias: <<La única explicación posible era que ningún escalón de mando, por muy preocupado que estuviera, se atrevía a tomar medidas si la decisión no venía del propio Stalin, que evidentemente no creyó llegado el momento. La autosuficiencia del dictador (genial e infalible según la propaganda) puso a la Unión Soviética en peligro y le causó pérdidas incalculables en vidas y bienes materiales. Al error de dejar a los alemanes el privilegio de escoger el día, la hora y el terreno de combate, se sumó el de que las tropas soviéticas no estuvieran listas para recibir al enemigo. Claro está que entonces, aunque vi esto claramente, no se me pasó por la cabeza culpar a Stalin, y achacamos la derrota a la burocrática incapacidad de sus subordinados.>> (Testimonio de dos guerras. Editorial Renacimiento, Sevilla, 2021, pp. 491-492)


Finalmente, tras su silencio y el consecuente vacío de poder, dio el paso adelante, pero se encontraba condicionado por sus propios actos previos, puesto que se había cargado a gran parte de la oficialidad del Ejército Rojo durante sus purgas. Menos mal que por ahí aún andaba el general Zhukov, a quien se comparó con Kutuzov, y algún otro oficial que pudiese asumir responsabilidades de mando. Tampoco se puede olvidar que la logística alemana fue un despropósito, así como algunas de las decisiones tomadas por aquel que Chaplin caricaturizó con brillantez en El gran dictador (The Great Dictator, 1940). Y tampoco olvidemos que la soviética frente a los nazis fue una guerra de supervivencia. Es decir, carecían de más alternativa: o luchaban o perecían. De ese modo, conscientes de su situación extrema, se enfrentaron a los alemanes a partir de que estos los atacaron en junio de 1941, cuando la guerra, en algunos puntos de Europa, ya llevaba casi dos años. Otra historia es si la guerra pudo evitarse y que (hacia mediados de la década de 1930) los soviéticos habían intentado crear un frente común contra los fascismos, pero Reino Unido, por entonces todavía el abanderado mundial del capitalismo, no se fiaba de una ideología en las antípodas de la suya; Francia, tampoco, que hacía lo que le indicaba Londres —como se había visto durante la guerra civil española—, y Estados Unidos vivía en su aislacionismo, su política de andar por casa; aunque “disimuladamente” enviaba material bélico a los británicos. Más adelante, avanzada la guerra, haría lo propio con la Unión Soviética y China, apoyándose en lo establecido por la Ley de Préstamo y Arriendo aprobada en marzo de 1941.


Los movimientos históricos no pueden separarse, aunque se estudien por separado, para lograr mayor comodidad, pues de otra forma sería prácticamente imposible un análisis que nos acercase a la totalidad. Ninguno de esos movimientos nacen por generación espontánea, sino de las cuestiones que se van tejiendo a lo largo de la propia historia. Sin ir más lejos, encontramos una de estas circunstancias previas en los distintos conflictos que se dieron con anterioridad, cuando las democracias permitieron, con su política permisiva y temerosa, que el líder nazi fuese aumentando sus “apuestas”. Ya con el pacto de Múnich, se supo ganador. En nada de esto tuvo culpa la Unión Soviética, aunque su política amedrentaba a esas potencias que parecían más dispuestas a aceptar al bigote alemán que al bigote soviético… Pero estaba cantado que Hitler no se detendría, ya no por lo que escribió o le escribieron en su Mein Kampf, sino por que se creía invencible e infalible, lo cual no deja de ser el reflejo de la majadería de un psicópata al que permitieron llegar al poder —la baja burguesía le apoyó y las grandes fortunas veían en él un muro de contención contra la amenaza comunistas— y al que le dejaron estar en él, cuestión que da para un estudio de la época, no solo en Alemania sino el el resto del globo…


En 1943, las tornas habían cambiado y Stalin era el hombre fuerte que hacía retroceder a los alemanes, a quienes los británicos y estadounidenses habían echado de África y acosaban en la península italiana. Eso hacían dos frentes, aunque el líder soviético demandase un “segundo”, que sería el tercero y que aún tendría que esperar hasta junio de 1944. Durante ese periodo bélico, la propaganda cinematográfica vivió su esplendor en varios de los países implicados, siendo el soviético un ejemplo de crear la figura del héroe que se echa a la espalda la pesada carga de liderar al resto. Esa figura señala claramente a Stalin, a quien se empieza a vender como el padre de la nación, y en Kutuzov (1943), ambientada en 1812, en plena guerra contra Napoleón, se hace más evidente si cabe que años atrás, cuando Stalin asume definitivamente e poder absoluto y Sergei Eisenstein rueda su panfletaria Aleksandr Nevski (1938)… Pero ¿donde estaban el riesgo, la modernidad, el movimiento del cine silente soviético? Habían transcurrido muchas cosas desde una y otra —la guerra de Abisinia, la guerra civil española, la invasión japonesa de China, el tratado de Múnich, las purgas estalinistas, la repartición de Polonia y la invasión alemana de la Unión Soviética…—, pero la figura del líder de acero seguía ahí, en apariencia inmutable, para salvaguardar la patria. Esa figura cobra la imagen del general Mijail Kutuzov en el film de Vladimir Petrov, pero el militar fílmico solo es un trasunto de la imagen que se le atribuía al viejo camarada Koba, tal como ya había hecho el propio Petrov unos años atrás en Pyotr pervyy (1937-1939), su díptico biográfico sobre Pedro el Grande. En todo caso, la película sobre el héroe que asoma por las páginas de la magistral Guerra y paz peca de aburrida, de solemne y teatral, en su significado peyorativo desde una perspectiva cinematográfica, pero entonces el cine no obedecía a razones de entretenimiento, aunque también se produjesen films escapistas, sino de propaganda…






martes, 25 de marzo de 2025

La vida sigue igual (1969)


 A Vicente Coello se le deben (o ha coescrito) los guiones de películas que han marcado el cine español durante el franquismo, quizá la más popular (y seguro que la más hilarante) sea Atraco a las tres (José María Forqué, 1963). En su filmografía cuenta con el guion de El expreso de Andalucía (Francisco Rovira-Beleta, 1956), con un buen número de películas al servicio de Paco Martínez Soria, con sus colaboraciones con Forqué y con un tríptico, por llamarlo de algún modo, a mayor gloria de las estrellas de la canción que lo protagonizan. Estas tres películas, también una cuarta con Carroll Baker, le asociaron con Eugenio Martín, un cineasta de los que suelen llamarse “todoterreno” porque era capaz de adentrarse en terrenos tan pantanosos como la comedia y el (melo)drama musical y salir, si no indemne de la sobredosis de miel, peloteo y conformismo que proponen, menos lastimado de lo que podría esperarse de una experiencia cinematográfica que, en realidad, solo puede entenderse como producto comercial que aprovecha y sufre la popularidad de la estrella de la canción de turno. Su aportación a este tipo de cine, al que también contribuyeron Mario Camus, Pedro Olea o Javier Aguirre, fueron las que dirigió para Rocío Dúrcal en Las Leandras (1969), Julio Iglesias en La vida sigue igual (1969) y Lola Flores en Una señora estupenda (1970), títulos que no son significativos a lo hora de valorar la capacidad de este cineasta granadino asiduo del western y del cine de suspense y terror, a quien no pocos admiran por películas como Hipnosis (1962), El precio de un hombre (1966), Pánico en el transiberiano (1972) o Una vela para el diablo (1973)… películas que, aunque más logradas y osadas que sus musicales, me dejan indiferente…



En su loa biográfica sobre Julio Iglesias, Martín hace una película de superación con el cantante enfrentado al trauma que significa ver su futuro futbolístico truncado por un accidente automovilístico precipitado por su imprudencia al volante; pero aquello ya era pasado, pues, cuando Eugenio Martín, Vicente Coello, Miguel Rubio y Leonardo Martín trabajan en el guion de La vida sigue igual, Julio Iglesias venía de ganar el festival de Benidorm en 1968 y apuntaba alto; tanto que se iniciaba su proyección internacional y se producía su entrada en el cine. Cantante melódico que presume cantar a la vida y al amor, pero que canta sensiblería y el seguir siempre igual, que es lo que más vende en una sociedad conformista y de consumo que se rinde a él, había empezado su carrera musical por accidente, nunca mejor dicho y ese percance es el detonante de la historia de superación que se ve en la pantalla, una historia a mayor gloria del divo, pero que nada nuevo aporta al (melo)drama ni a la biografía cinematográfica. En realidad, la propuesta de Eugenio Martín queda como la curiosidad de ver a Julio Iglesias en la gran pantalla y descubrir que no es un actor, como sí demostraron serlo otras estrellas musicales; ahora mismo me vienen a la mente Frank Sinatra e Yves Montand, pero, como estos, es innegable que se trata de un icono de la canción…




jueves, 16 de enero de 2025

La reina Cristina de Suecia (1933)

El cartel promocional de Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939) apunta que Garbo ríe, como si esto fuese la primera vez que sucede en la gran pantalla. Casi, pues la “Divina” ya se carcajea en La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, Rouben Mamoulian, 1933), cuando se produce su encuentro casual con el enviado de Felipe IV, don Antonio Pimentel, interpretado por John Gilbert en su penúltima aparición en cine. El actor había sido una de las más grandes estrellas de Hollywood del último periodo mudo, gracias al enorme éxito de El gran desfile (The Big Parade, King Vidor, 1925), y un empleado díscolo que Louis B. Mayer había jurado destruir; se dijo que por el golpe que el galán le propinó tras un comentario malicioso sobre la fallida boda entre el actor y la actriz sueca. Gilbert y Greta Garbo nunca se casaron, pero habían sido pareja artística en tres películas silentes —El demonio y la carne (Flesh and the Devil, Clarence Brown, 1926), Ana Karenina (Edmund Goulding, 1927) y La mujer ligera (A Woman Affairs, Clarence Brown, 1928)—, y volvieron a serlo por última vez en este espléndido largometraje en el que su complicidad se deja notar sobre todo en la posada donde Mamoulian desarrolla la confusión de identidad y la atracción entre ambos personajes. En una escena anterior se produce la situación en la que se conocen, la cual depara un momento, para ella, cómico y supone un punto de inflexión en el film. Lo relaja, al tiempo que confirma que Mamoulian puede pasar del drama a la comedia (y viceversa) sin que su narrativa se resienta. Además, sumado a lo ya exhibido en films previos como Aplauso (Aplause, 1929), Las calles de la ciudad (City Streets, 1931) o El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1931), que se trata de un grandísimo cineasta, que sabe cuando y como imprimir ritmo y cuando ralentizar la acción.

Posteriormente, ambos personajes vuelven a encontrarse en la posada donde la atracción es evidente, de ahí que el noble español respire cuando descubre que se trata de una mujer y no del joven por quien ha tomado a la monarca sueca. Durante parte del metraje de La reina Cristina de Suecia, Mamoulian, partiendo del guion de Salka Viertel (suya y de Margaret P. Levino es la historia original del que sería su primer guion) y H. M. Harwood, juega con la confusión de la identidad de la monarca, a quien su padre, el rey Gustavo Adolfo, antes de morir había educado como a un varón; por lo tanto educado para la guerra, aunque ella se interesa más por las letras que por las armas. Cristina es una mujer instruida, inteligente, resuelta, que aspira a ser independiente a pesar de las obligaciones del cargo que ocupa, y decidida a traer la paz a su país y al resto de Europa, un continente siempre sumido en guerras cuyas principales víctimas son los hombres y mujeres que forman el denominado “pueblo”, el cual nunca parece tener voz y, como masa, resulta maleable, manejable e irracional, tal como asoma avanzado el metraje. Pero antes, el representante popular dice algo así como que la guerra se declaró sin que ellos lo supiesen, que les ordenaron ir a luchar y que fueron.


La guerra arriba aludida es la de los Treinta Años, que enfrenta a católicos y protestantes. Mamoulian empieza su película con dicho conflicto, situando la trama en 1632, en plena contienda, con la muerte del rey sueco y la subida al trono de la niña Cristina, quien, a la corta edad en la que es proclamada reina, ya se muestra confiada y muy suya. Entonces, se comprende que no se deja manipular, que tiene ideas propias y que piensa llevarlas a cabo. Culta como pocos, se descubre diferente a hombres y mujeres. La consideran un símbolo y ella solo quiere ser humana. Esto se comprueba avanzado el tiempo histórico, cuando la acción se traslada varios años hacia delante y la descubrimos ya adulta oponiéndose a las ideas bélicas de los nobles y de los jerarcas eclesiásticos; así como negándose a contraer nupcias con su primo Carlos Gustavo (Reginald Owen) y sintiendo la soledad del cargo que ocupa desde la infancia. La sexualidad de la monarca resulta ambigua, más allá de que vista como un hombre o haya sido educada como tal, y sea mujer; lo que parece interesar a Mamoulian es que dicha ambigüedad le depara momentos para introducir notas de comicidad, aunque, previo a la aparición de Antonio, se centre en cuestiones menos íntimas y desarrolle un discurso antibelicista que confiere a este espléndido film una postura clara respecto a la guerra, los fanatismos y la intolerancia. A pesar de que parte de la realidad histórica, La reina Cristina de Suecia deja de lado la biografía y deambula entre la comedia, el romance y el drama de una mujer que quiere ser ella misma, no la corona ni el pueblo, mientras apunta en las palabras de la reina y las réplicas de sus súbditos un discurso sin desperdicio, como tampoco lo tiene la relación entre los personajes de Garbo y Gilbert, de quien se dijo que la llegada del sonoro puso fin a su carrera, pero tal vez fuese la “venganza” de Mayer o la personalidad y decisiones del propio actor, o una mezcla de todo y más…



sábado, 11 de enero de 2025

Elvis (2022)

Con cada nuevo biopic sobre músicos o cantantes, Amadeus (Milos Forman, 1984), Bird (Clint Eastwood, 1988) y De-Lovely (Irwin Winkler, 2004) cobran en mi pensamiento esplendor creciente, pues brillan con mayor inventiva, emoción e intensidad que La bamba (Luis Valdez, 1987), Gran bola de fuego (Greats Balls of Fire!, Jim McBride, 1989) o Ray (Taylor Hackford, 2004) y que las pirotécnicas y entregadas al postureo Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018), Rocketman (Dexter Fletcher, 2019) o Elvis (Baz Luhrmann, 2022), que buscan el espectáculo en el mito que tanto gusta y vende entre el respetable. El nombre y el icono que introducen es el gancho y la excusa, pero ¿qué hay detrás del mito? La vida que hay detrás no puede atraparse ni en un libro ni en una película. Eso es obvio, como también lo es que la posibilidad que queda para expresar la esencia del personaje consiste en desarrollar o representar distintas ideas que desvelen partes de una totalidad imposible de aprehender y llevar a folios o fotogramas. Las biografías que se publican o se filman están condenadas a no poder atrapar entre sus paginas y sus imágenes el quien, el ser real poliédrico. Tampoco es lo que se busca, ni se pretende retratar a la persona, sino a un personaje. Lo interesante para la historia son las aportaciones de tal o cual y para el cotilleo lo anecdótico. Se ofrece el estudio (mejor o peor estudiado) llevado a cabo por el biógrafo, que suele consistir en la sucesión de datos y reflexiones, de declaraciones, no pocas descontextualizadas, de opiniones de la época o de cómo fulano y mengana lo vieron. Todo lo más se antoja imposible, lo que se busca sería recrear en el papel o en la pantalla no a la persona en sí, sino esa parte a la que se accede y que los biógrafos intentan expresar en sus obras, ensayos y estudios. Sin embargo, no todos aspiran a una biografía al uso, menos aún si el “biógrafo” es alguien que, como Luhrmann, escapa de cualquier intención realista para llegar a alguna realidad. No es mala opción para poder ahondar en el biografiado y expresarlo, desvelarlo. Pero dudo que aquí se consiga…

¿Qué persigue Luhrmann? ¿Un musical y “biofantasía” roquera y mefistofélica? Ni idea, solo escucho la insistencia y el poco que decir de la voz en off del manager, el coronel Parker (Tom Hanks), que cuenta que él no es el malo de la historia, aunque haya quien le tilde de tal y le acuse de ser el responsable de la muerte del cantante que descubre en la década de 1950. El coronel dice que Elvis (Austin Butler) no sería lo que Elvis sin él y sigue hablando sobre imágenes que temen cualquier momento de quietud. En cine, nunca se habla tanto como cuando nada hay que decir. Esa es la sensación que me genera Elvis, su narrador y Luhrmann, que pretende ritmo y cree conseguirlo mediante la banda sonora y el montaje dominado por la ansiedad de hacer algo chulesco, que no frenético ni marchoso, menos aún rockero, entregado a los continuos cambios de planos y esa voz en off que acaba resultando cansina, casi tanto como la imposibilidad del cineasta australiano de detenerse más de un segundo en un mismo plano.

El film resta responsabilidades a Elvis, le despoja de sus decisiones, de su persona, fuese la que fuese la que se encuentra tras la leyenda que el director de Moulin Rouge (2001) no alcanza, tal vez ni lo busque, puesto que no parece interesado en el personaje, ni en el hombre que hay detrás ni en la época que le toca vivir, sino que su biopic es su intento de lucirse, a partir de la leyenda, como cineasta creativo, como si fuese el no va más del musical de la última vanguardia que, por su condición de última moda, acaba siendo el primero en evidenciar obsolescencia. ¿Lo logra? ¿Dentro de veinte o cuarenta años será un referente o un olvido más entre un millón más de títulos ya olvidados? Tengo mi respuesta y supongo que muchos más tendrán la suya. Me resulta difícil entrar en una historia sin historia propia, una que no me invita a pensar, al contrario, y que vela sus carencias huyendo de ellas a través de la sucesión de imágenes que, en su afán de vertiginosidad, al instante se olvidan y de esa voz insistente que presume decir pero que solo quiere escucharse. ¿Se le escapa al director la importancia de saber dosificar? ¿La cree necesaria para sentir que está contando algo? Es su estilo, el confundir la estética con una cuestión solo formal, que busca el espectáculo, que lo fuerza, ya que todo es artificio, el engaño en el que Luhrmann insiste. Elvis vive en la farsa y, tras la imagen, no hay nada, pues sus fanáticos seguidores desconocen al hombre que le presta atributos físicos. Poco importa que el cineasta introduzca pinceladas de intolerancia en la aparición de moralistas que denuncian el movimiento de caderas de la estrella, los mismos que a otro Elvis le enseñó Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994), para insinuar un conflicto que nunca llega a serlo más allá del estereotipo y del nada nuevo en el panorama industrial de Hollywood, donde parece que la serenidad es pecado y donde predominan las imágenes intranquilas, en fuga, como temerosas de que alguien pudiese pensarlas y descubriese en ellas huecos y vacíos…



miércoles, 11 de diciembre de 2024

Prim (1930)


Cinco años antes de rodar Prim (1930), José Buchs había adaptado una novela de Pérez Galdós, El abuelo (1925), pero ahora no se trataba de adaptar un original literario del escritor, cuyo episodio nacional, el 39, pretendía retratar la época, no al personaje que da título a la obra, aunque tal vez sí valerse de la historia que Galdós noveliza en Prim, una de las novelas que componen la cuarta serie de Episodios nacionales, para ayudar a crear su biografía cinematográfica sobre uno de los personajes politico-militares más importantes y prestigiosos del siglo XIX español, un personaje que quiso llevar a España hacia la modernidad y el liberalismo, pero con la quijotesca idea de buscar un rey afín a esas ideas liberales que parte del pueblo, palabra que sin matizar parece que engloba, aunque siempre que se nombra en su totalidad (persiguiendo un fin) resulta excluyente, y parte de los estadistas carecían… Pero la película no es un discurso liberal, sino una producción épica realizada durante la agonía de la dictadura de Primo de Rivera y el paso a un periodo que se pretende más tolerante, como un regreso al status quo previo, a la monarquía de los Juan de la Cierva, Romanones, García Prieto y Cía. Cae la dictadura primorriverista y su lugar lo ocupa la dictablanda del general Berenguer, cuando los republicanos conspiran ya sin apenas disimulo, tal como parecían hacer en la época de Prim, pero vigilados por un imperturbable Emilio Mola al frente de la Dirección General de Seguridad.

Película de transición entre el cine silente y el sonoro, parte de la misma seria posteriormente sonorizada en Francia, Prim encuentra su personaje principal en el interpretado por Rafael María de Labra, que da vida al coronel, después ascendido a general del ejército, que representa al liberal que, consecuente con sus ideas y las necesidades de la época, propone la independencia de Cuba. Ese oficial es Prim, el político y militar que se convierte en el hombre fuerte al liderar la oposición al gobierno conservador de Narváez, que primero asoma en la pantalla como general regente y posteriormente como presidente del Consejo. A Prim se le desterrará tras ser acusado de intentar asesinar a Narváez, pero su participación en la guerra de Marruecos, en concreto en la batalla de los Castillejos, filmada con holgura de medios por Buchs, le devuelve al primer plano de la política española y desde ahí, hasta su muerte el 30 de diciembre de 1870, orienta la política nacional hacia la búsqueda de una monarquía liberal. Su último gesto es encontrar ese monarca. Lo haya, o así lo cree, en Italia, en Amadeo de Saboya (Santiago Aguilar), que llega a España acompañado de su generosa mujer y con las ilusiones de “un niño con zapatos nuevos” —hoy, quizás, para entender la expresión sería mejor decir con teléfono móvil nuevo—, ilusiones que no tardan en verse frustradas debido al rechazo y a la idiosincrasia de un país que, desde los reyes católicos y su política centralista, se encuentra en no pocos momentos de su historia posterior a punto de estallar en las partes que lo componen… El día que el nuevo monarca arriba a la península Ibérica coincide con el del asesinato de su valedor en la madrileña calle del Turco. ¿Qué hubiera sucedido si Prim no fuese empujado a la muerte esa jornada de diciembre? Tal vez, Amadeo se sintiese arropado por quien le puso en el trono donde apenas dura un año, tras el cual dimite; algo que nunca había sucedido antes… Prim, natural de Reus, es un liberal que llega a la presidencia del Consejo de ministros, pero cuyo carácter e ideología progresistas molesta a las mentes más reaccionarias, que no son pocas. Su lucha, es la lucha de una parte de España contra la otra, en unas centuria en la que dicho enfrentamiento ya se inicia con la llegada de Napoleón y el posterior regreso de Fernando VII, el deseado, aunque los liberales de Cádiz comprenderían que hay que tener cuidado con lo que se desea porque puede cumplirse. Con Fernando VII se regresa al autoritarismo y los pequeños avances reales obtenidos sufren con el borbón. A su muerte, el trono queda para su hija Isabel, aunque no todos se muestran de acuerdo y se produce el levantamiento de los partidarios de Carlos María Isidro, el hermano de Fernando y el tío de la sobrina a la que disputa el trono de España, un país en constante contradicción y lucha interna, como desvelan las guerras carlistas que se suceden desde entonces hasta la guerra civil de 1936-1939, que fue una carlista en parte, aunque su todo fue más complejo puesto que otras fuerzas entraron en batalla… En todo caso, la política de Prim se posiciona en las antípodas de los monárquicos conservadores. Su pensamiento ve la necesidad de que la burguesía, durante buena parte del XIX de tendencia liberal, se haga con las riendas del país; tal vez persiga la creación de una monarquía “aburguesada” como la de Alfonso XIII. El mismo Juan Prim y Prats nace en el seno de una familia burguesa, aunque posteriormente reciba, como otros burgueses, títulos aristocráticos, en su particular los de conde de Reus, marqués de los Castillejos y vizconde de Bruch…



martes, 3 de diciembre de 2024

María querida (2004)


Cinematográficamente, María querida (2004) resulta una de las películas más irregulares de las escritas por Rafael Azcona y también de las peores dirigidas por José Luis García Sánchez. No ayuda la lectura de líneas sueltas de la obra de María Zambrano, la inspiración que transforma a Lola (María Botto), personaje con el que se inicia el film en Cuba, donde se encuentra rodando su primer largometraje: <<En el invierno de 1991, me encontraba en La Habana dirigiendo mi primera película. No me había sido fácil. En aquel tiempo dirigir era, como tantas otras tareas, cosa de hombres>>, dice para introducir (y dejar claro) este último punto. Allí recibe la noticia de la muerte de la extraordinaria pensadora que cambió su vida. Es 6 de febrero de 1991, día del fallecimiento de la ensayista, a quien veremos en vida, ya que la historia regresa a 1989, cuando Lola la conoce durante una entrevista para la televisión. A la periodista, cámara de televisión, le animan a rodar un film sobre María Zambrano y las mujeres en la República, la vida política de mujeres como Rosa Chacel, Federica Montseny, María Teresa León o Pasionaria, sobre las leyes de divorcio y del aborto, la del voto femenino queda sin decir en pantalla y, desde un punto de vista político, quizá sea la más importante. Omitir dicha ley, conlleva el olvido de Clara Campoamor, a quien la película nombrará de pasada avanzado el metraje, junto a otras imprescindibles como Maruja Mallo y Margarita Xirgu. Campoamor, miembro del partido radical, fue la principal valedora y promotora del voto femenino que finalmente fue aprobado en las cortes republicanas, a pesar del rechazo de Victoria Kent y los socialista, temerosos de que el voto femenino fuese a parar a los partidos de la reacción. De paso, María querida quiere hablar del exilio, recordar la <<diáspora del exilio>>; el colaborador de Lola le apunta los nombres de Antonio Machado y Rafael Alberti. Pero la película que Lola pretende realizar es la biografía de Zambrano en la que la propia escritora hable de su juventud y de la influencia de Ortega en su pensamiento; aunque García Sánchez remarca que la filósofa prescinde o reduce el discurso racional de su maestro y se desvela más intimista y poeta que aquel. Los autores hacen hincapié en esto; insisten y, para ello, hace que su escritora recite versos de Antonio Machado, símbolo trágico de aquella España. En su docudrama, García Sánchez acerca la figura de Zambrano mediante datos biográficos y la imagen contenida de Bardem, caracterizada para ¿parecerse? a la filósofa, que resulta inimitable, y recurriendo a líneas sueltas de su pensamiento, pero el film no logra representarla ni transmitir su esencia, ni aprehender su pensamiento, menos aún dar con ella. Para eso, aunque suene a tópico, tanto como puedan sonar los personajes que asoman en la pantalla, resulta mucho mejor leerla y que ella misma hable directamente sin intermediarios que interpreten por ti, que, al fin y al cabo, es por quien doblan las campanas…



María Zambrano y más de su tiempo


La escritora mexicana Elena Garro cuenta en sus Memorias de España 1937 que <<una señora vestida de negro, con el cabello cortado a “la garçon” y fumando en una boquilla larga>> (1) se le acerca durante su estancia en España, adonde llegó acompañando a Octavio Paz, con quien se había casado siendo una adolescente y de quien se divorciaría para dejar de oírle reproches y así poder ser ella quien se reprochase, en el caso de querer hacerlo. Paz acudió a la península ibérica como participante en el Segundo Congreso de Escritores Antifascistas que se celebraba el verano de 1937, en plena guerra civil, en las ciudades de Barcelona, Madrid y Valencia, también en París, donde dos años antes se había celebrado el primer encuentro. La fumadora a la que alude la mexicana no es otra que María Zambrano, <<la mejor discípula de Ortega y Gasset, después o antes de Julián Marias>>, (2) el joven filósofo que ofrece su ayuda a otro Julián, Besteiro, el profesor universitario y político socialista a quien admira, tal como deja constancia en su ensayo La guerra civil ¿cómo pudo ocurrir?: <<La leyenda del mes de marzo de 1939, nunca bien contada, de la cual soy quizá el último viviente que tenga conocimiento directo desde Madrid, en la clave de lo que la guerra fue en última instancia. Un análisis riguroso de lo que sucedió en este mes, de lo que se hizo y se dijo, arrojaría una luz inesperada sobre los aspectos más significativos de la contienda y sobre las posibilidades —destruidas— de la paz. Tal vez algún día intente presentar mis recuerdos y mis documentos de esas pocas semanas decisivas, que se pueden simbolizar en el nombre admirable de Julian Besteiro.>> (3) Pero su gesto, que honra a Marías, sucede en la inmediata posguerra, durante los días de encierro de Besteiro, los últimos de su vida, cuando, tras ser condenado por el régimen franquista a cadena perpetua, el socialista sufre las precarias condiciones carcelarias en el presidio de Carmona.


Frágil de salud, Besteiro se ve sin ningún tipo de ingreso económico y con la realidad de que a su mujer, Dolores Cebrián, quien, aunque en libertad, no se le permite ejercer la docencia por ser quien es: culta, comprometida, esposa del catedrático socialista, ella misma… Marías consigue para el profesor encarcelado el encargo de una traducción remunerada, lo cual aligera la pesada carga de Besteiro, que meses antes declina la oferta de abandonar el país y de ponerse a salvo. Él no se marcha. Comprende y asume que alguien debe quedarse para hacer frente al porvenir, aunque sea un frente simbólico. Además, ¿por qué huir, si es un hombre cuyo único delito es el intentar ser justo y moderado en un mundo en las antípodas? Antes de la guerra, sus ideas le enfrentan a las de Largo Caballero, su mayor rival en el partido y su compañero de prisión tras la huelga general de agosto de 1917, por la que ambos son encerrados junto con los también socialistas Andrés Saborit y Daniel Anguiano. Elegidos para las cortes en las elecciones, son amnistiados. Pero los avances democráticos y sociales son un espejismo que desparecen con el desastre de Annual (1921) y la posterior dictadura de Primo de Rivera (1923-1930). Por aquellos años, Zambrano, joven estudiante de filosofía, se posiciona a favor de las ideas republicanas y, obviamente, celebra el advenimiento de la Segunda República, que llega tras las elecciones municipales de abril de 1931 y la partida de Alfonso XIII. Poco después, junto a Rafael Dieste, forma parte de las Misiones Pedagógicas. Pero la República, cuyo primer gobierno pretende cambios que no ofendan a nadie, no contenta a todos y acaba molestando a muchos; lo que depara que sea menos tranquila de lo que auguraba aquel festivo 14 de abril del 31.


Incluso dentro del mismo partido se dan conflictos que crean posturas irreconciliables que aventuran otra mayor, la que sigue al fallido golpe de Estado del 17-18 de julio de 1936. Este precipita la dimisión de Santiago Casares Quiroga, a quien acusan de no haber estado a la altura; y, tras los fugaces gobiernos de Martínez Barrio (de apenas unas horas de duración) y de Giral, Azaña, apesadumbrado por el curso de los acontecimientos, se sabe atado de pies y manos y se ve en la tesitura de pedirle a Largo Caballero que forme gobierno. Su primera elección, Indalecio Prieto, más cercano a la socialdemocracia que al socialismo, no cuenta con el apoyo de su partido, pues Largo y los suyos se oponen a que los prietistas gobiernen. Por entonces, Besteiro permanece al margen de la política de estado; ni siquiera parece pintar nada en su partido, radicalizado por las presiones de sus bases y de sus juventudes, ya unidas a las comunistas. Como tantos otros talantes moderados, Besteiro siente impotencia ante el rumbo que toman los hechos, pues en ambos bandos observa o intuye locura e injusticia. Y no se equivoca: delaciones, persecuciones, falsas acusaciones, terror y “sacas” se suceden sin freno en uno y otro lado. “El horror”, que expresa Kurtz para la guerra en Apocalipse Now (Francis Ford Coppola, 1979), bien define la civil que se desata en España. No obstante, se mantiene ocupado en el ayuntamiento de Madrid, pero no participa de la revolución, ni en los distintos gobiernos que se suceden hasta el final de la guerra, momento en el que acepta formar parte de la Junta del coronel Casado que capitula Madrid en marzo de 1939. Cree su deber moral apurar la paz y evitar así más sufrimiento y muertes, las cuales, al final del conflicto, suman una cifra que ronda las trescientas mil vidas perdidas, según las estimaciones más fiables y precisas que se llevan a cabo.


María Zambrano y Javier Marias (segunda y tercero, abajo, a la derecha), al lado de José Ortega y Gasset (figura central)

Pero la paz que se impone no resulta compasiva como algunos optimistas esperan. Resulta vengativa, tal como otros suponen, y se cobra miles de víctimas que pasan a engrosar las cárceles franquistas o las fosas de los cementerios. Los exiliados se calculan en cientos de miles; muchos no retornan jamás, otros lo hacen con los años. Hay quien como Ortega sale del país antes de la guerra o durante los primeros tiempos: Clara Campoamor, Pío Baroja, Manuel Chaves Nogales o Claudio Sánchez Albornoz, a quien se envía a la embajada de Lisboa antes de la rebelión. Ortega no está contento con la República que se ha creado; él, un defensor de las ideas republicanas, expresa que la suya ideada <<no es eso>>. Tiempo después regresa a España, sumiso al nuevo orden; él, que hasta entonces se caracteriza por la libertad de expresión en sus palabras. Por entonces, la alumna es maestra y el maestro poco o nada puede influir ya en una mujer de ideas propias que la posicionan entre las ilustres pensadoras del siglo XX. Zambrano aprende junto a Ortega, sobre cuya influencia construye su pensamiento filosófico, por lo que no duda en decir que <<hablar del pensamiento de mi Maestro Ortega y Gasset, supone y exige de mí lo más difícil: hablarles de mi propia vida, especialmente de aquel tiempo llamado juventud, el más confuso y aun delirante por ser, no el de la fe —cosa de la madurez— sino el de la esperanza en busca de su argumento.>> (4) Al igual que su Maestro, María Zambrano, también alumna de Besteiro y de Xavier Zubiri en la Universidad Central, actual Complutense, abandona España, consciente de que su destino, en caso de quedarse, sería como el de tantos otros: el encierro (ya sea físico o mental) o la muerte, sino ambas. Así sería en los casos, por ejemplo, del poeta Miguel Hernández y del propio Besteiro. Garro apunta algo más sobre la filósofa malagueña y comenta de pasada: <<Supe que había enojo con Ortega y que Bergamín le escribió una carta terrible a Victoria Ocampo, en cuya casa de Buenos Aires se alojaba el filósofo español.>>


La escritora mexicana con la que inicio este comentario también recuerda el olvido en el que cae la ensayista y, sutilmente, critica la desmemoria: <<ahora nadie la recuerda o solo hablan de sus gatos…>> Pero tiempo después, cuando la muerte de Franco pone fin a su dictadura de  casi cuatro décadas, las obras de Zambrano se pueden publicar en España. En ellas expresa su pensamiento, humanista, poético. Avanzada la transición, en 1981, el año del 23F en el que el teniente coronel de la guardia civil Antonio Tejero amenaza, arma en mano, irrumpe en el congreso de los diputados y exclama su “¡Todos al suelo!”, a la escritora se le concede el premio Príncipe de Asturias (hoy, Princesa). Siete años más tarde recibe el Cervantes. En ella recae el honor de ser la primera mujer que lo recibe; y también es un honor para el premio el tenerla entre sus galardonadas. Ya en el siglo XXI, con aquello de la memoria histórica, José Luis García Sánchez, uno de los responsables del documental Dolores (García Sánchez y Andrés Linares, 1981), sobre la figura de la mítica “Pasionaria”, recuerda y recrea en su María querida (2004) a la intelectual nacida en Vélez-Málaga en 1904. La idea María Zambrano se convierte en la protagonista de su film y también del que quiere realizar Lola (María Botto) en la ficción cinematográfica propuesta por el cineasta salmantino. María, la real, regresa definitivamente a España en 1984, cuarenta y cinco años después de abandonarla tras la caída de la Segunda República… Pero María, la ficticia, no aprehende el pensamiento de la escritora ni el drama de los exilados.


(1) (2) Elena Garro: Memorias de España 1937. Editorial Salto de Página, Madrid, 2011.

(3) Julián Marías: La guerra civil ¿cómo pudo ocurrir? Fórcola Ediciones, Madrid, 2012.

(4) Maria Zambrano: España. Pensamiento, poesía y una ciudad. Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 2008.

Entrevista a María Zambrano, de José Miguel Ullán, realizada en 1981.

martes, 15 de octubre de 2024

El hundimiento (2004)


<<Durante las últimas semanas de su vida, Hitler, según creí advertir, había perdido aquella rigidez de los años anteriores. Volvía a mostrarse más asequible y, en ocasiones, hasta estaba dispuesto a discutir sobre sus decisiones. Todavía en el invierno de 1944 hubiera sido inconcebible que se avinieran a hablar conmigo sobre las perspectivas de la guerra […] De todos modos, aquella nueva actitud respondía no tanto a un relajamiento interno como a una total claudicación, y solo le mantenía en movimiento la inercia almacenada durante años anteriores.

Resultaba, sencillamente, inmaterial. Aunque quizás en esto siempre fue el mismo. Al recordarlo, me pregunto muchas veces si aquella falta de corporeidad, aquella intangibilidad no fue su rastro característico desde su primera juventud hasta el momento de su violenta muerte. Precisamente por ello podía apoderarse de él con mayor fuerza el despotismo, ya que no era contrarrestado por ninguna emoción humana. Nadie consiguió nunca descubrir la esencia de su ser, porque carecía de ella.

Ahora tenía ante mi a un decrépito anciano. Le temblaban las manos y andaba encorvado y arrastrando los pies; hasta su voz era insegura y había perdido su antiguo vigor. Su forma de hablar era titubeante y monótona. Cuando se excitaba, lo cual le ocurría con frecuencia, como a la mayoría de los ancianos, los sonidos casi se ahogaban en su garganta. Seguía mostrando accesos de testarudez, que no me recordaban ya los de un niño, sino más bien los de un viejo. Tenía la tez descolorida, y la cara, hinchada; su uniforme, antes impecable, en aquellos últimos tiempos estaba con frecuencia desaliñado y con manchas de la comida que se llevaba a la boca con mano temblorosa.>>


Albert Speer: Memorias (traducción de Ángel Sabrido). Círculo de Lectores, Barcelona, 1970.



Ni fue la primera ni la última película que ha llevado la figura de Adolf Hitler a la pantalla para exponer los últimos días de un régimen totalitario que llevó al mundo a un nivel de barbarie nunca registrado con anterioridad en las páginas de la historia. Tampoco considero que sea la producción que mejor haya expuesto el fin del llamado III Reich; dicho lugar, si se centra en la figura de su líder, otro cantar sería asumiendo otras perspectivas, por ejemplo El puente (Die Brücke, Bernard Wicki, 1959), lo ocupa el film de Georg Wilhelm Pabst El último acto (Der Letzte akt, 1955), de la que El hundimiento (Der Untergang, 2004) toma nota y no desmerece, siendo una reproducción que busca expresar un instante en el que la locura y la irrealidad parecen salir a la luz, aunque lo hagan en el interior de un búnker donde Oliver Hirschbiegel acerca y cerca la aberración y la muerte, siempre naturales al régimen caído, y donde la mayoría se niega a aceptar el colapso de su idolatrado caudillo. Pero sí parece ser la más popular, debido a la interpretación realizada por Bruno Ganz, en un rol que, como las previas (por ejemplo, la satírica de Charles Chaplin o la de Alec Guinness), no deja de ser una caricatura, ¿qué otra cosa podría ser si no, cuando se trata de un personaje cuya imagen escapa a cualquier posibilidad de comprensión y de simpatía?, realizada a partir de la idea del líder nazi real a quien Ganz da vida en su negación final de la monstruosidad de su obra y de la derrota de cuanto ha perseguido.



<<Había recibido órdenes de asistir a las 16.00 p. m., a la sesión informativa en la Cancillería del Reich (reducto del Führer). Cuando Jodl y yo entramos al mencionado reducto de concreto armado vimos que Hitler, acompañado de Goebbels y Himmler, subía a las habitaciones diurnas de la Cancillería del Reich. No seguí la invitación de uno de los ayudantes, en el sentido de unirme al grupo, porque yo no había tenido oportunidad de saludar antes al Führer. Alguien me decía que allí arriba, en la Cancillería del Reich, se hallaba alineado un grupo de jóvenes, miembros de las Juventudes Hitlerianas, a los cuales, debido a su excelente conducta en el servicio antiaéreo durante los ataques del enemigo, se les iban a entregar condecoraciones por su valor en el combate, entre las cuales figuraban también algunas Cruces de Hierro.

Una vez que hubo retornado el Führer a su reducto subterráneo, fueron llamados, uno tras otro, por separado, para que pasaran a su pequeña vivienda, junto al gran salón de informes, Göring, Dönitz, Keitel y Jodl, para poder expresar, cada cual por su lado, sus felicitaciones con motivo de su cumpleaños. A los demás asistentes a la sesión el Führer los saludó, al entrar en el salón grande, con un apretón de manos, sin que nadie volviera a mencionar su cumpleaños.>>


Wilhelm Keitel, en Walter Görlitz: Criminales o soldados. Mariscal de Campo Wilhelm Keitel. Memorias, cartas y documentos del jefe del comando supremo del ejército alemán. Hisma, Buenos Aires, 2007.



El film de Oliver Hirschbiegel desarrolla los últimos días de la locura hitleriana que en ese momento final desvela en toda su desnudez la irrealidad, la bestialidad y la irracionalidad que se asentó en el poder alemán allá por 1933. Tras más de una década en el Poder el sueño para unos, pesadilla para muchos más, toca a su fin. Pero ¿es tan buena la interpretación de Bruno Ganz o es el personaje el que permite el lucimiento del actor? Ganz tiene mejores interpretaciones en su haber, pero, al igual que en sus papeles en El amigo americano (Der amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977), Nosferatu (Nosferatu: Phatom der Nacht, Werner Herzog, 1979) o Cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, Wim Wenders, 1987), logra humanizar y acercarnos un personaje deshumanizado —o sin esencia humana, la ausencia de emociones referida por Speer— que, hacía su final, semeja más loco si cabe y siempre aislado entre hombres y mujeres (y también niños) que le han tenido como una especie de semidiós a quien han seguido por varios motivos, que pueden reducirse a la cercanía y atractivo del Poder. El hundimiento se inicia con el arrepentimiento de una anciana que, en el pasado mostrado durante la película, resulta ser Traudl Junge, la joven secretaria personal de Hitler y la autora de uno de los libros que inspira el guion de Bernd Eichinger —otras fuentes evidentes son las memorias de Speer y las de Keitel—. Traudl es protagonista de sus decisiones, por mucho que en la ancianidad intente excusarse en su ignorancia, afirma que no tenía conocimiento de los crímenes nazis —¿no sabía, no quería saber o lo sabía y guardó silencio?—, y, sobre todo, se convierte en testigo de los hechos y de la caída del hombre a quien admira y para quien trabaja desde 1942.



En ese instante juvenil de su vida, todavía no está arrepentida por haber escogido el lado del Poder y del poderoso que ha sabido valerse de las nuevas tecnologías (el cine y la radio), de las ambiciones personales, del miedo y de la mezquindad humana, de la tendencia alemana a obedecer (tal vez fruto del militarismo prusiano) para lograr imponerse y ser aclamado por quienes no sufren su “política”. ¿Deslumbrada por ese poder o deseosa de participar de lo que los millones de nazis disfrutan: un mundo exclusivo creado para ellos, pero sobre todo para ese líder cuya irracionalidad ya había quedado impresa en 1925? ¿Por qué tengo la sensación de que, quizá, si la historia fuese favorable a los nazis, no habría tal arrepentimiento por parte de Traudl y tantos más? En la película nada queda al azar y pretende señalar allí donde hay que mirar. No aporta nada nuevo, de lo que habla ya ha hablado otros y, en ocasiones, mejor, pero la narrativa de Hirschbiegel tiene ritmo; se consume bien y rápido, quizá porque tampoco insiste más que en el tópico, en la imagen que ya se tiene del instante y de un personaje cuya locura fue seguida por millones, los mismos que lo auparon y corearon, muchos de los que lo abandonan en ese instante final y los que se quedan hasta el fin, e incluso los arrepentidos como Traudl Junge, cuyo arrepentimiento es a posteriori como si una ceguera le impidiese reconocer el verdadero rostro del líder nazi y del nacionalismo del que duda, a pesar de las múltiples pruebas de la sinrazón que representa…