jueves, 31 de agosto de 2023

Larisa (1980)

Pocas películas, ahora no recuerdo ninguna más, son elegía cinematográfica, declaración de amor y homenaje a la mujer amada y admirada. Pues en Larisa (1980), la película que Elem Klimov nunca habría querido hacer, hay amor y admiración, hay necesidad de expresar sus sentimientos en imágenes que rinden tributo a Larisa Shepitko, su mujer, muerta en accidente de automóvil el 2 de julio de 1979, a los 41 años de edad. La cineasta estaba trabajando en el rodaje de “Adiós a Matiora”, que finalmente sería concluida por el propio Klimov en 1983, cuando sufrió el accidente mortal. Larisa falleció junto <<el camarógrafo Volodia Chujnov, el decorador Yun Fomenko y otros tres miembros del grupo de filmación. Ellos habían comenzado a rodar la película basada en el relato de Valentín Rasputin Despedirse de Matiora. Esta filmación era el sueño dorado de Larisa. Parecía como si toda su vida se hubiera preparado para ello. Esta película debería ser la culminación de su carrera cinematográfica.>>, explica Klimov, después de abrir el film con una sucesión de fotografías de Larisa, desde bebé hasta su funeral, y la música evocadora, nostálgica, del compositor Alfred Schnittke que se transforma en una especie de réquiem cuando las imágenes alcanzan el entierro. Tras sus palabras, da paso a las de la actriz Stefaniya Stanyuta, que iba a protagonizar Adiós a Matiora, a las del autor del relato y a la voz de Shepitko, protagonista absoluta de los veinte minutos que dura este emotivo cortometraje documental.

Fue la gran cineasta soviética de la “generación del deshielo”, una generación “maldita” entre la libertad del individuo y su ausencia —como pudieron comprobar también Tarkovski, Parajadnov o el propio Klimov—, autora, entre otras, de las magistrales Alas (Krylya, 1965) y La ascensión (Voskhozhdenie, 1977), una directora y artista convencida de poder contar al mundo desde una posición a la que el hombre, debido a su naturaleza masculina, no tenía acceso directo: el pensamiento de la mitad de la humanidad, el de la mujer. Pero el suyo no es un cine feminista, sino humanista, individualista, impregnado de una moral de la verdad —verdad que cinematográficamente descubre en Dovjenko, su primer maestro, el que más le influyó en sus comienzos—, en busca de expresar pensamientos, sentimientos y emociones contenidas, que nunca fluyen en pantalla forzadas, que se comunican mediante la imagen, por ejemplo el intercambio de miradas que observan en la escena de La ascensión en la que los ojos de un niño y los del protagonista intercambian planos durante lo que vendría a ser un tiempo que escapa al tiempo físico, quizá apunte a la eternidad (que sería la ausencia de cualquier tiempo). Klimov recorre la carrera profesional de Larisa y apunta instantes (mediante fotografías de Shepitko, secuencias de sus películas, sus palabras) que hablan de cómo ella fue rompiendo barreras, pero no se olvida de la persona íntima, nunca lo haría. El responsable de Masacre (ven y mira) (Idi i smotri, 1985) cierra su película, la de Larisa, quizá también su duelo, con el último encuadre filmado por la cineasta: un árbol envuelto en la niebla —<<el árbol de la existencia eterna, símbolo de la invencibilidad y dignidad, símbolo de la fe en la continuación infinita de la vida>>, dice la voz de Klimov— y con una fotografía de la sonriente mujer amada.



miércoles, 30 de agosto de 2023

La gran prueba (1956)

Basada en la novela de Jessamyn West, publicada por primera vez en 1945, y con guion de Michael Wilson —en el que también colaboraron, sin acreditar, Robert Wyler y la propia West—, William Wyler realiza en La gran prueba (Friendly Persuasion, 1956) un drama, con no pocos momentos cómicos, que se decanta desde el primer instante contra la intolerancia que disimula gracias al humor que prevalece en la práctica totalidad del metraje, salvo en la parte que la guerra alcanza a la pacífica comunidad donde se desarrolla la historia. Siguiendo el original literario, Wyler ambienta su film en 1862 y concede el protagonismo a los Birdwell, una familia cuáquera cuya religiosidad no se basa en un credo oficial, sino en censuras y en conductas represivas, como las practicadas por el resto de la comunidad cuáquera del lugar. En público y en privado, se censura el humor, la vanidad, la competición, la violencia, cualquier tipo de excitación está mal vista. Son pacifistas, antiesclavistas, “amigos” de todos y, en apariencia externa, no simpatizan con las frivolidades ni los placeres mundanos. La música no tiene cabida en sus reuniones ni en sus casas, las peleas son censuradas, el detenerse ante el espejo, y recrearse en el reflejo, tampoco está bien visto. La armonía del hogar consiste en no ambicionar, en controlar las pasiones mundanas, en refrenar impulsos y someter la humanidad. Esto cuesta lo suyo, como se comprueba de camino al pueblo, en la carrera de calesas entre Jess (Gary Cooper) y Sam (Robert Middleton), cuando los Birdwell y los Jordan acuden a las reuniones dominicales de sus respectivas congregaciones religiosas sin saber que su idílica y laboriosa cotidianidad no tardará en verse afectada por la guerra. A lo sumo, Jess tiene pequeños deslices: el tiro al blanco en la feria, su gusto por la música o su pasión por la competición, que no tarda en ser reprimida por la mirada o las palabras de Eliza (Dorothy McGuire), guardiana del orden en el hogar y portavoz en la casa de las reuniones, pero a quien siempre persuade de modo amistoso. No hay discusiones en el hogar, excepto la de los menores, y, a pesar de sus restricciones, resulta una familia simpática.

Observamos a los Birdwell en sus labores diarias, en situaciones extraordinarias y en los días de liturgia, cuando acuden a la casa de reuniones para celebrar en comunidad su silencio y su pedir perdón por haber caído en la tentación de pelear, de presumir o de soñar. De ese modo, las pasiones y la excitación se destierran de los hogares, pero, por encima de todo, son una comunidad pacífica en un momento belicoso en el que la guerra avanza hacia ella. Entonces, el paraje, la comunidad, la familia y el individuo se verán amenazados por la lucha entre la Unión y la Confederación y La gran prueba cambiará su tono y pondrá en duda el pacifismo de sus protagonistas. ¿Permanecer impasible ante la guerra que amenaza su hogar o luchar?, se preguntará Josh (Anthony Perkins) avanzado el metraje, cuando cobra mayor protagonismo. La gran prueba supera las dos horas y media de duración en las que Wyler parece hacer dos películas en una: la familiar, aquella que se desarrolla sin más conflicto que el de superar las tentaciones (y que acaba siendo reiterativa, reiteración que afecta al ritmo), y la conflictiva, aquella que plantea la disyuntiva de luchar o mantener el pacifismo en el que cree la familia, y quizá resuelta de manera inocente, forzada y acorde con el tono “simpático” del resto del metraje. En el caso de la madre no se produce el conflicto de forma consciente, pues ella está plenamente convencida de sus convicciones, o quizá reza para mantenerlas, y de cual será su modo de actuar cuando la contienda se acerque y afecte a su hogar. La historia de la familia Birdwell, núcleo simpático y amistoso formado por el matrimonio, Jess y Eliza, dos hijos, Josh y el pequeño Jess (Richard Dyer), una hija, Mattie (Phyllis Love), y la gansa preferida de la madre —la cual nos es presentada por la voz del pequeño Jess al inicio—, comprobarán que ser pacifista en tiempo de paz resulta muy diferente a pretender serlo en la guerra, cuando esta se te echa encima y amenaza aquello que más quieres. La presentación del ave arriba aludida parece caprichosa, como si Wyler pretendiese dar un rostro cómico y cercano al relato, sin embargo, la gansa tendrá suma importancia cuando el pacifismo, defendido a ultranza por la madre, sea sometido a la prueba de la guerra, pues Eliza, inconsciente de sus actos frente a la agresión, se da una respuesta hasta ese instante impensable para ella... ¿Qué arrebato no sufriría entonces en defensa de sus hijos?



martes, 29 de agosto de 2023

Sembrando ilusiones (1972)

Pienso en los títulos que suman entre los cuatro protagonistas de Sembrando ilusiones (Lo scopone scientifico, 1972) y me hago una idea de su legado cinematográfico y su impronta en la historia del cine. Estos cuatro mitos de la gran pantalla, Alberto Sordi, Silvana Mangano, Joseph Cotten y Bette Davis, se enfrentan en el juego de cartas “la escoba”, inventado en Italia en el siglo XVI y exportado a otros lugares. Existen variantes y diferentes reglas, pero “la escoba” que aquí asoma y da título a esta película de Luigi Comencini, cuyo guion corrió a cargo de Rodolfo Sonego, es la “científica”. <<Un juego muy antiguo, creo, inteligentísimo, terrible, despiadado…>>, explica la millonaria (Davis) en una entrevista que emite la radio. Y no exagera, ese juego de naipes reúne y enfrenta a dos parejas que compiten, sufren y se dejan la piel por distintos motivos. La formada por Peppino (Sordi) y Antonia (Mangano), matrimonio con hijos, quiere salir de pobre; y la de George (Cotten) y la “vieja”, cumple los caprichos de esta última, mujer dominante y acostumbrada a que los demás sean sus esclavos. La millonaria se descubre implacable en el juego y en la vida; antes de perder, está dispuesta a agonizar para impedirlo. El duelo del cuarteto es sobre el tapete, pero también se generaliza y se populariza en la barriada del matrimonio. Allí vitorean a su pareja, la de los marginados y obreros, y les animan a desplumar a la “vieja”, a la que llevan ocho años intentando vencer para salir de pobres. Es el duelo entre las clases que ambas parejas representan.

Si bien los personajes están condenados a perder, la película gana priorizando la farsa sobre el drama que se esconde tras la sátira: deformación/representación con la que Comencini saca a la luz una situación y unas diferencias insalvables, así como comportamientos tan humanos como mezquinos o dignos de compasión: los del matrimonio, cuya ilusión de salir de pobres es su motor existencial y a la vez su condena; el de George, cuyo amor sumiso le ha robado su personalidad, sus ilusiones propias, dice que lo dejó todo por servir a sus amada —en esto me recuerda al personaje de Eric von Stroheim en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950)—; y de la millonaria, monstruosa en su mal perder; ahí muestra su verdadero rostro, no por el dinero que pueda salir de su caja fuerte, sino porque las victorias en las partidas son su modo de alejar la sombra de su pobreza emocional y reivindicar su posición dominante en el mundo —como recuerda a sus oponentes cuando les enseña el álbum de fotos de sus partidas por todo el planeta, jugando a la escoba contra otras parejas marginales—. Ella no juega a las cartas por un placer lúdico; juega a ganar, a humillar y a someter. En ambas parejas, las mujeres son quienes llevan la voz cantante, las que saben jugar y las que censuran a sus compañeros. <<Flojos. No están a la altura>>, comenta el mayordomo acerca de los hombres, cuando le preguntan cómo va el juego, el cual, en manos de Comencini, otro de los grandes maestros de la comedia italiana, se desarrolla satírico, humano, implacable. Comencini es consciente de que comedia y drama caminan inseparables; y en el propio drama de los personajes, encuentra lo cómico y lo patético, que de tan patético resulta trágico. La tragedia de la derrota, la existencial. No se trata de un juego, sino de lo que significa tanto para los pobres como para la “vieja” millonaria. Los primeros juegan por hacer real la promesa de salir de la miseria; la señora y su chofer, amante, confidente, esclavo, lo hacen porque así lo desea ella, ya que le produce placer jugar con pobres, ver como se arrastran para ganarle mientras ella les humilla y somete para salir de su aburrimiento y de su soledad, la cual quizá sea debido a su posición en la vida o quizá a su personalidad. Y así, la escoba científica, la ilusión de “salir de pobres” y la necesidad de someter, se va transformando en la desilusión y en la maldición de vivir muriéndose de miseria y de morir viviendo en una fría soledad millonaria…



lunes, 28 de agosto de 2023

Legítima defensa (1997)

En la década de 1990, el escritor John Grisham cosechó varios éxitos comerciales con sus novelas y las películas que inspiraron, fueron súper ventas que impusieron una moda en la literatura de consumo y en el cine: en sus adaptaciones (1) y aquellos films que siguieron su estela. Las novelas y las adaptaciones de Grisham suelen ubicarse en el medio legal. Sus protagonistas son abogados o están relacionados con el sistema judicial. La mejor de ellas, y esto es opinable, es Legítima defensa (The Rainmaker, Francis Ford Coppola, 1997), que se aleja de la intriga y el thriller que impera en, por ejemplo, La tapadera (The Firm, Sydney Pollack, 1996), primera adaptación de un libro de Grisham, también ambientada en Memphis, pero en un bufete pijo y delictivo a años luz del que lleva Púgil (Mickey Rourke). Es mejor film porque no pretende sorpresas ni sorprender con giros, piruetas y más vueltas, Coppola, también en labores de guionista, busca contar una historia que quiere cercana, y eso lo logra con la voz de Rudy (Matt Damon), compartiendo sus impresiones y reflexiones, empleando humor y dando prioridad a los personajes sobre la acción, a sus relaciones y a sus comportamientos. Finalmente, Legítima defensa es la lucha legal de David contra Goliat, pero es mucho más que eso. Es una crítica a la sanidad como negocio, no como Derecho; es la ultima aparición en la gran pantalla de la actriz Teresa Wright, es la historia de Rudy en su acceso a la vida profesional, cuando el ideal, la ética, el humanitarismo se enfrentan a la ambición económica que impera allí donde mira. Y por supuesto, es la enésima lección de Coppola de cómo hacer cine, aunque sea por encargo. La producción corrió a cargo de Michael Douglas, Fred Fuchs y Steven Reuther.

En el mundo real, Ley y Derecho no son los teóricos de la facultad, tampoco la vida es como se la imagina la mayoría de los jóvenes, cuando todavía no se ha accedido a la jungla de depredadores a la que Rudy llega con lo puesto, tras licenciarse. Pero puede considerarse afortunado: no sufre malos tratos como Kelly (Claire Danes), ya padeció los paternos cuando era niño, tampoco le amenaza la leucemia ni una muerte inminente. Además, no está solo, tiene un guía (Danny DeVito) que se convierte en su mentor y en su socio, pero lo que descubre, lo ve por sí mismo. Descubre la falta de ética en el oficio y en las aseguradoras, la ausencia de sentimiento en una profesión que semeja una competición donde la corrupción, los chanchullos, las mentiras, la obsesión por generar ingresos son cotidianas; finalmente, comprende que todo allí parece reducirse al dinero. Como joven idealista, aún sueña con vencer en el medio al que accede y en el que se ve acudiendo al hospital en busca de clientes que puedan demandar —allí conoce a Kelly, golpeada una y otra vez por un marido que la aterra—. Contra ese medio se rebela, sin acobardarse y distanciándose de la rapiña común —gracias a lo cual no se convertirá en alguien como el inolvidable abogado interpretado por Walter Matthau en En bandeja de plata (The Cookies Fortune, Billy Wilder, 1966) ni en uno de tipo gansteril como Púgil—. También el joven abogado interpretado por Cruise en La tapadera se rebela contra el medio, en realidad contra el bufete, pero lo hace cuando se ve empujado a ello, mientras que Rudy es y seguirá siendo un idealista, un caballero andante, abogado quijotesco, emocionalmente cercano a sus clientes, pues, ya desde el primer momento, comprende que defiende y trabaja para personas que precisan amparo legal frente a un mundo deshumanizado y enteramente “monetizado”. Por eso se hizo abogado para que los individuos en desventaja pudiesen tener su oportunidad legal.


(1) Adaptaciones cinematográficas de algunas novelas de John Grisham:

La tapadera (The Firm, Sydney Pollack, 1993)

El informe Pelícano (The Pelican Brief, Alan J. Pakula, 1993)

El cliente (The Client, Joel Schumacher, 1994)

Tiempo de matar (A Time to Kill, Joel Schumacher, 1996)

Cámara sellada (The Chamber, James Foley, 1996)

Legítima defensa (The Rainmaker, Francis Ford Coppola, 1997)

Conflicto de intereses (The Gingerbread Man, Robert Altman, 1998)

El jurado (Runaway Jury, Gary Fleder, 2003)

domingo, 27 de agosto de 2023

Man on the Moon (1999)

Las biografías cinematográficas de Milos Forman no lo son, puesto que sus biografiados pasan por el filtro de la “fabulación” para ser representación —como apunta el inicio de Man on the Moon (1999)— que combina y “confunde” realidad y ficción. Como cualquiera, los biografiados de Forman son únicos, pero también son individuos que han cobrado conciencia de sus ideas, las cuales condicionan sus comportamientos y potencian sus singularidades al máximo. En realidad, son genios en sus respectivos campos: la música (Mozart), la industria pornográfica (Larry Flynt), el humor (Andy Kaufman), la pintura (Goya), pero, además, tiene en común que actúan a contracorriente y provocan pasiones en los otros. Por ello, sufren rechazo, incomprensión, persecución. En cualquier caso, son como niños. Lo son en el sentido de que conservan su capacidad para fantasear y crear su mundo propio; en el caso de Andy Kaufman (Jim Carrey), el protagonista de Man on the Moon —título que Forman tomó de la canción con la que R.E.M rendía tributo a Kaufman—, también crea varios personajes tras los que se esconde quién. ¿Un humorista transgresor? ¿Un personaje de humor “rabelaisiano”? ¿Un provocador profesional? ¿Un lunático? Quizá solo sea un hombre con un sueño y lo persigue soñándolo para no perderlo, y de ese modo siempre actúa al borde la realidad y de la fantasía reinventándose gracias al humor que le sitúa al límite… Pero, por el camino, le acosa su imagen televisiva, la de Latka, en la serie cómica Taxi (1978-1983).

Este personaje le hace famoso, pero no le llena, pues acaba siendo una imposición que no nace de él y Andy, ante todo, es un creador que necesita hacer su arte, que es el de provocar, aunque este arte sea capaz de cabrear a medio país y a la otra media parte que queda. El humor es lo que tiene, que rompe los límites de lo moral y se establece en un espacio donde reina lo ambiguo. Allí se pone en duda las reglas y el orden, que ahí dejan de serlo. ¿Pero lo suyo es humor o burla? Si queda la duda, es humor, pues la burla no genera duda y la sátira suele rebelarse contra un orden. En la filmografía de Forman hay un espléndido ejemplo de película satírica, filmada en su país natal, ¡Al fuego, bomberos! (1967), pero Man on the Moon, cuyo guion fue escrito por Scott Alexander y Jerry Karaszewski, con quienes Forman ya había trabajado en El escándalo de Larry Flynt (The People vs. Larry Flynt, 1996), no es una sátira. Es la realidad y la fantasía que se unen al humor y a la rebeldía, que siempre aparece en los films de Forman, para dar forma a algo más que una biopic. Da una película entre la farsa y la realidad que remite directamente a la personalidad de Andy, artista de variedades, de bar, y el humorista, el artista que necesita apasionar a su público y poner a prueba su propia capacidad creativa, quizá por eso mismo siempre se aparta de lo establecido. En esos instantes, que son los más, cuando se sale del guion y crea de su propia cosecha, nadie sabe cuando bromea, como sucede en la escena en la que anuncia a su grupo más cercano —su representante George Shapiro (Danny DeVito), Bob (Paul Giamatti), su cómplice de bromas, y Lynne (Courtney Love), de quien se enamora tras retarla en su primer espectáculo de lucha libre— que tiene cáncer de pulmón y estos dudan de si habla en serio. Incluso tras el anuncio de su muerte, en 1984, hubo rumores de que esta había sido falsificada, algo así como una broma más de este Jekyll y Hyde del humor, artista de club y televisión, provocador hasta el final y desde el más allá.



sábado, 26 de agosto de 2023

Aerograd (1935)

Dentro de la filmografía de Alexander Dovjenko, Aerograd (1935) tiene la particularidad de no haber sido rodada en Ucrania, sino en la Taiga siberiana, en la lejanía natural del oriente ruso donde Dovjenko realizó una película sobre pioneros y la construcción de una ciudad que simboliza la modernización necesaria para sacar a la extensa nación, multiétnica, en parte nómada y despoblada, del pasado agrario y transformarla en un país industrializado y puntero. Si bien la modernización era necesaria, la exigida y acelerada por Stalin resultó criminal. Por entonces, aún faltaban dos años para su gran purga de 1937, y ya habían pasado dos de la de 1933, el cine, la literatura y el resto de las artes habían cambiado al establecerse unas directrices concretas que condicionaban y limitaban la creatividad de los artistas. Esto supuso que el individuo como singular dejase de ser importante en las artes oficiales, de hecho fue desterrado de ellas, convirtiéndose de ese modo en un artista clandestino o colando sus ideas como buenamente pudiese. En el cine no fue diferente, los autores con mayor prestigio y personalidad del periodo mudo fueron cayendo en el olvido o cuando tenían la posibilidad de trabajar, en no pocas ocasiones se les criticaba sus obras calificándolas de burguesas, formalistas o reaccionarias. Durante el periodo silente el cine soviético se había desarrollado emulando el sistema de producción de las cinematografías capitalistas, pero eso cambió con la llegada al poder de Stalin y de su burocracia; probablemente más kafkiana que la expresada por Kafka en El castillo. Muchos proyectos fueron rechazados o sufrieron cambios indeseados; obras pretendidas por Vertov, Eisenstein y otros se quedaron en proyectos fantasma. Los personajes que pudiesen presentar pensamientos originales, críticos e individuales, o el héroe típico del cine “burgués” también fueron expulsados de la pantalla soviética, salvo cuando se trataba de un film sobre Lenin, Stalin o alguien como Aleksandr Nevsky, Chapaiev o Kutuzov, cuyas imágenes cinematográficas se estalinizaron; dicho de otro modo, se construían en la pantalla al gusto y “semejanza” de aquel que dirigía el cotarro.

La ausencia de disensiones formaba parte del realismo socialista y en ese “movimiento artístico” que no se discutía y en el que no había discusión posible cobraba mayor fuerza el héroe popular, aquel que representaban al proletario idealizado y el ideario del partido (que sería lo mismo que decir el de Stalin). Con esto no quiero decir que no se realizasen obras de calidad, las hubo —tirando cien veces a puerta vacía, lo difícil sería no acertar una—, pero fueron menos que en el periodo precedente, puesto que los autores estaban condicionados y preocupados con el qué y cómo expresarse. Hubo los que desearon e intentaron un arte más libre y personal, pero se toparon con la burocracia o con algo peor, como les sucedió al escritor Isaak Bábel y al director escénico Vsévolod Meyerhold. Stalin se había salido con la suya, siempre lo hizo, e impuso el realismo socialista en todas las artes. Decía que “el artista debía mostrar verídicamente la vida, y si muestra verídicamente nuestra vida, entonces será imposible no revelar y no mostrar en ella lo que conduce al socialismo”. Sin embargo, conviene desconfiar y analizar qué era para él o para cualquiera mostrar “verídicamente la vida” y también qué significado daba a “socialismo”, pues era muy dado a inventarse su propia realidad y quizá, tras el “ismo”, tratase de enmascar su megalomanía, sus complejos, sus fantasías y su totalitarismo. ¿O es que su poder en la Unión Soviética no era total, acomplejado, megalómano, fantaseado con tal intensidad que logró transformar su fantasía en la realidad totalitaria que todos aceptaron, porque ya no había otra?

Su culto a sí mismo desbordaba allí donde mirasen sus súbditos, también donde estos temiese a su propia sombra y la de sus vecinos, a la policía secreta y a cualquiera que caminase delante o detrás. En 1935 proliferaban las estatuas con la fisonomía del líder, pancartas con su rostro y alguna de Lenin y de Marx. Ya no digamos cuando empezaron a asomar imágenes cinematográficas suyas. Ejemplos cinematográficos del culto a Stalin hay unos cuantos, pero de los que he visto La batalla de Stalingrado (1948-1949) se lleva la palma, que lo idolatra de forma directa y lo convierte en el héroe indiscutible y el responsable único de la victoria sobre los nazis. Pero en Aerograd no hay espacio para él, aunque sí para su proyecto de modernizar el país; de modo que no se trata de un film de culto a su figura, sino de una película de propaganda que ensalza su ideología —discursos no faltan en el film— y que aboga por ese progreso pretendido, mostrando la colonización de la parte oriental de Siberia donde el enemigo japonés acecha y pretende imponer su orden entre los colonos. Con lo que hoy sabemos y desconocemos, parece quedar claro que la “vida verídicamente mostrada” en la pantalla del periodo del “realismo socialista” difiere de la realidad que no fuese la de Stalin. Pero, por mucho que se intente borrarlos o transformarlos, los hechos son los que son. Nadie puede cambiarlos, aunque sí alterar su curso y hacer que lo que fue llegue de otro modo (o simplemente borrarlo de la Historia) y eso lo logró “Koba” desde su trono bolchevique y con la inestimable ayuda del terror y del “realismo socialista”, que se encargaron de rehacer la historia del antes, del durante y del después de la revolución soviética de un modo similar al que fabula Orwell en Rebelión en la granja; y es que Napoleón hubo varios y probablemente otros habrá. De cualquier forma, existe verdad en el film de Dovjenko, aunque en ninguno caso se trata de la verdad ni del absoluto referido por la escritora (y víctima estalinista) Evgenia Ginzburg en El vértigo, que sí estuvo trabajando a la fuerza allá en Kolimá, cuando escribe que <<La verdad es la verdad y nada más. Debe ser servida no servir>>.

La manipulación pretendida por el “realismo” soviético era otra cuestión, cuya validez reside en la dialéctica asumida (con gusto o a disgusto) por los artistas, pero más allá de la aceptación de estos queda la ausencia de una discusión sobre su valía y su valor como medio de propagación de las ideas que llevaron a la revolución y que en 1937 habían pasado a mejor vida. El “movimiento” no pudo debatirse, como corrobora el rechazo recibido por quienes osaron ponerlo en duda. Pero regresando a la acción de Aerograd, la película muestra un espacio natural y prácticamente virgen, donde los héroes soviéticos deben superar las trabas y al enemigo japonés, por entonces el mayor peligro soviético en Oriente, pues el imperialismo japonés se extendía por el continente asiático en busca de recursos y de mayor poder. Salvo momentos puntuales, en los que se nota mayor libertad, el film dista de estar entre lo más logrado del gran cineasta ucraniano, que gana cuando sale al exterior y se desprende de la rigidez y teatralidad que dominan en los espacios cerrados y en los discursos, en el falso énfasis de quienes largan palabras y sentencias, momentos discursivos que no parecen obra del magistral responsablede Tierra (1930), sino de una intención de homogeneizar el mensaje cinematográfico, adaptándolo al realismo socialista que se había impuesto un año antes, el mismo que Eisenstein había puesto en duda en el congreso de escritores soviéticos donde se oficializó dicha “corriente” artística…





La sexta parte del mundo (1926)

El 31 de diciembre de 1926, un día antes de que oficialmente empezase el año del décimo aniversario del triunfo de la revolución bolchevique, Dziga Vertov estrenaba en Moscú su “cine-poema lírico” La sexta parte del mundo (Chestaia Tchast Mira, 1926). Por entonces, el pueblo soviético todavía podía creerse en posesión de esa fracción de tierra y de esperanza anunciada en el título. Aún creían que esa sexta parte les pertenecía, que esa superficie y lo que significa (o lo que les habían dicho que significaba) era para y del pueblo que tanto había sufrido con el antiguo régimen —no le iría mejor en el nuevo—. También lo creía Vertov, un cineasta indispensable en la revolución cinematográfica, tanto en el cine soviético como en el mundial. Más que uno de los grandes pioneros del documental, que sin duda lo fue, el director de El hombre de la cámara (Tchelovek s kinoapparatom, 1928) se enamoró de las posibilidades que le ofrecía el medio cinematográfico en el que vio factible materializar su intención de captar la realidad más allá del ojo humano o de captar, a través del montaje y de la cámara, aquello que nuestros ojos, por sí solos, no logran ver. Vertov caminaba hacia un cine científico y filosófico en el que las imágenes expresasen la realidad material y psicológica, con la ayuda del montaje, en busca de una narrativa visual pura, sin voces ni intertítulos que desvirtuasen su pureza, que en La sexta parte del mundo anuncia los logros que se observan en Entusiasmo: sinfonía del Donbass (Entuziasm o Simphonya Donbassa, 1930) y en Tres cantos sobre Lenin (Tri pesni o Lenine, 1934), pero como todo artista, era singular, y dicha singularidad chocaría una y otra vez con la burocracia de un sistema que echaba por tierra sus proyectos…

Me tienta decir (y digo, quizá equivocado) que Vertov fue un bardo revolucionario y moderno, quien, como humano y de ojo subjetivo, en su cine, no descubre más realidad que la que desea ver y cantar experimentando con imágenes y el uso del montaje, más adelante también con el sonido, para dotar a su poética de musicalidad, la cual, en mi opinión, alcanza su máxima expresión en Entusiasmo. Al inicio de La sexta parte del mundo (y también hacia el final de la película) Vertov muestra imágenes de lo que considera el mundo capitalista. Lo reduce al dinero, al ocio burgués, al colonialismo y a la mano de obra esclava, para, poco después, enfrentar la idea que ha sugerido a las imágenes de los distintos pueblos, regiones y países de la Unión Soviética. Por ese espacio transita su cine-poema, canta a las gentes y a los paisajes que componen las Repúblicas Socialistas; inconsciente de que lo admira es lo mismo que Stalin pretenderá transformar en otros para entrar en los “tiempos modernos”: el desarrollo industrial del que también hablarán, cada uno a su manera, Fritz Lang, René Clair o Charles Chaplin, un desarrollo (maquinismo) que ya habíamos visto en la apertura capitalista. Ese es el progreso al que también ellos aspiran y que Vertov cree posible cuando las máquinas estén al servicio del proletario. En la parte final, el cineasta deja claro que necesitan <<cambiar nuestro grano, nuestras pieles, por máquinas>> para abrazar el progreso —la industrialización y el desarrollo que Stalin pretendería con sus planes quinquenales y creando la realidad alternativa que cuadrase sus ideas y pretensiones—. En 1926, cuando todavía era posible o más bien creíble, Vertov canta en La sexta parte del mundo al proletario y al pueblo (ese vosotros que se repite en los rótulos), les hace sentir como se está <<construyendo el socialismo>>, aunque sin ser consciente de que el marxismo predicado y pretendido solo era una ilusión, una nueva religión, un nuevo opio. Como movimiento de igualdad social no tenía salida, no existía una posibilidad real de llevarlo a cabo (y sus líderes lo sabían), pues su puesta en marcha ya incumplía sus promesas, una de ellas, la afirmación de Vertov en el film, <<todos vosotros sois señores de las tierras soviéticas. En vuestras manos la sexta parte del mundo>>, la que la película recorre <<desde el Kremlin hasta la frontera china; desde el estrecho de Matochkin a Bujará; de Novorosíisk a Leningrado; desde el faro más allá del Ártico hasta las montañas del Cáucaso; desde el águila del Kirguistán a los robles sobre las rocas del Ártico; desde los búhos del norte a las gaviotas del mar Negro.>> <<Todo es vuestro>>, dice Vertov, inconsciente de que entrar en la modernidad implicaba necesariamente el capital, aunque este estuviese en manos del Estado, es decir, del Partido, de su cúpula y de sus allegados, donde se originó la nueva aristocracia, esa élite que se enriquecía al tiempo que, una vez Stalin asumió el poder, se sometía al gran líder…



viernes, 25 de agosto de 2023

Contra el muro (1994)

En 1993, en el correccional de Lucasville (Ohio), cuatrocientos cincuenta prisioneros se amotinaron durante diez días, para reclamar una mejora en sus condiciones de vida en presidio. Esto no era nuevo en el sistema de prisiones estadounidenses, pero sí fue una noticia que llamó la atención sobre la necesidad de continuar con la reforma penitenciaria. Un año después, el mismo año que Cadena perpetua (The Shawshank Redenption, Frank Darabont, 1994) triunfaba allí donde se exhibía, HBO producía y estrenaba en su plataforma televisiva Contra el muro (Againts the Wall, 1994), una película también ambientada en una prisión. Pero, a diferencia de la optimista ficción de Darabont, basada en un relato de Stephen King, el dirigido por John Frankenheimer, un cineasta a todas luces con más talento cinematográfico que Darabont, y escrito por Ron Hutchinson —con un currículum televisivo nada despreciable, que ya quisieran muchos guionistas de cine para sí— recreaba (y recrea) un hecho real, nada alegre, ni amistoso ni esperanzador y señalaba, revisando el pasado, la necesidad presente de apurar la mejora de los correccionales. El suceso, el motín más sangriento en un presidio estadounidense, fue consecuencia de las precarias condiciones del correccional de Attica (en el estado de Nueva York), pero también del sistema de prisiones y de la propia sociedad estadounidense, la cual, tal como apuntan las imágenes de archivo que abren el film, con los asesinatos de los Kennedy y de líderes afroestadounidenses, con Vietnam de fondo y con los movimientos pro Derechos civiles, entre otras circunstancias, parecía al borde de la locura o de una revuelta civil.

La película de Frankenheimer centra su atención exclusivamente en el motín acontecido en septiembre de 1971, en la prisión de Attica, donde el reglamento, la segregación, el elevado número de reos y las malas condiciones y el trato denigran a los presos hasta el extremo que les empuja amotinarse y a unirse —Panteras negras, Nación islámica, Los jóvenes de Puerto Rico, los reclusos blancos,… hasta un total que superaba los mil doscientos amotinados— para exigir mejoras y más derechos. La situación es límite, violenta en un primer momento (y en el último también), siempre tensa, y han llegado a ella tras ver rechazadas todas sus peticiones y sufrir la precariedad y la denigración institucionalizadas en el correccional, las cuales no hacían más que reflejar las callejeras, las que habían nacido de las diferencias entre el blanco, que había creado el sistema para su beneficio, y las minorías étnicas marginadas como la hispana y la negra. Los primeros llegaron como consecuencia de la emigración, de buscar una vida mejor en las tierras del norte, y los segundos por obligación, pues los europeos arrastraron a sus antepasados y los hacinaron en barcos que los trasladó (a los que sobrevivían la travesía) a los mercados del llamado “nuevo mundo”; que no era nuevo, y no tardó en ser una prolongación de las costumbres y usos del viejo, incluso radicalizadas, porque lo que salió de Europa no era lo que se dice lo mejor de cada casa. Desde entonces, habían sido humillados, esclavizados y castigados. El odio consecuente de ese maltrato está presente en los amotinados de esta cruda y espléndida reconstrucción de los hechos.

Hubo treinta y nueve víctimas mortales, diez de ellas rehenes que murieron como consecuencia de los disparos de las fuerzas del Estado, y más de ochenta heridos, tras cinco días de revuelta en la que los presos, en su mayoría negros e hispanos, decidieron poner fin a lo que los miembros de sus comunidades también sufrían fuera: denigración y abusos, aunque, en la calle, se producían de un modo distinto. Lo curioso era la lentitud con la que se ponía en práctica lo que ya existía en la teoría, pues el país había abolido legalmente la esclavitud, declarado la igualdad y el derecho a la felicidad como base de su constitución, y abogaba por la integración, no por la segregación que todavía existía un siglo después de Lincoln. Avanzada la historia estadounidense, el panorama se había despejado mínimamente para la comunidad afroestadounidense —también la hispana sufría una situación similar a la afroamericana en 1970—, siempre sospechosa, condenada a vivir a la sombra y de las sobras de la mayoría protestante y anglosajona que controlaba el país y, por supuesto, la prisión de Attica. Allí llegan el mismo día Michael Smith (Kyle McLachlan), como nuevo agente, y Jamaal (Samuel L. Jackson), como preso reincidente. Este asoma en la pantalla más cercano a Malcolm X que a Martin Luther King, y se erige en uno de los líderes del levantamiento. Reivindica de forma pacífica mejoras para los presos: ropa limpia, ducharse todos los días, no una vez a la semana como establece un reglamento que no contempla al reo como persona, mejor comida, eliminar la censura de las cartas —los hispanos no las reciben porque no hay empleados que sepan el idioma para censurar el correo—, libertad de culto religioso, posibilidad de rehabilitación…, pero el supervisor (Carmen Argenziano) no le escucha. En fin, Jamaal ya ha pasado por ello antes y no se sorprende. En ese instante habla por sí mismo y probablemente por uno de los grupos separatistas, la Nación Islámica, al que pertenecía Malcolm X y del que se alejó poco antes de que lo asesinasen, pero también representa al resto. Como él, los demás amotinados piden aquello que les ofrezca dignidad humana entre rejas; tal como expresa Michael cuando, tras cuatro días de amotinamiento y miedo, habla a las cámaras que cubren la noticia del motín cuya primera víctima mortal, el agente Quinn, se debe a los golpes de los insurrectos y las restantes a los agentes del orden que asaltan el recinto —la manera de mostrarlo por parte de Frankenheimer no disfraza la brutalidad ni la rehuye; su cámara mira de frente los sucesos como ha hecho a lo largo del film— tras unas negociaciones en las que, cual su homólogo romano en Palestina, el gobernador Nelson Rockefeller se lava las manos y deja que sean otros quienes decidan la suerte de los rehenes y los presos. Un año después, la comisión encargada de investigar los hechos acaecidos en Attica concluyó que el uso de la fuerza por parte del Estado fue excesiva y que el gobernador debió acudir a Attica, tal como exigían los amotinados, y asumiese el control y las responsabilidades en y de las negociaciones…



Marlowe (2022)

Llamarse Phillip Marlowe no te hace ser Phillip Marlowe; al menos es la impresión que me genera Marlowe (2022), hasta la fecha la última adaptación del personaje creado por Raymond Chandler y que ha sido llevado a la pantalla con mayor fortuna por realizadores tales Howard Hawks, Edward Dmytryk o Robert Altman. Cualquier parecido entre la ficción y su inspiración es pura coincidencia o, dicho sin más, no hay nada de Chandler en la película de Neil Jordan, salvo el nombre del personaje interpretado por Liam Neeson, ese tal Marlowe que, con anterioridad, había cobrado las formas de Dick Powell, Humphrey Bogart, Robert Montgomery, James Garner, Elliott Gould, Robert Mitchum, Powers Boothe, James Caan y Tomás Hanák. Neeson crea un personaje cansado, quizás más por el entorno y la necesidad de parecerlo que por la edad de la que se queja en algún momento. Pero da la sensación de que no encuentra el tono ni el fondo para un detective como el ideado por el escritor estadounidense; tampoco Jessica Lange da con la mujer que interpreta, a la cual se le supone ambigua, manipuladora y controladora. Pero, aunque apenas aporte “fatalidad”, es de agradecer volver a verla en la gran pantalla, después de haber protagonizado junto Shirley MacLaine Como reinas (Wild Cats, Andy Tennant, 2016). En realidad, parece que nadie encuentra a nadie ni nada que destaque en esta coproducción hispano-irlandesa rodada en Barcelona y Dublín y ambientada en Hollywood, el de inicios de la década de 1940. Pero ese “nada” es apariencia, pues en la película hay más de lo que aparenta. Aunque las tenga presente, Jordan no toma de referencia ninguna novela de Chandler, por la sencilla razón de que su guion parte del libro de John Banville La rubia de ojos negros (The Block-Eyed Blonde), y construye una narración repleta de clichés, lo que provoca que pueda resultar aburrida, algo que no sucede en su Mona Lisa (1986), que sí es un espléndido “film noir”, con Bob Hoskins, Cathy Tyson y Michael Caine en los papeles principales.

En Marlowe, el cineasta irlandés transita por un cine negro sin negrura, la atmósfera es volátil y los ambientes no ahogan; en realidad, dudo que pretenda realizar un film negro. Lo suyo parece más la recreación o la ensoñación de un film dectectivesco con protagonismo de un héroe cansado, más que antihéroe. Que la novela en la que se basa en guion no sea del creador del personaje y que la trama se ubique dentro de la industria cinematográfica dan pistas de por donde van los tiros. Lo que vemos en la pantalla es una película sobre un personaje legendario que ya no puede ser aquel que se convirtió en leyenda literaria y de celuloide en la década de 1940. Jordan lo sabe y construye su intriga sin la violencia, contundencia y el cinismo que pudiese existir en el universo del personaje literario clásico, cuyo fondo, por citar el que considero mejor ejemplo de adaptación de Marlowe, sí capta Hawks en El sueño eterno (The Big Sleep, 1946). Quizá Jordan juegue con el género y el mito, pues parece ser consciente de que Marlowe es un personaje condenado en esta época actual, pues era hijo de la suya (y en periodos posteriores, encajaba en el pesimismo y la violencia de finales de los sesenta y de los setenta) y, por tanto, queda fuera de lugar el ser un antihéroe de incorrección, modelo expeditivo y sin medias tintas. Y ahora, para sobrevivir debe hacer lo correcto, y pretender que un tipo así encaje en el cine de nuestros días es matarlo o, en este caso, soñarlo sin la negrura de Chandler ni del cine negro clásico o del policíaco “setentero”, pues ni el autor ni el furor, ni la sinceridad, ni la amargura ni la decepción de estos periodos tienen cabida en la pantalla actual…



jueves, 24 de agosto de 2023

Updike, conejo y el entrenador

<<—El entrenador —le dice—, el entrenador tiene la misión de desarrollar las tres herramientas de que disponemos en la vida: la cabeza, el cuerpo y el corazón.


—Y la entrepierna —dice Ruth. Solo Margaret se echa a reír. A Conejo le da grima.


—Me has provocado, muchacha, y merezco el respeto de tu atención —replica el entrenador con gravedad.


—Mierda —dice ella con voz baja, la vista baja—. No me vengas con sermones. —Las palabras del viejo la han herido. Las aletas de su nariz han palidecido, su áspero maquillaje se oscurece.


—Lo primero es la cabeza, que idea la estrategia. La mayoría de los chicos llegan a manos del entrenador sin más práctica que la de los juegos en callejones y no saben nada de… de la “elegancia” del encuentro jugado en una pista con dos cestas. ¿No estás de acuerdo, Harry?


—Sí, claro, ayer mismo…


—En segundo lugar… déjame terminar, Harry, y luego podrás hablar, en segundo lugar está el cuerpo. Hay que poner a los chicos en condiciones, endurecerles las piernas —cierra el puño sobre la superficie resbaladiza de la mesa—, han de estar fuertes y duras para correr, correr, correr, correr sin cesar durante todo el tiempo que sus pies estén en el suelo. Nunca se corre lo suficiente. En tercer lugar —se lleva los dedos índice y pulgar de una mano a las comisuras de la boca y se sacude con la humedad— tenemos el corazón. Y aquí el buen entrenador, que yo, jovencita, por supuesto intenté ser, tiene su oportunidad más importante. Dar a los chicos la voluntad de esforzarse para triunfar, que siempre he considerado mejor que la simple voluntad de ganar, pues ese esfuerzo puede estar presente incluso en la derrota, hacer que sientan, sí, creo que es la palabra correcta, lo “sagrado” del esfuerzo para triunfar, que se concreta en dar lo mejor de nosotros mismos. —Ahora se atreve a hacer una pausa, que le permite lograr lo que desea, mirando por turno a uno tras otro para inmovilizar sus lenguas, y concluye—: Un muchacho, cuyo corazón ha ensanchado un entrenador que sabe alentarle, nunca puede ser, en el sentido más profundo, un fracaso en el juego más amplio de la vida. Y ahora que la paz de Dios, etcétera… —Coge su vaso, que ahora apenas contiene otra cosa que cubitos de hielo, los cuales, al ladearlo, se deslizan y chocan con sus labios.>> (1)

El fragmento anterior pertenece a la novela Corre, Conejo (Rabbit, run), escrita por John Updike en 1960. Es la primera entrega de la espléndida radiografía literaria de la clase media estadounidense en la que el autor crea un personaje central que podría ser cualquiera dentro de la clase media estadounidense de la época. Su nombre Harry Armstrong; su apodo “Conejo”. El antihéroe de la historia es un durmiente cualquiera que despierta del no sueño americano y se encuentra desorientado y condenado a sentir el peso de la insatisfacción y del fracaso. Abre los ojos cuando la juventud le abandona, aunque todavía tiene veintiséis años, y descubre que vive en una prisión de trabajos mal pagados y de un matrimonio que no le llena. Recuerda que iba para figura, pero ahora es consciente de que su aportación e importancia en el orden cósmico no cambiará el mundo ni a él le hace especial. Asume que no es un genio, pero quizá su subconsciente siga insistiendo que es una persona especial, merecedora de la felicidad prometida desde el nacimiento de la nación. Eso fue lo que le prometieron y lo que creyeron todos los Conejo del país. El de la novela, no ha superado su despertar y todavía recuerda en su “derrota” vital cuando era la estrella de baloncesto en el instituto, en oposición a su madurez, en la que se descubre infeliz, sin importancia, incluso ya no parece importarse a sí mismo ahogándose en un matrimonio, con un hijo, y en una vida presidio tan corriente como plomiza, una que no es capaz de aceptar y que, un día cualquiera, le decide a subir al coche e ir a por tabaco. Arranca el motor y pisa el acelerador. No tiene rumbo fijo; solo sabe que desea huir. Pero no hay huida posible para él ni para nadie. Los kilómetros y la distancia aumentan, el cansancio también, pero no hay lugar donde ir y, sin apenas darse cuenta, la carretera le devuelve a su ciudad, tan opresiva como cualquier localidad pueda serlo para alguien como Conejo, que solo piensa en sí mismo, aunque no aparte de su pensamiento a Janice, su mujer, ni a su hijo, ni a su antiguo entrenador ni al predicador que irrumpe en su vida porque quiere redimirle y devolverle al redil. Tampoco puede dejar fuera de su mente a la mujer de este, a la que parece desear precisamente por ser la mujer de otro, ni a Ruth, con quien fuerza un idilio imposible, imposible porque ni siquiera él mismo podría explicarse qué pretende o si lo que pretende es eso. ¿Por qué corre Conejo? ¿Por espantar su sensación de derrota? ¿Cree poder huir de su pensamiento, de su posibilidad de reflexionar y encontrar respuestas? ¿Quiere recuperar la “libertad” y la vitalidad juvenil? ¿La posibilidad de ilusionarse de nuevo? En todo caso, como la mayoría de los mortales, Conejo tiene miedo y este le supera provocando su inestabilidad emocional, en la que se descubre entrando en la madurez que despide la juventud, que empieza a quedar atrás, y con ella, también sus sueños. Ahora, por delante, se abre un tiempo diferente en el que encontrarse o perderse…

(1) John Updike: Corre, Conejo (traducción Jordi Fibla). Editorial Planeta DeAgostini, Madrid, 2004.

La mujer de ninguna parte (1922)

La carrera cinematográfica y teatral de Louis Delluc fue breve pero significativa. nacido en 1890 y fallecido en 1924, Delluc fue uno de los pioneros en teorías cinematográficas y fundamental en el nacimiento de los cineclubs. Era un intelectual de cine, cuyas críticas y teorías abrieron nuevas vías para el medio en el que sería considerado uno de los primeros cineastas “autor”. Decía del cine que era un “arte extraordinario”. Pero, aparte de teórico, también le iba llevar sus teorías a la práctica y así, tras ser el guionista de la gran Germaine Dulac en La fête espagnola (1920), dio el salto a la dirección y rodó siete films, algunos tan interesantes como La mujer de ninguna parte (La femme de nulle part, Louis Delluc, 1922) o L’inondation (1924).

Su cine pretende y abraza “lo francés”, más allá de su ubicación francesa y de cierto chauvinismo, en su impresionismo —un arte de origen francés, como el expresionismo pueda serlo alemán o el renacentista italiano— y en características culturales galas que, quizá, como sucede en el resto de lugares salvo El mundo de ayer, Utopía y Nunca Jamás, ya se hayan perdido entre la homogeneidad de la globalización. En realidad, habría que determinar qué se entiende por “lo francés”, “lo español”, “lo portugués”, “lo burgués”,…. “lo lilliputiense”, más allá de los idiomas, que ya no solo pertenecen a Francia, España, Portugal, —la burguesía queda aparte, reconvertida en clase del amago, del deseo proletario de ser burgués y de la aspiración del pequeño burgués de ser más alto y grande— … ni a Lilliput, que, en un tiempo ya olvidado, fue grande… Lo que sí puede definirse es “autor/a”, la RAE lo hace, por si alguien quiere una definición oficial. Y en cuanto al cine, se podría señalar a la figura de Delluc para hacerse una idea de autoría y autoridad cinematográfica. Para empezar, era independiente, podía ir de aquí para allá y de allá para aquí sin pedir permiso, escribía sus guiones y sus películas eran coherentes con sus teorías cinematográficas y con su idea del cine como arte. Lo que vendría a suponer que, tras el paseo de ida y vuelta, asumía el control “total” de sus obras. Las comillas del total son para restarle totalidad al término, puesto que sería un absoluto que no tiene posibilidad de ser en un medio como el cine ni en un fin en sí mismo como lo es la vida. En todo caso, disculpen mis errores, y mi intento de bromear en una mañana veraniega, y piensen que lo mejor para conocer el arte de Delluc es ver sus películas. Un buen ejemplo es este melodrama “realista” protagonizado por Ève Francis, que se inicia en las inmediaciones de Génova, Italia, en el exterior de la mansión a donde llega una extraña que, solitaria, regresa al lugar que abandonó muchos años atrás. Parece derrotada por la vida. Nada se sabe de ella, salvo lo que dice a los nuevos anfitriones, un matrimonio que hace aguas, que le dan la bienvenida y le ofrecen una habitación. Ella recuerda aquel lugar, en otros tiempos que evoca más luminosos, o quizá sea que aquellos tiempos le hayan recordado y llevado hasta la mansión donde alguna vez fue feliz hasta que dejó escapar su felicidad; como también parecen dejarla escapar el hombre y la mujer que la reciben en un presente desangelado, solo iluminado por la presencia del hijo del matrimonio y quizá por la posibilidad de una infidelidad…



miércoles, 23 de agosto de 2023

Bajo los techos de Paris (1930)


La Tobis alemana llegaba a Francia en 1929 y allí fundaba la Tobis-France, equipaba los estudios de Epinay para el nuevo avance técnico y contrataba a René Clair, quien, por aquel entonces, era uno de los grandes cineastas franceses —y hoy, también se puede seguir considerando de los más grandes que ha dado la cinematografía gala, aunque haya quien desconozca su importancia y la totalidad o parte de su obra fílmica—, tal como había demostrado en la vanguardista Entreacto (Entr’acte, 1924) o en la cómica Un sombrero de paja de Italia (Un chapeau de paille d’Italia, 1928). Para esta empresa rodaría cuatro films a inicios de la década de 1930, siendo (en la actualidad) Viva la libertad (A nous la liberté, 1931) la más famosa del cuarteto, que se completa con Bajo los techos de París (Sous les toits de Paris, 1930), El millón (Le Million, 1931) y 14 de julio (Quatorze Julliet, 1934). Haciendo de su título parte visual del film, el primer largometraje sonoro de Clair se abre en planos de los tejados y las chimeneas de una calle de un Paris popular y de decorado para dejar que la cámara de Georges Perinal descienda hacia el empedrado del suelo en busca de la música que allí suena con mayor fuerza —para demostrarlo, volverá a ascender la cámara hacia el tejado de un edificio del que nos muestra su fachada, sus ventanas, la vida que despierta a un nuevo día, a una nueva era: la sonora—. Así descubrimos a Albert (Albert Préjean) cantando, al tiempo que anima a su público a que se una a él y entone la letra de la canción Sous les toits de Paris, cuyo título es el mismo que el de una película que no gustó entre el público francés, pero sí a la crítica y al público internacional.


Bajo los techos de Paris corre el riesgo de ser mal interpretada, si no se tiene en cuenta las circunstancias de su origen, pues esta sí es de las películas que habría que verla en situación, de pretender una valoración justa; es decir, habría que situarla y valorarla teniendo en cuenta su momento de producción, 1930, y lo que significó tanto para el cine de Clair como para la cinematografía francesa que transitaba hacia el cine hablado. Sin apenas diálogos, ya que rechazaba el tedioso teatro filmado que amenazaba el cine, Clair estudia las posibilidades del nuevo avance, preguntándose qué podía aportar el sonido a la imagen. En este primer momento, no las tiene todas consigo, no cree que la palabra venga a sustituir a la imagen, ni siquiera apoyarla. Por eso, en este inicio de etapa, experimenta con los sonidos y con el fondo musical que acompaña a la acción, como si la envolviera, que prácticamente vive de los recursos del cine mudo. <<René Clair se sentía inquieto por la amenaza que representaba el sonoro para un arte mudo al que él mismo había servido con sutileza. Pero una vez que revisó la situación y se planteó qué podía hacerse con el sonido, lo trató como un material plástico más, como las luces o los actores.>> (1) Superado ese primer momento de duda, temor y rechazo, el cineasta encuentra el camino y da su primer paso sonoro en la historia propuesta en este film, en apariencia, sencillo y que apuesta por el humor, la música y el romance a varias bandas. Sus protagonistas son dos jóvenes, Albert y Pola (Pola Illery), que se conocen en la calle, tras ese instante inicial señalado arriba, y que volverán a encontrarse posteriormente en un local nocturno de los bajos fondos parisinos donde también asoma Fred (Gaston Modot), rival de amores —también Louis, el amigo de Albert, lo es— y el “villano” de una función cinematográfica que alcanza momentos audiovisuales tan logrados como la pelea nocturna entre el protagonista y el camorrista a quien da vida Gaston Modot…


(1) Jean-Pierre Jeancoles: El cine francés: de la transición al sonoro a la liberación, 1929-1944. Historia general del cine. Volumen VII. Europea y Asia (1929-1945). Ediciones Cátedra, Madrid, 1997.

martes, 22 de agosto de 2023

El hombre que mató a don Quijote (2018)

¿Cómo sería un mundo sin El Quijote? No podemos saberlo. Lo que sí sabemos es que en este, en el de su existencia, la novela cervantina ha influenciado de forma directa o indirecta al arte posterior, a la cultura y a la humanidad. Desde la publicación de su primera parte hasta la actualidad, hubo y hay quien se dejó y deja conquistar por la obra de Miguel de Cervantes: compositores, escritores, escultores, pintores, pensadores, cineastas,… y el resto de soñadores que hayan acompañado al caballero de la triste figura en sus salidas, encuentros, desencuentros, sus andanzas, en las victorias y en las derrotas, en la cordura y la locura, en la ilusión y en la agonía. Da igual el lugar de origen, el sexo, el color del pelo, de la piel o del dinero, quienes se hayan dejado seducir por el ingenioso hidalgo acaban quijotizándose, como el buen Sancho, al menos por un instante o quizá para toda la vida. En realidad, todos llevamos algo de Quijote y de Sancho dentro. La cuestión es si se equilibran o si uno de ellos se impone al otro para ser dominante en la personalidad del individuo. Si tuviera que apostar por un vencedor en Terry Gilliam, diría sin apenas dudar que el caballero andante se impone al escudero. Gillian es uno de esos “quijotes” que se embarca en su travesía vital sin miedo a la derrota. Tampoco teme a la desventura, en su caso la cinematográfica, que finalmente, en su complicada relación con la obra de Cervantes, se saldó con victoria, para algunos pírrica, para mí una quijotesca que atrapa el espíritu de la obra cervantina.

En el cine han sido muchos quienes se han dejado seducir por la obra y el personaje, sin ir más lejos Georg Wilhelm Pabst y Orson Welles, genio quijotesco donde los haya, cuyo intento de crear su Don Quijote cinematográfico quedó inacabado. Gilliam es otro que no ha pretendido adaptar a Cervantes tal cual; tampoco Roberto Gavaldón y Carlos Blanco en Don Quijote cabalga de nuevo (1972). Para comprenderla mejor, me refiero a la relación del responsable de Brazil (1984) y la novela, la película documental Lost in La Mancha (Keith Fulton y Louis Pepe, 2002) es una buena guía. De hecho, desde que le rondó la idea de hacer un film sobre la obra o, mejor dicho, a partir de la obra, Terry Gilliam no pretendía ser más que Terry Gilliam y que su Quijote fuese un personaje más de su rico universo creativo. Gillian inicia sus andanzas quijotescas en 1991, pero nada sale como desea, aunque no se rinde, ni después de ver cómo en varias ocasiones todo se va al traste, se queda una y otra vez sin actores, sin productores y, probablemente, sin salud emocional. No es sencillo ser un Quijote en la vida real, ya no lo era para el original de ficción, no resulta agradable lanzarse de lleno a la batalla (que en sí es cualquier rodaje) y chocar con molinos de viento. Su odisea se inicia a principios de los noventa y concluye, al menos eso parecía, con el estreno de El hombre que mató a Don Quijote (2018). No fue un camino fácil, una y otra vez se levantaba y caía el proyecto; tampoco resultó una alfombra de flores después de concluir el rodaje, pues surgieron problemas con el productor Paulo Branco por los derechos de exhibición del film. De cualquier modo, Gilliam logró su gesta y su Quijote llegó a la gran pantalla. Estaba claro que no iba a ser una adaptación al uso de la novela, ni fiel al texto literario como sí lo fue la realizada por Rafael Gil en 1947 o la más libre y cinematográfica de Grigori Kozintsev en la década de 1950, sino que sería una ensoñación cinematográfica cómica, exagerada e irreverente, alegre y al tiempo oscura, que se valdría del espíritu quijotesco para crear su propia historia de caballería —una que fuese un paso más allá de lo expuesto en la espléndida El rey pescador (The Fisher King, 1991), quizá, en la relación de los dos protagonistas, la más quijotesca de todas las películas de Gilliam—, una fantasía en la realidad y una realidad en la fantasía, cordura y locura, que se contagian y confunden a lo largo del camino que une al nuevo Sancho (Adam Driver) y al particular Quijote (Jonathan Pryce)…



Adiós al macho (1978)

Los intereses de Marco Ferreri evolucionan, su discurso se radicaliza, su estudio del ser humano también. Es un transgresor, un inconformista que encuentra en el cine un modo de ver y de analizar el hombre y la mujer de su momento. El suyo no es de un anarquismo político ni filosófico, sino vital, creativo y cinematográfico; y en esto encaja a la perfección con Rafael Azcona, su guionista habitual, aunque en Adiós al macho (Ciao Maschio, 1969), el riojano solo ejerció de colaborador, siendo Gerard Brach el coguionista de Ferreri. Al recordar Adiós al macho (Ciao maschio), Mastroianni la evoca como una de sus películas favoritas y uno de los personajes más bonitos que había tenido ocasión de interpretar en el cine. Recordaba que <<todo fue improvisado, todo inventado sobre la marcha; así nació un personaje delicioso, delicioso en su melancolía, en su desesperación de pobre viejo emigrante.>> (1) Ese personaje no es el protagonista de la película, lo es Ferreri, su modo de ver y de entender la vida y el cine, pero la presencia de Mastroianni sí resulta vital en el desarrollo de la trama y de las ideas que encierra y libera, al menos por dos motivos. Luigi es quien descubre sobre la arena la figura mítica de la que surge (o nace) Cornelius, el bebé mono que entrega a Lafayette (Gerard Depardieu), y también quien propone dotarlo de identidad humana, para así ofrecerle la existencia dentro del sistema que a él se le había negado durante doce años (por ser un emigrante sin papeles).

La figura tendida en el arenal no es la Estatua de la Libertad que, derrotada y semienterrada en la orilla del mar, desvela al héroe de El planeta de los simios (The Planet of Apes, Franklin J. Schaffner, 1968) una verdad hiriente para él y destructiva para la humanidad. La que Luigi contempla es la de King Kong, abatido en un encuadre de fondo neoyorquino gris, desolado, frío, deslucido, llámenle decadente o en descomposición si prefieren, quizá desesperanzado y seguro que mortuorio... El gigante da paso a Cornelius, la última esperanza que tiene King Kong y “el mito del macho” de renacer. Luigi se enternece y llora ante este “nacimiento”. Poco después, Lafayette y tres amigos llegan al lugar y el viejo y cansado emigrante entrega al primero (el único joven del grupo, pero sin apenas rebeldía ni vitalidad) el bebé simio, que ya desde ese instante se humaniza… Ferreri emplea más que el humor, la sátira, y más que esta, lo grotesco, para desarrollar su discurso sobre el ser humano, un discurso que, tras la gracia y el esperpento, resulta amargo, pues el individuo se descubre atrapado en la vida o fuera de ella, en todo caso, no la decide o no tiene posibilidad de elección real; salvo en apariencia, es decir, sin libertad de acción ni de elección. Así, primero, Lafayette sufre la violación de un grupo de actrices feministas que poco antes charlan sobre los abusos y la violencia sufrida por su género, de modo que deciden llevar a cabo el abuso como parte de un estudio y una protesta; o más adelante se descubre la imposibilidad de Luigi, que quiere regresar a casa, pero ¿cuál es su casa? ¿Una Italia tan irreal y decadente como el Nueva York mostrado en la pantalla? ¿Existe un lugar para él? Pero en todo caso, la pregunta clave está escrita en la pared del cuarto de Lafayette: Un “Por qué” que a menudo carece de respuesta concreta, pues hay muchos, pero pocos responden los motivos y las causas de un mundo humano que cambia y avanza, a veces sin cambiar ni avanzar, de una civilización que toca a su fin para dejar su lugar a un nuevo orden, puede que a una repetición de errores y condenas. En Adiós al macho hay liberación (la de mujer), pero también existe la destrucción, una diferente a la expuesta por Schaffner en su popular film protagonizado por Charlton Heston, puesto que aquí Ferreri se ocupa del proceso que determina a sus personajes, de la interioridad y el comportamiento, no de los posibles resultados externos, menos aún trata de crear un cine espectacular, aunque construya el “espectáculo” de ver al hombre, a ese macho simiesco ya condenado a perecer o a formar parte de un museo de cera, sin posibilidad de existir en un mundo donde quizá solo la mujer y su fruto puedan escapar o adaptarse, puedan sobrevivir…


(1) Marcello Mastroianni: Sí, ya me acuerdo… (memorias)