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lunes, 18 de marzo de 2024

Los ángeles perdidos (1948)

El mismo año que rodó Acto de violencia (Act of Violence, 1948), Fred Zinnemann filmó en Alemania la coproducción suiza-estadounidense Los ángeles perdidos (The Search, 1948), que sería producida y distribuida por Metro-Goldwyn-Mayer, el estudio hollywoodiense en el que dio sus primeros pasos cinematográficos en Estados Unidos y el que más se apartaba de la realidad. Una de las máximas aspiraciones de Louis B. Mayer (y antes de su fallecimiento, de Irving Thalberg) era crear la ilusión y el glamour que conquistasen la atención del público, sobre todo, lo consiguió durante las decadas de 1930 y 1940. Pero, por el modo que Zinnemann cuenta el drama, Los ángeles perdidos es otra historia o, al menos, una que no parece fruto de la MGM. Todo fue otra historia después de la Segunda Guerra Mundial, pues la poca inocencia que se conservaba de conflictos anteriores se perdía para siempre durante uno que ha pasado a la memoria colectiva e histórica como la mayor guerra (y barbarie) sufrida por la humanidad. Pero en este punto, la película de Zinnemann quiere creer lo contrario. Desea que, tras la herida, la inocencia regrese para hacer del mundo un lugar donde triunfe el amor, un lugar sin cabida para aberraciones como las sufridas por la infancia que protagoniza este film cuya apariencia no delata que se trate de una película de la casa del león.

Desde su inicio, en la estación de tren y en el centro de acogida infantil, el tono ya varía de forma radical. Allí se potencia el neorrealista “escogido” por Zinnemann para acercarse a la inmediata posguerra casi de forma simultánea a Roberto Rossellini, que hacía lo propio en Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1948). Las comillas son porque escoger en el Hollywood del sistema de estudios, sobre todo en la conservadora MGM, era una acción al alcance de muy pocos… Pero el director austríaco hace suyo el film y emplea el tono semidocumental, en cierto modo similar al que estaba dando forma al nuevo cine policiaco de la Fox, y hace de la película una isla dentro de la Metro, pues su aspecto visual resulta totalmente diferente al que se relaciona con el de la empresa fundada por Marcus Loew hacia mediados de los años veinte. Zinnemann se decanta por rodar en escenarios reales, concretamente en Frankfurt, por entonces (en parte) reducida a escombros por las bombas aliadas y ocupada por el ejército estadounidense, o por emplear seis idiomas distintos, más el gestual que comunica los sentimientos y emociones del niño protagonista. No hay más necesidad de intérprete que las imágenes y la sensibilidad de cada espectador para comprender qué  pasa por la mente de Karel Malik (Ivan Jandl), un niño de nueve años, de origen checo y superviviente de Auschwitz, que establece una relación de amistad con Steve, el soldado estadounidense interpretado por Montgomery Clift, futura estrella de Hollywood que debutaba en la pantalla con este drama y en el mítico western Rio Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948), el film que lo encumbró.

La imagen que abre Los ángeles perdidos introduce la acción en la inmediata posguerra, en la estación donde la cámara y la señora Murray descubren el vagón de un tren donde decenas de cuerpos infantiles duerme tras un largo viaje. Son niños sin madres ni padres; duermen hacinados, unos sobre otros. Regresan los campos después de haber sobrevivido en el infierno y en la muerte. Ahora regresan a la vida, pero, para que esta sea posible, han de recuperar el sentirse queridos, el saber que tienen un espacio que puedan llamar hogar. Necesitan encontrar a sus familias, aunque muchas hayan desaparecido, asesinatos en los campos de concentración o muertos en batallas o en las calles, bajo los escombros y el fuego de las bombas… El padecimiento es inenarrable. No hay película que pueda hacerlo, pero Los ángeles perdidos y Alemania, año cero lo intentan desde la situación en la inmediata posguerra y logran crear desolación; en el caso de Zinnemann más externa y en el de Rossellini, la interior que acompaña a la realidad exterior. Ambas suman una imagen de la infancia en la posguerra que tiende a global; es decir, presenta dos niños y dos situaciones que se complementan para hablar del sufrimiento y del miedo; y, en el caso de Karel, también de la esperanza, pues la historia escrita por Richard Schweizer introduce no solo la figura del soldado que recupera al niño para la vida, sino también la de la madre (Jarmila Novotna) que busca a su hijo, aventurando de ese modo el futuro reencuentro y el final feliz (y en ese punto, la película sí es MGM), o la de la señora Murray (Aline MacMahon) enviada por la UNNRA para hacerse cargo del cuidado de los niños, de su reubicación y de la búsqueda de sus familiares…



jueves, 29 de abril de 2021

Un hombre para la eternidad (1966)


Adaptándome a los tiempos, seré superficial y diré que el primer cisma de la Iglesia, la dividió en Romana y Bizantina (u ortodoxa). Más adelante, unos cinco siglos después, ante los usos y abusos de los eclesiásticos romanos, a Lutero le dio por protestar, tanto que le llamaron protestante, y a muchos príncipes, señores y políticos les vino de perlas, ya que romper con Roma era su oportunidad para alcanzar metas y objetivos políticos que hasta entonces no estaban a su alcance. Por aquel entonces de rotos, descosidos y luchas por el poder, el humanismo estaba de moda, Erasmo, Juan Luis Vives o Tomás Moro eran algunas de las estrellas mediáticas de un movimiento que abogaba por el individuo y la razón, pero no por una ruptura con la Iglesia Católica Romana, a la que creían obra de su salvador. Con la Reforma luterana en marcha y la ruptura como realidad que separaba Europa, a Enrique VIII le dio por repudiar a su primera esposa, Catalina —hija de Fernando II de Aragón y de Isabel I de Castilla—, calificando su matrimonio de ilegal, puesto que antes había estado casada con Arturo, el hermano mayor del monarca británico, aunque, en realidad, todo cuanto esgrimía su graciosa majestad no era más que la excusa con la que poner fin a un enlace que no le había proporcionado un heredero varón al trono de Inglaterra. Enrique Tudor, de número VIII, no se andaba por las ramas, aunque le gustasen las palomas. Quería lograr su libertad para casarse con Ana Bolena, pero la Iglesia de Roma no estaba dispuesta a ceder a sus pretensiones, posiblemente porque el obispo romano miraba con mejores ojos a Carlos I que al monarca inglés. El Papá Clemente VII no quiso ofender a la doble corona de Castilla y Aragón, ni perder su inestimable “amistad”; y decidió que de cabrear a alguien, era mejor escoger para el fastidio a un rey que posicionó en segunda fila. Pero sus cálculos fueron erráticos o Henry le salió rana. El monarca inglés decidió cambiar las reglas del juego y, para ello, hizo que el Parlamento aprobase una ley que lo declarase Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra, lo que suponía una nueva ruptura para Roma, que bastante tenía con pensar en una contrarreforma a la reforma. Pero el conflicto planteado en Un hombre para la eternidad (A Man for All Seasons, 1966) no trata de una cuestión religiosa, ni cisma ni reforma alguna, aunque haya un poco de todo eso, pero más que de otra cosa, este prestigioso film de Fred Zinnemann, a partir del guion de Robert Bolt —suya también es la obra teatral que adapta—, trata de una cuestión de la individualidad frente a la presión del Estado y del sistema legal sobre el que se sustenta. Se trata de la ley natural y la ley positiva, de la libertad de conciencia frente a la presión de los estamentos monárquicos o, más cercano al tiempo de rodaje de la película, frente a cualquier caza de brujas en cualquier estado democrático del siglo XX —y ya puestos, también del XXI. Pero el personaje principal de la película de Zinnemann no es un hombre del siglo XX, aunque fuese más tolerante que la mayoría de los cancilleres más famosos de la centuria de las dos guerras mundiales. Se trata de uno de los humanistas arriba nombrado, Tomás Moro, el autor de esa ilusa creación literaria llamada Utopía. Abogado, juez, teólogo, político, Moro fue un prohombre de su época, respetado por muchos, envidiado por otros tantos, incluso fue apreciado por el regio Enrique (Robert Shaw) antes de pretender que todos sus súbditos importantes jurasen fidelidad a su causa. Pero con Tomás hace una excepción, le dice que sencillamente le basta con que se mantenga al margen, y eso es lo que hace su antiguo canciller. No obstante, su negativa a prestar juramento, le sitúa en una complicada posición, sobre todo, con las intrigas e intereses en juego, con el arribismo y la mezquindad de su tiempo. Zinnemann pone a su protagonista solo ante el peligro, lo sitúa en una postura similar a la de Gary Cooper en High Noon (1952), pero sin opción a una victoria física, aunque sí a una moral. No obstante, el Tomás Moro interpretado por Paul Scofield es un hombre que se contradice, al menos cuando le pide, suplica, exige, a Alice (Wendy Hiller), su mujer, que le diga que entiende su decisión, después de que ella le diga varias veces que no la entiende. Pretende que reniegue de su creencia, cuando él no da el brazo a torcer con la suya. Es la contradicción humana, pero, aparte de esa pequeña laguna que todos compartimos, Tomás es un hombre que no puede ceder, porque no puede traicionarse, pues ya no se trata de un capricho, o de orgullo, se trata de traicionarse como hombre, de renegar de sí mismo por una imposición que le haría sufrir más que la propia amenaza de muerte que se cierne sobre él.

miércoles, 17 de abril de 2019

Julia (1977)



Realidad física
: una habitación, el ahora, dos niñas de doce años, dos camas gemelas, sonidos, que en sus cerebros se convierten en palabras, más palabras, otros ruidos...

Interpretación (o pensamiento), tiempo presente, de dicho ahora: "¡qué este momento no acabe nunca!"; "cambiaremos el mundo, juntas"; "¿qué puedo decir?"; "¿cómo sorprenderla?"; ¡qué se calle ya!; ¡no la soporto cuando se pone así!...

Memoria (el ayer desde el hoy): <<Julia y yo estábamos tendidas en dos camas gemelas y ella recitó trozos de poesía [...]: a Dante en italiano, Heine en alemán, e incluso a pesar de que no podía comprender ninguna de las dos lenguas, los sonidos eran tan bonitos que sentí una dulce tristeza como si hubiera mucho por delante en el mundo, mucho que sería estupendo y satisfactorio si alguna vez lograba encontrar mi camino.>>1


La realidad se ubica en un espacio físico y en un tiempo presente. Es objetiva, aunque no para nosotros, pues se vuelve subjetiva en las múltiples interpretación existentes. Transcurrido ese tiempo concreto, la interpretación de la realidad nos acerca a la memoria, al recuerdo y al olvido, al espacio abstracto donde tras cobrar su forma subjetiva, consciente o inconscientemente, pretendemos hacer pasar por físico y objetivo el instante que recordamos y consideramos real. Esto conlleva que la realidad, sus posibles interpretaciones y la memoria de cada individuo difieran como también difieren el cine y la literatura, dos medios de expresión distintos, aunque, como sucede entre realidad-interpretación-memoria, existan vasos comunicantes e influencias en varias direcciones. Tomemos la novela como la realidad, al proceso de adaptarla —qué pretendo decir, qué descarto, qué ideas propias añado, cómo la visualizo— como la interpretación y las imágenes que vemos en la pantalla como la memoria, entonces ¿quién podría exigir a la memoria fílmica ser idéntica a la realidad literaria que la inspira? Partiendo de cuanto he expuesto hasta ahora, el espacio real en el que se ubica Julia (1977) es un tiempo presente al que no tenemos acceso, salvo por la interpretación que del mismo hace la narradora, una Lillian Hellman de quien nada sabemos, salvo que dice ser anciana y que se dispone a rememorar el pasado expuesto en la película de Fred Zinnemann.


Las palabras de la escritora entremezclan momentos del ayer, de su memoria, y por tanto de su realidad subjetiva, donde habita idealizada la figura de Julia (Vanessa Redgrave), también la de Dashiell Hammett (Jason Robards), su compañero durante treinta años de relación y altibajos. A
 primera vista no se trata de un relato ficticio, ya que suponemos hechos vividos por la Lillian Hellman real, los cuales plasmó en el tercer capítulo de Pentimento, uno de sus tres libros autobiográficos, escrito en 1974. Pero, más si cabe por este motivo, se aleja del espacio objetivo para dar forma a la idealización de su amiga, a quien nombra Julia, aunque este no fuese su verdadero nombre, o que incluso no hubiese existido, o quizá sí, pero como mezcla del ser real y el imaginado e idolatrado. La primera imagen que descubrimos de Lillian Hellman (Jane Fonda), en su barca sobre la superficie del lago donde pesca en soledad, resulta evocadora, porque existe en la nostalgia de un tiempo lejano que ella observa desde el presente, y que de tal manera se aproxima a nosotros. Desde ese primer pretérito accedemos a uno anterior, durante el cual contemplamos a Lilly y Julia, todavía niñas, compartiendo momentos que las unirá más allá de los años y del distanciamiento geográfico.


Los intercambios temporales resultan fundamentales en la adaptación de 
Fred Zinnemann, que expuso los hechos intercalando momentos (pensamientos) como la propia autora hace en su (auto)relato. De tal manera en la relación establecida por el cineasta, entre realidad literaria y memoria cinematográfica anuncia fidelidad a la primera, y esta sensación se agudiza cuando pretende ser una recreación exacta del viaje que Hellman describe en las páginas de su libro, un viaje por sus recuerdos (físicos en la pantalla), que nos llevan a un Berlín en pleno auge y dominio nazi, donde se produce su último encuentro con su amiga, a quien había visto con anterioridad en el hospital vienés donde aquella se recupera de las agresiones sufridas tras las protestas anti-totalitarias en las que había participado. Por todo cuanto representa, Lillian siente admiración y devoción, amor y, en algún momento de su vida, puede que deseo por Julia, pero también visualiza en su memoria su vida con Hammett, su dificultad para dar forma a su primera obra, el éxito de esta,...; los interpreta y, por tanto, los adapta a sus inquietudes, emociones y sentimientos, aquellos que le llevan a recrear ideas e imágenes de la infancia y de la primera madurez, ambas ya lejanas, que le inspiran en el presente desde el cual se despide consciente de que nunca olvidará a Julia y a Dash.


1.Lillian Hellman. Pertimento (traducción Marta Pessadorrona). Argos Vergara, Barcelona, 1977

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Gente en domingo (Los hombres del domingo) (1929)



Parece el inicio de un chiste, ¿pero qué tenían en común un joven oriundo de una región polaco-ukraniana llamada Galicja, un vienés, dos hermanos nacidos en Dresde y un muchacho procedente de la actual República Checa? Común a todos ellos fue 
su nacimiento en territorios pertenecientes a Imperios centroeuropeos —el austrohúngaro y el alemán— que vieron su fin tras la Gran Guerra, su origen judío y su posterior asentamiento en los Estados Unidos, donde desarrollarían la mayor parte de sus carreras artísticas. A estas coincidencias habría que sumarle una cuarta, su encuentro en el Berlín anterior al triunfo del nacionalsocialismo, y una quinta: habían llegado a la capital alemana en busca de un porvenir, algunos sin pensar que lo encontrarían en el cine. La sexta coincidencia fue el joven medio de expresión que los unió en un experimento cinematográfico común, del cual, en la actualidad, se ha recuperado prácticamente su metraje original. Muchas películas rodadas durante el periodo mudo se perdieron para siempre; otras, parte de ellas y, a pesar de los esfuerzos de filmotecas, museos y fundaciones, que intentan recuperar y restaurar parte de ese legado artístico, a menudo resulta imposible encontrar rollos con las películas íntegras, tal como fueron concebidas por sus autores. En ocasiones afortunadas se recuperan gracias a colecciones privadas, aunque este no fue el caso de Gente en domingo (Menschen am Sonntag, 1929), que fue estrenada con una longitud de dos mil catorce metros de película, de los que se han podido recuperar mil ochocientos treinta y nueve; pero esta es una cuestión para conservadores e historiadores cinematográficos.


Más sencillo resulta hablar de los jóvenes encargados de filmar este experimento que mezcla documental urbano —si prefieren, llámenlo sinfonía—, con la ficción de cinco personas (actores y actrices por un día, como señalan los intertítulos) que disfrutan de su día de descanso en el Berlín de 1929. Aquellos jóvenes emprendedores, que se convertirían poco después en reputados directores, también tuvieron en común la salida de su país natal, bien por su deseo de aprender cine en Estados Unidos o bien por el ascenso al poder del partido nazi. Billy Wilder
 fue el encargado de escribir el guion, que se basó en un reportaje de Kurt Siodmak (posteriormente cambiaría la K por la C), que dirigieron los primerizos Robert Siodmak (hermano de Curt) y Edgar G. Ulmer, que había participado como ayudante y diseñador en Las financias del gran duque o El último, ambas películas dirigidas por el gran Friedrich W. Murnau. A estos cuatro talentos se unió un quinto principiante, Fred Zinnemann, que asumió las labores de asistente de cámara, formándose un quinteto que sería candidato a ganar el anillo de una NBA cinematográfica. Rochus GlieseEugen Shüfftan (fotografía), Moritz Seder (dirección artística) también formaron parte del equipo. Gente en domingo arranca en sábado, cuando Wolf aborda a una desconocida, Christl, a quien invita a pasar el domingo con él y con su amigo Erwin, cuya esposa ha decidido dedicar su día libre a pasarlo en la cama. El domingo, los berlineses se levantan con ánimo de pasarlo bien, es su día de ocio, y pretenden disfrutarlo tras una larga semana laboral. Los parques, las calles y las playas fluviales se llenan de gente que pasea, se baña, juega o simplemente coquetea mientras disfruta de la buena temperatura reinante; pero la cámara se centra con mayor frecuencia en Wolf, Erwin, Christl y su amiga Brigitte, esta última acaba manteniendo una relación con Wolf, el ligón del grupo, sin saber que para él sólo es una diversión dominguera. Por su parte, Christl no se toma demasiado bien que su amiga se líe con el chico que la ha invitado a pasar la jornada festiva, porque a ella también le gusta, si hubiese sido de otra forma no habría aceptado la propuesta de un extraño. La jornada transcurre plácidamente, son personas normales que necesitan escapar de la rutina diaria que amenaza con regresar la mañana del lunes maldito, el día en el que todo vuelve a ser gris. igual de cansino e igual de aburrido, pero siempre queda la esperanza de un nuevo domingo, que volverá a traer la libertad de un día exclusivo para cada uno de ellos.

domingo, 2 de septiembre de 2012

De aquí a la eternidad (1953)


A pesar de ambientarse en un campo militar durante los días previos y en la jornada del bombardeo a Pearl Harbor, 
De aquí a la eternidad (From Here to Eternity, 1953) no es un film bélico propiamente dicho; es decir, que ya que desde su inicio rompe las barreras del género y se decanta por el melodrama que nace de las relaciones, de los sentimientos (amor, amistad, rechazo,...) y de los comportamientos de cada uno de sus protagonistas, de quienes se presentan inquietudes, carencias, sueños y deseos que provocan su unión y su ruptura. El planteamiento realizado por Fred Zinnemann, a la hora de exponer cuanto sucede en sus personajes, resultó valiente para su época, aunque más lo habría sido de no haberse visto obligado a suavizar ciertos aspectos del film para superar la censura del código Hays (en vigor desde 1934 hasta 1967), sobre todo en cuanto al tono de las relaciones sentimentales que se desarrollan durante la película, aunque también por su crítica a los métodos empleados por algunos de los oficiales y soldados que salen en este film que se inicia con la llegada de Robert Prewitt (Montgomery Clif) a su nuevo destino en las islas Hawaii, donde no espera los constantes abusos a los que será sometido por orden del capitán Holmes (Philip Ober), como consecuencia de su negativa a boxear en el campeonato de la base. Prewitt se mantiene firme en su postura de no volver a ponerse los guantes porque no puede olvidar el combate en el que hirió de gravedad a un compañero; esa promesa, hecha a sí mismo, le permite aguantar estoicamente cuanto le viene encima. Aunque solo se observan los malos tratos que sufre Prewitt, también se sabe que su amigo, el soldado Angelo Maggio (Frank Sinatra), es víctima de las torturas del sádico sargento Judson (Ernest Borgnine), responsable de la prisión militar donde lo encierran después de saltarse su guardia y acudir a la ciudad en busca de diversión.


La película arranca meses antes del ataque sorpresa japonés a Pearl Harbor, cuando el soldado Prewitt llega a la isla e inicia una nueva etapa en el ejército, sin duda más dura que la anterior, porque en su nueva base se encuentra desprotegido ante los abusos consentidos y alentados por el jefe de la compañía. Prewitt resiste, muestra tozudez y un carácter que llama la atención del sargento Warden (
Burt Lancaster), suboficial en quien, oficiosamente, recae la responsabilidad del funcionamiento de la compañía, ya que el capitán Holmes resulta ser un incompetente que solo piensa en su ascenso, el cual pretende conseguir a costa de ganar el campeonato de boxeo. Fuera del ámbito castrense se producen dos relaciones amorosas: el idilio entre el sargento Milton Warden y la adúltera Karen Holmes (Deborah Kerr), la esposa del capitán (una relación que alcanza su momento más intenso cuando, tendidos sobre la arena de la playa, una ola remoja su pasión), y el romance entre Prewitt y Alma (Donna Reed), la joven que se gana la vida bailando con cualquier soldado que acuda al local y pague por sus servicios. Inicialmente, el suboficial se mantiene al margen de los hechos que rodean a Prewitt, sin embargo no puede permanecer alejado de la solitaria y desengañada señora Holmes, condenada a vivir con un hombre a quien desprecia. El amor que surge entre estos dos seres solitarios les aparta del vacío que ha dominado sus vidas al tiempo que les proporciona una esperanza que también comparten Prewitt y Alma, aunque esta se rompe poco antes de que se produzca el fatídico e inesperado ataque.

martes, 31 de enero de 2012

Chacal (1973)

El bestseller El día del chacal, escrito por el especialista en novelas de suspense Frederick Forsyth y publicado en 1970, fue adaptado por el guionista Kenneth Ross para que Fred Zinnemann rodase un minucioso seguimiento de chacal (Edward Fox), un asesino a sueldo inteligente, escurridizo, metódico y despiadado, contratado por un grupo terrorista denominado OAS y formado por antiguos miembros del ejército francés que han prometido vengarse de De Gaulle por haber la independencia a Argelia. Chacal (The day of the jackal) se inicia con un atentado fallido contra el presidente de la República Francesa, error que convence al triunvirato que lidera a la OAS para contratar los servicios de un profesional a quien nadie conozca y a quien nadie pueda seguir sus movimientos. Chacal acepta el encargo a cambio de 500.000 $, con la condición de que la mitad se le ingrese por adelantado en una cuenta suiza; en ese preciso momento pondrá en marcha los preparativos de un plan que pretende realizar rompiendo cualquier contacto con quienes le han hecho el encargo, cuestión que los presentes en la reunión aceptan dada la magnitud del asunto que se proponen llevar a cabo. Sin embargo, el servicio de inteligencia francés mantiene una constante vigilancia sobre los líderes principales de un movimiento clandestino que pretenden destruir, descubriendo mediante métodos expeditivos la posible existencia de un hombre que podría utilizar el seudónimo de chacal. La información resulta imprecisa y se obtiene gracias la confesión, bajo tortura, del único enlace que sale de la casa donde se ocultan los altos cargos de la OAS, ese hombre no sabe nada, salvo que se ha celebrado una entrevista con un tipo al que apodan chacal. La lucha contra el reloj por parte de las fuerzas francesas, a las que se unen las británicas, resulta un rompecabezas complejo de difícil resolución. Mientras los agentes de seguridad de ambas naciones se vuelcan en una misión vital para la seguridad del presidente francés, chacal ultima importantes detalles como la fabricación de un rifle que pueda camuflar en las aduanas o conseguir documentos falsos necesarios para el éxito de una empresa en la que no duda en eliminar a quienes considera peligrosos para mantener su identidad en secreto. Fred Zinnemann rodó con efectividad y precisión un thriller tenso que enfrenta en un duelo de movimientos a las dos partes implicadas, centrándose en la lucha entre el tesón e inteligencia del inspector Claude Lebel (Michael Lonsdale) y el escurridizo y astuto asesino, quien a pesar de saber que ha sido descubierto no da marcha atrás en sus intenciones, y continúa con un plan que considera perfecto, pues ese imprevisto entraba dentro de sus cálculos, pero en el que se convierte en presa. Chacal siempre lleva la delantera porque antes de iniciar sus movimientos ha estudiado las posibilidades hasta el más mínimo detalle, por eso el inspector Lebel siempre llega tarde, consciente de que cada vez le queda menos tiempo para que se produzca el atentado, en una fecha que todavía no ha descubierto, pero que sabe tarde o temprano llegará.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Solo ante el peligro (1952)



Arropado por sus amigos y al lado de Amy
  (Grace Kelly), Will Kane (Gary Cooper) se encuentra ante el juez de paz. Mientras, fuera, en el resto mundo, millones de vidas interactúan sin que ninguna pueda prever que encuentros y qué situaciones les deparará el siguiente instante. Will no lo sospecha, todavía ignora la llegada al pueblo de tres pistoleros que se dirigen a la estación a esperar a Frank Miller (Ian MacDonald), que acaba de ser puesto en libertad y que pretende ajustar cuentas con quien le envió a presidio cinco años atrás. Posiblemente, la sensación de ese tiempo haya pasado más rápida para Will que para el ex-convicto, al menos habrá sido diferente: pesado como una losa para Frank y más ligero para el sheriff. Pero ahora el reloj juega en contra de Will, que se entera de la que se le viene encima y opta por abandonar la villa. Es una reacción comprensible, sobre todo ante la insistencia de Amy, su ya mujer y, en una hora, puede que su viuda. Sin embargo, apenas unas millas viaje, decide regresar. Algo dentro de sí no le permite huir y le lleva de vuelta a las calles arenosas del pueblo, donde pretende reunir voluntarios y enfrentarse a los criminales con el apoyo de sus conocidos; pero a nadie agrada que haya regresado. Es un instante de impacto emocional: aquellos que creía sus amigos buscan excusas para no ayudarle, porque temen perder su vida ante los pistoleros. Los hay que permanecen al margen, porque aseguran que lo que ocurra entre Kane y Miller no es asunto suyo; también existe un grupo que afirman ser amigos del pistolero y que el sheriff se lo ha buscado. En ese momento, Kane comprueba como el pueblo que ha querido, por el que ha luchado, le vuelve la espalda y, por si fuera poco, también Amy está dispuesta a abandonarle, si no se marcha con ella.


Más o menos, esta sería la trama escrita por Carl Foreman —productor, guionista y director represaliado del mccarthismo— y que Fred Zinnemann dio forma cinematográfica en Solo ante el peligro (High Noon, 1952), uno de los western más famosos de la historia del cine. Y lo es por varios motivos.
Primero, su situación temporal transcurre en el mismo tiempo que dura el metraje, esto eleva la tensión hasta un punto en el que el espectador sufre al lado de Kane. Segundo, la interpretación de Gary Cooper es magistral; en su rostro se vive la tensión y la desesperación, pero también la desilusión ante la falta de apoyo de quienes tenía por amigos y por quienes habría dado su vida. Tercero, el soberbio fondo musical, compuesto por Dimitri Tiomkin, que acompaña el deambular por unas calles vacías, en las que sus habitantes se esconden, nunca se ofrecen y aguardan en sus casas o en el bar a que la tormenta pase. Cuarto, es una feroz crítica a la comunidad, a la sociedad en general, que da palmadas y brinda su apoyo cuando las cosas pintan bien; entonces todo son parabienes y ofrecimientos, pero cuando la tormenta amenaza o arrecia sobre la vida de uno de sus miembros, la espalda es lo primero que muestran. En este punto, se puede hablar de Solo ante el peligro como un reflejo del Hollywood de 1952 y de la realidad política-social que se estaba viviendo en Estados Unidos desde 1947 y la reacción de los “inocentes” ante la caza de brujas que pisoteaba los derechos básicos de sus sospechosos de comunistas o simpatizantes. Cinco, los relojes muestran el paso del tiempo, Kane comprende, cada vez que mira el movimiento de las agujas, que nada detendrá al enemigo mortal de los seres vivos, y que, haga lo que haga, el momento señalado llegará sin posibilidad de evitarlo. En definitiva, existen muchos motivos para decir que se trata de un excelente film, en el que un hombre debe enfrentarse, sin ayuda, a un peligro que no se merece y que, por sus convicciones, debe afrontar sin la menor esperanza, pero sí con dignidad (la misma de la que carecen sus convecinos).

martes, 23 de agosto de 2011

Hombres (1950)


Finalizada la contienda se desata una nueva lucha, aunque esta resulta silenciosa, sin explosiones ni uniformes, pero igual de compleja. Las secuelas del horror, entre ellas la destrucción de poblaciones, las pérdidas materiales y humanas, la desesperanza o el hambre,... son aspectos a los que se enfrenta la posguerra durante la reconstrucción de sociedades desmoralizadas y vidas rotas, que se han visto afectadas por el conflicto hasta el extremo de sufrir alteraciones psicológicas, morales o físicas. Hombres (The Men, 1950) muestra a un grupo de individuos que se han visto afectados por la perdida de sus capacidades motoras y sus consiguientes secuelas físicas y psicológicas. Son seres que se encuentran perdidos, ya no saben o no quieren adaptarse a un mundo en el que antes se movían a la perfección; para ellos, parte de su existencia ha muerto en la batalla. Necesitan reconstruir su alma y su cuerpo, aceptar una nueva y dura realidad, si pretenden conseguir una existencia normal. El objetivo no resulta fácil para ninguno de los afectados; algunos llegarán a alcanzarlo y superarlo, otros no. Por el camino quedará el esfuerzo, el sufrimiento y la falta de confianza ante los demás, en quienes encuentran una compasión que no desean, escrita en sus miradas, y quienes les recuerdan que nunca volverán a ser como eran antes de la contienda. El caso de Ken (Marlon Brando, en su debut cinematográfico), teniente herido en combate, es uno más entre los miles que se producen en cada enfrentamiento bélico; ninguno es noticia de primera plana, tan sólo seres desconocidos que, tras su regreso al hogar, deben enfrentarse a una guerra tan dura como en la que han combatido. Su cuerpo está destrozado, cruda realidad que le produce una reacción negativa, puesto que mente y sentidos le indican que ha perdido parte de sí mismo y se convence de que nunca podrá vivir una vida plena. El resultado de su pensamiento le provoca una trauma psicológico que acarrea el encierro en sí mismo y el posterior alejamiento de todo cuanto le rodea. Ken sufre, no desea ver a nadie, no quiere sentir la compasión de los demás; se convence de su necesidad de permanecer oculto y de no hacer nada, ¿para qué?, se dice. Esta fatal aceptación no escapa a la mirada comprensiva del doctor (Everett Sloane) que se encuentra a cargo del hospital, un médico que ha visto casos similares, de hecho, la habitación donde se encuentra el personaje de Brando está repleta de soldados que han regresado del frente en condiciones similares a las suyas. El doctor sabe que es posible una recuperación, siempre y cuando el paciente acepte su nueva situación, por ello pretende que supere ese estado de postración y autocompasión que le impide creer en la posibilidad de una vida plena. La tarea no resulta sencilla, ¿cómo explicar a una persona que ha sufrido una pérdida de ese calibre que debe continuar, superar y aceptar un futuro en el que no cree? No existe respuesta, sólo vale la aceptación y las ansías de vivir. Para el protagonista, estas ganas de vivir se traducen en la persona de Ellen (Teresa Wright), su antigua novia. Una joven que ha esperado su regreso porque desea estar a su lado. Ella cree sinceramente en sus sentimientos, asegura que está enamorada y que no le importa la nueva situación de Ken, afirmación que el soldado pone inicialmente en duda. Sin embargo, Ken se aferra a esa idea, es su oportunidad para poder superar el trauma que le domina. Lo primero que debe hacer es aceptar su situación y eliminar las falsas esperanzas que le permitan empezar a reconstruir su existencia. Desarrollada en casi todo su metraje en una sala de un hospital, Hombres muestra a un grupo de luchadores, cuya verdadera guerra empieza dentro de sí mismos y en ese preciso instante. Las dudas y el miedo son armas que les derriban, trampas que deben evitar si desean regresar al mundo real, pero, ¿quién en ese mundo puede comprender lo que les sucede?. Ellen lo intenta, su sinceridad es auténtica, pero ella también es humana, circunstancia que, naturalmente, acarrea momentos de flaqueza, que pueden afectar su relación con Ken y la recuperación de éste. Aceptar la humanidad de aquellos que se encuentran a su lado es una meta que Ken debe alcanzar si pretende dar el paso definitivo, que no es otro que vivir su propia existencia. Aceptarles con sus flaquezas significa aceptarse a sí mismo y recuperar una confianza que ha perdido, como consecuencia de la nefasta lucha en la que ha participado (la interna y la externa). Hombres deja claro que la guerra no termina en el campo de batalla, la firma de la paz no significa que las personas puedan mirar hacia otro lado y hacer como si nada hubiese ocurrido; existen secuelas que marcan a los participantes hombres. Fred Zinnemann planteó esta situación con corrección, pero no fue ni será el único, muchos han sido los directores que han intentado transmitir el sufrimiento y los miedos que habitan en las mentes de hombres, que como Ken han regresado a un hogar que ya no reconocen, porque ellos han sufrido, cambiado.