sábado, 29 de enero de 2022

Límite 48 horas (1982)


Estrenada la década de 1980, Billy Wilder fracasaba en la taquilla con Aquí un amigo (Buddy Buddy, 1981), una película de “colegas” a la fuerza, que adaptaba a Hollywood la exitosa comedia francesa realizada por Edouard Molinaro en 1973. A la postre, la película sería el último film del inolvidable director y guionista de El crepúsculo de los Dioses (Sunset Boulevard, 1950), pero, lo que son las cosas, un año después, Walter Hill probaba fortuna con otra buddy movie y alcanzaba el éxito que la taquilla le había negado al cineasta de origen centroeuropeo, aunque su film no era mejor que el de Wilder. Este no deja de ser otro ejemplo más que corrobora que no existe una fórmula absoluta que prevea la reacción del público, aunque cada día existan mejores medios y métodos para controlar y condicionar sus gustos y sus elecciones cinematográficas. Pero, aparte de los rasgos comunes a este tipo de películas de “amigos”, Límite 48 horas (48 Hrs., 1982) no encuentra su referente próximo en el último film de Wilder, ni en el de Molinaro, sino en la más seria, arrítmica e irregular El rastro de un suave perfume (Hickey and Boggs, Robert Culp, 1972), cuyo guion corrió a cargo del propio Hill. Ya en labores de director, el realizador de The Warriors (1979) volvería a la investigación policial, la acción, la atracción/rechazo, personajes opuestos condenados a entenderse y a la comedia en la secuela 48 horas más (Another 48 Hrs., 1990) y en Danko: calor rojo (Red Heat, 1988), que también encuentra su tono en las diferencias de personajes inicialmente antagónicos. En esa unión de opuestos, condenados a entenderse, reside parte de la comicidad del film, que también encuentra un modelo a seguir en el rechazo y acercamiento de la pareja (Tony Curtis y Sidney Poitier) de Fugitivos (The Defiant OnesStanley Kramer, 1958), un drama a años luz de cualquiera de las comedias de acción nombradas. En Límite 48 horas la supuesta nota cómica cobra protagonismo en la presencia de Eddie Murphy, cómico televisivo en Saturday Night Live que debutaba en el cine, cuyo histrionismo y verborrea, fácil e innecesaria, chocan con la rudeza y laconismo del policía encarnado por Nick Nolte, su antítesis y su compañero a la fuerza —<<¡No somos socios! ¡No somos hermanos! ¡Ni siquiera amigos!>>, Jack se muestra contundente al respecto—, diferencia y situación que dan pie a las escenas que supuestamente invitan a la risa o a la sonrisa. Ambos unen sus fuerzas para resolver el caso que ha puesto a Reggie, el reo al que Murphy presta su físico y su “gracia”, fuera de la cárcel, ya que se trata de un convicto en quien el policía busca colaboración, porque le necesita para dar con el paradero del criminal que persigue y así cerrar la investigación que lleva a cabo. En definitiva, son una pareja de poli y caco condenada a entenderse; por lo que argumentalmente no aporta novedad alguna al cine de amigos, ni al cine de acción. En todo momento, Límite 48 horas es una película que se apoya y abusa de ese doble sentido, atracción-rechazo, que une a su pareja protagonista, un dúo que precede al también exitoso formado por Mel Gibson y Danny Glover en Arma letal (Leathal Weapon, Richard Donner, 1985); en su doble planteamiento: el racial y el compañerismo a la fuerza. Pero la doble finalidad perseguida por Límite 48 horas, la de hacer dinero y entretener sin complicarse, se cumplió y eso es lo que el cine comercial demanda a cualquiera de sus trabajadores y Hill, que venía de realizar La presa (Southern Comfort, 1981), película de mayor complejidad psicológica, necesitaba un éxito de taquilla como el que significó este film que situaba a Murphy en la senda que le conduciría a la cima del cine comercial en Superdetective en Hollywood (Beverly Hills Cop, Martin Brest, 1984) y El príncipe de Zamunda (Coming to America, John Landis, 1988).



viernes, 28 de enero de 2022

La ofensa (1972)


La introducción de La ofensa (The Offense, 1972) remarca su carácter psicológico mostrando el espacio (la comisaría) y los personajes como si formasen parte de la pesadilla sufrida por el veterano sargento Johnson (Sean Connery), pues, al llegar a él y encuadrar su rostro desorientado, que recupera su lucidez, las imágenes alteradas en su ritmo y en su nitidez —agudizada su paranoia con el uso de notas musicales que las acompañan— asumen su pulso natural, aunque sin que la tensión y el desasosiego generados desaparezcan de la atmósfera fílmica pretendida y lograda por Sidney Lumet. Minutos después, cuando se comprende que el sargento investiga los secuestros y violaciones de varias niñas de doce años, la rabia, la furia y la impotencia que laten en el policía interpretado por Connery, en un papel arriesgado —más si cabe para alguien a quien todavía asociaban con el héroe invencible y chulesco de la saga Bond— y de gran complejidad del que sale triunfante, se dejan ver en su rostro y escuchar en palabras que evidencian sus prisas por dar con el criminal y así evitar nuevas víctimas. El arranque evidencia que La ofensa es un film psicológico, pero decir que una película de Lumet presenta profundidad psicológica es referirse a la mayoría de sus películas, puesto que sus protagonistas están en situaciones que desnudan su carácter y lo ponen a prueba en situaciones extremas que afectan sus mentes, más que sus cuerpos: el jurado de 12 Angry Men (1956), el presidente de Fail Safe (1964) el prestamista, el profesor de Childs’s Play (1972), Serpico o el sargento Johnson, cuya furia se desata sobre Baxter (Ian Bannet) a quien considera culpable de los delitos. En ese instante, sin que inicialmente apenas nos demos cuenta, Lumet explica la escena que abre La ofensa, puesto que la pesadilla es real y corresponde a ese momento de violencia en el que el policía habla, castiga y golpea al sospechoso para sacarle una confesión que no logra y, quizá inconscientemente, también para descargar la rabia creciente, apenas contenida, desde que se empezaron a producir los asaltos a las niñas. Esto en apariencia, la realidad se descubre al final, en unas escenas de gran intensidad emocional y de violencia tanto física como mental.


Desde sus primeros pasos cinematográficos hasta los postreros, la psicología de los personajes es fundamental para Lumet. Forma parte de su filmografía y ofrece un punto común a sus films: la profundidad emocional que humaniza a sus personajes y los muestra en su entereza, en su fragilidad mental, en su soledad o, en el caso de Johnson, ante una existencia de <<silencio, vacío, gente muriendo>>, <<silencio, vacío, gente muriendo>>, como él mismo repite a su mujer (Vivien Merchant) durante el único momento de sus dieciséis años de matrimonio en el que le habla de su trabajo, lo cual, entre la tensión del instante, permite comprender parte de su mente herida. La otra parte la iremos descubriendo en el careo de Connery con Trevor Howard y en la parte final de este espléndido derrumbe psicológico filmado por Lumet, el de un hombre que ha vivido durante las últimas dos décadas una existencia que acumula imágenes de las víctimas y de los casos que martillean su mente junto al fracaso personal en un matrimonio insatisfactorio, en el que la incomunicación, la decepción, las recriminaciones calladas y el sufrimiento marcan una relación en la que ni ella ni él son felices. Para el policía el día laboral no termina nunca. No puede separar su profesión de su vida privada, como le aconseja el superintendente (Trevor Howard) durante el cara a cara que ambos mantienen tras el fallecimiento de Baxter, en quien, aparte del culpable, el policía ha visto un posible reflejo del abismo que empieza a ocupar su pensamiento. ¿Pero cómo? ¿Cuál es el límite de la mente humana? ¿Hasta dónde puede aguantar la de alguien que lleva veinte años viendo muertes, vacíos, indiferencia, dolor, sangre… que se fijan en su cerebro, en su cotidianidad, en su existencia? La respuesta no se encuentra en un caso concreto, que precipita su desequilibrio o su caída, sino de una acumulación, en la que el caso Baxter es la gota que colma el vaso, el punto sin retorno para la ofensa de dos décadas enfrentándose a crímenes y a la indiferencia de una sociedad civilizada y humana que se desentiende, que prefiere ignorar —Johnson, furioso, ya le recrimina a la testigo que no hubiese acudido antes, o a su mujer que vomite cuando le habla de su trabajo—, y así tener una vida más placentera que las miserias diarias que el inspector no puede cambiar.



jueves, 27 de enero de 2022

Walter Hill. Paseando por el western


Aunque en su primer film se decantó por la acción en un entorno de depresión económica y de peleas aficionadas en El Luchador (Hard Times, 1975) —regresaría a los combates en Invicto (Undisputed, 2002)—, Walter Hill fue de los pocos cineastas estadounidenses que debutaron en la dirección en la década de 1970 y que optaron por el western como uno de los géneros principales por donde transitar sus intenciones cinematográficas. Otros podrían ser Clint Eastwood, Michael Cimino en La puerta del cielo (Heaven’s Gate, 1980) o John Carpenter, aunque este último nunca lo ha hecho de modo directo, sino disfrazando el género de ciencia-ficción, terror o acción. Hill lo hizo cabalgando por el viejo oeste en Forajidos de leyenda (The Long Riders, 1979), Gerónimo (Geronimo: An American Legend, 1993) y Wild Bill (1995) o, mismamente, paseando su gusto por el género en la serie Deadwood (2004) y, también para la televisión, en la miniserie Broken Trail (2006); y ya en el “presente”, en la acción transfronteriza del grupo salvaje de Traición sin límite (Extreme Prejudice, 1987) o sobre el asfalto en The Warriors (1979) y Calles de fuego (Street of Fire, 1983). Sus inicios fueron como auxiliar en un episodio de la serie Gunsmoke (1967) y en películas como El caso de Thomas Crown (The Thomas Crown Affair, Norman Jewison, 1968), Bullit (Peter Yates, 1968) y Toma el dinero y corre (Take The Money and Run, Woody Allen, 1969), colaboraciones y aprendizaje que van apuntando y perfilando los gustos del futuro cineasta: western, policíaco/acción y comedia. Pero sus influencias no beben tanto de Jewison o de Allen como de Hawks y de mercenarios de cine que, teniendo su origen en Kurosawa y continuación en Leone, también él llevó a la pantalla en El último hombre (Last Man Standing, 1996) o de “outsiders” de la talla de Sam Penckinpah, para quien había escrito el guion de La huida (The Getaway, 1972). En Límite 48 horas (48 Hrs., 1982) se decantó por la acción, otro de sus géneros habituales, y le añadió comedia al asunto, obteniendo un éxito considerable que daría pie a 48 horas más (Another 48 Hrs., 1990), de patrón similar, aunque carente de la sorpresa que, para el público, pudiese tener la primera: una película de “colegas” que encuentra su referente próximo en El rastro de un suave perfume (Hickey and Boggs, Robert Culp, 1972), cuyo guion corrió a cargo de Hill y el protagonismo recayó en Bill Cosby y en Culp, que dan vida a dos detectives privados antagónicos. Volvería a emplear la acción, la atracción/rechazo entre personajes opuestos y la comedia en Danko: calor rojo (Red Heat, 1988), que también encuentra su tono en las diferencias que evidencian sus dos protagonistas: un oficial soviético interpretado por Arnold Schwarzenegger y un policía estadounidense con la jeta de Jim Belushi, pero estos dos títulos de acción resultan menos interesantes que Drive (The Drive, 1976) o que La presa (Southern Comfort, 1981), dos de sus mejores películas. Entre estos dos títulos, también se aventuró en la producción, probando fortuna en Alien (Ridley Scott, 1979) e iniciando así su fructífera y longeva relación con la exitosa saga de la que ha sido productor junto a Gordon Carroll y David Giler.


Filmografía como director


El luchador (Hard Times, 1975)


Driver (The Driver, 1976)


The Warriors (1979)



Forajidos de leyenda (The Long Riders, 1980)

La presa (Southern Confort, 1981)


Límite 48 horas (48 Hrs., 1982)


Calles de fuego (Streets of Fire, 1984)



El gran despilfarro (Brewster’s Millions, 1985)

Cruce de caminos (Crossroads, 1986)


Traición sin límites (Extreme Prejudice, 1987)



Danko: calor rojo (Red Heat, 1988)

Johnny el Guapo (Johnny Handsome, 1989)


48 horas más (Another 48 Hrs., 1990)


El tiempo de los intrusos (Trespass, 1992)


Gerónimo (Geronimo: An American Legend, 1993)



Wild Bill (1995)

El último hombre (Last Man Standing, 1996)


Supernova (2000)


Invicto (Undisputed, 2002)


Broken Tail (2006) (miniserie de dos capítulos)


Madso’s Ward (2010) (telefilm)


Una bala en la cabeza (Bullet to the Head, 2012)


Dulce venganza (The Assignment, 2016)

miércoles, 26 de enero de 2022

Múnich en víspera de una guerra (2021)


<<Se han escrito muchos relatos de aquella memorable entrevista. No puedo hacer más que acentuar algunas características de lo ocurrido. No se invitó a Rusia. No se autorizó a los checos a participar en las reuniones. El gobierno checo fue escuetamente informado, en la tarde del 28, de que iba a celebrarse una conferencia entre los representantes de las cuatro principales potencias europeas. Se llegó a un acuerdo rápido entre los “Cuatro Grandes”. A las dos de la madrugada del 30 de septiembre, se redactó y firmó un documento conjunto. En esencia, se reducía a la aceptación del ultimátum de Goldesberg. El país de los sudetes sería evacuado en cinco etapas, que empezarían el 1 de octubre y terminaría en diez días. Una comisión internacional determinaría las fronteras definitivas. Se presentó el documento a los delegados checos a los que al fin se había permitido ir a Múnich para enterarse de las decisiones tomadas.>> (Winston Churchill: Memorias)


Obviamente, por razones de fechas, uno de los relatos de aquella memorable entrevista aludidos por Churchill no fue la ficción que
Robert Harris relata en su novela Múnich (2017), que Christian Schwochow lleva a la pantalla en Múnich en víspera de una guerra (Munich: The Edge of War, 2021), una película que pretende intriga y tensión apoyándose en los instantes previos y en el momento en el que se celebra la reunión. Schwochow inicia el film en 1932 para exponer la amistad entre Hugh Legat (George MacKay) y Paul von Hartman (Jannis Niewöhner), dos estudiantes de Oxford, inglés y alemán, que rompen su relación como consecuencia de su divergencia ideológica. Pero desde ese primer compás de la película, hay algo que no funciona. Todavía dudo qué puede ser, pero no tardo en sospechar que se trata del “narcisismo” de la cámara, que se preocupa más de su propia imagen, la de sus encuentres, que de la de sus personajes, sus motivos, su historia. Esta tónica se agudiza mientras la acción avanza en 1938 y plantea la trama de espionaje que gira en torno al rencuentro de los dos amigos, ya diplomáticos de sus respectivos países, mientras se desarrolla el encuentro a cuatro bandas en Múnich, dejando de lado, como apunta quien sería nombrado primer ministro británico iniciada la II Guerra Mundial, a una de las partes interesadas (Checoslovaquia), y a Rusia, que, al igual que Estados Unidos, a pesar de su política aislacionista, habían ofrecido su ayuda a Neville Chamberlain para poner fin a las discrepancias entre las democracias europeas y la Alemania nazi. El político inglés las rechazó por temor a dar un paso que pudiese precipitar el enfrentamiento armado, que a esas alturas, e ignorando las últimas opciones que le habían propuesto soviéticos, estadounidenses e incluso un sector de la política británica, ya era inevitable cuando acudió a Baviera para reunirse con un lobo entre ovejas; mientras que el Primer Ministro era un cordero con piel de gentleman, probablemente una buena persona, y, a juzgar por los resultados de su gestión, un mal político, o inadecuado para un tiempo de crisis al nivel de la complejidad y de la fiereza que se vivió entonces, un entonces que venía advirtiendo con evidencias tangibles hacia donde se dirigía Europa.

<<Yo sabía lo que no podían ver los millones de habitantes de la capital inglesa que me rodeaban: que con Austria caería Checoslovaquia y que, después, Hitler tendría el camino despejado para apoderarse de los Balcanes; sabía que el nacionalsocialismo, con Viena en su poder y gracias a la peculiar estructura de la ciudad, tenía en su inflexible mano la palanca capaz de zarandear Europa y sacarla de sus goznes>> (Stefan Zweig: El mundo de ayer. Memorias de un europeo)


<<Hitler enjuiciaba a los hombres de Estado de los potencias occidentales, según las impresiones que había recibido hasta entonces. Su sentido político, altamente desarrollado, le hizo ver que la mayoría del pueblo francés y sus dirigentes no buscarían en la solución de este problema, basado en la injusticia, un motivo para una guerra. En forma análoga enjuiciaba el estado de ánimo del pueblo inglés, con el cual quería vivir en paz. No se engañaba. El primer ministro inglés, Chamberlain, y el presidente del Consejo de Ministros francés, Daladier, se presentaron en Múnich, junto con el amigo de Hitler, Mussolini, y concertaron un acuerdo que legalizaba esta manera de proceder frente a Checoslovaquia>> (Heinz Guderian: Recuerdos de un soldado).


Pero la 
guerra solo era cuestión de tiempo y el cronómetro no jugaba a favor de los aliados, aunque la leyenda explicativa que cierra
Múnich en víspera de una guerra exprese que <<el tiempo extra del acuerdo de Múnich permitió a los aliados prepararse para la guerra y condujo a Alemania a la derrota>>. Estas palabras son engañosas, porque ese “tiempo extra” sirvió para que Alemania continuase su imparable rearme, o cuando menos habría que matizar la doble afirmación, y mucho, o no asumirla como una explicación válida para la victoria aliada o la derrota alemana en una guerra que los aliados ganaron, pero no por “el tiempo extra” concedido por la firma de Hitler (Ulrich Matthes) en un documento (papel mojado) que Chamberlain (Jeremy Irons) atesora como una posibilidad de paz y muestra con evidente satisfacción al regreso de su tercer encuentro con el dictador nazi; cuando resuelve la cuestión de los sudetes de un modo pacífico, similar a la quietud y silencio de los franceses cuando las tropas alemanas ocupan en 1936 la zona desmilitarizada de Renania. <<La más osada de todas sus empresas>>, recordaba Hitler durante la guerra, según apunta Albert Speer en las memorias que escribió durante su condena en Spandau; y con motivo, pues fue el primer órdago internacional del cual el dictador salió airoso. Posteriormente, anexiona Austria y unos meses después ocupa los Sudetes y crea el protectorado de Bohemia y Moravia. Entremedias se sitúa esta mezcla de cine histórico e intriga, aunque carece de ella. Por un lado, el resultado se conoce de antemano; y por otro, el realizador no logra el tono ni el punto que le permitan generar la tensión que, por ejemplo, sí se descubren en determinados momentos de Valkiria (Valkyrie, Bryan Singer, 2008), por citar un film que desarrolla una trama que también se conoce de antemano. La reunión en la ciudad bávara se erige en punto de encuentro para los protagonistas del film de Schwochow, pero resulta un escenario por donde pasean personajes que, por mucho que se esfuercen por disimularlo, carecen de un trasfondo psicológico veraz, salvo quizá Chamberlain, político que no consiguió tiempo para conducir a Alemania a la derrota, sino que logró una firma que sentenciaba a Checoslovaquia y, tras su caída, a Polonia y al resto de los países ocupados por las tropas alemanas. La guerra, como explica Churchill en sus Memorias, pudo evitarse si las democracias actuasen a tiempo y en consonancia. Hubo oportunidades, pero las decisiones e indecisiones, los intereses y el temor a una nueva guerra a escala internacional, la precipitaron. Una vez imposible de evitar, el conflicto armado no se ganó por los meses que separan la firma de Múnich de la invasión de Polonia. Se ganó por una serie de circunstancias y complejidades que han sido estudiadas por la historia, por historiadores y por protagonistas del momento. La precipitación alemana fue una de ellas, ya que todavía no poseía un ejército moderno —<<no teníamos ejército digno de tal nombre>>, recuerda Speer que le dijo Hitler respecto al año 1936; dos años después ya era digno de tal nombre, pero todavía no lo suficiente—, ni una economía de guerra (que no llegaría a implantarse hasta casi al final del conflicto bélico). Por otra parte, su líder no era quien de liderar en los momentos cruciales, durante los cuales asumió el mando militar sin formación ni estar preparado para ello. La situación de los aliados también fue fundamental, así como las malas decisiones: un ejemplo, la de abrir el frente soviético sin cerrar el británico. Fueron muchas las causas, y Múnich solo fue un trámite, un paripé con el que Hitler volvía a tomar el pelo, más que la medida, a sus posibles rivales internacionales mientras ganaba tiempo para continuar su plan y su fijación, expuesta en su Mein Kampf, el panfleto ideológico que escribió durante su breve encarcelamiento, en el que exponía su antisemitismo y sus ideas e intenciones respecto a los pueblos alemanes y al espacio vital.



martes, 25 de enero de 2022

El extraño del tercer piso (1940)


Aparte de su estética de serie B y de cine negro (claroscuros, sombras heredadas del expresionismo, analepsis y voz en off, que hace audible el pensamiento del protagonista), El extraño del tercer piso (Stranger of the Third Floor, 1940) es negra en su visión de los temas que propone con rapidez y agilidad, pero con la precisión y pesadilla suficientes para remarcar su postura hacia la pena de muerte. Por otra parte, Boris Ingster, que debutaba en la dirección tras venir desempeñando labores de guionista —aunque solo realizaría dos películas más: The Judge Steps Out (1948) y Línea secreta (Southside 1-1000, 1950)—, introduce la duda y la posibilidad de que cualquiera pueda matar o pensar en ello sin pretender hacerlo —como muestra en la relación entre Michael (John McGuire) y su vecino, el insoportable e intolerante Albert Meng (Charles Halton)—, lo que también supone introducir la diferencia entre el crimen real, el cometido, y el imaginado, la imagen peregrina en un instante de frustración, enfado o rabieta —por ejemplo, la escena de la amenaza de Michael, que no significa nada más que una reacción psicología frente al comportamiento del vecino. Aunque los haya, a Ingster no le interesan los culpables o los inocentes, ni resolver el suspense salvo para cerrar el film con un final acorde con el cine de Hollywood.


La trama es la excusa, del mismo modo que la intriga que, en relación al personaje de Peter Lorre —en un papel que inevitablemente me devuelve la magistral M (Fritz Lang, 1931) a la memoria—, introduce una estética expresionista o, más bien, que recuerda al expresionismo en el uso de las sombras y de los espacios, que devienen en escenarios de pesadilla, donde las formas se distorsionan para remarcar la realidad que afecta al personaje interpretado por John McGuire. El cineasta de origen letón se decanta por señalar la ambigüedad de la pena capital y, similar a lo que sucede en Los hermanos Karamazov, el declarado culpable es inocente del asesinato del que se le acusa, pero es indiferente lo que diga al respecto, pues el deseo de creer en su culpabilidad, la necesidad de encontrar una conclusión plausible y un culpable, más que las pruebas, determina el veredicto que dictamina el jurado durante un juicio que el realizador expone de una manera distendida; introduciendo pinceladas de humor en las cabezadas del juez y de uno de los miembros del jurado, a quien el primero recrimina por hacer lo mismo que él hace. En El extraño del tercer piso no existen pruebas concluyentes, solo un testigo, Michael, que ve al acusado en el lugar del crimen, al lado del cadáver. Como periodista y testigo, tiene que contar lo que vio, pero lo que uno ve no siempre es la verdad de los hechos, solo circunstancias que llevan a interpretar la realidad. No obstante, su declaración es suficiente para que el jurado declare a Briggs (Elisha Cook, Jr.) culpable de homicidio en primer grado, veredicto que supone ejecución y muerte. Y solo las palabras y la reacción de Jane (Margaret Tallichet), la novia del periodista y personaje clave en la resolución del suspense, provocan las dudas en Michael, que empieza a replantearse lo que vio y, por tanto, la culpabilidad o la inocencia del hombre a quien, tras su declaración, condenan a muerte.



lunes, 24 de enero de 2022

José Isbert. “Entrañable y nunca tópico”


La historia del cine español se encuentra plagada de grandes cómicos que, sin gozar del estatus de estrellas o prima donna y primo uomo que pudiesen ostentar los Rafael Durán, Amparo Rivelles, Ana Mariscal, Fernán Gómez, Sara Montiel, Carmen Sevilla, Francisco Rabal, Aurora Bautista, Fernando Rey, Conchita Montes, Arturo Fernández, Concha Velasco o Imperio Argentina, lograban con aparente sencillez y naturalidad que las películas en las que participaban estableciesen mayor complicidad con el público y despertasen simpatías que sin ellos serian imposible. Llamados actrices y actores secundarios, característicos o de reparto, la mayoría de estos grandes cómicos poseían formación teatral y una desenvoltura en la pantalla que, sumada a su talento y comicidad, aportaba frescura allí donde la película la necesitaba. Su profesionalidad y su arte era tal, que igual aparecían unos pocos minutos en la película como asumían el papel protagonista en algún film y, en ambos casos, solían salir airosos. ¿Qué sería del cine sin su presencia? ¿Quiénes robarían protagonismo a las “estrellas”, o quienes posibilitarían parte de su lucimiento y harían las películas más humanas, cómicas y cercanas? Son muchos los nombres propios a añadir a los Julia Lajos, Juan CalvoGuillermo Marín, Manolo Morán, Juan Espantaleón, Julia Caba Alba, Antonio Garisa, Alberto Romea, Manuel Alexandre, José Sazatornil “Saza”, María Luisa Ponte, Luis Ciges, Agustín González o Chus Lampreave. Pero, quizá, más que ningún otro brillase el genuino y cercano José Isbert, que igual apoyaba la trama que protagonizaba la historia. De cualquier forma y en cualquier papel, de secundario no tenía nada. Su filmografía supera los cien títulos, aunque su época de mayor esplendor y reconocimiento cinematográfico le llegó entrada la década de 1950, brillando como nunca en ¡Bienvenido Mister Marshall! (Luis García Berlanga,1952), Fulano y mengano (Joaquín Romero Marchent, 1957), Los jueves, milagro (Luis García Berlanga1957), El cochecito (Marco Ferreri, 1960), El verdugo (Luis García Berlanga, 1963) o Los dinamiteros (Juan García Atienza, 1963). Tanto en papeles protagonistas como de reparto, este actor nacido en 1886, que debutó en el teatro a los diecinueve años —medio artístico por el que se decantó durante sus primeras décadas profesionales— y en el cine a los veintidós, interpretando al anarquista Manuel Pardiñas en el cortometraje El asesinato y entierro de José Canalejas (1912)se hacía con la pantalla y deleitaba al público con su presencia característica, de la que supo hacer virtud, empleando su voz, su escasa estatura, su particular rostro, su enorme humanidad para trenzar todo su ser y arte con hilos de talento y de comicidad, dando como resultado a un actor inolvidable e inimitable cuya escuela empieza y concluye en él y con él. Nunca cae en lo ridículo ni en la caricatura fácil, aunque algunos personajes parezcan caricaturescos o rocen lo inverosímil, mas nunca se alejan de la realidad que nos comunican; por la que deambulan sus sueños, sus pesares, su comicidad y también su humano patetismo, a menudo fruto de la picaresca, de la miseria y de la necesidad generada por el propio espacio social que transitan. Solo cabe recordar su don Anselmo para comprender lo grande que era su naturalidad interpretativa. Berlanga, que lo dirigió en cuatro ocasiones —Bienvenido, Mister Marshall, Calabuch (1956), Los jueves, milagro y El verdugo—, comentó a los autores del libro Bienvenido Mr. Berlanga (Carlos Cañete y Maite Grau) que <<Isbert era capaz de meterse en los personajes hasta convertirse en ellos mismos o, lo que es parecido, era capaz de convertir a los personajes en él mismo. Su aspecto físico y su voz, lejos de ser una imitación, le hacían tan particular y característico que resultaba siempre creíble y entrañable y nunca tópico. Era un hombre que reaccionaba de una manera muy instintiva, por lo que las indicaciones del director le sobraban casi siempre>>. Y casi siempre conquistaba al público con sus espléndidas interpretaciones y con su singular presencia en la pantalla.


Filmografía (incompleta)

Asesinato y funeral de don José Canalejas (Enrique Blanco y Adelardo Fernández Arias, 1912)


¡A la orden, mi coronel! (José Busch y Julio Roesset, 1919)


La mala ley (Manuel Noriega, 1924)


48 pesetas de taxi (Fernando Delgado, 1930)


La pura verdad (Florián Rey, 1931)


El bailarín y el trabajador (Luis Marquina, 1936)


Alma de Dios (Ignacio F. Iquino, 1941)


Aventura (Jerónimo Mihura, 1944)


Ella, Él y sus millones (Juan de Orduña, 1944)


El fantasma y doña Juanita (Rafael Gil, 1944)


La princesa de Ursinos (Luis Lucia, 1947)


El señor Esteve (Edgar Neville, 1948)


Pacto de silencio (Antonio Román, 1949)


Mi adorado Juan (Jerónimo Mihura, 1949)


Cielo negro (Manuel Mur Oti, 1951)


El capitán Veneno (Luis Marquina, 1951)


¡Bienvenido Mr. Marshall! (Luis García Berlanga, 1952)



Aeropuerto (Luis Lucia, 1953)

Carne de horca (Ladislao Vajda, 1953)


Todo es posible en Granada (José Luis Sáenz de Heredia, 1954)


Historias de la radio (José Luis Sáenz de Heredia, 1955)



Mi tío Jacinto (Ladislao Vajda, 1956)


Los ladrones somos gente honrada (Pedro L. Ramírez, 1956)


Calabuch (Luis García Berlanga, 1956)


Manolo guardia urbano (Rafael J. Salvia, 1956)


Fulano y mengano (Joaquín Romero Marchent, 1957)


Los jueves, milagro (Luis García Berlanga, 1957)



La vida por delante (Fernando Fernán Gómez, 1958)


El cochecito (Marco Ferreri, 1960)



La gran familia (Fernando Palacios, 1962)

El verdugo (Luis García Berlanga, 1963)



Los dinamiteros (Juan García Atienza, 1963)