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viernes, 24 de marzo de 2023

Tuset Street (1968)


Contar con una estrella puede ser positivo para la promoción de un film, pues indudablemente será el mayor reclamo para atraer al público a las salas, o también puede servir para que tu película deje de ser tuya e incluso para que te echen de lo que habías ideado, a lo que habías dedicado tu tiempo y puesto en marcha ilusionado o al menos con ganas de hacerlo bien. Esto último le sucedió a Jordi Grau con Tuset Street (1968), una película que pudo ser y que finalmente fue la acabada y firmada por Luis Marquina. Grau y Enrique Josa habían hecho un guion que Suevia Films se ofreció a producir tras la buena acogida en el Festival de San Sebastián de Una historia de amor (1966), el anterior trabajo del realizador barcelonés, pero una de las condiciones de la productora era que Sara Montiel la protagonizase —olvidaron advertirle a Grau las cláusulas del contrato de la actriz, que le permitían vetar la elección de su coprotagonista o del cámara—. Ante la imposibilidad de sacar su proyecto de otro modo, aceptó, consciente de que el protagonismo de la actriz manchega obligaba a cambiar la idea original.



La productora había contratado Ricardo Muñoz Suay para la producción y a Rafael Azcona para colaborar con Grau en el desarrollo del nuevo guion. No había problema, por iniciativa de Muñoz Suay se sumaron al proyecto algunos de los miembros de la llamada Escuela de Barcelona —Jacinto Esteva, Joaquín Jordá y Carles Durán—, todo parecía marchar por el buen camino, hasta que se inició el rodaje y la estrella, por algún motivo, se puso a la contra e hizo alarde de su divismo y se opuso al director: entre otras cuestiones, se quejaba de que la elección de la posición de la cámara la perjudicaba o que Grau  favorecía a otras actrices del reparto. Teresa Gimpera recordaba <<que estaba con Sara Montiel rodando Tuset Street (1968) en una escena con diálogo. Cuando en un rodaje hay un diálogo los actores profesionales se dan la réplica en persona, aunque la cámara no te enfoque. Pero cuando Sara hablaba yo sí estaba y cuando lo hacía yo, ella se iba y yo conversaba de cara a la pared.>> (1) Aquello apuntaba lo que finalmente sucedió: un desencuentro sonado cuya primera víctima fue el operador italiano Mario Montuori, que abandonó el proyecto tras un día de rodaje —años después, según cuenta Grau en sus memorias, el director de fotografía le comentó que su marcha fue debida a la diva, a quien había encontrado de talante hostil; no se parecía a la Sara Montiel que había fotografiado e iluminado en La Bella Lola (Alfonso Balcázar, 1962)—.



<<Lo que yo quería plantear en Tuset Street es lo mismo que la Escuela de Barcelona. Unos señores que se inventan una calle para vender calcetines, es lo mismo que unos señores que se inventan una escuela cinematográfica para vender películas. Esto es una cosa de mentalidad catalana. Cataluña, Barcelona, tiene una fusión entre griegos y fenicios. Hay dos culturas en Cataluña, los griegos, esta especie de artistas, sensuales por encima de todo, con el gusto de las cosas por las cosas. Y el comerciante, que va a sacarle las perras a cualquier cosa. Son dos tipos, que entre sí, se odia.>> (2) La idea inicial era hacer un film sobre las dos Barcelonas: <<la Barcelona profunda y misteriosa de los barrios bajos, simbolizada en El Molino, y la Barcelona alta, de nostalgias futuras, reflejada en utópicos vestidos de papel y músicas de importación.>> (3) Lo que vendría a ser algo así como una proletaria y popular, y otra burguesa, colorista y esnob, la de Tuset. Finalmente, de las dos Barcelonas se pasó a una película de dos caras: aquella en cuyas escenas no sale Sara Montiel y aquellas otras en las que aparece haciendo su personaje —suyo, porque está hecho a medida de sus posibilidades, para su lucimiento y ya visto en otras películas que protagoniza—, cantando y enamorándose. Su presentación no se produce de inmediato, primero conocemos a Jordi (Patrick Baucheau), un niño bien barcelonés que se aburre, y a Mariona (Emma Cohen), quien en ese momento descubre la infidelidad de Mik (Jacinto Esteva), uno de los amigos de Jordi, y ella se deja consolar por este. Ese primer momento apunta cierto aire pop y el cromatismo que Grau quería para la zona alta; el tono rosa en la ropa de Mariona, los amarillos en la decoración del piso o la iluminación en el ambiente nocturno donde se reúnen Jordi y amigos, y donde también baila la reina de la función o, en este caso, la de su película. Violeta Riscal luce peluca rubia platino y vestido negro, con abertura lateral de la cabeza a los pies (o en sentido contrario, si se mira de abajo-arriba) y adornos plateados que impiden que tela se suelte. Allí también se encuentra Jordi, a quien Mik reta a que le entre a la desconocida, que baila con unos movimientos más cercanos al cuplé o a la revista que a los ritmos corporales de finales de los sesenta. Lo que pudo ser solo puede especularse; lo que fue salta a la vista: un film para lucimiento de su estrella, aburrido, que apenas llega a captar ninguno de los dos espacios en los que se desarrolla: El Molino, donde Violeta canta sus números, y la Barcelona nocturna y esnob del Boccacio, The Pub, La cova del drac y demás locales donde Jordi vive su desidia en compañía de Mik, Mariona o Teresa (Teresa Gimpera), que, aparte de aburrirse e intentar ayudar a Jordi cuando surge su conflicto con la cantante, es el personaje que más y mejor luce y el más natural de Tuset Street.



(1) Teresa Gimpera a Luis Fernando Romo, entrevista publicada en el diario El Mundo, 22 de abril de 2020.

(2) Jordi Grau, en Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974.

(3) Jordi Grau: Confidencias de un director de cine descatalogado. Calamar Ediciones, Madrid, 2014.

jueves, 6 de junio de 2019

Noche de vino tinto (1966)


Vaya por delante que prefiero al
José María Nunes de Mañana (1957) y No dispares contra mí (1961) que al más vanguardista de Noche de vino tinto (1966), título seminal de la llamada Escuela de Barcelona; de igual forma que me decanto por el cine de los miembros del IICE y el policíaco barcelonés que por las películas circunscritas a la EB. Con ello, no quiero despreciar la ruptura propuesta por el cineasta, al contrario, solo que, vista hoy, la recibo desfasada. Aunque intente comprender o conocer el pasado, mi juicio y mi pensamiento viven en este y no en aquel momento; y esta cuestión condiciona mi mirada, como también la condiciona (a favor) la intención del realizador de poner tierra de por medio con el cine realizado con anterioridad en España y (en contra) el afán de transcender, pero sobre todo la sensación de desfase tiene su origen en los diálogos, que pretenden profundidad y rozan la pedantería que puede generar la exasperación en quien los escucha. Esto, unido a la forzada búsqueda existencial propuesta, provoca que la película no haya llegado hasta mí (hasta mi ahora) con la fuerza que todavía conservan La tía Tula (Miguel Picazo, 1963) y La caza (Carlos Saura, 1965), por citar dos películas realizadas en la meseta, o Los atracadores (Francisco Rovira Beleta, 1961), ¿Pena de muerte? (Josep Maria Forn, 1962) y A tiro limpio (Francisco Pérez-Dolz, 1963), por nombrar tres espléndidos policíacos realizados en Barcelona.


Portugués de nacimiento y barcelonés de adopción, 
Nunes, de sensibilidad anarquista y humana, desde su debut en Mañana (1957) ya se descubrió como un cineasta atípico, marginal, muy personal, que se apartaba del cine típico de la época para desarrollar su creatividad, sus ideas, sin miedo a las consecuencias comerciales y oficiales. Igual de atípicos descubrimos a los protagonistas de la búsqueda existencial expuesta en Noche de vino tinto; dos jóvenes anónimos y solitarios que se encuentran y persiguen en su noche común romper con su presente de desorientación. Es la herencia del pasado y de las costumbres burguesas que la viajera (Serena Vergano), así la llama el desconocido (Enrique Irazoqui), desea dejar atrás para acceder a su propia existencia, a la modernidad en la que pueda liberarse y ser ella misma, sin condicionantes impuestos por su familia o por su condición de mujer en una sociedad que le impide alcanzar la plenitud. Pero aquello que en su día habría pasado por transgresor y moderno, hoy puede aburrir, y la película de Nunes aburre por momentos, quizá porque no la vemos desde su época, lo que provoca que las influencias de las nuevas olas europeas, de la francesa por cercanía, chirríen. Viendo Noche de vino tinto recordé a Alain Resnais y su Hiroshima, mon amour (1959) y pensé en "Barcelona, mon amour" como título alternativo para el film de Nunes, por el esfuerzo a la hora de alcanzar la ruptura de la linealidad temporal, de los recuerdos que se convierten en imágenes desde la conversación de los dos noctámbulos que comparten atracción durante esa noche de bares, calles y vino en la que se conocen y, supuestamente, se sinceran, aunque en sus palabras, en las expresiones que emplean y en el afán de redundar su intención de alcanzar el cielo del vino tinto, se pierden y nos pierden. Lo que no se puede negar es la intención, algo siempre valorable y plausible, pues sin ella no existe un punto de arranque y sus posibles resultados. Aunque a mí no me convenza, hablo de ella desde el ahora, en el ayer la película de Nunes fue un soplo de aire renovador que sin duda influyó a otros títulos fundamentales de la Escuela de Barcelona, sin ir más lejos, Dante no es únicamente severo (Jacinto Esteva y Joaquim Jordá, 1967), película que presenta una intención de ruptura similar, más radicalizada y elitista, y la sospecha de querer ser algo que no es: el no va más de la modernidad cinematográfica, sin pensar que cualquier modernidad forzada vive en la brevedad temporal.

sábado, 24 de noviembre de 2018

Dante no es únicamente severo (1967)

De no existir renovaciones periódicas o, intentos de realizar algo diferente, el cine, como cualquier otro medio de expresión, caería en una prolongada y agónica monotonía. Y es verdad que, salvo excepciones, dicha monotonía ha estado ahí, instaurada desde los orígenes, perpetuándose en productos que, según su época, han repetido con mayor o menor éxito las mismas fórmulas. Ocurrió y ocurre, pero entre tanta homogeneidad también se han dado numerosos casos de ruptura (de forma o de fondo), no por los adelantos técnicos, sino por la escasez de medios, la agitación social del momento y la necesidad de gritar realidades incómodas (neorrealismo o el Tercer Cine latinoamericano), por la intención de algunos cineastas de alejarse de lo ya visto y hecho (las nuevas olas cinematográficas de finales de la década de 1950 y de la siguiente) o simplemente por la inimitable personalidad fílmica de los indispensables del séptimo arte. Quizá sea nadar a contracorriente, e intentar dar un paso diferente asuste, aleje del éxito, lleve al rechazo y, según el caso del país donde se produzca, a la censura y, en ocasiones, ni siquiera implique una ruptura total con lo ya visto, solo un paso más, incluso puede que equivocado, pero ese paso se convierte en indispensable para que se produzca el siguiente y así abrir vías opcionales a la línea trazada. No siempre el resultado ha sido satisfactorio, sin embargo es necesario que existan diferentes modos y perspectivas que abran esos caminos inexplorados (o poco explorados) que traigan nuevos aires al cine, un medio de expresión humano y, por tanto, vivo y en constante búsqueda de sí mismo. Esta evolución (mínima si se quiere) puede aplicarse a cualquier cinematografía, y, aunque sea a cuentagotas, en España encontramos ese cine distinto en cualquiera de sus etapas: en el silente al pionero aragonés Segundo de Chomón, a Nemesio M. Sobrevila en El sexto sentido (1929) o a Florian Rey en La aldea maldita (1930); en la República al Carlos Velo de Almadrabas (1934) o al Buñuel de Las Hurdes (1933); durante el decenio de posguerra a Rafael Gil en El hombre que se quiso matar (1942), Edgar Neville y Carlos Serrano de Osma o Llobet-Grácia con Vida en sombras (1948); y ya en el siguiente a Berlanga y Bardem, sin olvidarnos del Nieves Conde de Los peces rojos (1955), de Val de Omar y su Tríptico elemental de España (1955-1961), Fernán Gómez, Marco Ferreri o Carlos Saura y Los golfos (1959). Es cierto, fueron casos aislados dentro de un entorno cinematográfico que repetía las mismas propuestas y de un público que prefería la comodidad que implica consumir siempre lo mismo, como también fueron aislados los que les siguieron durante la década de 1960. A El cochecito (Marco Ferreri, 1960) y a El verdugo (Berlanga, 1963) habría que sumarle otro nuevo (y polémico en su momento) soplo de aire fresco con el retorno del eterno Buñuel con Viridiana (1961) y poco después con la trabada irrupción de los miembros de los llamados Nuevo Cine Español y Escuela de Barcelona, dos intentos distintos de romper con el cine hegemónico del momento. De esta última "escuela", tras Noche de vino tinto (José María Nunes, 1966), encontramos en Dante no es únicamente severo (1967) un título seminal y una película que se revelaba contra el clasicismo narrativo, contra el amodorramiento imperante en la sociedad urbana española y contra el uso del tiempo cinematográfico. A pesar de que el resultado no es del todo redondo, quizá autocomplaciente y algo pretencioso, sí trajo nuevos aires, aunque estos se encuentren influenciados por Buñuel, Godard e incluso Antonioni. Inicialmente planeada como un proyecto a cuatro bandas (Ricardo Boffil, Pere Portabelle, Jacinto Esteva y Joaquin Jordá), la película de Esteva y Jordá rompe con la linealidad temporal, de hecho juega con ella (como nos desvela la escena en la que el hombre retrasa las agujas del reloj y tanto él como la mujer retrocedan sobre sus pasos) y se abre a un prólogo, previo a los créditos, durante el cual observamos a un grupo de jóvenes, reunidos alrededor de una mesa en el exterior de un bar, que, salvo la modelo, ya no volverán asomar en la pantalla. Entre ellos se encuentran Esteva y Carles Durán, respectivamente co-director y ayudante de dirección de Dante no es únicamente severo, y la modelo que también cerrará el film, la misma cuyo ojo (operado durante el metraje) se inserta en varios planos que se introducen en la distante relación entre el hombre y la mujer, los dos personajes que sirven de escusa para introducirnos en una propuesta cinematográfica que fragmenta su discurso imposibilitando cualquier intento de narrativa convencional. Novedoso respecto al cine realizado en España, Dante no es únicamente severo se decanta por la visualidad subjetiva de sus realizadores, una subjetividad que es expuesta mediante la ruptura narrativa y la dislocación de planos y de secuencias, en color o en blanco y negro, de sueños, de historias imaginadas por la mujer ante el ninguneo masculino y de realidades que escapan al tiempo para sumergirse en un espacio humano también indeterminado.