miércoles, 10 de febrero de 2021

Mañana (1957)

Mientras crezcan, podrá volar

Cuando crezcan, mañana.

Hoy, es un instante,

un deseo constante,

un reflejo pasajero,

una idea peregrina.

Hoy, es, mañana, quizás

bajo manto estrellado,

un tal vez, sobre piedra

y pasos nunca dados.

Cuando crezcan, será ahora

Mientras crezcan, mañana.



Las líneas anteriores las escribí para otro texto, sin pensar en
Mañana (1957), pero, al sentir la sensibilidad de José María Nunes en su transitar nocturno y cinematográfico por “el quizá”, regresan aquí transformadas para introducir este cometario sobre una película que considero de las más poéticas del cine español de la década de 1950; y si me apuro, quizá también de su historia.


La poesía audiovisual de
Nunes es el ideal o el imposible, el sueño de mañana, el del “todavía puedo”. Es la ilusión que resiste mientras sea sueño, pero el “todavía” no alcanza el mañana, que no llega porque aún es ahora. Y el ahora de Mañana (1957) transita por la noche y la calle donde el chico (José María Rodero) nos habla mientras pasea por lugares vacíos de habitantes sin nombre de una ciudad que duerme. Sin disimulo y sonriente, nos habla de sí mismo, de su orfandad, de los sueños y de los singulares que conoce y que nos presenta en cuatro historias. Omite su nombre. Podría ser cualquiera, podría ser nadie o uno de los hombres y mujeres que sueñan con un mañana que quizá llegue después de la noche, su amiga, y de caminar por esa calle, su casa. El guía vive en el instante, en el tránsito entre el hoy y el quizá mañana. ¿Pero que es ese quizá? ¿Quién puede materializarlo o alcanzar el mañana, si escapa en el mismo momento en el que anuncia su aparición? Nunca espera, salvo en la idea que aguarda: la ilusión que quizá se cumpliría de poder hacer hoy ese por venir que da título al primer largometraje de Nunes. El muchacho es un personaje atípico dentro de la cinematografía española de la época, es atípico porque también lo fue el cineasta hispano-portugués. Ambos hablan de ilusión, y no existe mayor ilusión que la de ser libre, y libre se presenta el personaje de José María Rodero, libre de la necesidad de ser como los demás. <<Mañana sin falta cambiaré, buscaré trabajo... Pero el mañana está a veces tan lejos>>. Sus palabras nos hablan de él, pero, sobre todo, nos guían en silencio por la mendicidad del anciano don Felipito (Manuel Díaz González), por el concierto del bueno de Silvestre (James Hayter) en la fábrica de galletas en la que cada noche, desde hace dieciséis años, sueña con ser concertista de clarinete, o la noche blanca de la chica (Anna Amendola) y el chico (Carlos Otero), soñadores enamorados en el ahora en el que aguardan a mañana. Puede que ese tiempo impreciso, futuro de fantasía, sea fruto de la ilusión, del miedo a no conseguirlo o de la pereza a dar el paso y caminar al encuentro de ese día que al amanecer, tras el paseo por la noche, su amiga, y la calle, su casa, vuelve a ser hoy. Ya es tarde y será mejor dejarlo para mañana, para que continúe el sueño y la esperanza o la desesperación de sentir que nunca llegará ese después de ilusiones donde viven atrapadas, sin llegar a ser, porque, solo existen en el <<quizás mañana>>. Esa es la felicidad o la triste realidad de los sueños, que son imposibilidades oníricas condenadas a solo ser en el mañana que no llega; como comprende el payaso (José Sazatornil) que quiere hacer reír, porque ve a la gente triste, pero nadie hay más triste que él porque ha intentado hacer hoy, mañana...




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