miércoles, 3 de febrero de 2016

Los peces rojos (1955)


1955 fue un año clave para el cine español, al estreno de Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955) y a las Conversaciones Cinematográficas de Salamanca, donde se expuso la necesidad de dotar a la cinematografía autóctona de modernidad, compromiso y realismo, habría que sumarle la película que José Antonio Nieves Conde estaba rodando durante aquella reunión a la que no pudo asistir. Se trataba de Los peces rojos (1955), un film psicológico que se alejaba del realismo pretendido por los presentes en la cita salmantina, aunque no por ello deja de ser una de las producciones más atípicas, modernas y destacadas de la historia del cine español. En ella el cineasta huyó de planteamientos realistas como los empleados en Surcos (1951) y se decantó por una narrativa que asume características del drama y del cine negro, pero que destaca por la opresiva fantasía que atrapa y condiciona el comportamiento de la pareja protagonista. La compleja puesta en escena de Nieves Conde se inicia con el mar embravecido golpeando las rocas de la costa asturiana, imagen que se repetirá a lo largo del metraje como recurso que posibilita los saltos temporales que muestran las existencias de Hugo (Arturo de Córdova), novelista frustrado, e Yvon (Emma Penella), actriz de variedades, antes de su estancia en Gijón, a donde llegan acompañados de Carlos, el hijo del escritor y a quien la corista desea por su dinero. Gracias a los encuadres y a los travellings, que la cámara realiza dentro del hotel gijonés donde se alojan, se intuye que la pareja vive entre la realidad y la ficción que enfrentan deseos y frustraciones que convergen en la figura invisible del hijo natural de Hugo, que nunca asoma en la pantalla, aunque esto no evita que su presencia sea constante, más bien la potencia hasta el extremo de convertirlo en un espectro que afecta a quienes lo nombran.


En un primer instante, Los peces rojos transita por la intriga policial que se genera a raíz del supuesto accidente mortal del joven, aunque no tarda en transformarse en una propuesta diferente en la que se oponen irrealidad y realidad desde una perspectiva que asume del cine negro su ambiente enrarecido y el uso de varias analepsis que, inicialmente, el realizador pretendía suprimir, aunque la insistencia del guionista Carlos Blanco se impuso y Nieves Conde empleó los retrocesos temporales con tal brillantez que, al tiempo que engrandecen su propuesta, permiten que el presente y el pasado se fundan para mostrar la dramática ilusión que experimentan los amantes al dejarse atrapar por la atmósfera densa, fantasmagórica e irreal en la que se descubren emociones enfrentadas, como la verdad y la mentira, que habitan en la imaginación tanto de un hombre superado por su ambición y su capacidad creativa como en una mujer que proyecta su deseo de bienestar en la fantasía que comparten. La lucha interna entre su inventiva y su realidad se pone de manifiesto en varios momentos del metraje, aunque su alusión más directa se produce cuando el novelista dialoga con su editor, momento durante el cual se oponen dos posturas, el neorrealismo al que hace referencia el segundo y la imaginación que defiende el primero. Su defensa de lo inventado sobre lo real va más allá de su condición de narrador al formar parte de su día a día desde aquel instante, diecinueve años atrás, en el que sus intenciones traspasaron el punto de no retorno que se descubre en el presente de este magnífico punto de ruptura cinematográfico que, debido a la miopía de su época, fue relegado al olvido al que fueron condenadas grandes películas que en la actualidad ocupan el puesto que su tiempo les negó.

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