Mostrando entradas con la etiqueta richard donner. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta richard donner. Mostrar todas las entradas

domingo, 25 de diciembre de 2022

Los fantasmas atacan al jefe (1988)


El llamado espíritu navideño o lo de las buenas intenciones navideñas, el olvidarlas a la mañana siguiente o decidir caminar hacia ellas, no es para el señor Scrooge con cara de Bill Murray, que, como los interpretados por Reginald Owen, Alastair Sim, Albert Finney, George C. Scott o Michael Caine, prefiere que le dejen tranquilo, que no le incordien con problemas ajenos ni invadan su espacio vital, que para él es la emisora de televisión que dirige, ni le hagan perder el tiempo. Este Scrooge llamado Frank Cross es un tipo listo que “comprende” que todos buscan algo, que la solidaridad no existe y que la generosidad no es recíproca; quizá por ello decida ser un capullo integral o quizá lo sea de nacimiento, aunque la aparición del fantasma del pasado nos hace comprender que no se trata de una cuestión genética. Scrooge es un hombre triste, superado por su aislamiento y el encierro que implica y del que todavía no es consciente, al creerse un triunfador. Pero lo será. Su viaje hacia el conocimiento parte de otro Scrooge, del original de Cuento de Navidad, de Charles Dickens, que Richard Donner traslada a la actualidad de la década de 1980 para poner en marcha su fantasía, que desarrolla dentro del ámbito televisivo donde el ejecutivo, en ese instante a cargo de la programación navideña, llena su vacío existencial con sobredosis de egoísmo y narcisismo. Frank, Scrooge bufo e histriónico, es incapaz de querer a nadie porque ha dejado de quererse a sí mismo, obsesionado con alcanzar el éxito y el poder, que se han adueñado de su mente. Su humanidad corre peligro, su humanitarismo se encuentra al borde del adiós y, como le advierte el fantasma de su antiguo jefe (John Forsythe), cuando se presenta ante él para advertirle de la visita de tres espectros —de las Navidades pasadas, presentes y futuras—, solo le queda una oportunidad para recuperarse y recuperar su relación con los demás, la supuesta vía para liberarse y ser feliz.


Hay una gran diferencia entre amarse a uno mismo y ser egoísta y narcisista. En el primer caso, se trata de un amor que conlleva la aceptación de lo humano, la condición que todos compartimos, por lo que el sentimiento se generaliza a la humanidad; mientras que el segundo tipo esconde el rechazo hacia todos porque vive en constante rechazo hacia sí mismo, el cual pretende calmar con la aludida sobredosis de egoísmo que no le calma ni le llena. Frank es un egoísta y un narcisista, aunque no lo es de nacimiento, sino que se ha ido convirtiendo en ambos a medida que asciende profesionalmente, superando las exigencias y obstáculos en su camino hacia el éxito laboral (según el baremo social), y se agudiza su necesidad imperiosa de todo para sí. Pero eso resulta insuficiente, la insatisfacción crece y se traduce en un comportamiento hostil hacia el resto de personajes que campan por Los fantasmas atacan al jefe (Scrooged, 1988). La moraleja de todo el asunto llevado a cabo por Donner y compañía habla a favor de la solidaridad navideña y señala la deshumanización laboral. En otra “comedia navideña”, Plácido (1961), que nada tiene que ver con el relato del escritor inglés, Luis García Berlanga satiriza con magistral fiereza la falsa solidaridad logrando una cumbre de la comedia negra de un humor incómodo para la mente “bienpensante”, por su parte, la comedia de Donner es optimista y festiva, navideña, cuya finalidad es la de entretener durante hora y media llevando al personaje dickensiano a una época en la que el capitalismo se ha agudizado respecto al periodo en el que se ubican tanto la novela como la mayoría de las adaptaciones televisivas y cinematográficas del texto de Dickens, de los suyos, el más veces adaptado al cine y televisión, cuya primera versión data de principios de siglo XX: Scrooge; or Marley’s Ghost (Walter R. Booth, 1901). Finalmente, más allá de que pueda o no entretener y divertir, lo más interesante de la propuesta de Donner es llevar la historia a la televisión, el competitivo medio que, a fuerza de someterlo todo a los números (beneficios y audiencia), provoca que Frank se deshumanice y encaje perfectamente en el mundo catódico que, en su versión más sensacionalista y consumista, falsea sentimientos y emociones para ofrecer artificialidad a su público. En su aspecto laboral, Frank es un manipulador sin escrúpulos, ni le importan sus empleados ni los televidentes, solo que los haya pegados a la pantalla para elevar los índices de audiencia, pero las tres inesperadas visitas y su reencuentro con la mujer que ha amado (Karen Allen) le sirven en bandeja la oportunidad de rehacerse y dejar de ser el mezquino que ya no vive su humanidad, solo dirige, ordena, despide y programa.



domingo, 17 de marzo de 2013

Superman (1978)


El cine de superhéroes tuvo un punto de inflexión de gran importancia con el estreno de Superman, hasta entonces las hazañas de individuos con superpoderes estaban destinadas al formato televisivo o a producciones de serie B, sin embargo a raíz de la buena aceptación del film de Richard Donner esa circunstancia cambió. El personaje de Clark Kent creado por Joe Shuster y Jerry Siegel en 1932 y publicado por primera vez en 1938, tuvo su primera serie radiofónica en 1940, del mismo modo que tuvo su espacio televisivo desde 1952 hasta 1958, incluso se realizaron varios cortometrajes animados y una miniserie en 1948, sin embargo no fue hasta que, en 1978, la Warner Bros. asumió la costosa producción de cuarenta millones de dolares cuando el personaje se confirmó plenamente como un héroe de celuloide. Para llevar a buen puerto la costosa inversión se contrató a Mario Puzo, autor de El padrino, para que escribiese una historia que él mismo, en colaboración con Robert BentonDavid Newman y Lesley Newman, adaptaría a la pantalla. Para conseguir el éxito de la primera aventura cinematográfica del hombre de acero se apostó por contratar a actores de peso en la taquilla, de ese modo se llegó a un acuerdo con Marlon Brando, cuya participación en el rodaje fue de trece días y de tres millones de dólares de sueldo, y con Gene Hackman, que cobró dos millones. El resto del reparto también presentó figuras de gran importancia: Glenn FordTrevor HowardMaria SchellSusannah York o Terence Stamp, aunque todos ellos realizaron intervenciones minúsculas, que el en caso de Stamp se vería incrementada en la segunda entrega fílmica del personaje.publicado por DC. Según se dijo en su momento, la realización del proyecto llevó dos años, tiempo suficiente para barajar nombres de posibles candidatos que diesen vida al héroe, siendo Robert Redford la primera elección, pero al igual que la segunda, Paul Newman, rechazó el papel. Los productores fueron tanteando a otras estrellas de la época hasta que se convencieron de que con Brando y Hackman (y con sus sueldos) no necesitaban otro nombre que atrajese a las masas a las salas comerciales, de ese modo el personaje de Superman fue a parar a un actor desconocido a quien siempre se le asociaría con el hombre de acero. Christopher Reeve se convirtió de la noche a la mañana en el emigrante del planeta Krypton que se instala en la Tierra, donde sus capacidades naturales se convierten en superpoderes. Como cualquier otro héroe, el joven Clark Kent o Kal-El, según se mire, debe asumir sus responsabilidades y aceptar que no puede fardar de su velocidad o de su fuerza, pero también comprende que estas pueden ser utilizadas en beneficio de la sociedad que le ha acogido. Y así, sin más, Clark se convierte en un tímido periodista que tras sus gafas, su torpeza y su timidez esconde su verdadera naturaleza, aquella que se descubre cuando cambia su traje y corbata por el mono azul ajustado, calzón, botas y capa rojas. Los primeros momentos de Superman en Metrópolis muestran su dedicación a la hora de luchar contra el crimen, del mismo modo que desvelan su atracción hacia Lois Lane (Margot Kidder), la compañera de Clark en el Daily Planet, periódico dirigido por Perry White (Jackie Cooper). Sin embargo, la verdadera prueba de fuego para el superhéroe se produce cuando debe enfrentarse a Lex Luthor (Gene Hackman), villano que desea fervientemente convertirse en la mente criminal más importante del mundo, lo cual pasa por destruir a ese hombre aparentemente indestructible y de paso parte del país. El personaje encarnado por Gene Hackman pone la nota de humor a la película, ya que es con sus intervenciones y las de Otis (Ned Beatty), su torpe secuaz, o Eve (Valerie Perrine), su ingenua amante, cuando asoma una supuesta diversión en un film repleto de imperfecciones que deben ser pasadas por alto, porque su logro no reside en lo que cuenta ni en como lo cuenta, sino en el hecho de abrir un nuevo horizonte para el cine de superhéroes.

martes, 26 de febrero de 2013

Arma letal (1987)


El cine de acción policial de la década de los ochenta podría pasar por un derivado que ruidoso del policíaco del decenio anterior, ya que en estas producciones de acción no se descubre la crudeza o el pesimismo, no exento de crítica social, que predomina en films como The French Connection (William Friedkin, 1971), La noche se mueve (Night Moves, Arthur Penn, 1975) o Tarde de perros (Dog Day Afternon, Sidney Lumet, 1975). En Arma letal (Lethal Weapon, 1987) prevalecen las explosiones, las persecuciones, los tiroteos o los chistes más o menos fáciles, tan de moda entre los héroes de los ochenta, entre quienes destacan con luz propia el solitario John MacLane de Jungla de cristal (Die Hard, John McTiernan, 1988) o la pareja de agentes de este demoledor éxito de taquilla dirigido por Richard Donner, un film que encuentra su referente más cercano en Límite: 48 horas (48 Hrs., Walter Hill, 1982), película en la que se observa otro peculiar dúo inmerso en un caso que sirve para dar rienda suelta al enfrentamiento humorístico entre dos compañeros a la fuerza (poli y caco). En su quincuagésimo cumpleaños el bueno del sargento Murtaugh (Danny Glover) recibe una sorpresa inesperada cuando en el trabajo le informan de que le aguarda su nuevo compañero, que por lo visto pasa por ser un tipo bastante inestable, algunos incluso dirían que se trata de un suicida en potencia, aunque la trama apenas profundiza en los aspectos emotivos que dominan a Martin Riggs (Mel Gibson). Sin embargo, a pesar de que lo intenta, Riggs no es capaz de matarse, aunque sí a los chicos malos que le buscan las cosquillas sin saber que es un temerario a quien no le asusta el peligro. Los primeros minutos de Arma letal detalla el comportamiento de ambos agentes y las evidentes diferencias de carácter, las cuales enfatizan el humor, o al menos lo intenta. Pronto se descubre a Murtaugh como un padre de familia, hogareño, sosegado y de edad avanzada para un trabajo de campo que conlleva peligros como los de investigar a una organización de narcotráfico, en contraposición de este comportamiento sereno, racional, se encuentra la inestabilidad emocional de un agente como Riggs, letal y visceral, que se deja guiar por sus impulsos, por sus fantasmas del pasado y por su plena confianza en su valía, ya que asume ser el mejor en lo que hace. El colosal éxito en la taquilla de Arma letal abrió las puertas a sucesivas secuelas que contaron con el mismo director y la misma pareja protagonista, a quien se le unirían nuevos rostros a lo largo de la saga (Joe PesciRene RussoJet Li o Chris Rock), sin embargo, ninguna de las sucesivas entregas alcanzó el nivel de este, digamos, clásico de acción ochentero cargado de tiroteos y de un humor sustentado por las situaciones que, en este caso concreto, giran alrededor de las diferencias generadas por la edad o los comportamientos nacidos de dos maneras de entender tanto la vida como su profesión, aunque al fin y al cabo ambos colegas están condenados a entenderse y convertirse en amigos inseparables antes de que den al traste con los planes de los malos de la función.



jueves, 20 de septiembre de 2012

Lady Halcón (1985)


Como el día y la noche, el halcón y el lobo se acarician cada ocaso y cada amanecer, pero no pueden permanecer juntos. En ausencia, queda su recuerdo y su deseo se colorea brevemente de rojo y malva, de tonos anaranjados y ocres, de poesía colorista y luminosa que, captada por un iluminador virtuoso como Vittorio Storaro, se enciende o se apaga en claroscuros, según el despertar o el dormir que los separa. Como esas partes temporales de un solo tiempo, viven añorándose, viven en la fantasía de que, como día y noche, son amantes condenados a no poder amarse en plenitud en la luminosidad y la sombra. El joven pícaro es testigo del padecimiento de los enamorados, del sufrimiento que nace de no poder unir sus dos cuerpos, salvo en la memoria, condenados por un maleficio que no podrá deshacerse hasta el final del tiempo. Vidas errantes y condenadas que encuentran su consuelo en el recuerdo del roce de sus cuerpos, y su esperanza en la locura de un viejo monje que insiste que solo volverán a unirse cuando llegue un día sin su noche y una noche sin su día. Siempre juntos y eternamente separados. Pero ¿cuándo y dónde llegará ese día y noche sin su noche ni su día? En Lady halcón (Lady Hawke, Richard Donner, 1985), fantasía cinematográfica que se desarrolla en la época de los grandes señores feudales que, en cine y literatura, dominan sus tierras y sus gentes desde los salones de grandes castillos o ciudades fortaleza como Aquila...


Rodeada de un foso defensivo y con terribles mazmorras en su interior, Aquila es toda ella una cárcel de la que nadie o prácticamente nadie puede escapar. Llena de lujos y también de rincones húmedos y oscuros, como la celda de donde se evade el joven Philippe Gaston (Matthew Broderick), es feudo del malvado obispo (John Wood) que ordena la captura inmediata del 
pícaro, tan escurridizo como el roedor que le da su apodo. Cuentista y amigo de lo ajeno, "Ratón" se fuga por los subterráneos y el alcantarillado de la fortaleza del señor de Aquila, quien no tolera ni consiente que alguien se evada de su feudo. Su poder se sustenta sobre el temor que infunde, en la imagen que le confiere su cargo y en la brutalidad con la que controla sus dominios. Nadie debe poner eso en entredicho y la libertad de Phillipe le contradice. El joven sabe que no puede detenerse, por eso se aleja cuanto puede, evitando los caminos, adentrándose por bosques y senderos poco concurridos hasta que, finalmente, se cree a salvo y regresa a la civilización, donde le aguardan los soldados del obispo. Como por arte de magia, en aquel instante, cuando se encuentra atrapado, se descubre la figura de un caballero vestido de negro. Algunos soldados lo reconocen. Uno le llama capitán, pues se trata de Etienne Navarre (Rutger Hauer), el antiguo capitán de la guardia del prelado, que aparece de la nada y salva al joven pícaro. El encuentro entre Navarre y Phillippe no es casual, pues el primero sabe que el muchacho ha huido del castillo y le necesita para acceder a él. Aparte, ese primer instante común muestra dos aspectos aparentemente opuestos: el honor que rige la conducta del caballero y las artimañas y embustes de los que se vale Phillipe para sobrevivir en un entorno dominado por la miseria y la injusticia. De ambas ha aprendido a manejarse y a tergiversar sus experiencias, para así sacar provecho de las situaciones que se le presentan y en las que a priori parte con la desventaja de ser un marginado, un pícaro simpático sin aparente honor ni rasgos heroicos. Pero, a pesar de que Phillippe miente más que habla, se desvela valiente, con valor y valores, que se gana la simpatía de los enamorados, que ven en él un nexo que les acerca y un amigo leal, no falto de ingenio ni de generosidad. En el medievo de Lady Halcón la fantasía es posible, igual que la de magia y la condena que marca el presente de Navarre e Isabeau (Michelle Pfeiffer), dos amantes siempre unidos y eternamente separados como consecuencia de la maldición del obispo, cuando este supo del romance entre el capitán y la doncella. Este panorama que se abre al día y la noche es en el que Donner se decanta por el enfrentamiento entre buenos y malos, pero concediendo el protagonismo a un héroe atípico, ya que "Ratón" no sería un muchacho común para aquella época medieval, sino alguien más cercano al adolescente de la década de 1980, cuando se rodó el film. Su anacronismo irónico le permite ganarse al público juvenil, pues la personalidad de Phillipe no difiere de la de alguien del siglo XX y su pillería responde a una necesidad de conectar con esa parte del público que se reconoce en el ladronzuelo, más que en la historia de amor de los amantes sobre quienes pesa la maldición que les transforma y les impide compartir el espacio físico en sus cuerpos humanos, condenada Isabeau, durante el día, a ser un bello halcón y, tras el ocaso, Navarre un gran lobo negro…


jueves, 30 de junio de 2011

Los Goonies (1985)


Aquella tarde de verano de 1985, con once años recién cumplidos, no estaba en la costa ni en los espacios urbanos habituales de juegos, de travesuras, de pedaleos kamikazes ni de luchas entre barrios vecinos. Me encontraba sentado, tal vez tranquilo o ansioso, en el cine Capitol de Santiago de Compostela, hoy reconvertido en sala de conciertos, donde no era consciente de que estaba ante el canto de cisne de una época en el cine infantil y juvenil. En aquel instante, junto a un grupo de amigos de la infancia y en aquella sala oscura que se iluminó e ilusionó con la proyección que se iniciaba con una fuga carcelaria y la posterior persecución por el pueblo donde viven los héroes y heroínas de la acción, solo me importaban tres cosas: silenciar al de las palomitas, pipas o lo que fuese que armase aquel incordio sonoro, disfrutar de la aventura que tenía ante mí y vivir una similar, aunque esto último lo supe después, cuando salimos a la calle y no paramos de fantasear hasta que llegó el momento de separarnos. Sin efectos digitales y con el encanto que supone el mirar con humor e ingenuidad, las escenas se sucedían entre mi ilusión pasmosa y la superación a la que se ven obligados los protagonistas de lo que, para mí, era una de piratas e Indiana Jones, pero sin piratas, ni errol flynnes ni indianas, con muchachos de más o menos mi edad que me animaban a ser cómplice. Aquellos tonos grises, dominantes en el panorama inicial de la húmeda Astoria, apuntaban la nostalgia de un grupo de jóvenes ante lo todavía no perdido, ante lo que se niegan a perder: su paraíso, el de su infancia, el de su amistad, el de su fantasía. Esa negativa, rebeldía de la infancia frente al mundo adulto que no en pocas ocasiones devora la inocencia y la ilusión, reafirma el carácter ingenuo, soñador y aventurero de Los Goonies (The Goonies, 1985) y de los pequeños espectadores que acudieron a salas como la de mi niñez y se dejaron llevar por las imágenes de Richard Donner —y de su equipo: Michael Kahn en el montaje, Dave Grusin en la partitura, Nick McLean encargándose de labores fotográficas o Chris Columbus como responsable de un guion que desarrollaba una historia ideada por Steven Spielberg—, imágenes que introducían a jóvenes y no tan jóvenes en un espacio cinematográfico abierto a los tópicos, al conformismo, que es donde se asienta la rebeldía infantil, la industria hollywoodiense y buena parte de la humanidad, a los héroes y villanos, a la diversión, a la promesa de la amistad eterna que suele verse incumplida una vez quede atrás la infancia, al homenaje al cine de piratas y de colegas, a la superación de trabas que, en sí, es toda aventura que bien acaba…


Años después, comprendí que existe cierto tipo de libros, música y películas que marcan la infancia de una generación; Los Goonies es una de esas marcas cinematográficas que los niños de los “ochenta” llevan en su memoria, pues se reconocieron o quisieron verse en aquellos jóvenes aventureros. Para nuestra infancia, aquella era una divertida, emocionante e, incluso, peligrosa aventura, en la que cada uno de los héroes y heroínas juveniles suman para lograr el éxito de su odisea, una plagada de guiños cinematográficos. La historia narrada por Donner arranca en el pueblo de Astoria (Oregón), con una persecución policial que, animada por la partitura de Grusin, presenta a los personajes principales: un grupo de muchachos cuyas vidas están a punto de aventurarse en la peligrosa y trepidante búsqueda del legendario tesoro de Willy el tuerto. Así mismo, tendrán que escapar de las garras de los Fratelli, una familia de criminales liderados por una madre con muy malas pulgas. Los Goonies son un grupo de amigos que necesitan soñar con ese tesoro porque en él se encuentra la solución para un problema que amenaza con cambiarlo todo. Las únicas certezas que les depara el futuro son su inminente separación y el abandono del pueblo que les ha visto crecer. Estas dos verdades, no deseadas, obligan a Micky (Sean Astin) a convencer a sus amigos para que, unidos, intenten encontrar el fabuloso botín. Dice que por ellos y por sus padres. Lo que calla ni él lo sabe, pues también ignora, como yo en mi niñez, que el cine de Hollywood, a imagen de la sociedad estadounidense (y de otros lugares), necesita crear y creer en héroes individuales, figuras que mantengan el sueño vivo y tal vez al público dormido.


Micky se erige en el auténtico motor de la búsqueda de Willy, su rival a batir. Para ello, contará con la ayuda de su hermano mayor, Brand (Josh Brolin), “Bocazas” (Corey Feldman) quien, obviamente, no puede mantener su boca cerrada, “Gordi” (Jeff Cohen), por supuesto, glotón y miedoso, o Data (Ke Huy Quan), cuyos inventos le convierten en un pequeño aspirante a Q. A este grupo de amigos se unen Andy (Kerry Green) y Stef (Martha Plimpton), dos chicas que sin darse cuenta se irán identificando con la filosofía goonie, ingenua, infantil y sólida en sus lazos. Su aventura les lleva por los subsuelos de Astoria, por cuevas, ríos subterráneos y decenas de trampas mortales; y por la diversión a quienes simpaticen con el grupo que persigue una solución, no por ambición, sino porque es la manera de permanecer unidos y de continuar con sus vidas en el paraíso de siempre, donde sienten seguridad y la posibilidad de seguir soñando. Así, pues, tendrán que enfrentarse al peligro, una y otra vez, si desean conservar sus existencias tal y como les gusta: juntos. Los artífices de todo esto no son los miembros de la pandilla, tampoco los delincuentes, sino los “niños grandes” con Donner a la cabeza, que produjo y dio forma audiovisual al invento que dio como resultado una mezcla de humor, aventura, tópicos y acción, que pide complicidad e invita a disfrutar la propuesta regresando a la inocencia de una edad en la que la fantasía suele desbordar sin más restricción que la imaginación de quien fantasea y las intervenciones censoras de los guardianes del orden cotidiano.