martes, 25 de septiembre de 2018

Frenesí (1972)


La Inglaterra que vio nacer a Alfred Hitchcock era un país puritano de moralidad inflexible, de formas correctas y de tapar cualquier cuestión que alterase y trastocase la quietud moral y tradicional de una nación que todavía sentía y asumía ser la más civilizada y poderosa del mundo. Esa estricta moral victoriana sobrevivió a la muerte de la reina Victoria y, probablemente, pertenecer a una sociedad en extremo rígida, que prefería ocultar a tratar de forma natural temas incómodos para la época, como lo sería el sexo, condicionó al cineasta y provocó que uno de los temas reincidentes en su cine fuese la represión sexual. En Frenesí (Frenzy, 1972), su regreso al cine inglés después de su periplo estadounidense, tanto el sexo como su represión reaparecen a lo largo de la acción y del suspense que avanzan como y por donde quiere el cineasta. Hitchcock emplea a sus personajes, entre ellos al falso culpable a quien el destino (el propio cineasta) zancadillea una y otra vez para jugar con él —hacerle padecer y empujarle al límite, hacia la irracionalidad en la que se descubre acorralado
, obligado a la clandestinidad, a la huida y a recuperar esa parte de sí (su condición social, su inocencia para la sociedad) que le ha sido arrebatada— y con la percepción del público, al cual convierte en cómplice y en víctima del juego propuesto y expuesto.


Durante el sufrido tránsito de Richard Blaney (John Finch), el último gran falso culpable hitchcockiano, conocemos su enfadado, sus brotes de violencia verbal, 
su fracaso profesional, tras haber sido héroe de guerra, y su amistosa relación con Brenda (Barbara Leigh-Hunt), su ex-mujer y propietaria de una agencia matrimonial, y la pasional que mantiene con Barbare (Anna Massey). Mientras, el realizador va apuntando aspectos del bullicioso y populoso ambiente de Covent Garden (la morbosidad que genera el cuerpo femenino encontrado sin vida en el río o la vida cotidiana del mercado) por donde Blaney se mueve, y por donde también lo hace el asesino que viola y estrangula con sus corbatas a mujeres. En un primer momento, las imágenes parecen indicar que Richard puede ser el criminal, pero Hitchcock no tarda en eliminar dicha sospecha y se decanta por mostrar al psicópata, rostro oculto de la represión y del desequilibrio, de apariencia respetuosa.


Como otros asesinos del realizador, Bob Rusk (Barry Foster) se encuentra condicionado por aspectos que habría que buscar lejos de las imágenes de la película, en su madre dominante y en la represiva autoridad que desequilibra a asesinos hitchcockianos como el de Norman Bates de la magistral Psicosis (Psycho, 1960). <<Frenesí es la combinación de dos tipos de películas: aquellas en las que Hitchcock nos invita a seguir el itinerario de un asesino: La sombra de una duda, Pánico en la escena, Crimen perfecto y Psicosis y aquellas otras en las que describe los tormentos de un inocente perseguido: 39 escalones, Yo confieso, Falso culpable y Con la muerte en los talones>>. La afirmación de François Truffaut es acertada, aunque incompleta, pues Frenesí también sigue una tercera vía: la de quien investiga los asesinatos. El inspector Oxford (Alec McGowen) es el tercer eje sobre el cual gira la trama. Desde él accedemos a la cotidianidad y a supuesta normalidad, aquella que descubrimos tanto en la oficina, donde disfruta del copioso desayuno que su subalterno envidia, y en su hogar, donde no prueba bocado debido a los platos elaborados por su mujer (Vivien Merchant). De ahí que más que su labor de investigación, pues todas las pruebas apuntan a Richard como culpable, la importancia que el cineasta concede al inspector es la que observamos en su casa. Allí descubrimos la relación y la monotonía que comparte con su mujer, una cotidianidad que los muestra opuestos aunque complementarios. Ella presenta una personalidad imaginativa y abierta contraria a la del policía, condicionado por los años de servicio y por las apariencias generadas por las pruebas circunstanciales. Estas pruebas son las que inician la persecución de Richard, tras el asesinato de su ex-mujer (en la única secuencia de violencia explícita). De ese modo, el falso culpable se convierte en una marioneta del destino que ve como la ley le persigue, sus amigos no testifican a su favor, aún conscientes de su inocencia, y su mundo se derrumba hasta dar con sus huesos en la cárcel, de dónde escapa para ajustar cuentas.

sábado, 22 de septiembre de 2018

Ha nacido una estrella (1937)


Es probable que la exitosa experiencia de Hollywood al desnudo (What Price Hollywood?George Cukor, 1932) convenciese a David O. Selznick de que Cukor era el director ideal para la realización de otra película sobre Hollywood, pero el cineasta, que mantenía una estrecha relación profesional con el productor, rechazó el proyecto por encontrarlo similar al anterior. Contrariamente, años después, Cukor realizaría la versión musical de Ha nacido una estrella (A Star Is Born, 1937), pero la original, la realizada por William A. Wellman, la supera en muchos aspectos. El resultado del film de Wellman fue un melodrama que resta brillo al star system hollywoodiense, pues saca a relucir la cara oculta de un entorno construido sobre la fantasía generada por las imágenes de las películas y por la propaganda al servicio de los grandes estudios cinematográficos. Dicha fantasía es la que convence a Esther Victoria Blodgett (Janet Gaynor) para perseguir su sueño, aunque, como le dice su abuela (May Robson) cuando la apoya, este tiene un precio y, en su caso, será sacrificio y dolor. Esther llega a Hollywood con la maleta repleta de esperanza, ilusión e inocencia, tres prendas abstractas e imprescindibles en cualquier maleta de cualquier aspirante a estrella. Pero Esther se encuentra con un panorama que nada tiene que ver con el ideal que se ha creado. <<En la pantalla es tan maravilloso>>, le dice a su amigo Danny (Andy Devine) cuando observa por primera vez al Norman Maine (Fredrich March) de carne y hueso. Se trata de su primera decepción y se produce en la sala de los sueños, en un cine donde el actor, dominado por el alcohol y el desencanto, replica al periodista que lo acosa. Pero la desilusión de la joven aspirante a actriz no tarda en desaparecer, pues ella es una de las excepciones que sí logra acceder al sistema y lo hace gracias a la casualidad y al propio Norman. Como consecuencia de su encuentro con el actor, Esther firma un contrato con la productora de Oliver Niles (Aldophe Menjou), donde trabaja el publicista (Lionel Stander) en quien se apunta el aspecto más negativo del mundo del cine. Esta postura crítica, un tanto simplista, prescinde de enfrentarse al sistema y de hurgar allí donde afectaría a Selznick y al resto de magnates de Hollywood. De tal manera, el productor interpretado por Menjou sale bien parado, al ser dibujado como una especie de amigo, mecenas o ángel custodio de sus actores y actrices. Él intenta suavizar la caída de Norman, eleva al firmamento a Esther, ahora conocida por Viky Lester, u ofrece una oportunidad a su díscolo actor después de que el entorno donde Norman triunfó lo rechace y se recree en su caída. El interés de Ha nacido una estrella no se encuentra en el nacimiento de la actriz, cuyo nombre artístico ilumina los carteles, lo mejor del film de Wellman reside en el ninguneo a directores y a guionistas (Selznick estaba convencido de ser el autor de los films que producía) y en como la industria se recrea en el ocaso del actor que, con su díscolo comportamiento, ha osado desafiarla y que ha perdido parte de sí mismo durante su reinado cinematográfico. Norman ha perdido su nombre, su privacidad, sus deseos personales y profesionales. Se trata de un individuo decepcionado, que ahoga en alcohol su decepción y la repulsa que le produce su entorno. Para él es demasiado tarde y solo cuando descubre la inocencia y la autenticidad de Esther surge un atisbo de esperanza, aunque se trata de una chispa de luz condenada a apagarse.

jueves, 20 de septiembre de 2018

The Act of Killing (2012)


Decía Federico Fellini que <<la mentira es siempre más interesante que la verdad>>. A priori, la afirmación del cineasta parece ir a contracorriente de la veracidad que suele exigir el cine documental. Sin embargo, si volvemos sobre el realizador italiano y leemos que <<la ficción puede conducirnos a una verdad más aguda que la realidad cotidiana y aparente>> estamos acercándonos a la postura asumida por el documentalista danés Joshua Oppenheimer, y su colaboradora Christine Cynn, en la brillante y grotesca The Act of Killing (2012). Por su parte, Voltaire razonó que <<está prohibido matar. Por lo tanto, todos los asesinos son castigados, salvo que maten en grandes cantidades y al sonido de las trompetas>> y este razonamiento bien podría haber salido de Monsieur Verdoux (1947) cuando se enfrenta al tribunal que juzga sus crímenes. Pero no vamos a hablar de la magistral película de Chaplin ni del irónico y sagaz autor de Cándido cuya reflexión sirvió a Oppenheimer para introducir su cruda, por momentos grotesca, imaginativa y surrealista, visión documental del exterminio que se produjo en Indonesia entre 1965 y 1966. Alrededor de
 un millón de hombres y de mujeres fueron asesinados con el beneplácito de los militares que en 1965 iniciaron una campaña anticomunista que sembró el caos y el terror entre la población. <<Los matábamos a todos. Así es como sucedía>>, dice uno de los personajes que campan por la película presumiendo de su participación en los asesinatos.


A lo largo de los minutos desfilan por la pantalla personajes a cada cual más esperpéntico, individuos que hablan de su sadismo y de su participación en las torturas y matanzas sin mostrar el menor signo de arrepentimiento, más bien con orgullo, quizá conscientes de que nadie vaya a juzgarlos ni a condenarlos. Son hombres como Anwar Congo, el protagonista de The Act of Killing, cuya peculiar visión del pasado da pie a la perspectiva escogida por los cineastas para ofrecer, según sea la versión comercial estrenada en las salas o la íntegra, dos o tres horas de no ficción que sí lo parecen. Las recreaciones de los hechos y las entrevistas a paramilitares, a miembros de escuadrones de la muerte o gánsteres como Anwar hablan en el presente del film de aquel ayer de sangre que exponen en el hoy durante el cual realizan su propia película. A través de sus montajes, actuaciones y palabras se descubre la crueldad sufrida por sus víctimas y no se precisan imágenes de archivo, posiblemente ni siquiera existan, para acceder a la verdad que surge de la ficción recreada por Congo y otros aspirantes a estrellas cinematográficas. Este es el gran acierto de Oppenheimer, el permitir que sean sus sujetos de estudio quienes se interpreten a sí mismos, siendo ellos mismos, y revivan desde sus conversaciones aquel tiempo de terror pocas veces tratado en la gran pantalla, quizá el acercamiento más popular hasta la aparición de The Act of Killing lo encontramos en la ficción crítico-romántica expuesta por el australiano Peter Weir en El año que vivimos peligrosamente (The Year of Living Dangerously, 1982).

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Bananas (1971)



Neoyorquino, probador de máquinas inútiles, inmaduro y sin éxito con las mujeres, Fielding Mellish
 (Woody Allen) se convierte en presidente de la república bananera de San Marcos y en supuesto enemigo de su país de origen a raíz de un cúmulo de circunstancias que se suceden en forma de gags más o menos divertidos, gags que reafirmaban el tono paródico expuesto por Woody Allen en Toma el dinero y corre (Take the Money and Run, 1969), su debut en la dirección de largometrajes. Durante su primera etapa como realizador, la intención de divertir prevalece sobre el humor más elaborado y personal que el responsable de Delitos y faltas (Crimes and Misdemeanors, 1989) empezaría a desarrollar en toda su amplitud a partir de Annie Hall (1977). El humor existencialista del Allen maduro y angustiado asoma en Bananas (1971) en forma de pequeños destellos, chapuceros y premeditados, que se dejan ver durante un film que se recrea en la parodia de situaciones y en la vis cómica del cineasta, guionista y actor. Esta falta de elaboración, consciente por parte del cineasta neoyorquino, provoca los altibajos de una película que, entretenida, se inicia y cierra con la hilarante y deportiva retransmisión televisiva en directo de dos eventos: la muerte del presidente de San Marcos y la noche de bodas de Fielding y Nancy (Louise Lasser). Entremedias, Bananas puede verse como una comedia sin mayor pretensión que la de divertir a toda costa, burlándose de una situación geopolítica consecuencia de la guerra fría, o bien puede interpretarse como una continuación lógica en la maduración y evolución de un realizador que no tardaría en abandonar el tono de sus primeras producciones para afianzar y profundizar en las constantes temáticas y personales que cobrarían mayor peso en La noche de Boris Grushenko (Love and Death, 1976). Pero si hablamos de evolución habría que regresar al protagonista y quizá preguntarse ¿cómo un hombre sin confianza en sí mismo y sin apenas valía se convierte en el dictador de una república bananera? La respuesta es tan sencilla como decir que se convierte en líder de la República de San Marcos por la atracción que Nancy, una joven activista, liberal y feminista, ejerce sobre él. A decir verdad, a Fielding la política y los derechos civiles le traen sin cuidado, le preocupa más el sexo y llamar la atención de una muchacha a quien no llena y que no tarda en romper la relación. De modo que, contrariado por el rechazo y convencido de que posee la fuerza que ella le niega, Fielding pone rumbo a la isla donde sin pretenderlo se convierte en uno de los guerrilleros que luchan contra el general Emilio Molina Vargas (Carlos Montalbán), imagen paródica del general Batista, al lado de los insurrectos comandados por Espósito (Jacobo Morales), álter ego cómico de Castro, que, borracho de poder, es sustituido por el desorientado héroe revolucionario.

martes, 18 de septiembre de 2018

Fuga sin fin (1971)

Su primera aparición en la pantalla delata la meticulosidad de Harry Garmes (George C.Scott) a la hora de preparar (mimar) el descapotable que pone a punto para probarse que todavía continúa vivo, aunque consciente de que la muerte le ronda en la tumba de su hijo, en la ausencia de su mujer o en su retiro en el pueblo pesquero del Algarve donde, nueve años atrás, pretendía iniciar una nueva vida que se quedó en nada. Su decepción vital es evidente, también lo es su necesidad de recuperar aquella parte de sí mismo que regresa por última vez a raíz del encargo de transportar a un fugitivo de la justicia española hasta tierras francesas. Garmes sabe que el tiempo es su enemigo, que agudiza su soledad y la monotonía que acaba por convencerlo para retomar su antigua ocupación al servicio de quien le pague por pilotar. Esto lo sabremos más adelante, aunque durante los títulos de crédito de Fuga sin fin (The Last Run, 1971) Richard Fleischer nos presenta a su protagonista sin necesidad de palabras. Lo hace con su imagen solitaria, cuidando su auto como si este fuera un órgano vital de su cuerpo. Y así es, como confirmará la conclusión del film. En la escena que sigue a los créditos iniciales, Harry prueba su máquina y su destreza, al tiempo que su primera carrera en casi una década confirma al espectador su inmediato regreso al asfalto. ¿Por qué regresa al camino que dejo tanto tiempo atrás? Con precisión y brillantez, Fleischer nos responde introduciéndonos en la psicología de un hombre maduro que vive fuera del mundo, un hombre que comprende su muerte en vida, pues sus años de inactividad así se lo hacen sentir. Harry necesita probarse, saber que aún respira, huir de su desencanto existencial y de la amenaza crepuscular que forma parte de la cotidianidad en la que se relaciona de forma esporádica con Monique (Colleen Dewhurst), la prostituta que ha convertido en su confidente y consuelo carnal, y Miguel (Aldo Sambrell), quien realiza el trabajo pesquero que él no pudo hacer. Si la presentación de Harry Garmes es un alarde de la habilidad de síntesis de Fleischer, la recreación de Scott está a la altura de la humanidad exigida por su personaje, pero, aparte de la precisa y esclarecedora introducción y de la aportación del actor, una de sus mejores y más contenidas interpretaciones, Fuga sin fin sobresale por el equilibrio alcanzado entre las trepidantes escenas de acción en carretera y la intimidad compartida por el trío protagonista durante la fuga que une sus destinos. Este fue el gran logro de Fleischer -que había sustituido a John Huston al frente del film-, el combinar con fluidez las secuencias de acción con las escenas que nos van descubriendo las distintas personalidades de los fugitivos, su evolución y su acercamiento, aunque el de Claudine (Trish Van Devere) a Garmes resulta en cierto modo ambiguo, pues nunca llegamos a saber a ciencia cierta si sus sentimientos son fruto de la sinceridad o de las indicaciones de Rickard (Tony Musante) y la necesidad del apremiante momento que los tres comparten.

lunes, 17 de septiembre de 2018

Tres cantos sobre Lenin (1934)


Un banco en el exterior de una casa sirve para descansar, para sentarse y contemplar, pensar o charlar o simplemente para pasar de largo sin apenas detener sobre él la mirada, pero el que Dziga Vertov muestra en varios momentos de Tres cantos sobre Lenin (Tri Pesni o Lenine, 1934) posee un significado concreto y especial. Se trata de un espacio físico que posibilita la evocación de la figura ausente que lo ocupó tiempo atrás, y a la que el realizador soviético homenajea para mostrar su admiración hacia cuanto el evocado representa para él. Transcurridos varios meses de la muerte de Vladímir Ilich Uliánov "Lenin", 
Vertov empezó a trabajar en el homenaje cinematográfico del líder bolchevique, pero, por distintas circunstancias, Tres cantos sobre Lenin tuvo que esperar diez años para convertirse en el panegírico cinematográfico de un personaje a quien el documentalista ya había concedido el protagonismo de Cine-calendario leninista (Leninsky Kino-Kalendar, 1924), El año sin Ilich (God Bez Ilytch, 1924) y Cine-verdad leninista (Leniskaia Kino-Pravda, 1925). Durante parte de la década de espera, la montadora y ayudante en la dirección Elizabeta Svilova recopiló una extensa documentación sobre el político que había liderado la revolución de octubre de 1917, pero, más allá de las escasas imágenes de archivo expuestas en la segunda parte del metraje, la presencia del político fluye de su ausencia física y de la memoria popular que retiene al menos a dos Lenin: el líder llorado durante su entierro y el hombre cercano que en la distancia Vertov conectó con los distintos pueblos que dieron forma a la Unión Soviética. Más que ningún otro, quizá sea ese hombre amistoso el evocado por el cineasta a través del banco situado en el exterior de la casa que ocupó, quizá también lo sea el de las canciones que rinden tributo a su legado, canciones que de la mano del realizador de El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929) se transforman las imágenes de mujeres, hombres, campos, ciudades y otros espacios donde la poética visual de Vertov alcanza uno de los máximos de su filmografía, un máximo que, dividido en tres partes separadas por los cantos que las inician, reúne parte de lo expuesto en sus anteriores películas para, una vez más, romper la linea espacio-temporal desde el uso de un montaje que a pesar de emplear algunos planos y secuencias rodados diez años atrás parece ceñirse a la máxima vertoviana de filmar <<ni antes, ni después, en el momento preciso>>.

sábado, 15 de septiembre de 2018

Una pistola al amanecer (1956)


Rescatado del olvido popular gracias a sus sugestivas aportaciones al terror de
serie B, el cine de Jacques Tourneur nos descubre a un cineasta que no solo revolucionó el terror cinematográfico, al introducir una perspectiva psicológica hasta entonces inédita, sino a un director cuyo conocimiento del medio le permitió manejar con precisión diversos géneros (aventuras, cine negro, terror o western) y, sin apenas hacer ruido, desarrollar su interés por personajes contradictorios, en ocasiones trágicos y en buena medida tan individualistas como el protagonista de Una pistola al amanecer (Great Day in the Morning, 1956). Al inicio del film se observa al solitario Owen Pentencost (Robert Stack) rodeado de indios y, a pesar de las relaciones que mantendrá con Ann Merry (Virginia Mayo), Boston (Ruth Roman) y Gary (Donald MacDonald), la soledad del antihéroe, aquella que le niega cualquier posibilidad de pertenencia grupal, estará presente hasta la conclusión de la película. Tourneur abrió su último western para la gran pantalla con un rótulo que nos ubica en Colorado en 1861, previo al estallido de la guerra de la Secesión, y nos señala la creciente tensión entre sureños y unionistas.


La guerra es inminente en ese espacio convulso donde el responsable de
La mujer pantera (Cat People, 1942) introdujo el triángulo amoroso, la intriga, la rivalidad entre Norte y Sur, la independencia individual o la relación paterno-filial que Owen inicia con Gary tras haber matado al padre de este. Pero sobre todo, el realizador profundiza en la interioridad de sus personajes, tanto en las dos mujeres como en el antihéroe obligado por las circunstancias a replantearse sus emociones, sus decisiones y cuál es el lugar que le corresponde asumir dentro del momento histórico durante el cual se desarrolla imparable la violencia que enfrenta a unionistas y confederados. Pero el enfrentamiento de Pentencost es consigo mismo y nada de lo que sucede a su alrededor parece importarle. La única idea que ronda su mente es la de sacar partido a la situación. Tampoco tiene la intención de decidir entre sí mismo y aquello que le rodea, y no decide porque lo hizo mucho antes de su encuentro inicial con los indios. <<No pertenezco a nadie, excepto a mí mismo>>, asegura en un momento puntual, y esa es la sensación que ofrece durante su estancia en la ciudad donde en una partida de cartas gana el local de Jumbo (Raymond Burr), gracias a la tramposa intervención de Boston. Esta circunstancia genera la enemistad entre ambos hombres, distanciando más si cabe el norte y el sur, aunque también introduce el amor incondicional que Boston siente hacia el forastero a quien se entrega, a pesar de que a este solo parece importarle su beneficio. En realidad, es alguien más complejo, estamos ante un individuo contrariado, alguien que oculta sus sentimientos y que sufre su sino consciente de la imposibilidad de alcanzar aquello que le importa, quizá porque él mismo ha aceptado que nada puede florecer y sobrevivir a su lado, ni su amor por Boston y Gary ni el breve instante de luz que le genera la imagen sofisticada y emprendedora de Ann, en quien observamos sentimientos encontrados hacia el desarraigado sin familia, sin hogar y sin esperanza interpretado por Robert Stack.

viernes, 14 de septiembre de 2018

Dziga Vertov. Cine-revolución


Sospecho que decantarse por esta o aquella postura artística suele estar condicionado por la subjetividad individual —que vendría a ser algo así como la suma de sensibilidad, intereses, influencias, momento histórico, experiencias y más— que puede conducirnos a rechazar de modo simplista o a reflexionar sobre los diferentes modos de interpretar un mismo medio, en este caso el cine. Sin embargo cuando solo existe una postura, la posibilidad de elección desaparece, lo cual conlleva que, de pretender una nueva opción, haya que desarrollarla, enfrentándose al rechazo y revolucionando el medio en cuestión. <<Un día de primavera de 1918 vuelvo de la estación. Conservó aún en los oídos los suspiros, el ruido del tren que se aleja... alguien que blasfema... un beso... alguien que grita. Risas, silbidos, voces, tañidos de la campana de la estación, jadeo de la locomotora... Murmullos, encargos, adioses... En el camino de vuelta pienso: es preciso que acabe encontrando un aparato que no describa sino que inscriba y fotografíe estos sonidos. Escapan de la misma manera que en el tiempo. ¿Una cámara quizás?>>* Esa cámara tenía que romper con el cine de ficción, esa cámara debía capturar vida, esa cámara tenía que llevar a otro nivel el ojo mecánico defendido por
Denis Arkadevich Kaufman, cuyo seudónimo Dziga Vertov (Dziga-trompo y Vertov-giro) definía, afirmaba y redundaba sus radicales y revolucionarias intenciones cinematográficas. Vertov, que así decidió llamarse, fue junto al estadounidense Robert Flaherty la figura clave en el nacimiento y en la evolución del cine documental, aunque su innovación no consistió en recrear ni recrearse en la realidad filmada, sino en atraparla y así llegar a la verdad, o aquello que él consideraba como tal. Teórico e innovador cinematográfico, sus primeros años nos hablan de un joven inquieto que escribía poesía, ensayos, novelas,... y estudiaba Música en Bialystok (actual Polonia), su ciudad natal, hasta que la amenaza de la Gran Guerra (1914-1918) le obligó a trasladarse a Moscú y poco después a San Petersburgo. Allí cursó neuropsicología, pero convencido de la revuelta bolchevique y de la evolución
proletaria que se estaba llevando a cabo, aceptó la propuesta de Mikhail Koltsov y entró a formar parte del Comité Cinematográfico del Comisionariado del Pueblo. Para el KinoKomitet se hizo cargo de los primeros noticiarios cinematográficos soviéticos, pero la serie Cine-semana (1918) solo fue el primer paso de un <<cine-escritor y cine-poeta>> de pensamiento insobornable que, a pesar de los constantes contratiempos burocráticos, renovaría el documental desde sus teorías radicales y su afán de experimentar con el sonido —en 1917 ya realizaba montajes sonoros en su "laboratorio del oído"— y sobre todo con las imágenes en películas que buscaban la objetividad integral manifestada por los "kinoks" documentalistas. Crítico con las películas de base literaria, las teorías vertovianas rechazaban el cine de ficción, que calificaba de teatral, aburguesado y alienante, y se decantaba por captar la verdad absoluta desde la cámara, una verdad que fluye del comportamiento humano ante la "vida de repente" que, en constante movimiento, el ojo mecánico captura y el montaje organiza y dota de mayor dinamismo. <<Los procedimientos del Cine-ojo nos ofrecen la posibilidad de desenmascarar al hombre, de obtener un fragmento de cine-verdad. El camino que yo me he asignado en el cine tiene por único objetivo el de revelar esta verdad por todos los medios disponibles>>.


Para este cineasta soviético, el cine era una postura vital y filosófica que encontraba en los acontecimientos diarios (nacimientos, muertes, trabajos,...), en los escenarios reales (mercados, fábricas, estaciones o calles) y en las personas de carne y hueso (que ignoraban la presencia de los operadores) la realidad que filmaba prescindiendo de guión literario, de actores y actrices, de decorados y de cualquier artificio que alterase la intención perseguida primero en la serie Kino-pravda y posteriormente en películas como
Cine-Ojo. Pero sus planos, sus animaciones, la micro y macrofilmación, el rodaje al revés, la aceleración de imágenes, la filmación a escondidas y sus montajes (previos, durante y después del rodaje), también sus ideas, provocaron que la objetividad diera paso a la subjetividad de quien capta la vida y posteriormente la edita en la sala donde corta, empalma y da ritmo a los fotogramas escogidos que rompen con la linealidad espacio-tiempo. La búsqueda de Vertov le provocó numerosos contratiempos, multitud de detractores, que calificaban su cine de formalista, y un constante enfrentamiento con la burocracia y con los intereses establecidos que pretendían relegar su cine al olvido. Pero nada de esto ha impedido que Vertov sea considerado uno de los padres del cine documental y uno de los grandes vanguardistas cinematográficos de todos los tiempos, que influyó en cineastas contemporáneos y posteriores, tampoco resta a su constante lucha por <<ofrecer modelos nuevos. Hacer trabajar al cerebro. Abatir la rutina. Salir del letargo. Abrir paso a la inventiva>> que rompe los límites que él traspasó en Cine-ojoEl hombre de la cámaraEntusiasmo: sinfonía del Donbass o Tres cantos sobre Lenin.



Filmografía parcial

Cine-semana (Kino-nedelya, 1918)

Mozg Sovetskoi Rossii (1919)

El proceso Mironov (Protsess Mironov, 1920)

Cine-verdad (Kino-pravda,1922)

Hoy (Segodnia, 1924)

Las muñecas de París (Grimaci Parij, 1924)

Humoresque (Jumoreski, 1924)

Cine-ojo (Kino-eye, 1924)

Juguetes soviéticos (Sovetskie igrushki, 1924)

El cine-calendario Leninista(Leninsky Kino-Kalendar, 1924)

El año sin Ilich (God Bez Ilytch, 1924)

¡Viva el aire! (Daech Vozdukh, 1924)

La sexta parte del mundo (Chestaia Tchast Mira, 1926)

¡Adelante, Soviet! (Chagay, sovet!, 1926)

El undécimo año (Odinnadtsatyy, 1928)

El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1928)

Entusiasmo: sinfonía del Donbass (Entuziazm: Sinfoniya Donbassa, 1931)

Tres cantos sobre Lenin (Tri presni o Lenine, 1934)

Canción de cuna (Kolybelnaia, 1937)

Memorias de Sergei Ordzhonikidze (Pamyati Sergo Ordzhonikidze, 1937)

Gloria a las heroínas soviéticas (Slava Sovietskim Geroiniam, 1938)

Tres heroínas (Tri Geroini, 1938)

La URSS en la pantalla (SSR na Ekrane, 1939)

La altura A (V raione vysoty A, 1941)

Sangre por sangre (Krov za Krov, 1941)

En la línea de fuego. Los operadores de noticiarios (Na Liny Ognia. Operatory Kino-Khroniki, 1941)

Tú, al frente (Tebe, Front!, 1942)

En la montaña de Ala-Tau (V Gorakh Ala-Tau, 1944)

El arte soviético (Sovietskoe iskusstvo, 1944)

El juramento de la juventud (Kliatva Molodykh, 1947)

*El entrecomillado ha sido extraído de Dziga Vertov: Memorias de un cineasta bolchevique. Capitán Swing Libros, S. L., Madrid, 2011