martes, 29 de diciembre de 2020

La semilla del diablo (1968)

La intención artística de Roman Polanski queda apuntada en el cine metafórico que asume desde su primer largometraje, El cuchillo en el agua (Noz w wodzie, 1962), en el que asoman temas y gustos, simbolismos y atmósferas malsanas —que van enrareciéndose en sucesivas tramas y películas. Continuaría desarrollando sus temas y gustos en siguientes producciones, así, la soledad y la alienación en las sociedades desarrolladas asumen protagonismo en su trilogía del apartamento, donde los espacios cerrados y las atmósferas plomizas son presencias que cobran importancia amenazadora. En los tres films la estética que el cineasta de origen polaco elige, o crea para su trilogía, es desasosegada, suicida, tan densa que casi puede sentirse sobre los protagonistas. Sus apartamentos son mundos claustrofóbicos, donde Polanski no busca ni pretende realismo. Escapa de él, quizás porque los personajes o inquilinos viven negándose la realidad y afirmando la que crean en sus mentes. La negación de la realidad lleva a la afirmación de la realidad, y viceversa, y Rosemary (Mia Farrow) se descubre primero afirmativa y luego con necesidad de negar para explicarse u explicar su situación. Se descubre agobiada entre ambos polos, aunque, a decir verdad, se encuentra al borde del desequilibrio hacia donde todos y todo parecen llevarla después de llegar a su nuevo apartamento, más amplio y lujoso que el anterior, también más amenazante. Ella quiere una casa más grande, más cara y bonita, aunque no sabría explicar para qué o qué le proporciona que ya no tuviese. Quizá su embarazo, que la confunde más si cabe, o tanto como la confundirá la accidental ceguera del actor a quien Gail (John Cassavetes), su marido, sustituye en una representación.



La sospecha de que algo no marcha aumenta con la muerte del amigo que cae en coma el mismo día que deben encontrarse, el amigo cuyas palabras habían avivado la duda en ella. Esa sospecha está en su mente, donde crece igual que el sentimiento de culpa, que nace de su educación católica, represora y patriarcal, que Polanski introduce en el sueño de la protagonista. A Rosemary tampoco le ayuda ser mujer en un entorno social que igual es culpable de empujar al suicidio a la joven vecina, la que se lanza desde la ventana de un séptimo piso; dirán que por depresión o por ser ex-drogadicta. Los vecinos, el entrometido matrimonio Castevet que habían acogido a la joven suicida, se vuelcan ahora en atenciones hacia Rosemary. Minnie (Ruth Roman) y Roman (Sidney Blackmer) son atentos, demasiado, siempre preocupados e insistentes con una mujer que se deja llevar, aunque no desee ir. A partir de ese instante parece que la víctima de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968) no puede realizar ningún movimiento sin ser observada o controlada. Ha perdido cualquier posibilidad de libertad: vive en el encierro donde la retienen sin que pueda elegir. El matrimonio continúa insistiendo el qué hacer de la futura madre, a dónde ir o cómo debe actuar; actitud similar a la del dr. Sapirstein (Ralph Bellamy), el prestigioso ginecólogo que la atiende por recomendación de los Castevet. ¿Y qué decir de Gail, quien mediante su gran arte del engaño, la vigila y dice protegerla de sí misma? También él le indica el camino que todos han elegido para ella y ella ha de aceptar sin plantarse cuál es su lugar o qué hay de maravilloso o terrorífico en su vida de esposa, ama de casa y madre. ¿Entonces? Vive en su pesadilla, la de ser prisionera en y del lugar donde la atrapan. Se trata de una edificación que no tiene paredes de piedra o ladrillos, aunque sí muros de imposibilidad y desesperación, muros que han construido sin su participación, más bien negándosela, quizá sí con su consentimiento involuntario, pero, le guste o disguste, es su edificio, su cárcel, que le impide ser mínimamente libre o dueña de sí misma, de sus elecciones y decisiones.

domingo, 27 de diciembre de 2020

Gloria (1980)


Película a película, entre el rechazo de unos y los aplausos de otros,
John Cassavetes se convirtió en la imagen del cineasta independiente que dio la espalda a la industria cinematográfica para desarrollar sus intereses artísticos en un cine personal, en el que ambicionaba expresar emociones, veracidad y humanidad, la de sus personajes. En buena medida, lo consiguió, pero Cassavetes no sería Cassavetes sin su toque definitivo, aquel que hace a su cine reconocible para cualquiera. Ese toque no es técnico, es humano, es el grupo de amigos que asoma en sus películas (Ben GazzaraPeter Falk, Val Avery o Seymour Cassel). Pero, de entre todos ellos, es Gena Rowlands la presencia determinante, la figura que asume el protagonismo en una variedad de papeles y de registros que no hacen si no confirmar la gran actriz que es y la inigualable simbiosis artística que estableció con su marido (Cassavetes). De la madre que se desentiende de su hijo biológico en Ángeles sin paraíso (A Child Is Waiting, 1962), a la mujer que se sacrifica para ser madre en Gloria (1980), Gena Rowlands interpretó distintos rostros para Cassavetes, sin ir más lejos la esposa de Una mujer bajo la influencia (A Woman Under Influence, 1974) o la actriz en crisis de Opening Night (1977).


Fuerte y expeditiva en la superficie, de fondo emocional y sensible, Gloria se ve obligada a romper con su monotonía para salvar la vida del niño de nueve años a quien persigue una organización criminal que pretende mandar un mensaje a cualquiera de los suyos que intente hacer lo que el padre el muchacho: delatarlos. A partir de este argumento, que inicialmente no iba a ser dirigido por el director de Faces (1968), Gloria se desarrolla como una de las películas de narrativa más convencional y accesible de Cassavetes, pero nunca reniega de lo que pretende ser: un film de lazos afectivos, de admiración a la figura femenina y de sobrada fuerza emocional. Las emociones y sentimientos que manan de la relación que se establece entre la pareja protagonista, al límite durante todo el metraje, hacen de Gloria la madre no biológica de Phil (John Adames), el niño perseguido por la organización. Cierto que no es hijo suyo y que inicialmente ella asegura que no le gustan los niños, pero asume la defensa y el cuidado del huérfano tras el asesinato de toda su familia. Gloria es la mujer capaz de matar y dejarse matar por proteger al cachorro huérfano; lo hace por instinto, pero también por la sensibilidad que Phil despierta en ella tras derrumbar el muro que quizá ella levantase durante su estancia en la cárcel o en su contacto con el mundo del hampa del cual formaba parte en el pasado. La vida de ambos se une el día en el que, como amiga, la madre del niño le pide que lo proteja y lo saque de allí, consciente de que en apenas unos minutos los asesinos aparecerán para dejar el mensaje de sangre que no estará completo hasta que los criminales también se deshagan de Phil. No fue la primer ocasión en la que Cassavetes se adentraba en los bajos fondos, lo había hecho en El asesinato de un corredor de apuestas chino (The Killing of a Chinese Bookie, 1976), una película que me llena mucho más, a pesar de la ausencia de Rowlands, y que posiblemente sea más complicada a la hora de atraer y contentar a un público más numeroso. Eso lo consigue Gloria, con su conexión materno-filial y con la huida plagada de encuentros violentos y de intimidades que vinculan a la mujer, independiente y contundente, y el niño que la humaniza —al ofrecerle una vía a la redención y la posibilidad de liberar sentimientos y emociones que habría mantenido a raya o que hasta el encuentro no habría experimentado.



jueves, 24 de diciembre de 2020

Los tramposos (1959)

La mentira y el engaño son exclusivos de la universalidad humana, tan exclusivos que todos los llevamos con nosotros y echamos mano de ellos con o sin disimulo, consciente o inconscientemente. La pareja de timadores de Los tramposos (1959) intenta disimular sus pequeños golpes y engaños, pero no engañan a Julita (Concha Velasco), el personaje que, en su impuesta honradez, determina el cambio laboral en Virgilio (Tony Leblanc) y Paco (Antonio Ozores). Estos dos trúhanes sí embaucan al pueblerino que ve con buenos ojos engañar al tonto que reparte estampitas por una peseta. Pero el tonto solo lo es a medias, puesto que comprende que el timo de la estampita funciona porque siempre habrá víctimas que creen ser lo suficientemente listos para engañar al tonto. Podría hacerse un estudio o un ensayo sobre la escena que se produce en el exterior de la estación de Atocha y la realidad que encierra y desvela que el buen hombre rechaza al personaje de Leblanc cuando debe dar una peseta por insistencia de aquel; sin embargo cambia su actitud cuando comprende que puede sacar tajada. Es el mismo individuo y, en solo un segundo (el tiempo justo que le lleva pensar en ganar dinero fácil), parece otro distinto. No obstante es el mismo antes, durante y después del timo. Es un pobre desgraciado, ni mejor ni peor que sus victimarios, pues se comprende que Virgilio y Paco son unos don nadie que pretenden hacerse un hueco en la España del desarrollo sin progreso. Es la España de medio pelo, el país donde sobreviven sin dar más palo al agua que los palos que dan a incautos que quieren sacar algún beneficio, sea con las rifas o con las estampitas. Lo cierto es que a ellos y a otros muchos les gustaría vivir del cuento, sin trabajar, contando cuentos, soñando con escapar a la realidad, que esta no les coja de lleno, sino de medio lado, en una posición en la que puedan sacar alguna ventaja que emplearán para continuar trampeando, tragando cotidianidad y engañándose.

Quizás Los tramposos no tenga el prestigio de otras películas españolas de su época, quizá por su apariencia más conformista o porque el prestigio no es más que el fruto de otro engaño, pero sin duda sí es una comedia que tiene su gracia. Se encuentra en sus personajes y en las situaciones que delatan su fuga de la realidad, en una huída que muestra más realidad que películas que pretendían mayor realismo. Pedro Lazaga muestra mucho más de lo aparente o cuela en la apariencia cómica aspectos que desvelan otros menos sonrientes. Así, sus personajes parecen confirmar (más en sí mismos que en sus víctimas) una generalidad siempre presente en la pantalla: hay quien engaña porque siempre hay alguien a quien engañar y que desea ser engañado. Y la pareja de timadores es el ejemplo de ambas, pues engaña y se engaña. Los tópicos y los chistes fáciles, las situaciones ridículas, un reparto que cae como anillo al dedo a la rítmica narrativa de Lazaga se combinan para dar encanto a Los tramposos; a su ausencia de prejuicios a la hora de mostrar el desarrollo y el turismo en un país de hidalgos decadentes y pícaros en busca de fortuna, el país que ofrece a los turistas la oportunidad de emborracharse a sus anchas por el módico precio que genera los ingresos de visionarios que, como Paco, Virgilio y su socia capitalista (Laura Valenzuela), se dedican al negocio de las visitas a lugares no tan típicos del Madrid de finales de la década de 1950. <<Callos a la espiquinglish, 15 pesetas>> luce en la pizarra del bar donde Paco y Virgilio llevan a sus clientes a tomar vinos. Ese es su instante de éxito y de mayor rebeldía, puesto que el resto de su desventura, ya sea como timadores de poca monta o como honrados ciudadanos, lo suyo es una cuestión de conformismo e ingenuidad, de dejarse guiar hacia el puesto laboral y el convencionalismo que les permitan encajar dentro del sistema. Pero más que patéticos, los protagonistas son una caricatura de la naciente clase media urbana española, la que surge concluida la larga posguerra y se inicia el camino del “desarrollo”, una clase social que abraza el conformismo —la renuncia final de Paco y Virgilio a su vena emprendedora, sea la legal o la ilegal, lo confirma— y pretende de caminar hacia el bienestar proporcionado por la olla express, la publicidad, la vanidad, el turismo o la venta de libros puerta a puerta. 

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Bajo el fuego (1983)

En su ensayo La deshumanización del Arte, Ortega y Gasset echa mano de cuatro modelos humanos para hablar de las distancias que se establecen con un misma realidad, según la implicación del individuo con el hecho observado. Son una mujer, un doctor, un periodista y un artista y el hecho que presencian es la agonía del marido de la primera. Para Ortega y Gasset está claro que la esposa vive la realidad como propia, el médico en la cercanía de su profesión; el periodista distanciado y el artista totalmente ajeno a la realidad. Ortega dice lo siguiente respecto a la postura del periodista: <<No participa sentimentalmente en lo que allí sucede, se halla espiritualmente exento y fuera del suceso; no lo vive, sino que lo contempla. Sin embargo lo contempla con la preocupación de tener que referirlo luego a sus lectores. Quisiera interesar a estos, conmoverlos y, si fuese posible, conseguir que los suscriptores derramen lágrimas, como si fueran transitorios parientes del moribundo.>>

Lo anterior se ajusta al triángulo protagonista de Bajo el fuego (Under Fire, 1983), ya que viene a definir el comportamiento inicial que descubrimos en Alex (Gene Hackman), Claire (Joan Cassidy) y Russell (Nick Nolte), sobre todo en este último, que siente como su distancia de la realidad que fotografía se acorta en Nicaragua, quizás porque haya llegado al límite de su aguante emocional o porque su relación con Claire despierte algún sentimiento hasta entonces dormido. La lejanía que le impone su cámara, o que él establece desde la cámara, desaparece y los hechos que contempla pasan a ser propios, le afectan y le obligan a tomar partido. En ese instante del film, cuando busca a Rafael —mito revolucionario que nadie ha podido fotografiar—, el reportero deja de ser un testigo presencial de la realidad, pero ajena a ella, para ser uno más del momento, de los hechos que se suceden, en su caso de la guerra civil que pretende cubrir cuando llega a Nicaragua, después de hacer lo propio en Chad, donde consigue una instantánea que sería su enésima portada en una prestigiosa revista. En África, todavía lo observamos al margen del conflicto bélico; lo observa desde el alejamiento que establece entre el hecho que se produce y la imagen que fotografía. Esa distancia implica dos momentos que no pueden tocarse: el suceso real y la interpretación del instante por parte del fotógrafo. Para él es su trabajo, como matar lo es para el mercenario (Ed Harris) o engañar lo es para Jazy (Jean-Louis Trintignant), el agente de occidente, el “artista” que manipula y escoge el mejor tirano posible para los intereses de las potencias estadounidense y europeas a las que representa.

En la película quedan bastante bien expuestas las distintas posturas y distancias ante una misma realidad; de hecho, podría decirse que ningún personaje tiene una perspectiva similar del conflicto, y esta diversidad de impresiones, intereses y comportamientos confieren autenticidad al conjunto. El marco histórico en el que Roger Spottiswoode desarrolla Bajo el fuego es fruto de la guerra fría, pero también es una de las consecuencias de la colonización que los países desarrollados llevaban a cabo en naciones subdesarrolladas o en vía de desarrollo. Estos países del sureste asiático —El año que vivimos peligrosamente (The Year of Living DangerouslyPeter Weir, 1982), de África —Los perros de guerra (The Dogs of WarJohn Irvin, 1980)—, de Europa meridional —Z (Costa-Gavras, 1969)— o de Latinoamérica —Missing (Costa-Gavras, 1982)— están en el punto de mira de agentes como Jizy y las potencias que se reparten el mundo en 1979. Para estas naciones trabajan los personajes de film, algunos, como Claire y Russell, informando a una opinión pública cuya distancia es todavía mayor que la de los reporteros, otros como el mercenario no tienen más implicación que el dinero, se desentiende de cualquier implicación emocional o problema moral y de culpa, y por descontad el espía que se encuentra allí para mantener al tirano escogido, el coronel Somoza.


martes, 22 de diciembre de 2020

Bone Tomahawk (2015)

 
El viaje a la Edad de Piedra es parte de la gracia de Bone Tomahawk (2015), otra parte del chiste reside en combinar tópicos del western con humor y algo de terror, con cierta dosis de mala leche y la violencia que asoma desde su introducción hasta su desenlace, aflorando en cualquier instante del nudo o de los tres momentos que lo componen y que se distinguen por los tres espacios donde se desarrollan: el pueblo, el exterior por donde cabalgan y caminan los cuatro buscadores, y la caverna donde se produce el enfrentamiento con el pequeño núcleo de trogloditas consumidores de carne humana blanca, y que todavía no han desarrollado la capacidad del habla, por tanto, tampoco han desarrollado la inteligencia de la que presumen los hombres que los buscan para salvar a los desaparecidos. La excusa de S. Craig Zahler para bromear un par de horas sobre la civilización, el western y la violencia la toma del grupo de cavernarios prácticamente invisibles y rudimentarios que asalta la cárcel del sheriff Hunt (Kurt Russell) para castigar a Purvis (David Arquette), el asesino que profanó su cementerio, y de paso llevarse provisiones frescas y humanas: el primer ayudante del sheriff y la doctora Samantha O’Dwyer (Lili Simmons). Resulta extraño que una tribu que aún no ha desarrollado la capacidad de relacionar significantes y significados se traslade buscando al hombre que ofendió sus creencias y costumbres, pero ahí está parte de la burla, en que los supuestos incivilizados no lo son más que los civilizados que no dudan en cortar cuellos por unas monedas o a quienes como John Brooder (Matthew Fox) no tiene el menor escrúpulo a la hora de matar indios o mexicanos. Pero la suya es la violencia de la civilización que colonizó el territorio, la que también emplea el sheriff cuando dispara en el pie del vagabundo a quien considera culpable de múltiples crímenes, aunque no tenga pruebas, solo sospechas. Ese instante y el prólogo —en el que dos hombres degüellan sin el menor miramiento a unos viajeros que duermen al raso— son las coincidencias detonantes del secuestro que pone en pie a Arthur (Patrick Wilson), el marido de la doctora, que sufre una grave lesión en una de sus piernas. Él es la parte más interesada del cuarteto de buscadores donde no se encuentran ni John Wayne ni Jeffrey Hunter, puesto que este es un grupo diferente y el tiempo y el espacio de búsqueda también difieren respecto a los de Centauros del desierto (The Searchers; John Ford, 1956). Los gustos culinarios de los indios se acercan más a los de Ravenous (Antonia Bird, 1999) que a los de tío Ethan, pero Bone Tomahawk es original a su manera, en el deambular de cuatro hombres que se guían por motivaciones distintas y que incluso nada tienen en común entre ellos, al menos en apariencia. Los momentos y los diálogos tiene un algo de irónicos, de burla, y piden la complicidad mientras se ganan a su público, quizás aquellos que comprende que se encuentran ante una representación como la del circo de pulgas del que habla el personaje de Richard Jenkins.

domingo, 20 de diciembre de 2020

El imperio del terror (1955)


Situándonos en su época de estreno, El imperio del terror (The Phenix City Story, 1955) resulta un film impactante en el uso de la violencia como eje narrativo. No la disimula, la convierte en la tónica de una película que asume el realismo e incluso la crónica periodística para desarrollar la historia que Phil Karlson —que cuenta en su filmografía con un puñado de magníficas producciones de serie B— abre con un reportero que se ha trasladado a Phenix, Alabama, para conocer los hechos de primera mano. Por sus palabras y por las entrevistas que realiza antes de que dé comienzo la representación (la otra) de los hechos ya sabemos que la ciudad ha estado controlada por un sindicato u organización criminal dedicada al juego, a la prostitución y al narcotráfico. Según palabras del periodista y de varios testigos, vecinos del lugar, la localidad era el centro de una dictadura criminal cuyo poder empleaba el terror como sostén. Por lo que dicen los paisanos, esto llevaba sucediendo durante décadas y la democracia solo lo era de fachada —como podrá verse avanzado el film, cuando los matones y trabajadoras del sindicato “convencen” a los electores, mediante fuerza bruta y favores sexuales, para que sus votos sean favorables a los intereses de la organización criminal.

Pasados sus diez primeros minutos, El imperio del terror abandona la supuesta realidad documental y se lanza de lleno a la representación de los hechos que dan forma a uno de los films más impactante de su momento, buen parte del mérito corresponde a la expeditiva dirección de Karlson. Al responsable de El cuarto hombre (Kansas City Confidential, 1952), otra de sus grandes aportaciones al cine negro, no le tiembla el pulso. No duda en mostrar y en señalar sin disimulo, aunque no exponga más que una parte, la realidad política y social del entorno. Muestra con precisión el espacio por donde moverá a los personajes, a los que no concede protagonismo exclusivo, sino que lo reparte entre las distintas partes enfrentadas a lo largo del film, hasta que se decanta por los Patterson. Padre e hijo son dos hombres que han vivido dos guerras diferentes. El mayor, Albert Patterson (John McIntire), es un abogado de renombre en la ciudad y en el Estado, un hombre que tanto los del sindicato como los que están en su contra desean tener a su lado; pero el mayor de los Patterson se mantiene firme en su rechazo, consciente de que nada de lo que haga acabará con el delito y con la corrupción política y policial. Esta postura pasiva choca con la de su hijo (Richard Kiel), que decide actuar, quizá porque la guerra que conoce fue de otro tipo de suciedad. La batalla que se desata en Phenix, Alabama, es entre el crimen organizado y varios miembros de la comunidad blanca, puede que algunos incluso sean descendientes de quienes organizaron el juego décadas atrás, y lo convirtieron en la primera industria del lugar. Lo acertado de la exposición de Phil Karlson es la contundencia con la que muestra la represión, los métodos de control y el miedo a perder el poder, por parte de Tanner (Edward Andrews) y cía, posiblemente en estos tres puntos, el film encuentra su filón y su diferencia respecto a otras películas que abordan temas similares. El imperio del terror muestra a vecinos de la ciudad empleando a otros, que callan porque el negocio les da trabajo, controlando a las autoridades policiales, judiciales y políticas, o resolviendo sus asuntos de manera expeditiva, sin miedo a posibles represalias o actuaciones legales —como confirma el juicio que decide a Patterson padre a dar el paso y presentarse a las elecciones a Fiscal General del Estado. No se detienen y, amenazado su poder por la decisión de los Pettersen, dan rienda suelta a la fuerza bruta: golpean, queman o asesinan sin distinguir entre sexos, clases o edades. En un entorno racista —no es la intención de Karlson profundizar en este aspecto de la realidad social de la ciudad, solo lo apunta— y criminal, para ellos existe una única máxima igualitaria, da igual que sean hombres o mujeres, niños o adultos, blancos o negros, en Phenix City o se hace lo que conviene al sindicato o se muere.

sábado, 19 de diciembre de 2020

No somos ángeles (1954)

Noche Buena calurosa en la Isla del Diablo, en la Guayana francesa, donde tres fugitivos disimulan entre colonos y presos en libertad condicional. Disimulan en el puerto a la espera de abandonar el lugar, pero mientras aguardan deciden hacerse con algo de dinero y entran a robar en una tienda donde no pueden evitar sentir simpatía por sus dueños, la familia Ducotel. Joseph (Humphrey Bogart), Albert (Aldo Ray), Jules (Peter Ustinov) y la serpiente Adolf deciden ayudar a sus empleadores porque son todo aquello que ellos no han sido y posiblemente deseen ser. Así, se convierten en sus ángeles de la guarda, los que les protegerán del primo André (Basil Rathbone) y harán posible el milagro de una vida más luminosa. No somos ángeles (We’re no Angels, 1954) fue la sexta y última colaboración entre Michael Curtiz y Humphrey Bogart, pero también fue la menos lograda, ni posee la gracia que se le atribuye o, sencillamente, quien aquí escribe la busca y no la encuentra por parte alguna. Por otra, Bogart no parece estar a gusta en la comedia pura. No puede hacer de Bogart y no puede dejar de hacer de Bogart, lo cual genera un punto extraño donde se reconoce y no lo hace. De cualquier manera, No somos ángeles es un film que no destaca en la filmografía de Michael Curtiz ni en la del actor, y que encuentra uno de sus lastres en su excesiva teatralidad. El film no escapa de su origen teatral —sí lo haría la versión que en 1989 realizó Neil Jordan, aunque esta tampoco sea una película redonda—, y ese origen del que no se desprende no juega a favor de un ritmo más cinematográfico. Tampoco ayuda que su planteamiento juegue sobre seguro, se mantiene dentro de lo común, aunque asuma cierta transgresión, en realidad inexistente, en su concesión del protagonismo y de virtudes y valores a los convictos. Pero, finalmente, nadie escapa y nada sale de norma, salvo que Curtiz muestra una Navidad calurosa, diferente a las blancas y frías que suelen asomar por la pantalla. 

viernes, 18 de diciembre de 2020

El quimérico inquilino (1976)



A vueltas con el proyecto que años después rodaría dando forma a Piratas (Pirates, 1982), Roman Polanski vio en la novela de Roland Topor la oportunidad de volver a ponerse delante y detrás de las cámaras. Lo hizo pisando terreno conocido, el encierro y la pérdida de identidad, pero en suelo diferente, ya que El quimérico inquilino (The Tenant, 1976) fue la primera película que rodó en Francia. Muchos de los personajes de Polanski viven en el encierro, sufren crisis de identidad o sencillamente la pierden en su vivir atrapados entre paredes, reales e irreales, aquellas que construyen frente a la amenaza. De igual forma, los muros resultan fuertes y consistentes, tanto que no pueden salir sin destruir y sin resultar heridos. Decía Stuart Mill que <<la sociedad puede ejecutar, y lo hace, sus propios mandamientos; y si dicta mandatos errados en lugar de razonables, o mandatos que se entrometen en cosas en las que no debería mezclarse, lleva a la práctica una tiranía social más formidable que muchas clases de opresión política, porque, si bien no se apoya en sanciones tan excesivas, deja muchas menos vías de escape, penetra más en los pormenores de la vida y llega a esclavizar incluso el alma>>. La tiranía social, unida a la intromisión en privacidad del individuo, la sufre el inquilino respecto a sus vecinos, pero también en relación a un espacio que lo minusvalora o rechaza por ser extranjero, aunque sus papeles lo confirmen ciudadano francés. Esto se descubre en varios momentos del metraje, pero la escena donde adquiere mayor surrealismo institucional es durante el careo que el protagonista mantiene con el agente de policía que lo califica de alborotador, sin darle opción ni credibilidad a las palabras de un hombre para quien ya no hay escapatoria. El personaje busca apartamento y encuentra uno en un viejo edificio, solo que aún tiene inquilina, que convalece en el hospital tras su intento de suicidio. De la suerte que corra la paciente, correrá la suya. Se comprende desde el primer momento que así será, que acabará perdiendo su identidad y asumiendo la de la mujer que saltó por la ventana. Un chocolate que no pide, un paquete de tabaco que sustituye a su marca habitual o una mirada hacia el lugar donde ella se estrelló, muestran las mismas experiencias, las que él vive desde que entra por primera vez en el edificio y en la cafetería cercana. Posiblemente acabará igual que ella, aunque, para llegar a tal extremo, primero sufre la presión vecinal, tan constante y castradora que provoca su temor y su consecuente paranoia. El quimérico inquilino es uno de los films más inquietantes de Polanski, quizá no de los más sonados ni alabados, pero sí de los más perturbadores, aunque el propio realizador reconociese que quizá la transformación del protagonista resultase demasiado precipitada. Puede, pero ¿la locura avisa? ¿Se da un tiempo? ¿O puede que ya estuviese gestándose en ese hombre tímido mucho antes de llegar al apartamento donde sufre o experimenta su metamorfosis? En su día a día, en la cotidianidad de la que podemos hacernos una idea, una hiriente en la que apenas cuenta y en la que la soledad le persigue, puesto que si fuera al revés no sufriría como sí lo hace en silencio. Si no, ¿por qué acude a visitar a la suicida o por qué siempre se muestra tan sumiso e impersonal?

jueves, 17 de diciembre de 2020

La fuga de Logan (1976)



La ausencia de cualquier rasgo que le confiera personalidad propia provoca que no me tome en serio La fuga de Logan (Logan's Run, 1976), tampoco en broma; en realidad, ni ella misma hace lo uno o lo otro. La tomo como viene y la veo como una caricatura que no pretende serlo, una que asume un buen número de tópicos genéricos y los exagera hasta transformarlos en una parodia o chiste. La película no se propone esto, propone una distopía que bebe de la expuesta por Aldoux Huxley en Un mundo feliz, pero ignora a qué juega: si es la caricatura que acaba siendo o si pretendía una seriedad crítica que no asoma ni en los créditos. En realidad, busca algún tipo de e
spectáculo, pero no encuentra el modo de conseguirlo, salvo por repetición. Por momentos, quiera ser una mezcla de Barbarella (Roger Vadim, 1966), Soylent Green (Richard Fleischer, 1974), El planeta de los simios (The Planet of the ApesFrankllin J. Schaffner, 1968) con su pequeña dosis platónica o quizá simplemente su razón de ser sea exclusivamente comercial, y no le preocupe que de promesa de diversión pase a ser ridícula.


Desconozco la novela en la que se basa el guion del film de Michael Anderson, pero conozco suficiente cine de este realizador para saber que, aunque la fuente fuese excepcional como la “orwelliana” 1984, el resultado sería irregular, cuando no aburrido o de escaso interés. Esto sucede con el futuro de La fuga de Logan, que carece de atractivo, es repetitivo y tampoco parece importar a los responsables hacer algo diferente y entretenido. Es comprensible que Anderson no pretenda un discurso sesudo, ni crítico ni social, y que prime la acción, pero resulta que algo falla y la película se convierte en una anodina sucesión de situaciones ya vistas en la ciencia-ficción cinematográfica. No es que haya un solo algo que no funcione, por funcionar no funciona ni la presencia de Peter Ustinov en un papel de relleno. La única que salva el tipo es Jenny Agutter, que da vida a Jessica 6, la joven que ayuda a Logan (Michael York) sin saber que este la utiliza para llegar al Santuario. Esa es la misión que le han encomendado al vigilante: descubrirlo y destruirlo. El punto de partida de La fuga de Logan no carece de atractivo, ya que trata un tema que empezó preocupar en el siglo XX: la superpoblación mundial. En el siglo XXIII, durante el cual se desarrolla la acción, el exceso poblacional no es problema, ya que la política de la ciudad se encarga de que nadie pase de los treinta años de edad y, a medida que van despareciendo ciudadanos, otros más jóvenes los sustituyan. El orden del futuro controla el número de ciudadanos, del mismo modo que les ofrece el placer como droga que les mantiene sin plantearse preguntas, sin dudar, y sin intentar ir más allá de lo que se les dice, salvo aquellos quienes intentan fugarse y alcanzar el misterioso santuario. Logan es un vigilante, un encargado de mantener el orden que, por ese mismo motivo, lo convierte en privilegiado dentro del sistema, aunque este privilegio no le libra de su ciclo vital, aquel que solo puede continuar si alcanza la “renovación”, que solo es una mentira más para controlar, una que provoca que los ciudadanos acudan a su muerte (control de población por asesinato) pensando en la buena vida que les espera más allá de los treinta.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Million Dollar Baby (2004)


Sensible no es quien insiste en serlo, ni quien dice serlo o quien intenta imponer su exhibicionismo disfrazándolo con una falsedad que pretende pasar por sensibilidad emocional. Lo sensible no es exclusivo, es fruto de los sentidos y de la interpretación que el subjetivo hace del mundo objetivo: sustancias, hechos, reacciones y respuestas al entorno y a quienes lo pueblan. Por tanto, común y al tiempo individual, lo sensible se transforma en cada sujeto en algo exclusivo, en algo personal que fluye fuera-adentro y dentro-afuera de forma natural como respuesta a diferentes realidades que segundos, minutos, días, semanas o una vida después de producirse, la memoria revive y el cerebro convierte en respuestas emocionales. Quizá por ello, captar emociones, sentimientos o impresiones con una cámara es un proceso complejo que al menos implica dos planos distintos: el primero, sensitivo, ver y oír, sobre todo; y el segundo, reflexivo: qué, para qué, a quién va dirigido el film y cómo transmitir lo que deseo expresar. Hay quien pretende provocar la emoción o quien la simula y luego está quien parece comprender que la intensidad emocional depende de las distancias que su modo de contar establece con el público. A este último grupo pertenece el Clint Eastwood de Million Dollar Baby (2004), quien no insiste, aunque lo haga, y no recarga, mientras deja que conozcamos a sus personajes, que establézcanos la cercanía donde crea y se fortalece el vínculo entre lo que se está viendo y quién lo observa. Lo que sucede es que nos adentra en la historia, no nos aleja, ni pretende precipitarnos u obligarnos a conectar con sus personajes sin antes conocerlos y, sobre todo, comprenderlos en su intimidad, como si esa comprensión fuese el camino natural hacía sentir verdadera, honesta, la representación que vemos en la pantalla. Eso es Million Dollar Baby, una cima de la sensibilidad emocional de Eastwood, una marca de la casa que ya se encuentra esplendorosa en Bird (1986) y que alcanza su madurez espectral en Sin Perdón (Unforgiven, 1992) y su redención en Un mundo perfecto (A Perfect World, 1993).

La historia de Maggie (Hilary Swank) y Frankie (Clint Eastwood) es una historia de amor paterno-filial, la de una hija que encuentra a un padre y la de un padre que encuentra a una hija con la que no guarda parentesco, pero con quien establece lazos afectivos que se fortalecen, más y más, a medida que caminan juntos hacia la cima soñada por la chica y la redención que anhela su entrenador. Maggie sueña para escapar de la realidad que conoce, sueña para acceder a otra mejor, y su sueño, quizá como los grandes sueños, es un imposible que persigue sin desistir, porque en sí mismo el sueño es su propia vida, la única opción que la aparta de la derrota existencial a la que se niega como la luchadora que es. Sueña con ello, trabaja para lograrlo, aguanta porque hay que aguantar y porque ella misma es su sueño, como si este hubiese roto la distancia con la realidad.

La protagonista femenina de Million Dollar Baby cumple la máxima expresada al inicio por “Scrap” (Morgan Freeman), el narrador de una historia que no es para nosotros, aunque sí lo sea, y el primer puente que Eastwood establece entre los personajes y nosotros. Su voz expresa que <<el boxeo es cuestión de respeto. De ganarte el tuyo y quitárselo al otro>>, pero Maggie es algo más que boxeadora, es una persona generosa, tanto en su entrega como en su humanidad. Esa es su victoria, es su manera de ganarse su propio respeto y también la admiración y el cariño del hombre que la acompaña en su triunfo personal y hacia el éxito boxístico, y en su caída sobre la lona donde el sueño sufre el revés que la postra en la cama donde no desea permanecer más allá de la decisión que toma, como individuo libre y luchadora nata. Para alguien como ella, permanecer prisionera de un respirador mecánico y en una cama carece de sentido, es su sin vivir, de modo que la alternativa de la muerte no es una elección terminal sino una necesidad vital, puesto que es la única manera que tiene para retener lo vivido en su esplendor y no perder la ilusión de lo conseguido, de lo único que ha valido la pena en su madurez: su relación con Frank, quien sí tendrá que elegir —cuando Maggie le pide la ayuda que provoca el conflicto moral y emocional en él—, el amor y el camino que han recorrido juntos.

martes, 15 de diciembre de 2020

Nacional III (1982)



Pícaros, verdugos, transportistas, Leguineches y otros prisioneros del cine coral y de los planos-secuencia de Luis García Berlanga habitan un celuloide inconfundible en su caricatura de un país y de sus habitantes, un país que, atendiendo a películas como Placido (1961) o El verdugo (1963), resulta un tanto insolidario. El cine de Berlanga encuentra en la exageración y en la deformación su medio para acceder y mostrar en la pantalla la realidad que el cineasta valenciano ridiculiza y señala. Así, la hace cercana y reconocible, y esquiva a los posibles aludidos de hechos, comportamientos y situaciones. O quizá sea a la inversa, y tome de la realidad y vaya marcha atrás, hasta alcanzar la risa y el patetismo que dan forma a la sátira y a la exageración, fundamentales para detallar momentos de la Transición expuesta en la trilogía nacional. Iniciada en La escopeta nacional (1978), con el reparto del pastel democrático, continuó en Patrimonio nacional (1980) y para cerrar el ciclo en Nacional III (1982), film que fue posible debido a la insistencia de Berlanga en realizar una tercera entrega de los Leguineche, convencido de que los caóticos tiempos que vivía el país podrían servirle para satirizar la España del golpe de estado del 23 de febrero de 1981, la misma del mundial de fútbol de 1982, la del cine del destape y el país de la evasión de capital. Estos aspectos dan forma a la última película de la trilogía, en la que de un modo un tanto irregular Berlanga plasmó algunos de los aspectos más destacados de esa nueva democrática que Rafael Gil también había satirizado en Y al tercer año resucitó (1980), pero con menor fortuna satírica que la protagonizada por los Leguineche, una familia de la nobleza venida a menos, pero que no ha perdido la ilusión de seguir viviendo sin dar palo al agua. En Nacional III la trama gira en torno a la idea de Luis José (José Luis López Vázquez) y señora (Amparo Soler Leal) de sacar del país el dinero que le ha proporcionado la venta de la finca extremeña que ella hereda a la muerte de su padre, defunción que ha convencido a Luis José para acercarse a su esposa, no tanto por cariño y duelo como por la fortuna heredada. Pero esta pareja es inexperta en los tejemanejes ilegales que están de moda, incluso existen empresas que se dedican a sacar las divisas y ponerlas en cualquier lugar del mundo, aunque existe un pequeño inconveniente, que el heredero del marqués no se fía de este tipo de negocio, y el matrimonio pide ayuda al señor marqués (Luis Escobar), que bastantes problemas tiene ya, intentando no caer en las redes de su ama de llaves, empeñada en que se case con ella.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Ida (2013)



Se entierre o se silencie, el pasado no deja de haber sido el que fue y, una vez desenterrado, nada evita que llegue cual fantasma que va cobrando sustancia. Su presencia se densifica a cada paso que dan las protagonistas de Ida (2013), incluso ignorándolo, se siente el eco de su (in)existencia y cómo afecta el presente con el que inevitablemente se encuentra enlazado. La fotografía en blanco y negro y el formato de Ida no son caprichos estéticos, fruto de una moda minoritaria, aunque moda al fin y al cabo, que busca el prestigio del monocromático, sino que la estética escogida por Pawel Pawlikowski responde a la época y al espectro que ha permanecido enterrado hasta que Wanda (Agata Kulesza) y Anna/Ida (Agata Trzebuchowska) inician su viaje hacia el pasado, para cerrar o llenar el vacío de sus historias, según a cual de ellas corresponda. La primera quizá haya vivido en la negación a recordar, pero precisa conocer para que cicatrice la herida abierta que nunca dejará de sangrar; y la segunda busca su historia, sus orígenes, su identidad. En ambos casos, la búsqueda remite a un tiempo anterior y la estética del film al encierro, a la intención de atrapar dentro del encuadre un paisaje íntimo que sería la interioridad de dos mujeres que inician un viaje común hacia ese pasado enterrado años atrás, cuando la guerra disparó el sinsentido.


El presente, el tiempo que se observa en las imágenes, transcurre en la década de 1960, cuando en los países de la Europa del Pacto de Varsovia se produce un ligero deshielo. En ese instante, como en el ayer y el mañana, Polonia se encuentra dividida en dos antagónicos: católicos y comunistas. Durante el recorrido propuesto por 
Pawel Pawlikowski en su regreso a su país natal, la dualidad irreconciliable parece acercarse en el viaje de sus protagonistas, dos mujeres opuestas en experiencias y en su modo de mirar el mundo, una mirada condicionada por sus vivencias —Wanda fue partisana, fiscal del estado, participó en purgas y es jueza, un alto miembro del partido; mientras que Anna es una joven novicia a la espera de sus votos. No obstante, encuentran en su origen (familiar y judío) el nexo que las acerca y las aleja del entorno bipartito.


Por su parte, Ida es el despertar de la inocencia, siempre protegida tras los muros del convento donde ha vivido desde la muerte de sus padres durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial. Mientras, su tía es la imagen del desencanto, del dolor y del abatimiento provocado por una vida de lucha estéril que no le ha proporcionado más que la aflicción que ahoga en alcohol y la soledad que no mitigan sus relaciones esporádicas con desconocidos. De ese modo,
Pawlikowski ofrece a Ida la imagen virginal e inocente que le niega a su tía, generando la sensación de que ambas forman el blanco y el negro de la bella, dolorosa y fría fotografía que nos acompaña a lo largo del recorrido hacia el pasado y al presente de ambas mujeres.


A raíz del encuentro con su tía, en una Polonia donde las heridas y los crímenes de la guerra aún se silencian, la joven novicia accede a una parte de sí misma que desconocía (sus orígenes y el origen de su historia), pero durante el viaje no se plantea sus creencias católicas, en las que ha sido educada, ni quién es, quién puede ser o quién decide ser. Lo hará más adelante, de vuelta al convento, cuando surjan las dudas y, poco después, se replantee el mundo intentando comprender (o hacer suya) la visión de Wanda —por un instante, se quita el hábito y viste su ropa, fuma sus cigarrillos, bebe su alcohol y experimenta su primer encuentro sexual— y desde su propia experiencia, puesto que ahora ya tiene su propia historia. Es entonces cuando ella también decide, cómo poco antes ha escogido su tía. La elección de ambas puede parecer y es distinta, al menos a simple vista, pero quizá no lo sea tanto, pues, a su manera, cada una decide alejarse del mundo sin mirar atrás, ya que nada les queda por mirar de ese pretérito que ha dejado de ser un fantasma para unirse a un presente que semeja gris.



domingo, 13 de diciembre de 2020

Elemental, Dr. Freud (1976)


<<In 1891 Sherlock Holmes was missing and presumed dead for three years. This is the true story of that disappearence. Only the facts have been made up>>

<<En 1895 Sherlock Holmes llevaba tres años desaparecido y se le presumía muerto. Esta es la verdadera historia de su desaparición. Solo han sido alterados los hechos>>.

El rótulo que introduce Elemental Dr. Freud (The Seven-Per-Cent Solution, 1976) habla de alteración y nos lleva de lleno al terreno de la invención de las situaciones, ya de por sí alteradas al formar parte del relato de Watson (Robert Duvall). Pero la mayor alteración se encuentra en que ninguno de los personajes del film son los creados por Arthur Conan Doyle, pues, en este caso, la fuente literaria no es ninguna historia del escritor británico —aunque cualquier Sherlock lo deba su origen. La novela que Herbert Ross adapta a la pantalla en Elemental, Dr. Freud pertenece al estadounidense Nicholas Meyer, quien también se encargó del guion. Pero que un escritor tome al personaje de Conan Doyle y lo haga suyo, ahora mismo estoy pensando en una novela de Jardiel Poncela, no es novedoso, ni lo fue entonces. Tampoco lo es para el cine, que, desde sus primeros pasos, allá por el periodo silente, ha adaptado al detective más famoso de la Inglaterra victoriana alterando sus características y sus aventuras, respecto al conjunto literario de Conan Doyle. Estos cambios no hicieron más que pronunciarse y abrir nuevas opciones a un personaje que, de otro modo, probablemente habría agotado sus posibilidades y repetiría la misma historia. Adaptarlo de manera diferente, en su tiempo victoriano o fuera de él —es el caso de la serie Sherlock—, con rostros diferentes —el más frecuente, el de Basil Rathbone— y, sobre todo, con variantes en su personalidad estándar en El perro de los Baskerville (The Hound of the Baskerville, Terence Fisher, 1959), La vida privada de Sherlock Holmes (The Prívate Life of Sherlock Holmes, Billy Wilder, 1971), Asesinato por decreto (Murder by Decree, Bob Clarke, 1979) o en esta mezcla de comedia e intriga realizada por Herbert Ross, a partir de la novela Seven per-cent solution. El porcentaje del título original refiere la cantidad de cocaína que Holmes (Nicol Williamson) mezcla en la disolución salina que se inyecta con mayor frecuencia de la que reconoce, para huir del tedio, pero también de la creciente obsesión que provoca su acoso al profesor Moriarty (Laurence Olivier), en quien ve a su némesis y al genio del mal más grande de su época. Aquello que quedaba apuntado en Wilder, en la jeringuilla que la cámara capta en el baúl que se abre al inicio de La vida privada de Sherlock Holmes, se convierte en uno de los ejes de la película de Ross, que emplea la adicción del detective para provocar su encuentro con Freud (Alan Arkin), el célebre y polémico doctor vienés, padre del psicoanálisis y el hombre en quien Watson deposita su última esperanza para la recuperación de su amigo. Y en este encuentro reside uno de los atractivos del film, en juntar a dos personajes, uno real y otro ficticio, que tienen en común el ser los mejores en sus respectivos campos laborales y que ambos han dejado sus espacios primitivos (la psicología y la ficción literaria) para acceder al imaginario popular donde se igualan. Los dos son mitológicos, más que real el vienés o que ficticio el investigador, de ahí que los veamos desde esa distancia en la que son iconos populares que comparten un instante que el mito posibilita y la aventura, más que intriga convencional, que se  inicia con la extraña aparición de Lola Deveraux (Vanessa Redgrave), una antigua paciente del doctor, en un hospital vienés.

sábado, 12 de diciembre de 2020

Caza de brujas (1991)


<<¿Quién es el principal enemigo del preso? Pues otro preso. Si los reclusos no se pelearan entre sí, los mandos no tendrían ningún poder sobre ellos>>

Alexandr Solzhenitsyn, Un día en la vida de Iván Denísovich

Las palabras de Solzhenitsyn son aplicables a más ámbitos que el gulag, puesto que las peleas entre condenados son muestras de la lucha por la supervivencia, una lucha que pueda encontrarse en cualquier sociedad amenazada por el terror que permite a unos pocos ejercer el control sobre muchos. Los enfrentamientos no son fruto de la casualidad, se basan en el uso calculado del miedo —al hambre, al frío, a la violencia física, a la pérdida del bienestar...— que crece en los controlados a partir de amenazas directas o indirectas. Cierto que el gulag no es Hollywood, ni que los presos son los nombres de las listas negras, ni los burócratas estalinistas son los miembros de un comité que se supone democrático, pero es innegable que hay algo común. En ambos casos, quien controla logra enfrentar a los controlados, para así hacer cómplices y borrar cualquier opción de unidad que pueda hacerle frente. Así, quien antes era amigo, puede ser quien delate; y así, las víctimas pasan a ser victimarios. Este podría ser el caso de Larry Nolan (Chris Cooper) —al inicio de Caza de brujas (Guilty by Suspicion, 1991), por miedo a perder su trabajo, da nombres de amigos y compañeros a los encargados de limpiar Hollywood de comunistas. ¿Pero por qué Hollywood y el cine? Por ser mediáticos y por la capacidad de transmitir ideas que se le atribuye a las películas. Atacar Hollywood era la opción ideal para lograr publicidad y lograr la colaboración de los estudios era la vía libre a cualquier abuso; como luego se vería. Si Hollywood y el sistema legal hubiesen frenado en seco el asunto de los “diez”, ¿qué habría pasado? Sin el apoyo o consentimiento por parte de la industria cinematográfica y del sistema legal, la caza de brujas no contaría con la supuesta legalidad asumida por un comité que cayó en el contrasentido de asegurar defender las libertades del país, atacando las libertades de sus habitantes. De modo que su contradicción generó el sinsentido que golpeó a la propia democracia estadounidense durante primer tercio de la guerra fría. Esa persecución implacable por parte de la HUAC fue causa de miles de vidas rotas —como apunta la leyenda final de la película— y ha dado pie a varias producciones cinematográficas que abordan el tema. La primera fue La tapadera (The Front, Martin Ritt, 1976), que Ritt desarrolló en el ámbito televisivo, y la primera centrada en el cine fue Caza de brujas, cuyo primer guion había sido escrito por Abraham Polonski, una de las víctimas de la cacería.


El film narra el acoso y derribo sufrido por David Merrill (Robert De Niro), un famoso y exitoso director de películas que ve como su carrera profesional se va a traste, consecuencia de su negativa a dar nombres al Comité que se alimenta de la permisividad, complicidad y pasividad, de unos; y del miedo y la delación, de otros. Que Merril sea director de películas posibilita que Irwin Winkler haga cine dentro de cine, sí; pero el espacio al que accede supera dicha acotación y descubre, a través de la realidad laboral, política y social de la que Merrill es víctima, la situación de todo un país. Da igual que Merrill hubiera sido, fuese, sea o no sea comunista —como ciudadano libre, en un país libre, estaría en su derecho—, pues en cualquiera de los casos viviría una situación que atenta contra su libertad individual. Eso asume el protagonista, y lo lleva hasta sus ultimas consecuencias, la de plantar cara a quienes le han acosado y arrinconado, pero no han conseguido convertirlo en delator ni en victimario y, por tanto, no han logrado arrebatarle su interpretación moral, desde la cual se niega a dar nombres y acusa a sus acosadores.

viernes, 11 de diciembre de 2020

300 (2006)


El cine puede ser un arte transgresor, arriesgado, emotivo, irreal, personal y lo que puedan imaginar quienes tienen los recursos y las capacidades suficientes para dar forma audiovisual a historias e ideas. Pero acertar, o dar cuerpo a una gran película, no suele ser lo corriente; y menos cuando se trata de un espectáculo que prima la tecnología sobre cualquier historia y personajes, menospreciando la posibilidad de expresar algo más que un culto a los efectos especiales y a la taquilla. Cierto que no todas las películas logran expresar con fluidez y sencillez, pero las hay que ni logran decir algo simple.
300 (2006) satura con su voz en off, que resulta cansina en su nada que decir, pero lo es más en su insistencia de pretender imágenes que impacten, aunque su impacto sea nulo o efímero. Por otra parte, en nada ayuda el abuso (aunque haya una explicación para ello) de la voz encargada de narrar su experiencia en las Termópilas, al lado de otras 299 caricaturas animadas y sin alma, y las intrigas políticas que mientras tanto se desarrollan en Esparta (y de las que el narrador no es testigo).


La batalla entre espartanos y persas había sido llevada a la gran pantalla con anterioridad, de modo que no era novedad, aunque Zack Snyder  cree que su visión sí lo es, quizá porque asuma un tono totalmente distinto, una perspectiva acorde al cómic homónimo que adapta. Los años pasan y el cine cambia, es inevitable y tampoco tendría porque ser negativo, pero 300 no mejora en nada el clasicismo empleado por
Rudolph Maté en El león de Esparta. Pero tampoco esto sería el problema, pues este reside en la narrativa de Snyder, que se recrea en sí misma, no avanza y, por tanto, no llega a parte alguna, salvo a la repetición que se decanta por presentar la batalla de las Termópilas desde el abuso de la voz en off de Dilios (David Wenham). Esta voz continúa sonando insistente a lo largo de los minutos, con el fin de ensalzar el valor del rey Leónidas (Gerard Butler), a quien se observa de niño, entrenándose en las armas y en la violencia que le permite ser un buen espartano. Pero, en realidad, estas imágenes iniciales resultan innecesarias para acceder a la personalidad del monarca —quizá porque carezca de ella—, a quien se descubre de adulto entrenando a su hijo, poco antes de que la reina (Lena Headey) llame su atención para anunciarle la llegada de un emisario persa que no tarda en caer al abismo, porque los espartanos no se someten ni se inclinan ante nadie, solo son esclavos de su totalitarismo, de su idea de honor y de su caricatura de gloria. Sustancialmente, 300 no aporta nada destacado al cine épico, sin embargo desde una perspectiva formal se observa desde el primer instante la importancia que Snyder concede a lo visual, dejando a un lado cualquier otra cuestión que afecte a la historia de Leónidas y los trescientos soldados que defienden el paso de las Termópilas ante la amenaza de las fuerzas enviadas por Jerjes (Rodrigo Santoro). Durante los combates prevalecen las imágenes a cámara lenta y una visión estilizada de la sangre, la violencia y de la (insufrible) exaltación del sacrificio y valía de los héroes espartanos que luchan contra miles de persas. Esta constante de remarcar la violencia, que, por ejemplo, sí funcionó en el Sam Peckinpah de La cruz de hierro, resulta reiterativa en la narrativa empleada por Snyder y desequilibra el conjunto, que empeorará en un posterior despropósito o secuela, cuya única razón de existir encontraría su explicación, supongo, en la posibilidad de llenar las arcas de sus responsables financieros.