miércoles, 22 de julio de 2020

Opening Night (1977)


Noche de estreno

(Patio de butacas; minutos antes del primer acto)

Los espectadores entran en el teatro, solos, acompañados o en tropel. Hay bullicio y no queda claro si los desconocidos caminan cual el ser y la nada, el uno y el universo o lo hacen cual sucia docena. El respetable, en su conjunto, toma asiento. Lo mismo hacen los simios que se individualizan elevando sus gruñidos, y las cabras que, subidas a sus butacas, saludan con sus pezuñas. Más sosegados, humanos, cabras y chimpancés aguardan al inicio. Uno de los simpáticos monos rasca en jardines secretos, dejémosle tranquilo en su intimidad; los más, de los humanos y de las cabras, aprovechan para decir las últimas palabras antes de que se abra el telón. Hay una montesa de fino pelaje que resume al vecino parduzco y de gran cornamenta lo que verán a continuación, aunque no tenga ni idea del argumento ni de si sería mejor tirar "pal monte". Eso es lo de menos para el cabrío, que no tiene la menor intención de regresar a casa antes de la conclusión. Más interesante les resulta la chica del trapecio rojo, que nombra a los actores y a las actrices. Mismamente, alguien alude al autor, de quien aquella señora, la del retrato de grupo, dice ser seguidora. Será que lo persigue como el barbas de tres amaneceres persigue al acomodador, mientras insiste en que le indique donde está el último de la fila. En otra parte del patio, una frase escapa anónima de la boca que menta a la madre que parió al tipo de delante, el alto que no para quieto o quieto no para. Por hablar, habla hasta el apuntador, que necesita afinar el tono. Se escucha un "he dejado a los niños babeando frente a la tele". Alguien le contesta "los míos quedaron delante del ordenador, influyendo a otros idiotas". "Nosotros no tenemos, ni queremos tenerlos". "La humanidad en peligro". "La nuestra quería que nos quedásemos con el nieto". "Prefiero el cine" -dice uno que presume de antiguo ayudante de Griffith. "Yo me quedo con el teatro" -afirma el tataranieto del tataranieto de Esquilo. "A mí me valen ambos" -media un descendiente indirecto de Welles. "¡Tú calla! -exclama Intolerancia. "El otro día comí..." "¡Bien se nota que hoy también!" "¡Ya estamos!" "Sí, y a tiempo". "¡En cuanto termine la función, correré tras su autógrafo!". "Ten cuidado, ahí fuera el tráfico lo dirige Jacques Tati" Los temas son variados, que importen al oyente también es cuestión de gustos y, en ocasiones, de solidaridad forzada. Todo vale para los buenos pacientes, incluso la exageración, la ostentación, la cámara del móvil y la pedantería, pero solo hasta que se levanta el telón y empieza la función. Silencio, expectación. El protagonismo ya es para los artistas profesionales que actuarán mejor o peor que los aficionados que, en sus asientos, no saben si aplaudir, pegar el chicle en la parte inferior de su butaca o abuchear el retraso. Actores y actrices son vidas y voces, también suma de preocupaciones, alegrías, dolores de cabeza, engaños y estómagos que llenar. Son existencias acaso similares, más que distintas, a las del público que a veces se impacienta, pero con el que establecen una relación que solo puede darse en ese instante de actuación, pasión y entrega. ¿Pero qué ha pasado instantes antes? ¿Qué sucede entre bastidores? ¿Cómo se han preparado esos talentos de la interpretación? ¿Les afecta ser otros y otras, durante el tiempo que se prolongue la representación? ¿Viven una mentira? ¿O las emociones de sus personajes son verdaderas? Si bien conocemos la experiencia del público, del que la mayoría hemos formado parte, muchos ignoramos las sensaciones que están viviendo esos hombres y mujeres que se entregan en voz, cuerpo y quizá en alma, a los papeles que asumen sobre el escenario.



Opening Night

Sobre el escenario, tras bambalinas y fuera del teatro (la calle, un bar, el hogar de una admiradora fallecida,...) son los espacios escogidos por John Cassavetes para adentrarse en la intimidad laboral y personal que desconocemos, lo hace de la mano del grupo que pone en marcha La otra mujer, pero, sobre todo, lo hace de la mano de Myrtle Gordon (Gena Rowlands), la protagonista de la obra y el personaje principal de Opening Night (1977). La relación entre cine y teatro ha sido compleja desde los orígenes del primero, sobre todo a la hora de marcar distancias con una expresión artística a todas luces diferente, aunque existan paralelismos que no pueden ser negados. La diferencia responde a cuestiones de lenguaje, también temporales, técnicas, logísticas y de la comunicación que ambos medios establecen con el público. Pero el cine y el teatro han mantenido otro tipo de relaciones menos tensas. Me refiero a las películas que se desarrollan en el ámbito teatral, aunque el teatro solo sea la excusa ambiental para desarrollar temas e intereses. Hay muchas y muy buenas muestras de dicho acercamiento, pero ahora me gustaría detenerme en Opening Night, quizá la película que mejor refleja la realidad de la mujer-actriz que trabaja sobre las tablas. Magistral, como suele ser en sus interpretaciones, Gena Rowlands hace creíbles, e incluso parece sentir, los miedos y las situaciones a las que se enfrenta su personaje, Myrtle, cuando esta otra recrea a otro personaje y busca su conexión con él o poner distancias entre ambas. No obstante, el film de Cassavetes no trata teatro, al menos no es el eje, trata de la actriz y, sobre todo, de la mujer que existe detrás de la imagen, la mujer frente a sí misma, frente a su reflejo y su realidad, frente al personaje y la crisis que estalla tras ser testigo de un atropello. Ha sido testigo de la muerte de una admiradora, ha visto la muerte que llama sin avisar, pero también ha rechazado verse en el espejo, rechaza ver el paso del tiempo en su rostro. Ambas circunstancias la persiguen durante las representaciones de la dramática La otra mujer, lo cual la afecta y la lleva al límite, de igual modo que lleva al límite la inquietud del resto de los participantes en la obra. ¿Qué sucede con Myrtle mientras actúa como Virginia? Como público se ve al personaje, pero ¿Qué sucede con la mujer? ¿Tiene un buen o un mal día? ¿Es infeliz? ¿Ha visto morir a alguien? ¿Lucha contra los fantasmas que ella misma crea? Nada se sabe de quien actúa, excepto lo que se ve sobre el escenario. El público no se lo plantea, ¿por qué habría de hacerlo? No tendría sentido acudir a una representación para pensar en las distintas realidades que afectan al elenco y al resto del equipo artístico: las visibles y las invisibles. Cassavetes sí se las plantea en Opening Night, se plantea qué hay detrás de la representación que se inicia en New Heaven y concluye la noche de su estreno en Broadway. Entremedias, descubrimos entresijos y problemas relacionados con el ámbito teatral, pero, en realidad, quien importa es la mujer que actúa y la otra, la Myrtle real, no la estrella que la gente acosa por un autógrafo o a quien aplauden tras la representación. Se trata de una mujer que comprende, aunque no logra aceptar, su madurez, los primeros indicios de que la vejez se aproxima y, con ella, la soledad se acentúa y el encasillamiento amenaza. Es la mujer madura y la actriz, es Virginia, su personaje, que se debate entre el final de la juventud, que envidia y proyecta en el espectro de la admiradora atropellada, y la veteranía que contempla en el rostro ajado de la autora de la obra. ¿A quién ve cuando se mira en el espejo? ¿Cuál es su reflejo? ¿La mujer que sufre? ¿La diva caprichosa? ¿La otra mujer? ¿La alcohólica y destructiva? ¿La emocional, solitaria e insegura? Ve a todas y a ninguna, ve a Myrtle Gordon al límite, o más allá de cualquier límite entre la ficción y la realidad; quizá, debido a la ausencia de fronteras entre mujer, actriz y personaje, sea la gran estrella a quien el auditorio -cuadrúpedos y bípedos- ovaciona agradecido.

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