martes, 21 de julio de 2020

Las aventuras del barón Münchhausen (1942)



Por un camino esponjoso y ondulado paseo en compañía de un Murnau imaginario. Es un tipo simpático y agradable que me habla en gallego de sus películas. Me alegro, pues no entiendo el alemán, de hecho, se lo agradezco con un "danke". Me mira, sonríe, pero no tarda en elevar su vista sobre mi derecha.  


—Oye, mira —me dice, ahora en castellano— ahí vuela otro cuerpo inexistente sobre una bala de acero, parece Thomas Ince. Los pocos que le recuerdan dicen que sufre el olvido. Le pasa a muchos colegas; a mí un poco menos, gracias a que todavía hay quienes, igual que tú, hablan de mis películas.

Me encojo de hombros mientras mi acompañante hace señas al cuerpo que se acerca y salta de la bala. Rebota una, dos, tres... diez veces.

—¿Puedes parar de una vez, so saltimbanqui? —pregunto medio cabreado, y con mi cabeza siguiendo su arriba y abajo—. Esto cansa, ¿sabes?

—Hello, boys! —saluda mientras ajusta la frecuencia de su traductor de bolsillo, un Ince diminuto que cuelga en su chaleco de sheriff.

Poco después, los tres nos movemos con paso esponjoso hacia una sala celestial donde las luces no tardan en apagarse.

—Abajo están en 1942 —afirma Ince, en un cantonés que el mini él traduce al instante— si estuviese ahí, lucharía contra los nazis y sus aliados japoneses, esos que nos pillaron dormidos una mañana en Pearl Harbor. Los míos hace meses que entraron en guerra, pero yo estoy aquí, con vosotros dos. La verdad, no tengo buena suerte, podría estar formando parte del equipo de Frank Capra o él formaría parte del mío.

La pantalla se ilumina y, antes de que leamos el título Las aventuras de el barón Münchhausen (Münchhausen, 1942), el Murnau de mi fantasía le dice en mandarín al supuesto Ince que el cine alemán ha vivido días más felices, cuando expresaba con formas disformes el malestar y el pesimismo social. No se trata que le disguste la película que estamos viendo, sencillamente, mi idealización del espectro de quien realizó la magistral El último (Der Letzte Mann, 1924) ha perdido el interés por el film de Josef von Baky. A pesar de todo, continuamos viéndola, mientras, Murnau murmura en gallego, con acento alemán, que Baky abusa del chiste fácil, de la teatralidad de los personajes y de los efectos especiales.

—¿Sin motivo? —le pregunto.

—No —responde sin dudar—. Lo hace porque es su estilo, así lo corroboran sus películas anteriores, pero también se empeña en potenciar la evasión y presumir de la grandeza de la UFA, aunque el esplendor de la productora carece del brillo de mi época.

Así, escuchando sus palabras, comprendí que él y otros como él fueron la UFA, fueron quienes le dieron el prestigio internacional durante la década de 1920. Pero, en 1942, con los nazis al frente de Alemania, ya nada podía ser igual. Aquel año, el tercero de la guerra, se cumplía el 25 aniversario de la creación de la empresa, en ese instante en manos del Ministerio de Propaganda.

—Esta UFA no parece aquella en la que trabajaron Fritz Lang, Robert Wiene Murnau, tú no, macho, —dice Ince en navajo al otro personaje salido de mi chistera, que, sonriente, se señalaba-, el real, el tío de Amanecer (Sunrise, 1927).


Como parte de la celebración del vigésimo quinto cumpleaños de la productora, se decidió tirar la casa por la ventana y realizar Las aventuras del barón Münchhausen con todo el lujo posible y en color. El resultado fue la producción estrella del año, un derroche de efectos especiales destinados a potenciar la ensoñación del relato que Münchhausen (Hans Albert) narra a dos invitados a su fiesta. Les cuenta su propia historia, que es la del barón que recibió de Cagliostro (Ferdinand Marian) el don de vivir en la eterna juventud, y la del amante de Catalina II, la Grande del imperio ruso, también la de aquel que se encontró con Casanova, con el Gran Turco o con la pareja de selenitas, cuyos cuerpos no ponen reparos a vivir separados de sus cabezas. ¿O es a la inversa?

—Paparruchas —me interrumpe Murnau—. Si quieres fantasía, ver a ver mi Fausto (Faust, 1926) o Los nibelungos (Die Nibelungen, 1924), de Lang...

—Esas las vi, pero tenéis películas mejores. Casi muero de emoción cuando vi Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922). Me quedé como sin sangre. No sé si me entiendes.

Murnau me hace un gesto, como diciendo que no haga caso a las palabras del traductor de nuestro amigo, y me indica que continúe.

 A pesar de lo que se pueda creer, no todo el cine rodado en la Alemania nazi tenía un mensaje propagandístico o antisemita, también había producciones que, como esta de Baky, solo buscaba evasión, quizá con la finalidad de todo evasión: escapar de la realidad, de la propia y de la circundante...

—¡Ahí le has dao, pringao! —rima como puede quien se presenta como el proyeccionista.

—No te preocupes por ese, siempre hay alguien que interrumpe, que sería de la vida sin interruptores. Nadie podría decir apaga y vamos -ríe Ince.

 Sospecho que algo se pierde en la traducción, pero me guardo la sospecha y me despido de mis fantasmas con un hasta otras, ha sido un instante evasivo, de lujosa factura y de apariencia fantástica, de aventura y decorados que sueñan ser Venecia, San Petersburgo, Constantinopla o la Luna, pero, más allá, no descubro nada. Adiós, a lo lejos, Dylan canta, dice que está oscureciendo mucho, demasiado, que siente como si estuviese tocando la puerta del cielo...



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