La amplia experiencia de Esfir Shub en el montaje de más de un centenar de películas extranjeras, para su estreno en las salas de su país, le sirvió (y mucho) a la hora de utilizar fotogramas, planos, secuencias de archivo y crear la novedosa La caída de la dinastía Romanov (Padenye dinastii Romanovykh, 1927), su primer largometraje, el primer documental histórico realizado en la Unión Soviética y la primera pieza del tríptico que se completa con El gran camino (Veliky Put, 1927) y La Rusia de Nicolás II y Tolstoi (Rossiya Nikolaya II i Lev Tolstoi, 1928).
Las revoluciones y su después nos han demostrado que no transforman el fondo de las sociedades que pretenden y dicen cambiar. Tarde o temprano (pueden prescindir del "Tarde" y del "o"), la práctica desvela errores similares y vicios parecidos a los que se condenan previo a dar el paso. Cierto que, una vez impuesto el nuevo régimen, dichos vicios dejan de serlo. Se sustituyen los significantes y se renombran los significados. Se escuchan nuevas voces que hacen de los vicios pasados virtudes de los protagonistas que se incorporan al juego de la historia, quizá el juego idóneo para trampear, trepar y asentarse en el poder. De lo que se trata es de disfrazar las ambiciones, que no distan de las perseguidas por las cabezas depuestas, de incumplir las promesas con las que arrastran a las masas que (en su sacrificio, con sus estómagos vacíos y con su violencia) las hacen posibles, aunque no sepan qué hacen o para quién lo hacen. Ninguna revolución ha pretendido emancipar al conjunto, ni posibilitar a sus miembros una educación libre de adoctrinamiento, una que podría liberarles y deparar el progreso humano y social que, aunque pueda asomar tras la revuelta, pronto se comprende mínimo o, en ocasiones, nulo. A principios del siglo XX, Rusia contaba con una población que sobrepasaba los 120 millones de habitantes. La mayoría eran campesinos y descendientes de aquellas almas esclavas que, vivas o muertas, una generación atrás se contaban entre las posesiones de amos y señores. En teoría, la confirmada por las leyes, los hombres y las mujeres que se deslomaban en el campo, a doble jornada y también en fiestas de guardar, se habían emancipado, aunque, en la práctica, continuaban sin saber leer, con una esperanza de vida comparable al suspiro y sometidos a la caprichosa autoridad de terratenientes y nobles. A estos señores no les quitaba el sueño las condiciones de vida de sus asalariados, si es que les pagaban algo más que la posibilidad de trabajar la tierra que nunca les pertenecería (tampoco después les perteneció). Les interesaba que rindiesen igual que siempre, y en condiciones laborales similares a las de siempre. En ese primer momento de siglo, con la supuesta libertad adquirida, la nueva generación campesina podía abandonar los campos y trasladarse a la ciudad sin pedir permiso. Algo es algo, gritó el más atento de los mudos en un mundo de sordos que se aferraba a la mentira de poder ver. Los hubo que creyeron que quizás allí mejorasen su calidad de vida y, de entre ellos, los más osados, que suelen serlo porque también son los más necesitados y los más pisoteados, migraron a las ciudades donde las fábricas aguardaban con las puertas abiertas, las máquinas quizá engrasadas, las chimeneas humeantes y los sueldos a ras de suelo. -Mira, en aquel rincón tienes tu moneda-. Es decir, salvo de ubicación, apenas hubo cambios para quienes abandonaron el campo y engrosaron el proletario de una industria que empezaba a hacer su primera semana de agosto; el mes completo estaba reservado para las potencias más desarrolladas de Europa (Inglaterra, Francia y Alemania).
En este punto de la lectura, llegamos a 1905 y se descubre que nada ha cambiado para rusos y rusas, sobre todo para la masa campesina y para la reconvertida en obrera. Su miseria continua sin afectar a los aristócratas, que siguen a lo suyo, incapaces de ver en el horizonte los nubarrones que amenazan tormenta, y de las gordas. Juguemos a la guerra -se dicen algunos prohombres-, quizá así calmemos los ánimos, aunque seguro que nuestra llamada al patriotismo, no llenará los estómagos de la población. El zar Nicolás II y sus generales llaman a las armas y se las dan de abusones, pero calculan mal, y los japoneses les dan una soberana paliza. Así, de sopetón o de golpe y porrazo, Rusia comprende que no es un gigante, salvo en su extensión, también se sospecha que el zar estaría mejor ejerciendo otro tipo de trabajo, ¿pero qué heredero digno de sus padres rechaza ser la máxima autoridad de un imperio? No pretendo engañar a nadie, perder la guerra contra Japón es un mazazo en toda regla para un país que ese mismo año llora el asesinato de la multitud pacífica que un domingo se manifiesta frente al palacio de invierno en San Petersburgo o ve a la marinería del acorazado Potemkin amotinándose -años después, Sergei M. Eisenstein recreará el motín en una de sus grandes obras cinematográficas. Mas no todo son pésimas noticias, ya que, apurado por los hechos, el monarca acepta a regañadientes la primera Duma, un parlamento de pega sin más poder que el de sentarse en la sala y ejercer de marionetas. Rusia todavía vive en el pasado de clases en el que la figura imperial es la autoridad absoluta y paternal de un pueblo formado en su mayoría por gentes iletradas con las que nadie cuenta, porque apenas alteran o preocupan a la aristocracia y a su mundo de bailes, festines, glamour, alcobas y privilegios; visto así parece un mundo filmado por Stroheim o Lubitsch. Abandonemos este año que marcó un antes y un después: un principio del fin de la dinastía que llevaba trescientos años reinando, aunque sin preocuparse de mejorar las condiciones de vida de la población (tampoco lo haría la dictadura leninista que sustituyó a la monárquica). Nicolás II (algún ilustrado podría decir que segundas partes nunca fueron buenas) no supo enfrentarse a esa situación, en realidad, no se enfrentó a ella, prefirió creerse el cuento de la realeza divina y de su comunión con el pueblo que, sin apenas sustento, llevaba siglos sometido a los abusos de aristócratas, terratenientes y, más adelante, industriales. Tarde supo el monarca que no había nada de divino en que un hombre sometiese al resto, ni que gran parte de la totalidad dominada se viera condenada a la hambruna o a la servidumbre cercana a la esclavitud. Obviamente, el pueblo deseaba comer, más que liberarse de una autoridad u otra, y, para saciar su hambre, habría seguido a cualquiera que le ofreciese la promesa de estómagos llenos, menos apremiantes eran las promesas de libertad e igualdad (que tampoco se cumplirían). Los hechos que siguieron al ascenso al trono del último zar eran inevitables e imparables, ya que respondían a los movimientos y las transformaciones históricas (políticas, sociales y económicas) que, rota la fantasía alienante de la divinidad imperial, avanzaban a velocidad de vértigo para confirmar que el tiempo de los Romanov había pasado y que Nicolás lucía cual reliquia del pasado que no tardaría en ser borrado. Ese final fue el que quiso retratar la montadora y documentalista Esfir Shub en La caída de la dinastía Romanov, por entonces un film único en su género, que recopilaba imágenes de archivo y caseras (algunas habían sido rodadas por los siervos de la familia real) para realizar el primer documental histórico soviético. El resultado es un film dinámico, que muestra una época, pero consciente de que se encuentra en otra que le exige posicionarse, más si cabe al tratarse de uno de los encargos cinematográficos que conmemoraban el décimo aniversario de la Revolución de octubre de 1917.
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