Hay películas que sin pretenderlo son reflejos de las distintas realidades sociales de su época. No nacen para realizar un análisis sociológico del momento, sino que surgen como parte del propio instante en el que se vive. Son films que solo a posteriori se pueden analizar considerando los rasgos y características que los definen y diferencian su entonces de otros anteriores y posteriores. Pero cuáles fueron las intenciones de los autores es una pregunta que no puedo responder, porque sencillamente no son obras mías. Lo que a mí me corresponde, como a cada espectador, es aburrirse, divertirse, bostezar, reír o sacar conclusiones. Por ejemplo, películas de la década de 1960 reflejan nihilismo, miedo, enfrentamiento, violencia, consecuencia del momento, de las protestas, del pánico a un hipotético conflicto nuclear, de la decepción que podía sentirse en varios puntos del globo terráqueo. Pero a mediados de la década siguiente, el cine sufre su enésima transformación porque la sociedad también cambia: se potencia la fuga de la realidad, no solo juvenil, y se agudiza el consumismo, la publicidad y la superficialidad que encuentro en Fiebre del sábado noche (Saturday Night Feaver, 1977). Poco me importa que fuese un fenómeno social y un éxito comercial o que la imagen de Tony Manero (John Travolta) se convirtiese en un icono cinematográfico de finales de los setenta, o que John Badham emplease la steadicam —desarrollada por Garrett Brown—, como habían hecho con anterioridad (y con mayor acierto, opino) Hal Ashby en Esta tierra es mía (Bound for Glory, 1976), John G. Avildsen en Rocky (1976) o John Schlesinger en Marathon Man (1976). No me importa porque me parece una película mediocre que se ajusta a un cine mediocre que alcanzaría su cota popular más hortera en Grease (Randal Kleiser, 1978), otro film con Travolta de protagonista. La
primera vez que la vi, allá por la década de 1980, no encontré
nada que me hiciese pensar que Fiebre del sábado noche valiese dos horas de mi vida adolescente, pues lo único que descubrí
fueron los pasos chulescos de Tony, al ritmo de la
música de los hermanos Gibb, las coreografías discotequeras, que
apuntaban cierta tendencia a la homogeneidad, a liberación sexual o, aunque minoritarios, a la irrupción de ritmos latinos en pistas de baile que los Maneros neoyorquinos asumían como escenarios vitales, donde el escapismo de una realidad hiriente (como cualquier realidad y época lo es para minorías marginales y la masa obrera) sustituía al difunto sueño americano. Aquella falta de conexión con
el film de Badham todavía existe, y nada ha cambiado. No conecto con
ella, pero la considero muy superior a Flashdance (Adrian Lyne, 1983), Footloose (Herbert Ross, 1984) o Dirty Dancing (Emile Ardolino, 1987), películas que encuentran en la música y en el baile excusas que no logran ocultar su falta de ideas o la falsa rebeldía de una generación que no pisa con fuerza, simplemente creía que bailaba a contracorriente.
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