viernes, 4 de diciembre de 2020

A brazo partido

Después de abrir el huevo sorpresa, leí la nota que había en su interior. Todavía la conservo y, a veces, la vuelvo a pronunciar mentalmente. En letra más pequeña observé la firma, era de su autora, que escribió <<Los acontecimientos son, por definición, sucesos que interrumpen los procesos y procedimientos rutinarios; solo en un mundo en el que nunca ocurriera nada de importancia podría hacerse realidad el sueño de los futurólogos. Las predicciones del futuro no son más que proyecciones de procesos del presente, es decir, de sucesos que probablemente ocurrirán si los hombres no actúan y si no ocurre nada inesperado. Toda acción, para bien o para mal, todo accidente, destruye necesariamente el esquema en cuyo marco se mueve la predicción y en el que se basan>>1

Recuerdo la segunda vez que me rompí el brazo derecho. Fue un acontecimiento que cambió el curso de las semanas siguientes, y quién podría negar que también del resto de mi vida. Recuerdo el momento y las horas que siguieron al suceso, aunque las imágenes de aquel instante son incapaces de traer consigo los ecos y las voces de la desesperación y de la soledad que viví entonces. Siendo así, a veces me pregunto ¿cómo sé que las sentí? La respuesta es mi memoria, que vuelve su vista atrás y regresa al presente con un botín repleto de alteraciones de la realidad vivida y, en relación a este asunto, sin su dolor físico, pero no sucede igual con la aflicción y la rabia, que las recupera en forma de chiste o puede que estén ahí desde aquel accidente infantil. Lo ignoro, nunca antes había pensado esa posibilidad.

La memoria y las radiografías me dicen que fue el derecho, pero si desapareciesen las pruebas tangibles, igual el recuerdo me diría que pudo haber sido el izquierdo. Lo veo roto, me veo en el milenio pasado, cuando tenía diez años y volé por los aires para caer sobre el bordillo de la acera, con mi masa corporal sobre el brazo con el que escribía. Pero ese no es un mal recuerdo, incluso llega a ser feliz cuando me observo con escayola, ni siquiera es peor que otras realidades evocadas. Lo terrorífico del asunto no fue partirme el radio y el cúbito, fue que nadie me ayudó ni se preocupó, ni hizo amago de hacerlo, salvo la señora de la advertencia que inició mi pesadilla.

Instantes antes de la lesión corría por la calle con otros niños. Jugábamos a policías y ladrones, a indios y vaqueros o a dobles ceros y agentes del telón de acero. Lo sé, con el primer ejemplo queda claro que se trataba de un juego de opuestos supuestos, en los que unos perseguían a los otros y ambos temían a los hunos, que por dónde pisaban... Comprendo que mi mente no quiera recordar e intente evadirse, pero no se lo permitiré, o no del todo. Yo corría detrás de Atila o escapaba delante de su caballo, cuando alguien distinto a mí y a las patas de la temible montura puso su pie a unos segundos de mi siguiente paso. No logré prever la trampa, él sí y, por lo tanto, el encuentro que no pude esquivar no fue casualidad, fue provocado.

Ignoro los motivos que llevaron a la pierna agresora a actuar como lo hizo y, por ignorar, también desconozco si siempre se cumple el causa-efecto, pero puedo confirmar que la acción trajo consigo un viaje con el que no contaba. Sin saber que me depararía la aventura, volé sin alas y así, unos pocos metros después, aterricé forzoso sobre la extremidad y se produjo una reacción en cadena: el brazo crujió, mi boca chilló, mis ojos derramaron lágrimas y mi bravura infantil reprimió el llanto, o no tardó en reprimirlo, pues era un poli duro, un caco caído desde la cima del mundo, un pistolero sin pistolas, un nativo sin tribu y un agente doble con licencia para soportar el dolor consecuente del golpe.

No recuerdo si me levante o me levantaron, aunque sí veo el pie del huno traicionero. Lo veo sin apenas prestar atención al resultado de su acción ilógica, al menos nunca llegué a comprender el por qué o si respondía a alguna finalidad o si la zancadilla ya era una finalidad en sí misma. Supongo que sería así, que a menudo no hay explicaciones para actos como este otro que sucedió a continuación. De vez en cuando, regresa a mi mente la señora que pasaba por allí, una vecina, tal vez, pues su rostro se perdió en el tiempo. La buena mujer tuvo el doble detalle de advertidme y suspirar:

—Ay, neniño, sujeta el brazo con la otra mano, que te cuelga por la piel y si no lo agarras, te va a caer.

Miré mi brazo derecho y lo vi formando un puente colgante. En ese mirar, la señora había desaparecido pero no sus palabras, que se colaron en mi mente. ¿Tuve miedo? ¿Sentí terror? No lo creo, al menos no en el aquel momento, puesto que solo pensaba en llegar a casa y que mi madre me gritase para hacerme saber que todo estaba bien, que todo marchaba como siempre. Sin tiempo ni brazo que perder, y con la inocencia de los diez años, emplee mi mano izquierda de apoyo para su compañero colgante. Venga, tú puedes, estoy aquí contigo, parecía decirle con el contacto de sus dedos.

Ya sin rastro de lágrimas ni de lamentos, caminé a casa, que estaba a unos cuarenta o sesenta metros del lugar del siniestro... Me cuesta continuar, no por cansancio ni por revivir aquel instante, que me hizo comprender varias cosas que hasta entonces ignoraba... Pero he decidido hacerlo, y hacerlo sin ánimo de criticar la insolidaridad que critico porque presume de solidaria, pero su solidaridad desaparece con los transeúntes que me abandonaron a brazo partido. No, no voy a profundizar en comportamientos ajenos, prefiero enfrentar al niño de antes al que fui después. Este podría resumirse con soy así o asá, con un listado de pros y contras o con un párrafo cualquiera, pero he escogido este: 

<<Nada le había obligado nunca a hacer nada. Su niñez fue la de un niño solitario. No pasó nunca por ninguna asociación. Nunca asistió a clase. Nunca perteneció a una multitud. Se dio en él el curioso fenómeno que en muchos otros —bien mirado, quién sabe si en todos— se da, de que las circunstancias accidentales de su vida se habían ido tallando a imagen y semejanza de la dirección de sus instintos, todos de inercia, de distanciamiento>>2 

Me distancié, quizá por esa inercia aludida, posiblemente la misma fuerza que empujaba a los presentes en mi accidente a continuar su movimiento y alejarse en la distancia. Lo dicho, nadie me acompañó y, cuando llegué a la puerta del bajo donde vivía, no pude llamar, pero sí exclamar ¡Mamá! ¡Mamá! Y así un centenar de veces más, hasta que tuve claro que ella no estaba y que ni ella ni nadie podía prever efectos y causas. No desesperé, solo supuse que o bien estaría en el supermercado o que la encontraría en la casa de una amiga a la que visitaba a menudo. Hacía allí partí con la certeza, para mí lo era entonces, de perder el brazo. Solo eran unos trescientos metros cuesta abajo y a mano derecha, justo el lado del brazo que me colgaba. <<Que ironía del destino —me dije—, menos mal que no tengo que señalizar el giro>>. Fue un tiempo angustioso, pero llegó a su fin cuando yo llegué de cuerpo entero a mi primer destino, donde no tardé en comprobar que se presentaba otro problema, más complicado que los anteriores, puesto que tenía que pulsar el timbre del portero automático...


Inspector ~. Transcripción de la primera parte de la confesión del hombre sin oreja.


P. D: Recuperar de la basura la parte final de la confesión. El punto 1, que pertenece a Hannah Arendt, a su libro Sobre la violencia, lo descubrí en el interior de un huevo de chocolate que alguien anónimo dejó delante de mi puerta. Y el 2 pertenece a Fernando Pessoa y El libro del desasosiego, así lo confesó el desorejado.


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