martes, 30 de mayo de 2023

La calumnia (1961)


Quizá esté de más recordar que lo que hacemos hoy, mañana lo haríamos de distinta manera. Pero, de no hacerlo, me quedaría sin comienzo para el texto y, además, viene a cuento. Las ideas y los pensamientos del presente evolucionan a medida que nuestro pensamiento conoce nuevos aspectos, se replantea los viejos y realiza una reconstrucción constante y continua que no tiene por que afectar la esencia del individuo. También los aspectos externos condicionan lo que hacemos hoy y lo que haremos mañana, y este es el caso en el que introduzco a William Wyler y sus dos versiones de The Children's Hour: Esos tres (These Three, 1936) y La calumnia (The Children's Hour, 1961). El resultado fueron dos películas distintas, aunque evidentemente similares debido a su misma fuente teatral, pero son sus particularidades, las de la época de los rodajes y las del propio cineasta —es obvio que Wyler no era el mismo en 1936 que en 1961—, hacen que las adaptaciones sean diferentes y, por momentos, se complementen para dar una idea mayor sobre la intolerancia más que sobre la mentira que da pie al drama. La calumnia es la más fiel de las dos a la obra de Lillian Hellman, sin ser suyo el guion —obra de John Michael Hayes— y quizá la más fiel al propio Wyler, que no fue, ni mucho menos, el único de los grandes que rodó una nueva versión de alguna de sus películas. Más que por cuestiones comerciales, lo hizo por ofrecer lo que en su momento no pudo, debido a condicionantes de la época —tal cual el código Hays—, o pasó por alto. Aquí su perspectiva es más amarga, tanto en su visión del mundo infantil, en la niña que inicia el bulo y lo lleva al límite sin importarle a quien arrastre y destruya, como los adultos que no tienen el menor miramiento a la hora de condenar, herir e incluso conducir a la muerte a sus víctimas, que son aquellas de entre sus miembros que salen del orden o no encajan en los márgenes que aquel ordena…


Todos hemos tenido infancia y solo los hipócritas y quienes se visten de ingenuidad dirían que los niños son inocentes, pues, en menor o mayor grado, la inocencia es lo primero que se pierde al socializarse. Ya desde nuestros primeros pasos, primero sin ser conscientes, quizá a imagen de la sociedad en la que entramos a formar parte con paso titubeante, los individuos hacemos de la mentira un recurso natural. Bromeamos con mentirijillas y las decimos “piadosas” o, en casos extremos, pasamos a terrenos más peligrosos donde o nos defendemos o atacamos. Rosaline (Veronica Cartwright) y Mary (Karen Balkin) son ejemplos contrarios de ese uso extremo de la mentira. La primera se ve empujada a ella; tiene miedo y solo mintiendo parece alejar el peligro que siente; la segunda es un ejemplo de la peligrosidad, en el uso de la mentira. Mary es una niña consentida y caprichosa, que destaca por su capacidad manipuladora y por ser consciente de lo que hace y porqué lo hace; quizá no lo sea del alcance de su obra, pero ¿quien sí? ¿O quién reconocería que escogió obrar de ese modo y no de otro? Para ella, el fin que persigue justifica los medios que emplea para lograrlo: que no sería otro que dejar un colegio donde no puede dictar ni manipular a su antojo, ya que las dos profesoras, Karen (Audrey Hepburn) y Martha (Shirley MacLaine), no caen en su juego. Pero, aparte, en La calumnia, ya no es una cuestión de verdades y mentiras, sino de los prejuicios, de la hipocresía, de una sociedad cuya moral es incapaz de aceptar las libertades que solo cree y sostiene de boquilla, no de hecho. Queda claro que, como todo defensor a ultranza del “bien”, de su idea (in)moral del “bien”, la abuela (Fay Bainter) de Mary siembra el mal al correr la voz de que Martha y Karen son amantes, catalogando de antinatural aquello que no comprende y que su tolerancia no tolera. De ese modo, aunque la vida privada de los demás no sea de su incumbencia, asume que sí lo es y decide creer ciegamente en la idea que su nieta le ha susurrado, pero que la anciana llevaba consigo y que el resto de padres también llevan en su genética social. Los prejuicios de la abuela no solo les lleva a juzgar la supuesta relación de las maestras como antinatural, sino que las acusa de <<estar jugando con la inocencia de muchas niñas>>, pero Wyler deja claro que las únicas que juegan con la inocencia de alguien son ella, su nieta Mary, la tía de Martha (Miriam Hopkins) y el resto de inquisidores que deciden despreciar y destruir lo que no es aceptado en el seno de su hipocresía social…

sábado, 27 de mayo de 2023

Moscú no cree en lágrimas (1979)


Rudyk (Yuriy Vasilev), el camarógrafo de televisión que reaparece en la vida de Katia (Vera Alentova), la protagonista de Moscú no creen en lágrimas (Moskva slezam ne verit, 1979), años después de que la abandone por considerarla poca cosa para él, probablemente alentado por su madre —cuya altivez de clase se confirma en su comportamiento—, conoce a Aleksandra (Natalya Vavilova), su hija y la de Katia, y le habla de la televisión. Es una conversación de relleno, que se escucha mientras otra silenciosa se produce: la que afecta a Katya y a Gosha (Aleksey Batalov) —cuando este descubre que ella es directora de una fábrica y se siente engañado, además de herido en su orgullo, pues una de sus máxima de tener mayor sueldo que la mujer con la que se case—. Pero resulta interesante escucharle decir que la televisión cambiará la vida de la gente (cuando ya lo había hecho décadas atrás) y que en veinte años sustituirá a los libros, los diarios, el cine y el teatro. O sea, que el personaje vaticina para el 2000 un presente televisivo, pero se equivoca. Nadie es capaz de prever el futuro, quizá sí apuntar circunstancias que pueden llegar a ser desde lo que es en el presente. Por ejemplo, Rudyk no ha podido prever la irrupción y el éxito a nivel planetario de internet y de la tecnología móvil, tampoco lo que estará por llegar… Pero entonces, hacia finales de los 70 e inicios de los 80, el cine todavía vive en las salas de barrios y calles principales de los pueblos y de las ciudades. Es uno de los medios de entretenimiento al que se entrega la gente, como parece confirmar la multitud, entre las que se encuentran Katia y su amiga Lyudmila (Irina Muravyova), que acude a la puerta de un preestreno a admirar a sus ídolos.



El estreno arriba aludido se produce durante la primera parte de Moscú no cree en lágrimas, película que logró el Oscar al mejor film de habla no inglesa, quizá más por circunstancias de la época que por su calidad. La tiene, aunque en ciertos momentos resulte una película cansada, que necesita recuperarse. Y lo hace regresando a un tono cómico, juvenil, soñador, que desaparece durante la segunda mitad, cuando el paso del tiempo parece haber hecho mella en las ilusiones y el romanticismo de la juventud de las protagonistas; pero reaparece tras el encuentro casual de Katia y Gosha. Es el instante en el que ella, todavía sin ser consciente, recupera la ilusión. Siente curiosidad, siente como el amor que lleva largo tiempo anhelando, y con el que apenas ya se atreve a soñar, nace en ella y en Gosha, ese desconocido a quien conoce en el tren urbano. En él descubre el príncipe azul que en su juventud creyó ver en Rudyk. Y gracias a él recupera la alegría de vivir de sus primeros días en Moscú, cuando, al inicio del film, y a pesar de haber suspendido su examen de ingreso en la facultad de ingeniería química, la juventud y las ilusiones de Katia están intactas o casi, pues debe seguir en su mal pagado puesto en la fábrica. En ese primer momento, comparte habitación en la residencia de los trabajadores con dos amigas, distintas a ella y distintas entre sí, pero las tres tienen sueños y vitalidad juvenil. Lyudmila, la más vivaz de las tres, tiene la idea de que entre sus iguales proletarios no encontrarán un príncipe azul, así que convence a Katia para hacerse pasar por las hijas de un prestigioso profesor y estudiantes universitarias. De ese modo, las tomarán por intelectuales y tendrán acceso a otro tipo de hombres, que Lyudmila asume se interesarán por ellas por su cerebro. Sin embargo pronto saldrá de su engaño. Quienes empiezan a merodear las quieren su sexo. Katia se enamora de Rudyk, una cámara de televisión que se desentiende de ella cuando descubre que solo es una chica proletaria. Embarazada, la joven asume tener a su hija y salir adelante sin ayuda del padre ni de la altiva madre, imagen aburguesada de un sistema igualmente aburguesado. Tras la celebración del nacimiento de Aleksandra, Vladimir Manshov avanza su película varios años, cuando la niña ya es adolescente y la madre mujer independiente que ha alcanzado el éxito laboral, es directora de un fabrica en la que trabajan tres mil obreros, pero que todavía siente el vacío sentimental que Gosha llenará con su presencia y con su sencillo modo de entender la vida; encuentra su felicidad en el amor: ama su trabajo por que con él empieza todo, ama a sus amigos y a Katia.




jueves, 25 de mayo de 2023

Tierra de todos (1961)


Como ya he apuntado con anterioridad, el bélico de la década de 1960 rodado en España pretendía un acercamiento no ya de posturas ideológicas, visto que una de las características de las ideologías no es aceptar otras, sino que se buscaba una reconciliación nacional de las gentes, a todas luces difícil de llevar a cabo, pues seguía existiendo la misma dictadura militar (y sus adeptos), una oposición comunista en el exilio y en la sombra (y los suyos) y el resto de la población española, que vendría a ser algo así como la mayoría silenciosa, la ideológicamente ajena a los extremos y posiblemente la que abrazó con mayor alegría y buena disposición el regreso de la democracia. Intentos de aproximación cinematográfica fueron Posición avanzada (Pedro Lazaga, 1960), que se centraba en un grupo de soldados “nacionales” en el Jarama, donde, en una escena de pesca, se acercan los soldados de ambas orillas, o Tierra de todos (Antonio Isasi-Isasmendi, 1961), cuyo intento quizá fuese el más osado hasta entonces. <<Era una bonita historia que brindaba una oportunidad única: tratar por primera vez con cierta valentía el tema de la reconciliación nacional teniendo como héroe de la película, cosa insólita hasta entonces, a un soldado rojo>>, recordaba Isasi-Isasmendi. (1)



La historia bonita se inicia con dos patrullas, una “republicana” y otra “nacional” que se adentran por el mismo bosque. La alternancia de planos de unos y otros indica lo inevitable, que se producirá un enfrentamiento. Y así es. Entre la maleza, silban las balas y estallan las granadas: los soldados se mueven con precaución o sin ella. Da igual, van cayendo uno tras otro, salvo tres que sobreviven: dos de un bando y uno del otro. La lluvia arrecia, las condiciones meteorológicas dificultan el paso del río donde uno de los dos compañeros republicanos es abatido por un avión que resulta ser de los suyos. Ya solo quedan uno y uno. La lluvia aumenta su intensidad, el río continúa su crecida e impide que Juan y su prisionero, herido en una pierna, puedan atravesarlo; obligándoles a refugiarse en una casa aislada, habitada por tres mujeres de diferentes edades y con un cuarto personaje oculto en el desván. La intención de Isasi-Isasmendi es clara, consiste en acercar posturas, en demostrar que el título escogido, Tierra de todos, se posiciona e intenta acercar igualando en humanidad e imposibilidad a uno y otro soldado, que representan dos posturas beligerantes, que no de sus líderes, pues poco tiene la gente común con quienes deciden el destino de todos ellos; mismamente de quienes intentan que no les alcance: tal cual don Eusebio, el hombre que se oculta, o el de las tres mujeres que lo único que quieren es que las dejen en paz. <<La guerra es una maldición>> afirma Teresa, viuda y embarazada, estado que apurará la suerte de los protagonistas y posibilitará el mensaje final de Isasi-Isasmendi, el mismo que insinúa a lo largo del metraje de una película espectral, condicionada por el espacio acotado donde se desarrolla y por la inclemencia meteorológica que simboliza otra inclemencia: la de la guerra, que cerca, atrapa y obliga…



A pesar de que el guion de Tierra de todos, inicialmente El valle de todos, logrará el Premio Nacional no fue sencillo llevar a cabo el rodaje, ni obtuvo ayuda del Ejército, que era el responsable de aprobar cualquier película que tratase su parcela. Esto provocó carencias logísticas y que fueran suplidas con ingenio; también obligo a que se volviera a rodar la escena que inicia el film, en la que se muestra a la oficialidad “republicana” comentando la necesidad de conseguir un prisionero a quien interrogar sobre las posiciones enemigas. Originalmente, los uniformes de los oficiales eran los del ejército, precisamente porque pertenecían al ejército y no a ninguna milicia, pero Isasi-Isasmendi recibió la orden de cambiarles la vestimenta por ropa ajada y ofrecerles un aspecto desaliñado que acercase a los personajes a la imagen que había arraigado en el imaginario del Régimen. Al cineasta no le quedaba otra, si quería estrenar su película; de las suyas, una de las más queridas, también una por la que recibió de ambos lados: <<Es arriesgado querer separar a dos que se pegan. Recibes en los dos lados de la cara. Los pocos que llegaron a ver la película, proclives a simpatizar con unas ideas políticas determinadas, cuando se trataba de hablar de elogios y críticas encontraron que, por un lado, me había pasado y, al propio tiempo, me había quedado corto. Los otros, los antagonistas, opinaron lo mismo, pero al revés, decían que me había pasado. Ante esa complicada tesitura, tomé para mi futuro, la firme decisión de optar por la precipitada huida siempre que viera a dos discutir.>> (2)



(1) (2) Antonio Isasi-Isasmendi: Memorias tras la cámara. Cincuenta años de Un cine español. Ocho y Medio, Libros de Cine, Madrid, 2004.

miércoles, 24 de mayo de 2023

¡A mí la legión! (1942)

Vista hoy, ¡A mí la legión! (1942) me resulta cómica, pero no por Curro (Miguel Pozanco), el legionario andaluz en quien Juan de Orduña encuentra su personaje cómico, el que aporta la supuesta comicidad a este film de exaltación ideológica, sino en la desfasada y exagerada propaganda de la que presume y vuelve a presumir tan insistente como beben los peces en el río. Su alabanza legionaria se gusta a sí misma, sin disimulo. Lo mismo podría decirse de los tópicos que dan forma a la mezcla genérica cuya suma cae de lleno en lo ridículo. ¿Pero quién de entonces se atrevería a ridiculizar a viva voz o por escrito un film de propaganda franquista? No dudo que hubiese alguien capaz de apuntar en un susurro el cúmulo de clichés y de vivas de ¡A mí la legión!, o quien descubriese en ella un popurrí bochornoso cuya finalidad es la exaltación, pero en ningún caso le resultaría del grotesco que viste ahora cuando, incluso, llega a ser una película que te saca unas carcajadas, para quien la desnude de su ideología, aparte prejuicios  y la vea como una farsa de opereta desarrollada en un Marruecos de estudio y en un país de érase una vez. O tal vez, como la fantasía de alguien de cuatro, cinco, seis, siete años en quien la idea de la muerte y de la vida todavía son dos conceptos que se le escapan. Dicha fuga de una realidad más compleja le posibilita vivir en el país de nunca jamás, el de las imágenes mentales simples, a la espera inconsciente del desarrollo de ideas abstractas que inician y condicionarán su madurez. De forma consciente, el film de Orduña vive en ese estado infantil, en la exaltación y en la exageración que aun sabiéndose ridículas, no disminuyen. Al contrario, no hacen más que crecer a medida que la propuesta avanza. Por mucho despropósito que sea, al film no le salen los colores, quizá porque su fotografía sea en blanco y negro o porque su propaganda va de la más alucinada aventura colonial, sin atractivo ni épica, hasta la opereta, pasando por el cine de suspense. Pero no se detiene en nada que no sean esas frases cara la galería y para la posteridad. Tipo, van dos delante y el suboficial le dice al capitán: <<Van alegres los soldados>>. <<Como siempre. Desconocen el miedo>>, responde el oficial. Pues sí, da que pensar. Porque si desconocen el miedo, ¿acaso no serían enajenados? Las sentencias no dejan de generar la sensación de estar ante la falsedad misma de cualquier adoctrinamiento. Para igualarme en insistencia a la película, otra muestra. La escena se produce poco antes de que Mauro (Luis Peña), uno de los protagonistas se aliste, el oficial encargado del registro le pregunta a uno de los reclutas <<¿Tú sabes a que vienes aquí?>> y la rotunda respuesta del imberbe no se hace esperar: <<¡A morir por la Legión!>>. ¿A qué se deben esas ganas de morir, si apenas ha empezado a vivir? Pero Orduña insiste, pues insistamos…

Todo es maravilloso. Los legionarios se quieren y disfrutan de la amistad, del vinazo y del champán. Pero el exceso del alcohol provoca que Mauro se pelee con el hombre que poco antes discutía con un “moro” al que exigía que le pagase la deuda. Las luces se apagan, se observa una sombra y al regresar la claridad el hombre yace muerto y Mauro dormido, hasta que lo despierta su amigo “el Grajo” (Alfredo Mayo), quien le salvará del presidio al descubrir al verdadero asesino. El misterio se resuelve sin el menor esfuerzo; de hecho, no importa ni la investigación ni nada que no sea avanzar en la loa y en refrendar ese “A mí la legión” que suena en varios momentos de la película. Por ejemplo, cuando el comandante recibe la petición de que licencie a Mauro, reclamado por su país, le dice a su ex-soldado: <<Este puñado de hombres que en un rincón de los montes de África son el baluarte de una patria y el símbolo de una raza. A ellos, está usted unido para siempre, porque siempre vivirá en los corazones aquel lema del credo heroico que dice: a la voz de A mí la legión, sea donde sea, acudirán todos, y con razón o sin ella, defenderán al legionario que pida auxilio>>. Ojo. <<Con razón o sin ella>> quiere decir que da igual; según se deduce de las palabras del comandante, ser legionario legitima cualquier acción que lleven a cabo, siempre que se excusen en que se trata de defender al legionario (y generalizando, al cuerpo entero; y más todavía, al ejército). Pero eso no es nada, pues resulta que el silencio que Mauro ha mantenido respecto a su pasado y su origen tiene una explicación de cuento de hadas.  Así, tal cual suena. Al contrario que tantos legionarios que huían por sus delitos o por ser perseguidos, él lo hace por una mujer. Hasta ahí tampoco habría nada que llamase la atención, pero resulta que se trata de un príncipe heredero de un país imaginario que recuerda a alguno de Ernst Lubitsch o de René Clair, pues el Freedonia de los hermanos Marx no podría ser. De ese modo, A mí la legión riza el rizo y abraza definitivamente el ridículo en un final de opereta que incluye anarquistas, el reencuentro entre el Grajo y Mauro, ya príncipe Oswaldo, efusividad, alegría del volver a verse y el exclamar <<¡Viva España! ¡Viva la Legión!>> Para concluir su fantasía legionaria, Orduña lleva la historia a julio de 1936, al día que los militares se sublevan. Como consecuencia, Grajo se despide de su amigo, a quien dice que, como <<caballero legionario>>, ha de volver a España. Bien podría ser, pero, una vez en la legión, se le ve cabizbajo, ajeno al discurso marcial y mortal del comandante. Grajo no puede apartar de su mente a su príncipe y, como por arte de magia, la del cine, el principesco legionario se presenta con la “quinta bandera”. Y colorín colorado, ambos marchan juntos por la guerra, en imágenes sobreimpresionadas, con un porte colofón de lo ridículo.



martes, 23 de mayo de 2023

Antes llega la muerte (1964)

 

Previo a los créditos iniciales, Bob (Paul Piaget) es puesto en libertad, introducción/presentación que parece apuntar su protagonismo en Antes llega la muerte (1964). Y así es, Bob es el protagonista de este western dirigido por Joaquín Luis Romero Marchent, pero no es el único personaje de peso, ni en quien recae mayor interés, ya que se trata de un western coral cuyo recorrido por espacios abiertos y hostiles exige la colaboración grupal. Colaborar es el único medio de alcanzar la meta que se ha propuesto Clifflord (Jesús Puente), que vende sus posesiones para poder contratar hombres que le ayuden a atravesar territorio indio y llevar a María (Gloria Milland) a Laredo, población en la frontera mexicana en la que Clifford pone sus últimas esperanzas para salvar a su mujer, pues cabe la remota posibilidad de que un cirujano la operare del tumor que ella ignora —para evitarle la verdad, el doctor le ha dicho que está embarazada— y salvarle la vida. Este es el punto dramático de la historia escrita por Romero Marchent, Federico de Urrutia y Manuel Sebates, y cuya partitura de Riz Ortolani evoca los espacios abiertos de los grandes westerns estadounidenses de los que la película de Romero Marchent es espléndida deudora. Pero más allá de la tragedia de María, existe el deseo la venganza perseguida por Ringo (Robert Hundar), quien, obsesionado con vengar las muertes de sus hermanos, se convierte en la sombra de Bob. Su obsesión no se ve mitigada por la circunstancia de que Bob los matase en defensa propia. Tampoco este puede elegir; continúa enamorado de María y, debido a ese sentimiento, decide emprender la épica travesía que Antes llega la muerte desarrolla con soltura, siguiendo las pautas genéricas reconocibles: la venganza como motor, un recorrido repleto de peligros que pone a prueba a los viajeros, un grupo heterogéneo y, como tal, sus miembros persiguen fines distintos al pretendido por Clifford, lo cual conlleva el inevitable enfrentamiento, el ataque de los indios, la falta de agua en los tramos desérticos e incluso dosis de humor en Lin Chu (Gregory Wu), el cocinero chino que remite a su compatriota de Caravana de mujeres (Westward the WomenWilliam A. Wellman, 1951), y en la pícara pareja de amigos de Bob: Scometti (Fernando Sancho) y Dan (Beni Deus).




lunes, 22 de mayo de 2023

Pasodoble (1988)

Acompañando a las imágenes y al esperpento de Pasodoble (1988), suena a lo largo de la película de José Luis García Sánchez el pasodoble Rafael Azcona, compuesto por Carmelo Alonso Bernaola. Es una composición musical festiva, popular, que invita a rebelarse contra el aburrimiento que no tiene cabida en una comedia “antirrepresiva”, como esta de la que aquí se habla, en la que José Luis Garcia Sánchez lo apuesta todo a la rebeldía, al absurdo, a la anarquía y a la fiesta, porque vista y disfrutada eso es Pasadoble: una fiesta humorística que se destapa contra la corrección y contra cualquier orden hipócrita y represivo; o dicho de otro modo, García Sanchez apuesta por poner en escena un desorden festivo y gana. Aparte de ser una de sus mejores comedias, Pasodoble también es una gran oportunidad para comprobar el universo de Rafael Azcona en su esplendor humorístico, aunque lejos de la negrura y de lo kafkiano de sus mejores colaboraciones con Berlanga y Ferreri, los dos cineastas a quienes suele asociarse de primeras. La relación profesional del guionista riojano con García Sánchez es otra de las que dieron alegría y caricatura al cine español, por ejemplo en La corte del faraón (1985), la película que inicia sus catorce colaboraciones, o Suspiros de España (y Portugal) (1995), pero es en esta divertida sátira coral donde su colaboración alcanza mayor absurdo y esplendor. La broma se inicia con la llegada de Makren (Caroline Grimm) a Córdoba. Busca a su padre, y se encuentra con que tiene un hermano (Juan Diego) que se enamora de ella. A don Nuño (Fernando Rey) le preocupa, no vaya a ser que Juan Luis supere su problema de eyaculación precoz y cometa incesto. Pero otro problema llama a la puerta del noble caballero andaluz, se trata de una familia que ha ocupado el museo que dirigen Velázquez y doña Carmen. Allí, la familia de María (Antoñita Colomé) se hace fuerte mientras, en la calle, un policía municipal fascista, el matrimonio cuidador del museo, Don Nuño e hijo elevan su caricatura sin saber qué hacer, salvo que la cosa no trastienda a la prensa, pues el caballero y el conservador han vendido y falsificado varios cuadros.



domingo, 21 de mayo de 2023

El fácil triunfo (1965)


Jerzy Skolimowski ha sido él y él ha sido muchos, siendo siempre él mismo. Una vez licenciado en Literatura e Historia por la Universidad de Varsovia se lanza a la aventura de vivir: boxea, actúa, escribe poemas, una obra teatral, guiones para Andrzej Wajda, para Roman Polanski y para él mismo, por ejemplo en su primer largometraje, Señas de identidad desconocidas (Rysopis, 1964), que también protagoniza, igual que hará en el segundo, El fácil triunfo (Walkower, 1965), al dar vida al mismo personaje: Andrzej Leszczyc. Más adelante, pinta, pero, no por multidisciplinar, deja de ser el individuo rebelde que no acepta que le encierren en un cuadrilátero simbólico; encierro que sí parecen sufrir sus personajes, sin ir más lejos los obreros de Trabajo clandestino (Moonlighting, 1981), una de sus películas más conocidas, sino la más. Son víctimas de sistema, de su burocracia y de su mala leche kafkiana. Nadie parece ser dueño de su destino, tampoco parece haber uno para ellos, al menos no lo hay para Andrzej, el protagonista de El fácil triunfo, aunque llegue a una nueva ciudad donde no habrá ningún nuevo comienzo, aunque quizá sí repetirse la misma historia de siempre. En la estación donde se encuentran los dos protagonistas, Andrzej y Teresa (Aleksandra Zawieruszanka), ambos quedan individualizados entre una multitud a la que Skolimowski no presta más atención que para señalar una sensación de irrealidad que se irá haciendo más fuerte a lo largo de la película.


Todo apunta que Andrzej baja del tren no porque sea su destino, sino porque ha descubierto a Teresa y quiere estar con ella. Es el día de su cumpleaños, a unas horas de cumplir los treinta. Poco más sabemos de él: que suspendió los exámenes universitarios y que ha boxeado. La individualización de ambos en ese entorno viene a corroborar una tendencia del momento en los nuevos cines del este de Europa, aquellos surgidos durante el “deshielo”. Las películas individualizan a sus personajes. Les hacen personas, como si esa individualización fuese su forma de decir basta al realismo socialista que había sido impuesto oficialmente en las artes. Los protagonistas de estas nuevas olas suelen ser jóvenes o desencantados, o ambos, que se descubren rodeados y atrapados en la desilusión, con ganas de apartar esa sensación de encierro. Pero en el caso de Andrzej, parece alguien a quien ya le es indiferente su entorno, quizá porque ya ha intentado escapar, lograr algo, luchar sin conseguir nada, debido a la ausencia de oportunidades, al cansancio vital ante la presión invisible pero ejercida por los dos poderes que rigen el país, dos “religiones” enfrentaras (catolicismo y comunismo). En medio de ambas, se sitúa la persona: la que se identifica con una u otra ideología, con ninguna, quien las sufre, quien intenta alejarse, quien nada puede hacer para conseguirlo, porque regresa a un punto que implica la pérdida de identidad individual y la aceptación de lo grupal, de su dominio sobre lo personal, sin cabida en un espacio que imposibilita, lo que vendría decir que ni niega ni afirma al individuo, lo condena a vagar de aquí para allá, en un rondo sin fin…



viernes, 19 de mayo de 2023

Marco, de los Apeninos a un cine en revolución continua

Érase una vez una entrevistadora y un cineasta del todo peculiar, de quien su cine me cae genial. Además, me gusta su estilo y como expresa su pensamiento; quizá solo sea eso, sin más, el motivo por el cual me gustan sus películas y sus respuestas. A veces no sé porqué me cae bien alguien o porqué me gusta algo. Así, de primeras, podría aventurar que hay pensamientos y gustos afines; y otros ajenos y distantes (estos también pueden ser propios) que, al cobrar la expresividad que los comunica, se me atragantan o, ya masticados, me dan ardor de estómago. Pero a veces resulta que las obras de esos pensamientos me parecen para chuparse los dedos. Más fino hubiera sido escribir “exquisitas”, un término que suena a que no ensucia, pero las exquisiteces son relativas y la suciedad hay que limpiarla o dejar que se acumule. Las exquisiteces obedecen al gusto, al paladar o a como se haya educado, a la oferta y la demanda; también es probable que a la tontería. ¿Hay algo más exquisito que un tonto y una tonta en pleno uso de su tontería? He de suponer que sí. Las mías, ya dudo si me refiero a exquisiteces o a tonterías, no son de alta cuna. Se formaron entre trapos de cocina y el asfalto de la calle donde, tras cada batalla contra algún barrio vecino, hacia mil diabluras y mil más habría hecho si cada día tuviese doce horas que sumar a las veinticuatro que se consumen a diario. En todo caso, nada de lo dicho hasta ahora quiere decir que llegado el momento rechazase una buena mariscada o, ya apuntando a tierras de Tarkovski, un poquito de caviar, que nunca he probado, negación que elimina de un porrazo mi capacidad para valorarlo. A lo que iba. Mi predilección es la que es. La que suele saborear con mayor gusto un plato servido por Ozu, Monicelli, Keaton, Chaplin, Ford, Mackendrick, Capra, Wilder, Tourneur, Walsh, Buñuel, Fellini, Hitchcock, Kozintsev, Berlanga, Renoir o los dos Ray, Nicholas y Satyajit, que uno de Eisenstein, Bresson, Bergman, Welles, Visconti, Kubrick, Rohmer, Antonioni, Ôshima o Paradjanov; y los de estos, antes que uno de Angelopoulos, Saura, Akerman, Tarr o Godard. Con lo escrito, no quiero decir que los últimos cocinen menos rico que los primeros; solo que no son platos que devore con las mismas ansias y la misma alegría. Y esa predilección es la que siento por Marco Ferreri. Mi sintonía con el italiano viene de lejos, de cuando lo descubrí en El pisito y El cochecito y exclamé ¡qué diminutivos tan grandes! A lo que añadí: ¡tanto como el aumentativo de La gran comilona! Pantagruélico y “lambón”, que atracón hedonista y suicida el de esos cuatro fantásticos actores que en No tocar la mujer blanca juegan a indios y vaqueros. Mi simpatía por Ferreri y por su cine nacen de su relación con Rafael Azcona, pero continúa después de que guionista y director siguiesen sus caminos por separado. Afinidad la tengo con ambos, igual que con otros tantos, con su modo de hablar, sin aparentar ni ocultar su postura, de cine y también de algo más allá del cine, el cual, al fin y al cabo, no deja de ser una parte minúscula de ese algo mayúsculo llamado vida, aunque haya quien, cara la galería, presuma lo contrario; quizá callando o tal vez ignorando que sin vida no habría cine. La historia que que sigue no es una historia, es una entrevista y ya ella irá contando:


Maruja Torres: Cine e industria, arte y espectáculo, calidad y comercialidad… Una fórmula que todos se esfuerzan en descubrir. ¿Ha habido alguien que la haya encontrado?


Marco Ferreri: Yo creo que sí. El cine de Chaplin, por ejemplo, es un cine de calidad que da dinero. Pero, acerca de la calidad, en el cine, como en todas las expresiones artísticas, ¿quién determina lo que tiene o no calidad? ¿Y en función de qué? ¿Por qué la calidad de los grupos, de las minorías intelectuales, tiene que ser la calidad con mayúscula? Todo es relativo. Los pintores del periodo de Stalin eran malos pintores, según se ha dicho. Pues bien, ahora podrían muy bien ser clasificados como hiperrealistas y formar parte de esta reciente escuela norteamericana… Si se quiere cambiar algo, en el cine, hay que empezar por negar la autoridad de quienes pretenden determinar lo que está bien y lo que está mal.


M. T.: Entonces, en el cine, ¿todo puede ser bueno y todo puede ser malo?


M. F.: Para mí, en estos momentos, es malo todo, porque todo nace en la misma matriz, como producto de una sociedad que se ha de cambiar para que pueda haber cambios en el arte.


M. T.: Usted, como la mayor parte de los directores italianos, ha estado influido por el neorrealismo. ¿Puede explicar qué significó esta corriente cinematográfica, qué importancia ha tenido en el cine, en el lenguaje cinematográfico, en la forma de analizar la vida y de narrarla?


M. F.: El neorrealismo fue un momento importante del cine. Pero la suya no ha sido otra importancia diferente ni superior a la que supusieron, por ejemplo, los filmes de Lubitsch. En cierto modo fue un eslogan, una mera fórmula, como luego ha habido otras, la “comedia a la italiana”, los “westerns italianos”, etc.


M. T.: Desde entonces, ¿se ha producido algún movimiento renovador?


M. F.: No, ninguno. Y ello no es malo. Vivimos en un mundo de fórmulas estereotipadas con “ismo”. Si no aparece ninguna novedad, puede creerse que el cine está en crisis, que no evoluciona. Y, sin embargo, no es verdad: ninguna fórmula puede cambiar el cine si no se revoluciona la realidad en la que tiene su origen.


M. T.: Sin embargo, hay un cine de autor…


M. F.: Sí. Todo está viciado por esas teorías acerca del cine de autor. Se trata de otra fórmula, un eslogan que se inventaron los señores de Cahiers du Cinéma y que otros muchos críticos difundieron. Una fórmula bastante eficaz, desde luego, y que ha prevalecido durante un periodo. Mas, para mí, no pasa de ser una definición técnica inventada por una revista técnica y adoptada por esa minoría de público que acostumbra seguir este tipo de modas, de corrientes cinematográficas.


M. T.: Coincidió con el auge de la “Nouvelle Vague” del “free cinema”…


M. F.: Etiquetas, nada más que etiquetas… Para mí, todos los que hacen cine son autores. Me molesta el término aplicado solo a la élite. Todos los realizadores que hacen películas son eso, autores. Es hora ya de terminar con este tipo de clasificaciones intelectualistas…


M. T.: Entonces, ¿qué es el director?


M. F.: Es el que fabrica las imágenes. El que fabrica la película, junto con el operador, con el guionista, con el ambientador, con los actores… El es quien perfecciona y coordina un poco todos esos elementos.


M. T.: La técnica cinematográfica, ¿es importante a la hora de rodar? ¿O a veces puede resultar más conveniente olvidarse de las normas?


M. F.: Es importante, no hay duda. La técnica forma parte del trabajo. No hay trabajo sin técnica. Si se prescinde de algunas normas fijas se han de inventar otras, porque no se puede romper con las cuestiones técnicas. Que estas sean rudimentarias o refinadas ya es otra cuestión; en última instancia, depende del filme de que se trate. Aunque, claro, lo más importante es no se solo un técnico, porque entonces se elabora un producto frío.


M. T.: El guion, ¿es importante? ¿Hay que ceñirse rigurosamente a él?


M. F.: No es muy determinante. Puede ser un punto de partida. Depende del director. Es un método de trabajo. Hay directores que tienen bastante con un simple punto de partida; otros lo necesitan más elaborado.


M. T.: El cine, ¿ha conseguido sacudirse el lastre de la literatura?


M. F.: Hay de todo. Tal como están las cosas, puede haber de todo: desde el que hace un filme basándose en un libro leído, hasta el que piensa el filme directamente; pero incluso este, como proyecta hacer su películas, ¿acaso no lo hace en función de un libro imaginario que está solo en su cabeza?


M. T.: El director, decidido como el coordinador de la labor de los restantes elementos de un filme, ¿puede ser un elemento sustituible? En otras palabras, ¿qué opina del cine de grupo actualmente en desarrollo?


M. F.: Me parece que si se pretende hacer cine de grupo, el resultado será un cine anónimo. ¿O acaso es posible expresar el talento en grupo?


M. T.: Hablemos un poco de cine “underground”…


M. F.: Otra vez las etiquetas, las marcas. Hubo un cine underground, surgido en los Estados Unidos en cierto momento, pero hoy se ha convertido en un cine inground, encajado por completo en el sistema, distribuido por los canales normales. Andy Warhol, Paul Morrisey,…, lo que quería era hacer cine y registraron una marca afortunada, una nueva marca. Actualmente trabajan todos dentro del sistema.


M. T.: Sigamos con las etiquetas. ¿Cree en la edicacia la del cine didáctico?


M. F.: Si esta bien hecho, sí. He visto algunas cosas interesantes en Norteamérica.


M. T.: ¿Y en la del cine político?


M. F.: ¿Qué es el cine político? ¿Cómo va a hacerse cine político dentro del sistema?


M. T.: Sin embargo, es evidente que hay cine político dentro del sistema, solo que es de derechas, conservador…


M. F.: Desde luego. Lo que yo digo es que el cine político de izquierdas no se puede hacer. Porque un cine de izquierdas, si no es un cine revolucionario, es un cine triste. Y el cine revolucionario solo puede hacerse si existe la revolución.


M. T.: Un cine como el cubano, como el de después de la revolución, ¿puede ser válido?


M. F.: ¿Por qué válido? He visto esas películas y no les he encontrado valores revolucionarios. Además, ¿qué quiere decir eso de “después de la revolución”? La idea de que esta acaba, de que tiene un final, de que dura un periodo de tiempo determinado, dos horas o dos años, es errónea. La verdadera revolución ha de ser permanente. Si no es así, ¿qué es?


M. T.: Hay un cine seudopolítico, un cine de denuncia absolutamente impotente, que sin embargo, tiene mucho éxito, sobre todo en Italia. ¿Por qué? ¿Por el masoquismo del público?


M. F.: Tiene éxito porque está bien hecho, porque tiene un valor espectacular. La gente va al cine si hay espectáculo; de lo contrario, no va.


M. T.: ¿Por qué va el público al cine?


M. F.: Antes es preciso considerar: ¿qué es el público? ¿Qué es lo que se pretende cuando se dice “el público” en general, las masas? Su composición es muy heterogénea. Hay quien va al cine a ver el espectáculo, el circo; hay minorías que acuden por una cuestión de moda o interés por un elemento determinado; hay quien va en busca de una evasión personal… En cualquier caso, se trata de devoradores de sombras.


M. T.: Se dice que el espectador es un “voyeur” para quien una película es una ventana abierta a la intimidad de los demás.


M. F.: Sí, todos somos vouyeurs que espiamos, pero el hecho de espiar en cine no nos impide espiar también en la vida real.

De la entrevista de Maruja Torres a Marco Ferreri: El cine, arte e industria. Salvat Editores, Barcelona, 1973.

jueves, 18 de mayo de 2023

Ebro, de la cuna a la batalla (2016)


Alguien dijo que aburrir en cine es pecado, no sabría qué decir al respecto, salvo que dudo del pecado, y dudo que todos nos aburramos igual. Personalmente, me aburro a mi manera y nunca he masticado el aburrimiento de otro mortal. El efectismo, la repetición, el ruido, un acabado bonito, pero hueco o lleno de “buenas intenciones”, me dejan indiferente. Y esa indiferencia suele presentarse a los pocos minutos de metraje de una película que pretende, al menos en apariencia, acercar al público la vida (cinematográfica) en las trincheras. Las situaciones se repiten de un film a otro, pero en pocos casos se llega a captar el ambiente que condiciona los estados emocionales de quienes lo viven y lo desvelan en comportamientos y pensamientos —algo que sí creo lograron Pabst, Wellman, Ichikawa, Monicelli o Coppola—. Y ese todo envolvente, donde lo propio y lo ajeno se confunden igual que la razón y la sinrazón, que habita dentro y fuera de los soldados en el frente es determinante para la verosimilitud de lo expuesto en la pantalla. Eso no lo encuentro en films de pirotecnia de videojuego tal 1917 (Sam Mendes, 2019) o de los que buscan desesperadamente remarcar su postura y una grandeza emocional que resulta de menor tamaño, cual Sin novedad en el frente (Im Westen nichts Neues, Edward Berger, 2022); tampoco en la televisiva Ebro, de la cuna a la batalla (Román Parrado, 2016), que es un bélico de buen acabado, pero… La escena en la que las tropas del Ejército Popular cruzan el río Ebro en barcas bebe sin disimulo del desembarco filmado por Steven Spielberg en Salvar al soldado Ryan (Saving Prívate Ryan, 1998). A todas luces un momento de impacto y estruendo cinematográfico que llamó la atención tanto a cineastas, un veterano como Ridley Scott no lo disimula en su Robin Hood (2010), como al público, entre el que se encuentran los futuros cineastas, guionistas y demás profesionales del cine. De modo que no se trata de algo inusual descubrir influencias de aquel desembarco, como tampoco considero exagerado decir que el cine bélico posterior se ha visto condicionado por el film de Spielberg, pues, la mayoría de películas del género, busca y prima espectáculo, el efecto e impacto en los momentos de batalla —cierto que antes ya se buscaban, quizá a partir de El día más largo (The Longest Day, 1962)—, aunque los disfrace de intenciones transcendentes, a la reflexión y contemplación que, por ejemplo, Terrence Malick exhibe en todo momento de La delgada línea roja (The Red Thin Line, 1998).



Por otra parte, están los despachos donde los políticos mantienen su propia batalla, un ejemplo reciente e internacionalmente exitoso, y posterior a Ebro, de la cuna a la batalla, podría ser la “guerra” de Churchill en La hora más oscura (Darknest Hour, Joe Wright, 2017). Esa guerra lejos del frente también necesita las diferentes tonalidades, tanto exteriores como interiores, del personaje y de su entorno. En el caso del film de Román Parrado se trata de Manuel Azaña (Manuel Morón), el último presidente de la República, cuya figura cinematográfica había asomado con anterioridad en la pantalla, sin ir más lejos en el film de Santiago San Miguel Azaña, cuatro días de julio (2008). Parrado se limita a mostrar la imagen del conflicto humano que anida en Azaña, pero dudo que profundice en él, ni siquiera en su personalidad intelectual y política, siendo el autor de La velada en Benicarló más de lo primero que de lo segundo. En todo caso, es un hombre que sufre aislamiento y soledad, la del derrotado, que no del mando, pues apenas manda desde el día del alzamiento militar allá por el 16 de julio de 1936, cuando uno de los sublevados se adelantó en la ejecución del plan. Han pasado casi dos años desde entonces, y la herida de Azaña, el “último” republicano, el político burgués, el liberal que se ha visto entre dos fuegos, el rebelde y el revolucionario, se ha ensanchado. El presidente se desangra al comprender que todo está perdido, que España sufre, que el sueño de España muere, sea cual sea el resultado de la guerra.



Ambientada durante el segundo año del conflicto español, pero también internacional, en Ebro, de la cuna a la batalla el último presidente de la República es centro de atención de uno de los dos escenarios principales escogidos por Parrado y el guionista Eduard Sola para hablar de aquellos días del 38, cuando en los despachos y en el frente del Ebro los republicanos jugaban sus últimas bazas y se depositaban las esperanzas. A ese frente fluvial y montañoso llegan los otros protagonistas de la película: los jóvenes de 17 y 18 que han sido movilizados para formar parte de la ofensiva gubernamental. La película está cargada de buenas intenciones, que deparan una película de enfrentamientos: el fratricida, que se fuerza evidente en la trágica casualidad de los hermanos Quintana, el inocente Pere Puig contra Pere Puig (Oriol Pla) obligado a madurar y a cerrar su periplo bélico en una situación que pretende aprovechar el efecto de la primera imagen al lado de su abuelo, la república contra el fascismo, el político por la paz contra el político por la guerra, los intereses internos y los intereses internacionales, la espera y la desespera; pero, en ningún caso, se llega a desarrolla uno de ellos más allá de lo aparente, de lo mil veces visto, leído u oído. Parrado enfrenta a Manuel Azaña y Juan Negrín (Adolfo Fernández), dos hombres, dos ideas y un destino, enfrentamiento que intercala con el que se produce en el Ebro, donde el ejército popular quema sus últimas esperanzas frente a las tropas sublevadas que consiguen frenar la ofensiva ordenada por Negrín, el presidente del gobierno. <<Al final, ni su guerra ni mi paz. Solamente una batalla>>, le dirá Azaña al final de Ebro, de la cuna a la batalla.




miércoles, 17 de mayo de 2023

La tormenta perfecta (2000)

El cine de Hollywood fabrica héroes en cualquier situación, incluso puede crear una atmósfera de épica alrededor de un trabajo cotidiano, labor no exenta de riesgos y desarrollada lejos de casa, como sería la pesca de altura (y también la de bajura) que magistralmente detalla Ignacio Aldecoa en su novela Gran Sol. Pero La tormenta perfecta (The Perfect Storm, 2000) no pretende explicar la vida a bordo de un barco de pesca, aunque apunte mínimamente la rutina laboral, lo suyo va de otra cosa: mostrar la lucha por la vida frente a la naturaleza desatada. Partiendo de lo escrito por Sebastian Junger en el libro homónimo, La tormenta perfecta se sitúa en 1991, en Gloucester, Massachussets, a la llegada del barco capitaneado por Billy Thyne (George Clooney), cuyas últimas salidas a los grandes bancos no han sido lo productivas que se esperaba. Por eso, y porque solo en el mar parece sentirse en su medio, decide regresar a la faena apenas puestos los pies en tierra. Lo justo para que Wolfgang Petersen humanice a los tripulantes y establezca sus relaciones personales o la ausencia de las mismas en Bugsy (John Hawkes), quien se queja de su suerte con las mujeres. Establecido el tono emocional, sobre todo en la relación matrimonial entre Bobby (Mark Walhberg) y Chris (Diane Lane) y la paterno-filial de Murph (John C. Reilly) y su hijo, Petersen intenta generar una sensación de épica emotiva aprovechando la banda sonora que acompaña a los marineros en su regreso al mar, dos días después de arribar a ese puerto donde había establecido, aparte de los vínculos familiares, la sensación de que cada salida es un posible viaje sin retorno. Tal es como quiere exponerlo el film porque esa es la historia a contar, y una de las realidades extremas del oficio. Al igual que el libro de Junger, que encontró sus fuentes en las comunicaciones radiofónicas, en testimonios y en documentos, La tormenta perfecta divide su interés en varios frentes: la tormenta, los tripulantes del Andrea Gail, desaparecidos a unos ochocientos kilómetros de Gloucester, los miembros de un barco de recreo y los tripulantes del helicóptero de rescate.


La mar se ha cobrado numerosas víctimas, incontables, pero ese pueblo pesquero recuerda a sus náufragos en los nombres y años que asoman en los primeros instantes de la película , cuya épica no reside en una batalla ni en una proeza que cambie en curso de la Historia o haga Historia. Esa no es su épica, la de La tormenta perfecta es la del individuo contra los elementos, su lucha por la supervivencia en una naturaleza desatada en ferocidad. El enfrentamiento a la tempestad introduce momentos en los que prima lo espectacular sobre lo humano, quiero decir que prima la tecnología, la cual, obviamente, es parte del cine. Son las secuencias contra la inclemencia marina que se desata cuando tres frentes coinciden sobre el barco capitaneado por Bill, cuyos discursos, tipo <<ha llegado el momento de la verdad>>, antes de iniciar la pesca, apuntan más hacia un Braveheart que hacia un veterano pescador profesional que ha vivido incontables horas como esas. Pero Petersen no olvida a sus marineros, si bien el trabajo ocupa un lugar secundario en sus prioridades narrativas, prima la profesionalidad hawksiana de sus protagonistas: un grupo de hombres entregados a un trabajo que les aísla y les exige, pero también que crea lazos y les une en la dificultad, y a la esperanza a la que se aferran cuando ya apenas queda. Es ahí, en su lucha y en su colaboración donde el cineasta alemán insiste para crear a sus héroes, a quienes al inicio, durante la estancia en puerto, humaniza para que su desesperada lucha final sea más emotiva y tal vez gloriosa…



martes, 16 de mayo de 2023

Posición avanzada (1965)

Como narrador cinematográfico, Pedro Lazaga era muy bueno; el mejor ejemplo bien podría ser Cuerda de presos (1955), su película preferida, pero un fracaso comercial que le decantó hacia un tipo de cine de consumo fácil. Otro cantar es si aprovechó o desaprovechó su talento en películas y temas que, en su mayoría, estaban destinados a todos los públicos, es decir, a no tener el menor encontronazo con la censura y a hacer buenas taquillas. No era una cuestión de ego ni de política, carecía de las pretensiones de renovar el cine español que podrían encontrarse en un tipo Portabella o Saura, o ideológicas a lo Bardem. Tampoco perseguía un humorismo combativo y berlanguiano ni la suya era la pronunciada personalidad cinematográfica de un Regueiro, por no insistir en que Buñuel solo hubo uno y ese grandísimo “uno” rodó casi toda su filmografía fuera de España. Menos aún pretendía pasar por “autor”. Pero autor ¿de qué?, en una cinematografía controlada por la censura y, como cualquier otra, por los intereses económicos. En aquella España (en la actual también, pero democráticamente), intentar un cine personal era sinónimo de pasar hambre y condenarse al ostracismo. Para alguien como Lazaga, cuya necesidad de hacer películas era vital, estaba claro el camino a seguir. Él era un cineasta y, como tal, hacía cine, que era su finalidad. Honesto al respecto, le confesó a Antonio Castro: <<Si hubiera seguido haciendo película como Cuerda de presos ahora estaría depauperado y hambriento. En cambio así tengo una mujer, cuatro hijos, una casa y me lo paso muy bien haciendo cine.>> (1) Mas que pasarlo bien, Lazaga era feliz rodando, como demuestra el número de películas que rodaba al año: <<Hay que estar rodando una película, montando otra, doblando otra y preparando otra. Es la razón por la que prefiero rodar ocho películas al año cobrando la cuarta parte, que rodar una o dos, cobrando un millón y medio. El día que deje de rodar estoy seguro que envejeceré más de diez años. Será terrible para mí.>> (2) Quien hoy recuerda a Lazaga, sobre todo lo asocia a sus comedias, posiblemente las que dirigió a Paco Martínez Soria, la mayoría exitosas, pero en su febril y abultada filmografía se descubren otros géneros, entre ellos el bélico en varias películas que se desarrollan durante la guerra civil. Posición avanzada (1965) es una de ellas. Aunque tampoco tuvo éxito comercial. no se trata de una mala película, guste o no su posicionamiento; por otra parte, el único posible en un film de guerra rodado en aquella España, quizá, con la salvedad, del antibelicismo pretendido por Antonio Isasi-Isasmendi en Tierra de todos (1961).

El film se inicia años después de la guerra civil, cuando un niño desentierra un casco que, por obra del destino —y del guion de Ángel del Castillo—, pertenecía a un compañero de su padre (Manuel Zarzo), que le cuenta los hechos. La historia retrocede hasta el periodo bélico y se centra en el pelotón del sargento Ayuso (Antonio Ferrandis), del cual forman parte Juan Ruiz, el evocador protagonista, y Vélez (Enrique Ávila), el dueño del casco; un pelotón que el comandante (Tomás Blanco) pone en manos de un joven e inexperto alférez (Manuel Manzaneque), recién salido de la academia militar de Granada, a quien encarga la misión de relevar a los soldados que se encuentran en “Villa Sartén”, la posición avanzada. El pelotón y la defensa del lugar son los ejes del film. No hay oficiales de alta graduación, aquellos heroicos y grandes nombres, ni gestas que acaparen titulares ni las exclamaciones que abundaban en los primeros films bélicos del franquismo, sino que ahora son los soldados anónimos o ese inexperto a quienes se les entrega el protagonismo, sin pavonearse demasiado, solo sometidos a una responsabilidad que pone a prueba su valor.

La época en la que Lazaga rueda Posición avanzada, 1965, es un periodo en el que España, todavía bajo el control de la dictadura, se modernizaba y vivía el boom económico que llegaba con las divisas del turismo y de la emigración. Dicho de otro modo: los tiempos habían cambiado respecto a los años cuarenta, cuando en la posguerra el cine bélico no disimulaba su propaganda. Al contrario, la enfatizaba en frases y diálogos cargados de odio y alabanzas, en las manos alzadas y en las banderas, que resultaban insistentes en títulos como Sin novedad en el Alcazar (Augusto Genina, 1940) o Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1941), dos ejemplos de la propaganda franquista, aunque la primera fuese una producción italiana (de la Italia dictada por Mussolini). En el ahora de los años 60, las democracias habían aceptado la dictadura española como mal menor, incluso la miraban con buenos ojos, al menos a sus playas, sus platos, su alcohol y sus saraos. El país se estaba convirtiendo en uno de los más visitados y eso, se quisiera o no, empujaba a un cambio de imagen. Ya no se podía ir dando palos a diestro y siniestro, aunque se continuasen dando; ni era necesario hacer un cine marcadamente propagandista. Salvo algún grupo clandestino o el PCE en el exilio, cuya oposición al franquismo no había cambiado la marcha de la Historia, y ya nadie creían ni esperaba que lo hiciese, el régimen apenas tenía enemigos que eliminar en 1965. De modo que la insistencia de marcar dos bandos irreconciliables, unos angelicales y otros demoniacos, carecía de sentido, o ya no convenía, era algo que había que dejar atrás. Dicha insistencia prácticamente desaparece en films como Posición avanzada, que pretende no hurgar en viejas heridas, había pasado un cuarto de siglo desde el final de la guerra, pero que aún estaban por cicatrizar; lo harían con la muerte de Franco y una vez consolidada la democracia en la década de 1980. 

Con todo, no desaparece del cine bélico franquista la postura partidista, a esas alturas de la dictadura, una postura (en los cineastas) más por imposición que por devoción (si es que alguna vez la hubo, ¿o solo había sido miedo, supervivencia u ocasión?). Pero su simpatía hacia uno de los bandos no empaña los mejores momentos de la película: esa pesca fluvial o la cotidianidad y camaradería, quizá demasiado cordial para sentirse real, de los soldados en las trincheras. Recordaba Lazaga que Posición avanzada <<es la primera película española en que los rojos y los nacionales pasean juntos, hablan, se reparten la comida y hasta mueren abrazados al final.>> (3) No le falta razón, hay acercamiento o, dicho de otro modo, hay una escena que acerca. Se trata de un alto el fuego que paisanos como Ayuso y el capitán Trueba (José Villasante) aprovechan para saludarse y darse noticias de casa. Mientras, algunos de sus muchachos, de uno y otro bando, arrojan unas grabadas al río y se lanzan a pescar en las aguas que separa ambas posiciones, y donde también Ruiz y un igual del otro lado aprovechan para intercambiar papel de fumar y tabaco —una escena que dos décadas después repiten en secano y en tono satírico Alfredo Landa y Antonio Gamero en La vaquilla (Luis García Berlanga, 1985)—. Además, ese instante de fraternidad entre “vecinos” sirve como contrapunto para el que no se produce al día siguiente. No, porque ya no están Trueba y sus hombres. Cuando la escuadra de Ayuso regresa al Jarama, el soldado García (Ricardo Buceta) pleno de confianza enarbola la señal de alto el fuego y recibe el impacto de una bala explosiva. En ese segundo, la relativa calma desparece, pero Lazaga no tarda en indicar que quienes han disparado no son españoles, sino miembros de la <<doce brigada internacional>>. Lo remarca en el arrebato del sargento, quien, fuera de sí, exclama <<¡Cochinos extranjeros!>> La reacción obedece al dolor por la muerte de su soldado, que exige el guion; pero también a la reconciliación buscada al otro lado de la pantalla. Si el disparo sobre un soldado español nacional, con bandera blanca, hubiese sido abatido por un soldado español gubernamental, ¿qué pensarían los adeptos a cualquiera de los bandos? Señalar que la bala es extranjera, permite a Lazaga salir airoso, sin hurgar en la herida, y así encarar la parte bélica propiamente dicha sin necesidad de un enfrentamiento fratricida: la defensa de la vanguardia se realiza frente a brigadistas. Por otra parte, Posición avanzada también se da el lujo de introducir un tono más íntimo en la figura de Ruiz, quien, oriundo del pueblo cercano, abandona “Villa Sartén” sin ánimo de desertar, solo empujado por el deseo de volver a abrazar a Ana (Ángela Bravo) y conocer a su hijo de cinco meses, el mismo niño a quien contará la historia. Y a nosotros ¿qué nos cuenta? ¿Que los tiempos habían cambiado, que más cambiarían, más han cambiado y más cambiarán?

(1) (2) (3) Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974.

domingo, 14 de mayo de 2023

Las bicicletas son para el verano (1983)

En uno de los capítulos que, en sus memorias, dedica a la guerra civil, Fernando Fernán Gómez recuerda que <<muchísimos años después, más de treinta, cuando fui a México con Antonio Ferrandis para intervenir en el rodaje de una película, una amable señora mexicana se interesó por el tema de mi obra teatral Las bicicletas son para el verano, de la que habían llegado referencias desde España.

—Trata de la vida cotidiana en Madrid durante la Guerra Civil —resumí.

—He observado —dijo con un matiz de sorpresa y curiosidad— que muchos de ustedes, los españoles, al cabo de los años siguen viviendo obsesionados por aquella guerra.>> (1)

Aquella guerra aludida por la curiosa y amable señora mexicana no era una obsesión, sino que formaba parte de la realidad que siguió al periodo bélico: la dictadura, la cual se había prolongado hasta 1975, casi el año en el que Fernán Gómez estrenaba su obra, 1977, dos después de fallecer Franco. La muerte del dictador daba vida a la Transición y era el momento en el que quienes no pudieron hablar antes sobre la guerra, al menos no sin ciertas garantías de no recibir un tirón de orejas, un garrotazo o un encierro en prisión, hablase ahora. El escritor, actor y director lo hizo de la anormal cotidianidad madrileña de su adolescencia, la que conocía de primera mano, aunque el primer mes del alzamiento no estuviese en Madrid, una ciudad de la que se decía que iba a caer en manos de los rebeldes y que no caía, pero en la que se dejaron sentir el miedo, la esperanza, la impotencia, el odio, el amor, el egoísmo, la generosidad, alguna copla, los insultos y los ánimos entre vecinos, las bombas de los autoproclamados nacionales, las balas de los “pacos” quintacolumnistas que disparaban desde los tejados y los balcones, el hambre, el mercado negro, las delaciones, las checas y los “paseos” llevados a cabo por radicales y revolucionarios del Frente Popular. Dicha anormalidad es la realidad diaria que también expone Jaime Chávarri en su adaptación cinematográfica de Las bicicletas son para el verano, rodada dos años después del fallido golpe militar del 23 de febrero. Por tanto, seguir <<viviendo obsesionados por aquella guerra>> no parece ser una cuestión obsesiva, más bien se trataba de una presencia casi palpable, que todavía coleaba en el ambiente y en muchas mentes de 1977, de 1981 y de 1983. Hoy, aunque se rueden películas ambientadas en la guerra civil, ya nadie piensa en la posibilidad de que estalle otra, tampoco suele pensarse en la del 36 al 39 más allá de los clichés, del partidismo de extremistas y forofos que no fueron testigos —pues, después de casi noventa años, la memoria viva prácticamente ha dejado su lugar a la Historia y a la memoria escrita, radiofónica y fílmica—, y de la simplificación, la división en dos Españas. Dudo que fuesen solo dos; al menos tres y seguro que más. Pero, en general, poco interés muestra la opinión pública en comprender las causas, las diversidades, la sinrazón que tiñó el país de rojo y luto, de hambre y miedo, pero ni los exaltados de unos y otros pudieron evitar que la vida continuase. Esa vida es la que le interesa a Chávarri en su película, la que Fernán Gómez representa en su obra, y la que resiste en una excepción que se transforma en normalidad, en la cotidianidad diaria de casi tres años de cerco…

El actor Agustín González comentaba que <<En el caso de Las bicicletas son para el verano, se daba la circunstancia de que me tocó representar una serie de episodios creados por Fernando que yo ya había visto, incluso vivido. […] Yo pretendía hacer en la película lo mismo que en el teatro, aunque ya me daba cuenta de que un plano tiene una duración y que no es todo un acto, por lo que carece de la continuidad de la obra de teatro, pero hubo cosas que me perturbaron muy mucho porque los guionistas, y el propio Chávarri, lo mezclaron todo de manera que el comportamiento de los personajes, de acuerdo a unas determinadas situaciones de acontecimientos que se van sucediendo y que les hacen reaccionar de una forma determinada, en el cine, no era lo mismo. Las exigencias eran propias del cine.>> (2) Y creo que Chávarri cumplió con esas exigencias y logró un retrato tragicómico de un momento en el que la tragedia se cebó sobre España, pero la vida continuaba para quienes la muerte no les encontró durante aquellos días, semanas, meses, años de guerra. El drama se ubica en Madrid y abarca desde los instantes previos al levantamiento militar hasta el final de la contienda, cuando no llega la paz, sino la victoria, como corrige Luis (Agustín González) a su hijo Luisito (Gabino Diego). Durante ese periplo que engloba toda la contienda sin salir de Madrid, Las bicicletas son para el verano (1983) toma de referencia la prestigiosa obra homónima de Fernando Fernán Gómez, premio López de Vega 1977, pero Chávarri rueda su versión. Lo hace tomándose la libertad que le exige y concede el medio cinematográfico; y el guion escrito por Lola Salvador Maldonado. Como la pieza teatral, la adaptación cinematográfica ubica la historia de la familia de clase media, uno de tantos núcleos familiares que ni son de unos ni de otros, solo son personas que desean su plato de lentejas, su vivir y morir en paz, pero que ven su cotidianidad truncada por el levantamiento militar y las milicias populares en el verano madrileño de 1936, un verano que ya no era de bicicletas sino de bombas, “paseos” y “pacos”. Esa mezcla de guerra y cotidianidad, la vitalidad que lucha por su supervivencia contra viento y marea, a veces, agudiza el absurdo, o quizá el esperpento tan unido a la identidad española desde Valle-Inclán hasta Berlanga y más allá…

(1) Fernando Fernán Gómez: El tiempo amarillo (Memorias 1921-1997). Capitán Swing, Madrid, 2015.

(2) Lola Millás: Agustín González. Entre la conversación y la memoria. Ocho y medio, Madrid, 2005.