Indiferente a la opinión de las voces y de las masas del sonoro, me digo que algo perdió el cine con el abuso del diálogo, pero los cineastas que crecieron en el silente no se perdieron entre palabras vacías y rellenos orales cuando se vieron empujados al hablado. Ejemplos hay tantos y en tantos lugares, que no son muchos, pero sí los suficientes para que cualquier voz curiosa, que proteste ante lo dicho, solo tenga que buscar en la mayor parte de las cinematografías punteras del primer cuarto y un par de años más del siglo XX para darse cuenta de que los más grandes de esta historia llamada cine empezaron entonces, en el silente, o fueron los que, debutando en el sonoro, tomaron como referencia a los Griffith, Ford, Vidor, Clair, Murnau, Keaton, Lang, Buñuel, Hitchcock, Lubitsch, Eisenstein, Ozu, Sjöström, Renoir… No creo que haga falta continuar numerando, sé que me pongo pesado, pero me pone a “match 2” ver cómo la lista va aumentando con la de nombres que va acumulando. Esto no quiere decir que los Chaplin, Gance, Capra, Borzage, Walsh, Hawks, Stiller, Pabst, Dovjenko, Naruse, Dreyer, Wellman, más sujetos propios y los de antes, no usasen las voces de los personajes para establecer comunicación con otros personajes, pero no olvidaron que la establecida entre la pantalla y el público continuaba siendo en esencia visual.
Por ejemplo, Dimitri Kirsanoff en Rapto (Rapt, 1934) lo tiene totalmente presente. Aquí realiza un largometraje repleto de detalles y de verborrea visuales que, más que de palabras, se completa con la música y los sonidos. Ellos son los complementos ideales de la imagen: los que enfatizan los estados emocionales expresados mediante planos, gestos, miradas y símbolos que desvelan la naturaleza o el origen de los conflictos humanos que se desatan en esa rincón de Suiza en el que se ubica el film, un espacio geográfico, montañoso, humano y emocional que vive entre la tradición de sus gentes y el choque de los distintos pueblos, nacionalidades, culturas o etnias que lo ocupan sin alcanzar el acercamiento y la tolerancia que habrían imposibilitado un drama como el expuesto en Rapto. No se expresa la pasión con palabras, ni el odio ni el deseo, tampoco la obsesión, ni el amor ni el rechazo. Todo ello tiene nombre, pero pierde su realidad cuando se pronuncia. Acaso la palabra amor ¿puede sustituir la ternura con que Martha acaricia la capa de Ethan en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956)? Lo dudo, pues visualmente hay un sentimiento veraz en esa imagen que se perdería en el uso de la palabra. Es una muestra que me viene a la memoria, como el silencioso Amanecer (Sunrise, 1927) de Murnau, cual el alba del nuevo día invita a la esperanza, a la promesa, sin tener que emplear palabras que nunca podrían transmitir la coincidencia en un mismo instante de lo que queda atrás, lo que vive en el ahora en fuga y lo efímero que está por venir.
Lo dicho, amor, aflicción, miedo, odio, deseos, obsesiones los transmite el cine sin necesidad de expresión oral. Cada uno de esos sentimientos y emociones, Kirsanoff los comunica visual, sonora y musicalmente porque su poética audiovisual los desvela sin necesidad del verbo. Y lo hace de tal modo que, disfrutada hoy, Rapto asoma en la pantalla como una magnífica oportunidad para ver —verbo vital para el cine— cómo alguien hecho en el silente narra en el sonoro con imágenes y sonidos, pero prácticamente sin diálogos, pues estos son innecesarios para explicar las emociones que desbordan y las situaciones por las que atraviesan los protagonistas: un hombre (Geymond Vital) y una mujer (Dita Parlo) atrapados entre el deseo, la obsesión, la venganza y la imposibilidad que literalmente les consume. Lo dicho, pues, se confirma en Kirsanoff, quien era uno de los mayores vanguardistas cinematográficos del cine francés de los años veinte, y en Rapto se enfrentaba a su primer film con diálogos, el primero con sonido fue el magistral cortometraje Brumes d’automne (1928)…
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