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lunes, 1 de noviembre de 2021

La fragata infernal (1962)


Además de ser tres grandes actores,
Charles Laughton, Marlon Brando y Peter Ustinov tienen en común que vistieron toga romana y uniforme de la Marina Real Británica, y que dieron el paso a la dirección, los dos primeros en una única película. El primero lo hizo en la magistral La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955), el segundo en El rostro impenetrable (One-Eyed Jacks, 1961) y el tercero logró su mejor film en La fragata infernal (Billy Budd, 1962). A este trío se le podrían unir otros actores que probaron fortuna en la dirección, aunque solo fuese en una sola película, caso de Karl Malden y Labios sellados (Time Limits, 1957), aunque Malden también se puso al frente del rodaje de El árbol del ahorcado (The Hanging Tree, Delmer Daves, 1959) durante los días en los que Daves estuvo enfermo, o Adolfo Marsillach y Flor de Santidad (1972). Todos ellos, en su función detrás de las cámaras, apuntaban buenas maneras y, en los casos de Laughton, Brando y Ustinov, los resultados artísticos obtenidos señalan que eran cineastas de envidiable talento. Pero de los nombrados y sus obras, los que atraen mi atención en este instante son Ustinov y su adaptación de Billy Budd. Empleo el posesivo “su” porque los créditos repiten hasta cuatro veces su nombre, indicando que es director, productor, guionista y coprotagonista de la adaptación cinematográfica de la obra teatral de Louis O. Coxe y Robert H. Chapman, que a su vez adaptaba a las tablas el relato de Herman Melville, el mismo autor que regaló a la literatura Bartleby, el escribiente y Moby Dick.


Lo primero que llama mi atención de La fragata infernal son las voces de los personajes presentándose a sí mismos, a medida que los nombres de los actores que los interpretan asoman en los créditos. Lo siguiente, y más importante para señalar la grandeza de este film que se debate entre la justicia y la ley, entre la humanidad y la inhumanidad, es la espléndida capacidad cinematográfica con la que Ustinov abre su película al mar y al periodo de las guerras napoleónicas —en el 1797, año que pasaría a la historia negra de la Marina Real Británica, en cuanto a los motines que se dieron en distintos buques de su flota de guerra—, para poco después encerrar a sus personajes y exponer cómo los Derechos y la libertad son arrojados por la borda del buque de guerra donde la tripulación sufre su condena: el sometimiento al código marcial y a sus brazos ejecutores. La acción se inicia con dos naves inglesas que difieren no solo en sus usos: militar la que persigue, mercante la que huye. La primera se llama “Avenger” y la segunda “Rights of Men”.


Establecidas las diferencias entre ambas asoma el nexo que las une: el joven Billy Budd (
Terence Stamp), cuya inocencia e ingenuidad se despide del barco mercante y de los Derechos Humanos. En su imposibilidad, el muchacho lleva consigo la humanidad y la bondad que el suboficial de armas Claggar (Robert Ryan) no duda en odiar, porque le amenaza, pues no sabe como enfrentarse a su rostro opuesto; de ahí que la opción que escoge es la de destruir a Budd. Con su sadismo y bajo el mando del capitán (Peter Ustinov), oficial, caballero y máximo representante en el barco de las Leyes Militares que han provocado amotinamientos en otros navíos ingleses —el de la “Bounty” es el referente histórico más popular, gracias al cine—, el suboficial de La fragata infernal impone su terror y se maneja por ese espacio donde imperan sus abusos y los castigos corporales, latigazos, y psicológicos que la marinería de a bordo sufre sin poder hacer más que acatar las leyes del código y la aplicación de las mismas, aunque nadie pueda decir cuáles han sido las infracciones. Las causas apenas importan, lo importante son la sumisión y el castigo para mantener el orden representado por el capitán y sus oficiales, quienes no pueden declarar inocente a Billy Budd, sin reconocer la culpa del sistema que acatan consciente tes fe que, al hacerlo, renuncian a la ética, a la justicia, a la piedad, a su humanidad.


Claggar solo es fruto de ese sistema que le permite dar rienda suelta a su sadismo, que satisface a costa de sus subordinados, quizá como represalia al rechazo, quizá porque goce haciendo sufrir. Este suboficial de armas, que en la destacada interpretación de Robert Ryan asusta, impone y genera aversión, disfruta de su posición y de la fuerza, así como no duda en emplear los medios más ruines e inhumanos para someter y destruir la humanidad de sus subordinados. Con Billy, nada de lo que hace parece funcionar, así que lo acusa de instigador en un inminente motín, acusación que el capitán sabe falsa, pues conoce al suboficial (y su responsabilidad en la muerte de Jenkins), y espera que Billy lo niegue y ahí concluya el asunto, pero el joven se queda sin palabras. Angustiado, con desesperación e impotencia crecientes, el muchacho reacciona golpeando al suboficial, a quien hasta entonces siempre ha sonreído y tendido una mano amiga. Ese golpe resulta mortal, al chocar la cabeza de Claggar contra la superficie que le desnuca, y, antes de morir, sonríe, se alegra, porque sabe que ha venciendo: la agresión y su muerte le confirman que ha conseguido su propósito. Como hombres, los oficiales saben que comenten una injusticia condenando a la horca a Billy; como oficiales asumen que es su deber hacer prevalecer el código que representa. Están atrapados porque son incapaces de romper con las leyes que no contemplan la justicia ni los Derechos de los que Budd se despide cuando es reclutado. Pero con su decisión deciden no solo condenar al joven marinero, sino ser el instrumento del código, de la ley inhumana, de hay que también deciden no ser hombres, no ser humanos o ser tan inhumanos como el capitán dice de Billy y Claggar, cuando comunica al primero la decisión del tribunal: <<usted, en su bondad, es tan inhumano como Claggar en su maldad>>.



miércoles, 17 de julio de 2019

Lilith (1964)


Dirigida, escrita y producida por Robert RossenLilith (1964) rompía con las formas comunes en el Hollywood anterior a su realización. Pero su apariencia solo es la fachada tras la que descubrimos la doble reflexión del cineasta: la social —Estados Unidos y el resto del mundo vivía una época como mínimo convulsa— y la que refleja a Vincent (Warren Beatty) y Lilith (Jean Seberg) —quizás también refleje al propio Rossen—, su desequilibrio y su equilibrio, la intimidad que comparten y que solo a ellos pertenecen.
 Son los dos rostros del último film de Rossen, el más complejo, íntimo, pesimista y doloroso de su filmografía, un retrato que escapa de la realidad física para transitar por la vulnerable y contradictoria interioridad de la pareja protagonista. Pero ¿de qué trata Lilith? ¿Del amor? ¿De su destrucción? Puede. ¿De la búsqueda del ideal y de la dignidad perdida en algún instante existencial que permanece oculto en el subconsciente? Tal vez. ¿De la crispación, del miedo y de la desorientación social de la época de rodaje? Posiblemente. ¿De la culpabilidad y la aflicción que el sentimiento de culpa genera? Seguro. Una de las grandes diferencias entre quienes se consideran cuerdos y quienes son conscientes de haber perdido la razón estriba en que los primeros niegan su locura, como descubrimos en Vincent, quien padece un desequilibrio que no reconoce y que Rossen apunta cuando el personaje interpretado por Beatty camina por el jardín del centro de reposo. Mediante un encuadre subjetivo de la cámara, Lilith lo observa desde su ventana. Hacemos nuestra su mirada y, debido a esto, no es a ella a quien vemos encerrada, sino a él, que avanza por un espacio abierto, aunque para nosotros se trata de un espacio que, visto tras las rejas del ventanal, se convierte en una jaula. Vincent está atrapado, aunque no lo comprende ni lo asume, solo piensa en ayudar a otros cuando en realidad es él quien necesita ayuda. Quizá sea una manera de no mirar hacia sí mismo, hacia su pasado bélico y a su relación materno-filial, algo que hará avanzado su contacto con Lilith, la imagen ideal que no puede atrapar, ni poseer.


Ella es el reflejo del que Vincent
se enamora, la imagen que desea ver y hacer suya. Puede que le recuerda a la de su madre, cuyo retrato remite a los fantasmas internos de los que nunca habla, ni reconoce. La culpabilidad y el dolor forma parte del personaje, de igual manera que formaba parte del cineasta, pues es probable que en Rossen existiesen las sensaciones expuestas en su film. El haber claudicado ante el HUAC (Comité de Actividades Antiestadounidenses) durante la caza de brujas, su exilio europeo, su desencanto ante la realidad social y los hechos que acabarían por pasarle factura, algo posible si tenemos en cuenta su discurso pesimista y su estudio cinematográfico sobre la cobardía, la (auto)destrucción y la angustia en sus tres últimos largometrajes. Quizá fuese su manera de expresarse, de comprender e intentar comprenderse y de que otros comprendiesen que el mundo no se define con tonos blancos y negros, ni que está habitado por héroes y villanos, sino que predominan los grises, que brevemente desaparecen entre los destellos luminosos de seres como Lilith.


El espacio de Lilith escapa del mundo físico, también de apariencias que pasan por reales, pero que solo son proyecciones de la realidad, y se sumerge en el mundo interior donde predomina el desequilibrio, la lucha de opuestos, las complejidades y el sufrimiento que a menudo se transforma en la angustia existencial que acabará por hacer mella en los amantes. Similar a la
 de El buscavidas (The Hustler, 1961), la pareja de Lilith se encuentra condenada a vivir en constante contradicción, atrapada entre la negación de Vincent y la luminosidad intermitente de la paciente con quien entabla una relación que traspasa el ámbito profesional. Comparten deseo y frustración en un espacio donde lo real y lo fantasioso se confunden para dar pie a su unión, pero también a su inevitable destrucción. Para ellos no existe la redención que concede a Eddie Felson una segunda oportunidad, para ellos solo existe su mundo interior, que se desmorona y al que nosotros tenemos el acceso restringido. Solo podemos intuir su dolor, sus deseos o sus negaciones. <<No sé por qué, destruyo todo lo que amo>>, dice la protagonista a Vincent, cuando es este quien en realidad acabará por ser el agente destructor de la ilusión. Desde el primer contacto, surge entre ellos un vínculo que empuja al empleado a intentar algo digno respecto a Lilith, algo que a él le devuelva el equilibrio perdido en sus experiencias bélicas —quizá no pueda olvidar las muertes de las que fue testigo y en las que participó como sujeto activo— o en sus decepciones pasadas —sea su relación no consumada con su antigua novia o la que desconocemos mantuvo con su madre. Por su parte, Lilith es consciente de su locura, también de que la dignidad no la salvará, pues no cree en la salvación, en la cura de la aflicción y de la culpa. Y, desde la suma de ambos, Rossen habla del dolor y del amor, de la culpabilidad, de la inestabilidad, de la huida hacia espacios idílicos, de emociones, de seres desgarrados en su existencia, que <<han sido destruidos por sus propias experiencias>>, tal como asegura el doctor (James Patterson).

sábado, 24 de febrero de 2018

Desert Fury (La hija del pecado) (1947)


Es más que probable que la presencia en el guión de Robert Rossen provoque que Desert Fury (1947) sea un film cuya negrura resida en los personajes, en sus relaciones (entre ellos y con ellos mismos), sobre todo en la desorientación de Paula Haller (Lizabeth Scott) durante la búsqueda de la personalidad que la aleje de la autoridad materna. Pero aunque esta doble relación, interna-externa, se encuentra presente en la filmografía de Rossen director-guionista no implica que Desert Fury sea una película en la que el responsable de El buscavidas (The Hustler, 1961) contribuyese más allá de la escritura del guión encargado por el productor Hal B. Wallis, quien escogió a Lewis Allen para filmarlo. Como ya había hecho y volvería a hacer en otras producciones, Allen realizó su trabajo con acierto, otro cantar sería ver su resultado en manos de alguien más osado como Rossen, pero esto no viene a cuento porque solo nos lleva a especular sobre el "cómo" sin conducirnos a parte alguna. La película rodada por Allen, y supervisada por Wallis, funciona y lo hace desde el protagonismo de Paula. Ella es nuestro punto de vista y desde ella accedemos a un entorno desértico, ideal para perderse y estar perdido, donde descubrimos a Tom Hanson (Burt Lancaster), el enamorado ayudante del sheriff, a Fritzi Haller (Mary Astor), la madre y la autoridad del pueblo, o a Eddie Bendix (John Hodiak), que disimula la ausencia de personalidad con el comportamiento y las palabras que, a ojos de la chica, le confieren un carácter fuerte y atractivo. La atracción que Paula siente hacia este jugador profesional, recién llegado a la localidad, compite con la atracción que evidencia Johnny Ryan (Wendell Corey), siempre sumiso y presto a cumplir los mandatos de Bendix, como si deseara ocupar el rol que la esposa de su compañero dejó vacante tras su misteriosa muerte en el accidente automovilístico que Tom investigó años atrás. Presentados los personajes se comprende la existencia de dos triángulos, digamos amorosos, los cuales se van desarrollando a lo largo de los minutos. Uno de ellos se evidencia (Tom-Paula-Eddie) y el otro se insinúa (Paula-Eddie-Johnny), aunque ambos quedan definidos durante el transcurso de este melodrama noir con aspecto de western. Definidos los principales personajes, se plantean las atracciones y los rechazos que dan forma al film, en el cual la sombra del pasado alcanza el presente de sus protagonistas, que no son como aparentan ser, quizá porque ninguno de ellos sea quien desea ser. Esto lo comprendemos abiertamente en el ayudante del sheriff, el más íntegro de quienes asoman por la pantalla, un hombre obligado a asumir el rol de policía que (mal) sustituye al vaquero que, antes de su lesión, gozaba compitiendo en los rodeos donde era un campeón. Este enfrentamiento entre el querer y el poder, también lo encontramos en Fritzi, cuyo dominio sobre el pueblo, el sheriff o el juez, y dinero no le proporcionan la aceptación ni de los lugareños ni de su hija, que se resiste a escuchar sus órdenes-consejos. De igual modo que Tom no puede romper con su imagen de buen chico (que no genera en Paula el magnetismo que sí le provoca el sombrío jugador), Fritzi es incapaz de hacer comprender a su hija que, más allá de su afán de imponerse, se encuentra la preocupación de una madre, sobre todo cuando descubre la atracción que Eddie Bendix ejerce sobre esa joven que cree descubrir en el chico malo la oportunidad de hacer valer sus elecciones, su necesidad de encontrarse y de poner distancia entre ella y aquello que esperan de ella.

viernes, 12 de abril de 2013

El buscavidas (1961)


Años antes de rodar El buscavidas (The Hustler, 1961) y Lilith (1964), sus dos obras más personales, el director y guionista Robert Rossen empezó a destacar como realizador en Johnny O'Clock (1947), Cuerpo y alma (Body and Soul, 1947) y El político (All the King's Men, 1948), pero su inclusión en la lista negra, y su testimonio ante el Comité de Actividades Antiamericanas, precipitaron su traslado a Europa. Allí, filmaría Mambo (1954), Alejandro Magno (Alexander the Great, 1956) y Una isla al sol (Island in the Sun, 1957). A su regreso a Estados Unidos, se embarcó en la filmación de Llegaron a Cordura, (They Came to Cordura, 1959), un proyecto que sufrió la intervención del productor, provocando cambios sustanciales que desagradaron a Rossen, lo que supuso una nueva decepción y el convencimiento de que en Hollywood nunca podría desarrollar sus ideas con plena libertad creativa. Consciente de ello, abandonó la llamada meca del cine y se instaló en Nueva York para, poco después, brillar más que nunca en esta magistral lección cinematográfica que nada tiene que envidiar a las clases de billar que Eddie Felson "el relámpago"(Paul Newman) imparte a los incautos que se dejan unos cuantos dólares sobre el tapete de la mesa donde él anhela ser rey, o al menos así lo confirman la seguridad en su juego y su ambición por demostrarse y demostrar que él es mejor. Pero su exceso confianza, su fuerza, su vitalidad y su sed de triunfo lo impulsan a desafiar al único que puede hacerle sombra en una partida que, de manera inesperada, se prolonga durante veinticinco horas de juego ininterrumpido que domina hasta que su carácter, el alcohol consumido y el cansancio acumulado provocan su derrota. Para un hombre de la inmadurez y del ego de Felson, perder frente al "gordo de Minnesota" (Jackie Gleason) conlleva la certeza de su fracaso y propicia su hundimiento en la soledad autocompasiva que no tarda en descubrir en Sarah (Piper Laurie), a quien reconoce como a su igual en un lugar de tránsito que no les conduce a parte alguna, solo a la imposibilidad y a las desilusiones compartidas en un instante y en un espacio que remarca la amarga decepción que dominará su vida en común. De tal manera se aceptan como iguales e inician una triste monotonía que permite que sus días se consuman entre el cariño, la decepción, la inestabilidad o el alcohol. Pero aquello que había comenzado como un idilio de una noche, se convierte en una relación sin futuro, al menos hasta que Eddie olvide aquella partida de billar en la que su mundo imaginario se derrumbó para despertarse a la cruda realidad en la que se encuentra viviendo a costa de Sarah, o arañando unos cuantos dólares en salas de juego de mala muerte donde desaprovecha su don. Como consecuencia se comprende que el billar solo es la excusa para que El buscavidas ahonde en la intimidad de dos seres heridos y perdidos que no saben cómo dejar de estarlo, porque, más allá de los salones de juego, la historia de Felson "el relámpago" es una excelente y amarga radiografía existencial que interioriza en la desorientación y en la frustración de su pareja protagonista, nacidas estas de ambiciones e ilusiones incumplidas que han condicionado su presente, durante el cual Sarah se aferra a la idea de unir su existencia a la de aquel a quien intenta demostrar que el triunfo no reside en la victoria en una sala llena de humo y de billares, sino en el camino que se escoge para alcanzarla, realidad que el personaje interpretado por Newman se niega a aceptar, obsesionado con los fantasmas de sus viejas ilusiones, mientras desperdicia su talento al servicio de un promotor sin escrúpulos que solo ve en él la ambiciosa necesidad que puede redundar en su beneficio. Para Bert (George C. Scott), el nuevo mentor de Felson, las personas no tienen más fin que el de ser exprimidas, cuestión que el joven jugador pasa por alto al aceptar la supuesta oportunidad de triunfar que aquel le ofrece, la misma que implica su negativa a escuchar las advertencias de Sarah. La nueva realidad que Felson experimenta durante este nuevo periplo entre las sombras le permite ganar partidas y dinero, aunque esta no es la victoria que busca durante un periodo de alejamiento de sí mismo que concluye en el hotel donde el complejo y atormentado personaje al que dio vida Piper Laurie asume y pone fin a su derrota existencial. Desde el dolor que lo embarga, Eddie accede a la comprensión de que la diferencia entre ganar y perder reside en las formas y no en el fin defendido por su manager, quien podría proporcionarle triunfos, gloria y dinero, pero de aceptar ese camino Felson nunca dejaría de ser un perdedor carente de emociones y, ante esta certeza, "el relámpago" también comprende que debe despedirse a lo grande, ofreciendo una lección a quienes lo han humillado y utilizado. Así pues, renacido de sus propias cenizas, reta de nuevo al "gordo" en una partida que confirma su triunfo y la grandeza de una película que posee la fuerza y el talento de un cineasta que puso su corazón y su empeño en dar forma a esta monumental e inolvidable reflexión sobre su propia existencia.

sábado, 16 de marzo de 2013

Relato criminal (1949)


La precisión del lenguaje cinematográfico de 
Joseph H. Lewis rehuye de artificios para centrarse en los hechos que se detallan en películas como Relato criminal (The Undercover Man, 1949), un excelente ejercicio narrativo que documenta el trabajo de un agente del tesoro desde su cotidianidad laboral, en la cual se descubren sus pesares, las trabas a las que se enfrenta o su plena dedicación a una labor desagradecida que lo aparta de su vida personal, que en el caso de Warren (Glenn Ford) alcanza cotas máximas al entregarse al cien por cien a la caza de un gángster que controla la ciudad gracias al soborno, a la extorsión y al asesinato. Por lo que se percibe de ese gángster, a quien no se ve en pantalla, bien podría tener su inspiración en la figura de Al Capone, incluso el agente especial Frank Warren podría ser un ancestro del Eliot Ness de Los intocables, aunque desde una perspectiva más realista que la presentada en la serie o en el film de Brian De Palma, ya que se trata de un contable que basa su trabajo en el estudio de los libros o en las cuentas.


En 
Relato criminal cobra gran relevancia la cotidianidad a la que se enfrenta el trío de agentes del tesoro: sus horas estudiando los libros de cuentas confiscados, su distanciamiento de la vida personal o la dura realidad que descubren al enfrentarse a un sistema con el que chocan, debido al control ejercido por ese jefe del hampa que se define desde las palabras de su abogado (Barry Kelley) o desde los sucesos que dificultan el trabajo de Warren y los suyos. Al comienzo del film se observa a Frank y a Judith (Nina Foch) en una estación de tren donde se comprende que su relación depende de las circunstancias que rodean al trabajo del federal, siendo la esposa una mujer resignada a aceptar su posición secundaria en las prioridades de un individuo que se involucra por entero en su investigación. No obstante Judith se calla sus posibles reproches, asumiendo su condición como parte de su amor hacia su esposo, quien inocentemente espera realizar su cometido en la mayor brevedad posible para regresar a su lado; aunque no tarda en sufrir su primer revés cuando el hombre que le iba a entregar las pruebas es asesinado. Así pues, se encuentra como estaba al principio, sin nada tangible que poder presentar ante un tribunal, ni siquiera puede contar con las declaraciones de los testigos presenciales del homicidio, silenciados ante el temor de posibles represalias. Ese miedo que se percibe en los individuos de la sala de reconocimiento también parece alcanzar a miembros de la policía como el sargento Shannon (John F.Hamilton), en quien se descubre la resignación y la aceptación de una realidad dominada por la corrupción y el poder del hampa. Sin embargo ese mismo sargento, en un gesto final, pone a Warren tras la pista de Rocco (Anthony Caruso), uno de los contables del jefazo. Lo mejor de la película de Joseph H.Lewis se encuentra en su precisión narrativa, que permite economizar el tiempo y presentar alternativas ingeniosas para dar información casi documental sobre los aspectos laborales que rodean a los tres contables que pretenden llevar al criminal ante la justicia. Gracias a esa minuciosa exposición se pueden descubrir cuestiones como el terror que el hampa emplea para controlar el entorno, la corrupción o el tiempo que los agentes del tesoro dedican a una labor que parece no obtener recompensa, ni en los primeros seis meses de investigación (el arrebato de desesperación en el agente Pappas (James Withmore) informa del paso del semestre) ni en los siguientes seis (tiempo que transcurre entre las dos visitas de Warren al hogar de Rocco).

lunes, 4 de marzo de 2013

Llegaron a Cordura (1959)


Tras su exilio europeo, durante el cual rodó films como Alejandro Magno (1956) o Mambo (1954), Robert Rossen regresó a Estados Unidos y filmó Llegaron a Cordura (They came to Cordura, 1959), película que no pudo realizar a su gusto, como consecuencia de la intervención del productor, que exigió un final contrario al pretendido por el cineasta. Aún así, el largometraje posee un interesante análisis de la obsesiva necesidad que domina al personaje principal.
 La acción de Llegaron a Cordura se desarrolla durante un conflicto entre tropas rebeldes mexicanas y el ejército estadounidense a principios del siglo XX. Durante la campaña bélica algunos muchachos muestran un valor merecedor de la medalla de honor del congreso, o eso decide el mayor Thorn (Gary Cooper) cuando desde la distancia observa la carga contra el rancho donde se atrincheran las fuerzas enemigas. El oficial comprende que se trata de una táctica de ataque suicida e inútil, y solo el comportamiento individual de algunos de los soldados salva una situación crítica. Pero un acto de valentía no convierte a un individuo en héroe, como tampoco un acto de cobardía implica que alguien sea un cobarde, sin embargo, esta realidad se escapa a la percepción del oficial responsable de crear héroes a partir de hombres, mencionando a cinco soldados para que se les conceda el mayor honor al que pueden acceder como militares. Reunido el grupo, emprenden el camino hacia Cordura a lo largo de un recorrido donde se observa que la heroicidad no existe, solo los actos, algunos correctos y otros censurables e incluso ruines. A medida que avanzan, obligados por la decisión de un oficial que se encuentra obsesionado con la idea del valor, quizá porque se ha catalogado a sí mismo como un cobarde, se descubre que ninguno desea la mención, al tiempo que empiezan a producirse los primeros incidentes dentro de un grupo del que también forma parte Adelaida Geary (Rita Hayworth), la prisionera que advierte al mayor de que una acción no define a un hombre. En los soldados, sobre todo en tres de ellos, se observa una realidad ajena a la que se espera de un héroe; el cabo Trubee (Richard Conte) chantajea y miente para salirse con la suya, el sargento Chawk (Van Heflin) se alistó para escapar de una acusación por asesinato, y no cabe duda de que sería capaz de volver a matar, del mismo modo que sería capaz de abusar de la mujer que se convierte en testigo de los hechos. Finalmente, se descubre en el teniente Fowler (Tab Hunter), supuesto oficial y caballero, a alguien dispuesto a disparar sobre su comandante, cuando este yace moribundo hacia el final de su obsesiva búsqueda de la heroicidad. El comandante lleva su convicción hasta extremos insospechados, que delatan más valor que el de sus acompañantes, aunque también se advierte que dicho valor nace de una especie de ilógica necesidad de demostrarse así mismo algo indemostrable. Como película de un excelente director y guionista Llegaron a Cordura convence a medias, ya que se trata de un film reflexivo, bien ideado y bien interpretado, sin embargo, no funciona como otras realizaciones de Rossen, quizá por la intromisión no deseada en facetas que corresponden al director. Convencido de la imposibilidad de realizar un cine personal dentro de los estudios, el realizador de Cuerpo y Alma abandonó Hollywood, aunque por suerte no el cine, realizando posteriormente El buscavidas y Lilith, dos magníficos films donde mostró su gran personalidad creativa.

martes, 15 de enero de 2013

El lobo de mar (1941)


La nave "Fantasma" es el reino de "Lobo" Larsen (Edward G. Robinson), convencido de que es mejor <<ser señor en el infierno que servir en el cielo>>; esta frase sacada del libro de Milton que guarda en su camarote revela parte de la oscura personalidad del capitán del barco en el que se enrola George Leach (John Garfield) cuando escapa de la policía. Ese mismo navío, salido de la niebla, recoge de un naufragio a Van Weyden (Alexander Knox), escritor que no pertenece al mundo de criminales y desheredados que habitan en la goleta, y a Ruth Brewster (Ida Lupino), fugitiva de la justicia que rescatan moribunda. Leach se arrepiente de su decisión de esconderse en el barco cuando descubre el comportamiento tiránico de un capitán que somete y humilla a los miembros de su tripulación, compuesta por delincuentes y fugitivos que tampoco muestra aspectos positivos, salvo el vano intento de redención del doctor Prescott (Gene Lockhart) después de salvar la vida de Ruth. La adaptación escrita por Robert Rossen y realizada por Michael Curtiz de la novela de Jack London El lobo de mar ofrece una perspectiva oscura, cercana al cine negro, que se desarrolla dentro de una atmósfera fantasmagórica que oprime a todos aquellos que se encuentran atrapados en ese barco que hace honor a su nombre. Hombres como Leach, que se opone abiertamente a Larsen, o como Van Weyden, incapaz de adaptarse a un entorno donde se siente asfixiado, pasando por Ruth Brewster, humillada por su condición de fugitiva de la justicia, son incapaces de huir de la travesía de "El fantasma", siempre siniestra y opresiva, sin que en ningún momento se sepa a ciencia cierta hacia dónde se dirige o qué persigue la mente de ese hombre que ha elegido como filosofía de vida la frase escrita por Milton en su obra El paraíso perdidoEl lobo de mar (The Sea Wolf) es una muestra más del perfecto pulso narrativo de Michael Curtiz para crear un film opuesto a lo que se esperaría de una típica película de aventuras, ya que la acción no muestra diversión o gestas heroicas, estas no tienen cabida sobre la cubierta de la goleta, sino que indaga en el comportamiento de sus personajes, atrapados en las tinieblas que dominan el viaje marino, que podría ser el reflejo de sus propias interioridades, sobre todo la del hombre que se ha erigido en el amo y señor, un hombre capaz de humillar y someter a cualquier miembro de su tripulación y que solo muestra su debilidad cuando sufre las cegueras que no se atreve a reconocer por miedo a dejar de reinar en el infierno que ha creado.

viernes, 7 de septiembre de 2012

El político (1948)


Hay preguntas relacionadas con el ser humano, que resultan imposible responderlas sin caer en la generalización, en el estereotipo y en el ridículo. No es fácil, a veces incluso resulta imposible, encontrar respuestas a cuestiones como en qué medida nuestras vidas nos pertenecen o si somos idiotas. Hay preguntas más sencillas de contestar, por ejemplo, cuestiones sobre la ambición, la política y los individuos que la dirigen: ¿El poder corrompe o es la naturaleza de cada persona la que sale a relucir una vez alcanzado? ¿Se puede comprar a cualquiera o solo a quienes han estado esperando la oferta oportuna? ¿Por qué el político es sordo a las voces anónimas que afirma representar? En realidad, ¿a quién y qué representa? ¿Qué intereses le mueve, más allá de los expresados públicamente en mítines y entrevistas? ¿El político miente a sabiendas y manipula con igual alevosía en busca de fines que al resto de los mortales se nos oculta y nunca se nos consulta? ¿La democracia solo existe en su deseo y en la idea? ¿O también es posible materializarla en una realidad práctica y habitual, en la que los ciudadanos tengan voz más allá de la mínima que se le permite el día de las elecciones? Durante esa jornada, en la que escoge entre ir o no ir a las urnas, ya ejerce más libertad que si viviese en cualquier dictadura; pero ¿resulta suficiente para creerse que eso es gobernar o formar parte activa del “gobierno”? Imperfecta, dicen, también que has de conformarte con la democracia en la que la voz y el “gobierno del pueblo” se reducen a esa jornada de expresión en la que solo puedes escoger entre aquella, esa o esta papeleta llena de nombres extraños. Tras ese día, aunque la idea teórica y las palabras digan lo contrario y se pueda protestar y manifestarse, nadie de entre los ya elegidos escuchará la voz popular; no recapacitará ni cambiará su política ni sus intereses por mucho que estos vayan contra los de la mayoría de sus electores. Tal vez, en ese instante, sus votantes se pregunten si su intervención en el proceso democrático se reduce a la época electoral, que, además, empiezan a sospechar que no es una intervención del todo suya; es decir, libre de condicionamientos —por otra parte, imposible, porque desde que nacemos hasta que morimos vivimos condicionados por factores externos que escapan a nuestro control y a nuestro conocimiento—, sino que está condicionada por una serie de factores entre los que destacan la prensa, la propaganda y la irreflexión. Por otra parte, suele ser tónica habitual en el elegido, da igual su sexo y su sesgo ideológico, que presuma representar a todos, cuando cualquiera sabe que la representación de la totalidad es imposible. Solo una dictadura representa a todos porque así lo dicta y así lo impone, sin posibilidad de disentir, aunque en realidad solo sirva a uno, o a unos pocos, someta al resto y persiga a quienes no aceptan ni cuadran dentro de su totalitarismo. Una democracia lo es por la disparidad de ideas que en ella tienen cabida; de modo que un demócrata cualquiera debería comprender que solo puede serlo en la tolerancia, en el reconocimiento de su función, que no es servir a los intereses ni suyos ni de su partido, en la aceptación de la disensión, en la autocrítica, más que en el atacar y echar culpas al vecino, y en la búsqueda de un bien común que nunca contentará a todos, pero que no debería maltratar a ninguno. Si cualquier representante de una ideología no respeta a las otras, la democracia se resiente y también se tambalea cuando el gobierno del pueblo se reduce a ese único día, en el que tampoco el ciudadano de a pie deja de ser un número para un sistema que dice preocuparse, por encima de cualquier otras cuestión, por las personas. ¿Es cierto eso? Robert Rossen ofrece algunas respuestas en su adaptación cinematográfica de la novela de Robert Penn Warren, que leí por casualidad y de la que guardó un grato recuerdo, similar al que retengo de El político (All the King’s Men, 1948).


Periodismo y política van de la mano, aunque a veces, según el sesgo que les mueve, dándose bofetones. En El político caminan juntos desde que el periodista Jack Burden (
John Ireland) observa por primera vez a Willie Stark (Broderick Crawford) ante un pequeño grupo de personas. En sus palabras y en su actitud ve la imagen de un hombre honrado, el único que conoce dentro de esa profesión dedicada a “representar” a los demás, pero también sabe que Stark no puede vencer, porque no cuenta con apoyos políticos ni financieros. Willie Stark se hace un nombre gracias a los artículos escritos por Jack, los cuales recorta y pega en un álbum, como si soñase despierto, sensación que, por un momento, parece alejarle del motivo que alega defender. Jack observa en Stark la sinceridad que no encuentra en su ambiente natural, entre las familias más antiguas y poderosas del Estado, un entorno que le ha convertido en un ser descreído; quizá esa sea su disculpa para dejarse arrastrar por Stark. Tras la primera derrota del político (cuando es utilizado como señuelo en las elecciones a gobernador), Jack se aleja de todos, incluso de Anne Stanton (Joanne Dru), y deambula buscándose a sí mismo durante cuatro años, hasta que finalmente regresa con Willie, porque ese es el lugar que cree corresponderle. Jack sabe que su amigo emplea métodos poco éticos, pero se niega a reconocer que el hombre en quien cree ha cambiado, aunque su comportamiento resulte despótico, cercano a la autoridad dictatorial similar a la empleada por aquellos a quienes años atrás censuraba. Para Willie Stark el fin justifica los medios, convicción moral que dice muy poco en favor de su integridad, cualidad ésta que debería ser innata a cualquier político, pero por desgracia el poder y el regocijo que éste le produce saca a relucir su verdadero yo. Stark se confirma como un individuo capaz de cruzar, sin el menor esfuerzo, la línea que separa lo ético de lo no ético con tal de adquirir el poder que finalmente consigue, y que pretende conservar a cualquier precio, aunque para ello deba utilizar a Jack, supuesto amigo, a Sadie Burke (Mercedes MacCambridge), secretaria y amante, a Lucy Stark (Anne Seymour), sacrificada esposa, o a su hijo Tom (John Derek), a quien empuja hasta límite.


En su exitosa adaptación de la no menos popular obra de Robert Penn Warren, Rossen expone la política desde un supuesto hombre hecho a sí mismo, que parte de la nada, que decide batallar para que se le reconozca y se le escuche, y que alcanza reconocimiento político y social gracias a denunciar las carencias e injusticias que afectan al pueblo —el accidente de la escuela le convierte en el caballero andante de las masas—, pero que se deja arrastrar por el atractivo del poder. Willie Stark logra su objetivo. Construye escuelas, carreteras, hospitales, pero su ego le delata. Cuanto realiza lleva su nombre, ya sea la autopista estatal en la que su hijo sufre el accidente en el que pierde la movilidad o el hospital que Adam Stanton (Shepperd Strudwick) se niega a dirigir, porque rechaza tener cualquier tipo de relación con un hombre a quien considera corrupto. La falta de ética de Stark es innegable. Su ausencia se descubre en la manera de hablar del político, en su actuar o en sus relaciones fuera de un matrimonio que necesita para salvaguardar las apariencias, pero del que se desentiende en cuanto se convierte en el hombre más poderoso del Estado. Todos aclaman a Stark, incluso Anne se deja impresionar por sus discursos y su fuerza “animal”, pero lo que ignoran de Stark sería que se trata de político que, probablemente, nunca ha creído ni en las palabras que le han llevado hasta la cima ni en los electores que han confiado en él. Cuanto hace siempre parece hecho para satisfacer su ambición o para calmar los complejos creados por el poder y la gloria, a los que concede la importancia máxima, aunque inicialmente no quiere reconocerlo. Desde el momento en el que se convierte en el líder del Estado —cuatro años después de la burla electoral en la que comprendió cómo ganar, produciéndose de ese modo un cambio en su comportamiento—, Willie Stark muestra su verdadero rostro, el mismo que ni Jack ni Anne desean ver, cagados por la falsa imagen que se han formado de un político deshonesto, capaz de coaccionar, chantajear e incluso asesinar para mantener un poder que cree de su exclusividad, cuando en realidad éste reside en ese pueblo engañado que le ovaciona y apoya.

viernes, 4 de mayo de 2012

Un paseo bajo el sol (1945)


Un paseo es lo que les aguarda tras el desembarco, solo un paseo bajo el sol italiano en busca de una granja que dista ocho kilómetros de la playa; un paseo que el soldado Windy (
John Ireland) escribe en su mente y pronuncia en voz alta, para luego plasmarlo sobre el papel que enviará a su hermana. Este personaje abre y cierra el film, redactando cartas personales que, más allá de su supuesta destinataria, permiten al público comprender su pensamiento y el de sus compañeros. Un paseo bajo el sol (A Walk in the Sun, 1945) carece de grandes combates, no los necesita. La lucha se desata en el interior de cada uno de los miembros del pelotón que camina los ocho mil interminables metros en busca de ese objetivo que ignoran para qué ha de ser tomado. Lewis Milestone se basó en un guión de Robert Rossen (adaptado de la novela de Harry Brown) para mostrar cómo la guerra afecta a los soldados que luchan en un frente que merma su resistencia. En dicho frente son testigos de las muertes de sus compañeros mientras solo pueden decir que “nadie muere”, conscientes de que esta no es la realidad que les rodea y afecta, pero también son conscientes de que deben continuar hasta que llegue su turno de caer o de regresar a un hogar lejano, tanto en el tiempo como en el espacio que les separa de casa. Antes del desembarco, en la nocturnidad, el pelotón sufre la primera baja dentro de la lancha que transporta a los hombres hasta la playa de Salerno donde poco después desembarcan. La mayor parte del tiempo los soldados intuyen el combate; aunque no lo observan, saben que está ahí, acechando en algún lugar del camino. Según sus palabras, nunca se ve. Siempre hablan, sobre todo los soldados Rivera (Richard Conte) y Friedman (George Tyne), dos hombres que pretenden alejar sus preocupaciones entre pitillos y comentarios irónicos sobre la situación que les rodea. El inicio de Un paseo bajo el sol presenta las características personales de los miembros de un pelotón que se han ido conociendo combate tras combate, en Túnez o en Sicilia. Esta cuestión confirma la estrecha relación que los une, pero también apunta el cansancio físico y vital generado por la contienda, el mismo que se agudiza en el sargento Porter (Herbert Rudley), sumiéndole en una ansiedad que le imposibilita continuar al frente del grupo -circunstancia que la voz en off dejó entrever cuando presentó al personaje-. A lo largo de los kilómetros el grupo se ve reducido como consecuencia de pequeños ataques aislados, pero el paseo se encuentra a punto de finalizar, quizá si toman la granja la guerra termine o quizá deban continuar combatiendo hasta alcanzar el Tibet. Sea como fuere, entre ellos y el hogar se encuentra esa casa en cuyo interior aguarda el enemigo. El sargento Tyne (Dana Andrews) ha asumido el mando y se encuentra con la responsabilidad de tomar una plaza en la que pueden caer muchos de sus hombres; la presión, el miedo, el cansancio y los nervios le dominan, como también dominan al resto de sus compañeros. Su mente debe serenarse, pero sus pensamientos y su vista parecen decir lo contrario, sin embargo, el paseo ha llegado a su fin, y ante ellos se encuentra un paso más hacia casa, el único paseo que todos desean andar.

martes, 17 de abril de 2012

Ellos no olvidarán (1937)


Durante la década de 1930 se realizaron excelentes films de denuncia social, sus ejemplos más claros serían Furia (Fury, 1936) y Sólo se vive una vez (You only Live Once, 1937) de Fritz Lang, o Soy un fugitivo (I Am a Fugitive from a Chain Gang, 1932) de Mervyn LeRoy, quien también dirigió Ellos no olvidarán (They Won't Forget, 1937), película donde expuso como los prejuicios, la ambición o el odio, generan la injusticia que se desata en una pequeña villa sureña. El encuadre inicial muestra a varios ancianos que lucen el uniforme confederado, ellos serían los últimos vestigios del pasado que se conmemora ese día, una época que recuerdan y que no se ha borrado de los corazones de sus habitantes. Ellos no olvidarán presenta varios aspectos, que van desde la ambición política que se descubre en el fiscal Andy Griffin (Claude Rains) hasta la distorsión de la realidad que realiza el periodista Bill Brock (Allyn Joslyn), mostrando el poder de la prensa para influir en la opinión pública; sin embargo, lo más destacado sería la ausencia de la presunción de inocencia en el caso de Robert Hale (Edward Norris), quien antes de ser juzgado ya ha sido condenado por los habitantes de una ciudad que no cree en su inocencia. La desgracia de Hale comienza el día de la conmemoración sureña, cuando se encuentra impartiendo una de sus clases en el colegio Baxton, antes de que el director le interrumpa, le ridiculice y envíe a las alumnas a participar en los festejos. Hale se quede sólo en el interior del edificio, sin saber que Mary Clay (Lana Turner) ha regresado para recoger su bolso; como tampoco lo sabe Redwine (Clinton Rosemond), el portero que disfruta de una siesta que le impide observar lo que sucede. Desde que se encuentra el cadáver de la alumna se producen varios hechos fundamentales para el futuro de Hale: la reclamación de venganza por parte de la familia, la oportunidad que Griffin esperaba para poder conquistar la opinión pública, y con ella el puesto de senador, o la ocasión de que Bill Brock tenga entre sus manos una noticia de verdad, no las nimiedades que ha publicado hasta ese momento. El primer sospechoso para la policía resulta ser el portero, un hombre de color que jura, una y otra vez, que él no ha sido; sin embargo, no tarda en dejar de ser el principal sospechoso cuando se descubre que Robert Hale se encontraba en el interior del edificio en el momento del crimen. Una serie de pruebas circunstanciales le apuntan como autor del asesinato, en realidad sólo sería una: la mancha de sangre en su chaqueta, consecuencia de un corte que se produjo en una peluquería cuyo dueño testificará en falso durante el juicio, como también lo harán otros testigos. Antes de que el fiscal realice la acusación formal ya se le considera culpable; Griffin escucha como sus posibles electores emiten un veredicto de culpabilidad que le convence de que se trata de la oportunidad que aguardaba para alcanzar su objetivo (que evidentemente no sería la búsqueda de la verdad, como confirma su frase al final del film).


El juicio de Robert Hale se convierte en un enfrentamiento a nivel nacional (procede del norte del país), apartándose de la realidad en sí, que sería juzgar la culpabilidad o inocencia de quien utilizan para fines personales, permitiendo que rebroten viejos odios, lo cual sería fatal para un hombre en la situación del profesor. Ellos no olvidarán no es una película de intriga, pues no busca ni suspense, ni misterio ni un culpable (aunque Mervyn LeRoy apunta un posible sospechoso cuando Mary Clay entra en el colegio). Tampoco se puede esperar un “final feliz”, porque se trata de un film que busca constatar una injusticia cometida por los miedos, la venganza, el odio y los prejuicios que dominan a esa sociedad que le juzga. El final del film, tras la conmutación de la pena capital por parte del gobernador, resulta de gran crudeza, tanto por el desenlace que se omite, pero que queda perfectamente mostrado mediante el saco que cuelga en el poste de la vía, como por las palabras finales del periodista y del fiscal, quienes no parecen arrepentidos en ningún momento de los hechos que han ayudado a provocar.

viernes, 3 de febrero de 2012

Los violentos años veinte (1939)



La primera película de Raoul Walsh para la Warner se adentra en el gangsterismo pero no muestra a un delincuente sin escrúpulos que ambiciona alcanzar la cima de la criminalidad que le haga sentirse el rey del mundo, como habían hecho las producciones de gánsteres más destacadas de los primeros años de la década de 1930, que exponían el ascenso y la caída de inolvidables pequeños César y Caras Cortadas, sino a un personaje como Eddie Bartlett (James Cagney), condicionado por los vaivenes socioeconómicos de la época que le toca vivir y que le empuja a delinquir para sobrevivir, más que a alcanzar la cima desde la que finalmente se produce su inevitable caída. Podría decirse que este personaje es novedoso, al menos diferente, porque presenta una complejidad y un conflicto que le distancia de los hampones mitificados por el celuloide en films como Hampa dorada (Little CaesarMervyn LeRoy, 1932) o Scarface (Howard Hawks, 1932). Eddie no es un criminal sin escrúpulos, en él hay una serie de valores que marcan la diferencia y que se descubren en su amistad con Lloyd y Danny y en el amor que siente hacia Jean Sherman (Priscilla Lane), la persona más importante para él y quien, a la postre, será su oportunidad para redimirse. Eddie vive un falso sueño de amor y de grandeza, ilusión que empieza a tambalearse cuando realiza uno de sus golpes en compañía de George, un hombre que no entiende de amistad y a quien únicamente interesa el poder y el dinero. Al contrario que el Eddie de James Cagney, el personaje de Humphrey Bogart, George, ya apuntaba maneras de criminal en las escenas de 1918. Pero los años han pasado, las situaciones se suceden y empujan a Bartlett a la criminalidad en la que triunfa y donde, inevitablemente, sufre su caída, pues los movidos años veinte tocan a su fin el 28 y el 29 de octubre de 1929, cuando la bolsa hace crack en un instante que también significa el crack para Eddie y que, entre otras muchas consecuencias, genera un cambio radical en la política y una nueva realidad social donde, en apariencia, no habría cabida para delincuentes como el propio Bartlett o George Hally, y sí para los Lloyd Hart y las Jean Sherman.


Probablemente, si 
Eddie Bartlett no hubiese vivido los ajetreados años veinte habría sido el gran tipo que Panama Smith (Gladys George) creía que era, sin embargo, los hechos que se muestran impiden creer que fuese totalmente cierta tal afirmación. Eddie no era un hombre ruin por naturaleza, como se muestra durante las primeras escenas que transcurren en plena Gran Guerra; es un tipo corriente, con pensamientos y deseos corrientes. En 1918, Eddie Bartlett combatía en Francia, país donde coincidió con George Hally (Humphrey Bogart) y Lloyd Hart (Jeffrey Lynn), otros dos jóvenes estadounidenses que, como tantos otros, luchaban en el viejo continente, lejos de sus hogares. En 1920, cuando Eddie regresa a su país natal, se encuentra con algo que no se espera, todo ha cambiado; los precios han subido y la tasa de desempleo se ha disparado. Este joven ex-combatiente siente frustración cuando descubre que no le han guardado, tal y como le habían prometido, su antiguo puesto de trabajo en un taller de reparación de automóviles, no obstante, no se desanima, al menos no por completo, y busca un empleo que le permita continuar con su vida; pero, salvo el ofrecimiento de su buen amigo Danny Green (Frank McHugh), no hay nada para él, ni para otros miles de jóvenes en su misma situación.


Además de una historia de gangsterismo, 
Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, 1939) es un excelente y rítmico drama sobre una década convulsa que se inicia con la llegada de los últimos soldados procedentes de los campos de batalla europeos y con una ley desafortunada que provocaría una era violenta y sangrienta. La ley seca prohibía la venta y el consumo de alcohol, lo que no significó que los licores dejasen de consumirse, ya que tipos como Eddie aprovecharían la nueva situación para dedicarse al contrabando, a la elaboración y a la venta de un material de dudosa calidad, que les reportaría millones de dólares en beneficios no declarados al fisco. A partir de la prohibición, el consumo de alcohol se multiplica y la población lo asume como una cuestión de moda; lo prohibido marca tendencias y se convierte en sinónimo de diversión; los locales clandestinos surgen por todas partes, descubriéndose como el centro de reunión de la sociedad del momento. La entrada de Eddie en el mundo del hampa se produce cuando coincide con Panama en uno de esos locales, donde le detienen sin ser culpable del delito del que se le acusa. Tras un juicio en el que se le condena a pagar una multa de cien dólares (que no puede abonar) o sesenta días de cárcel (que no quiere cumplir, pero que dada su condición monetaria debe asumir) se convence de que si no actúa nadie lo hará por él. Gracias a Panama no cumple la condena, pues ella paga la fianza y le propone que se asocien para buscar ese beneficio instantáneo e ilícito generado por la venta de bebidas alcohólicas. Los violentos años veinte es un excepcional film de gánsteres, contundente y atractivo, que no solo habla de amistades y vidas rotas, sino que reflexiona sobre las principales causas que dieron origen a la existencia de tipos como Eddie y, entre las posibles, señala a esa ley que atentaba contra la libertad personal, una ley que en buena medida fue la responsable de crear hombres como Bartlett o como Georges, que creciesen al margen, en la ilegalidad, protegiéndose con sobornos y enfrentándose a bandas rivales en busca de hacer real el sueño de riqueza inmediata.