sábado, 24 de febrero de 2018

Desert Fury (La hija del pecado) (1947)


Es más que probable que la presencia en el guión de Robert Rossen provoque que Desert Fury (1947) sea un film cuya negrura resida en los personajes, en sus relaciones (entre ellos y con ellos mismos), sobre todo en la desorientación de Paula Haller (Lizabeth Scott) durante la búsqueda de la personalidad que la aleje de la autoridad materna. Pero aunque esta doble relación, interna-externa, se encuentra presente en la filmografía de Rossen director-guionista no implica que Desert Fury sea una película en la que el responsable de El buscavidas (The Hustler, 1961) contribuyese más allá de la escritura del guión encargado por el productor Hal B. Wallis, quien escogió a Lewis Allen para filmarlo. Como ya había hecho y volvería a hacer en otras producciones, Allen realizó su trabajo con acierto, otro cantar sería ver su resultado en manos de alguien más osado como Rossen, pero esto no viene a cuento porque solo nos lleva a especular sobre el "cómo" sin conducirnos a parte alguna. La película rodada por Allen, y supervisada por Wallis, funciona y lo hace desde el protagonismo de Paula. Ella es nuestro punto de vista y desde ella accedemos a un entorno desértico, ideal para perderse y estar perdido, donde descubrimos a Tom Hanson (Burt Lancaster), el enamorado ayudante del sheriff, a Fritzi Haller (Mary Astor), la madre y la autoridad del pueblo, o a Eddie Bendix (John Hodiak), que disimula la ausencia de personalidad con el comportamiento y las palabras que, a ojos de la chica, le confieren un carácter fuerte y atractivo. La atracción que Paula siente hacia este jugador profesional, recién llegado a la localidad, compite con la atracción que evidencia Johnny Ryan (Wendell Corey), siempre sumiso y presto a cumplir los mandatos de Bendix, como si deseara ocupar el rol que la esposa de su compañero dejó vacante tras su misteriosa muerte en el accidente automovilístico que Tom investigó años atrás. Presentados los personajes se comprende la existencia de dos triángulos, digamos amorosos, los cuales se van desarrollando a lo largo de los minutos. Uno de ellos se evidencia (Tom-Paula-Eddie) y el otro se insinúa (Paula-Eddie-Johnny), aunque ambos quedan definidos durante el transcurso de este melodrama noir con aspecto de western. Definidos los principales personajes, se plantean las atracciones y los rechazos que dan forma al film, en el cual la sombra del pasado alcanza el presente de sus protagonistas, que no son como aparentan ser, quizá porque ninguno de ellos sea quien desea ser. Esto lo comprendemos abiertamente en el ayudante del sheriff, el más íntegro de quienes asoman por la pantalla, un hombre obligado a asumir el rol de policía que (mal) sustituye al vaquero que, antes de su lesión, gozaba compitiendo en los rodeos donde era un campeón. Este enfrentamiento entre el querer y el poder, también lo encontramos en Fritzi, cuyo dominio sobre el pueblo, el sheriff o el juez, y dinero no le proporcionan la aceptación ni de los lugareños ni de su hija, que se resiste a escuchar sus órdenes-consejos. De igual modo que Tom no puede romper con su imagen de buen chico (que no genera en Paula el magnetismo que sí le provoca el sombrío jugador), Fritzi es incapaz de hacer comprender a su hija que, más allá de su afán de imponerse, se encuentra la preocupación de una madre, sobre todo cuando descubre la atracción que Eddie Bendix ejerce sobre esa joven que cree descubrir en el chico malo la oportunidad de hacer valer sus elecciones, su necesidad de encontrarse y de poner distancia entre ella y aquello que esperan de ella.

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