Existen grandísimos cineastas que firman su presencia en cada imagen. El cine de Federico Fellini, Orson Welles o Ingmar Bergman no podría ser de otra manera, porque ellos son la película. Su estilo es su historia, y las imágenes son parte de ellos (aunque haya un guion; el algunos casos solo sería una especie de guía). Hay un equilibrio entre lo que vemos y no vemos, entre sus formas aparentes y las ocultas o las que están fuera, un equilibrio que solo está al alcance de privilegiados como ellos. En un comentario que publiqué en el blog, hablé de cineastas “bumerán”. Aparte de los arriba nombrados, recuerdo que también incluí a Pier Paolo Pasolini, Luis Buñuel, Andrei Tarkovski y a otros como Rossellini o Bresson; y expresaba algo así como que su cine nace en ellos, es el reflejo de ellos que nos golpea o deslumbra y finalmente vuelve a ellos. No hay nadie que pueda imitar sus estilos, aunque lo intenten, porque nadie más son ellos. Nosotros somos testigos de sus inquietudes existenciales íntimas (de Bergman, por ejemplo) y culturales y humanas (de Pasolini), de sus obsesiones y manipulaciones (de Hitchcock), de realidades y sueños (de Fellini) y misterios y fetiches (de Buñuel), según el caso. Por contra, otros igual de grandes, tal cual John Ford, Ernst Lubitsch, Raoul Walsh, Akira Kurosawa, Fritz Lang, Billy Wilder o Howard Hawks, aunque también son inimitables, son más narradores, más sencillos en sus formas cinematográficas, buscan, ante todo, contar una historia y a partir de ella pueden introducir sus temas. En tanto los Fellini, Bergman o Tarkovski emplean el audiovisual para exteriorizarse a sí mismos y sacar algo al exterior que no es una historia propiamente dicha; creo, más bien, que son subjetividades y estados de ánimo hechos película. Entre estos cineastas “bumerán”, también incluí a Sergei Paradjanov, uno de los cineastas soviéticos “malditos” porque su cine era su manera de expresarse, era su forma de liberar su intimidad artística y creativa. Esto lo dejó claro en títulos de referencia, aunque poco conocidos entre el gran público, como Los corceles de fuego (Tini zabutykh predkiv, 1965) o El color de las granadas (Sayat Nova, 1969), quizá sus dos films más conocidos y alabados. Pero también en La leyenda de la fortaleza de Suram (Ambavi Suramis tsikhitsa, 1985), en la que su personalidad artística prima sobre cualquier posibilidad narrativa; o lo que sería lo mismo, su estética está por encima de cualquier opción de contar una historia popular georgiana. Habían pasado dieciséis años desde su último largometraje, El color de las granadas, y años de presidio —fue encarcelando por las autoridades soviéticas porque veían en él a un cineasta subversivo—, hasta que llegó la perestroika de Gorvachov y pudo rodar de nuevo; y vaya si lo hizo. Paradjanov no había perdido su capacidad y personalidad creativa audiovisual, ese modo tan suyo de entender el cine como medio difusor de la cultura popular de los pueblos y las etnias, en este caso el pueblo georgiano, que tomaban en su cine el relevo del ucraniano y el armenio de sus dos largometrajes anteriores. Desconozco las labores de dirección asumidas por el codirector Dodo Abashidzes en el film, pero, ya desde la aparición del primer plano del Rey que dice ser un igual entre los suyos, el estilo es Paradjanov. El cineasta impone su cámara estática, salvo en breves momentos puntuales —en los que sigue algún movimiento de traslación— y confirma en sucesivos encuadres que compone un film de cuadros cinematográficos en los que pinta su historia. Para él, el arte y el cine como tal no son naturales, son creación, reproducción, representación cultural de pueblos y de los individuos que los forman, pero, en La leyenda de la fortaleza de Suram, sus formas pictórico-folclóricas ya no sorprenden como sí pudieron haberlo hecho las de sus otras dos películas citadas arriba, en el texto, pero no por ello desmerecen ni dejan de funcionar.
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sábado, 24 de septiembre de 2022
jueves, 22 de noviembre de 2018
Sayat Nova. El color de la granada (1968)
La multiculturalidad que existía en la Unión Soviética, coexistencia de múltiples etnias y nacionalidades dentro de sus fronteras, explica parte del por qué resulta tan distinto el cine de realizadores contemporáneos entre sí como Eisenstein y Dovjenko o, más adelante en el tiempo, como Tarkovski, Shepitko o Paradjanov. Si el primero plantea un cine espiritual, pero comprensible, la segunda áspero y más terrenal e igualmente interpretable, el de Sergei Paradjanov me descoloca por su complejidad única. Esta dificultad se hace más fuerte en El color de la granada (Sayat Nova, 1968), una de las propuestas más radicales que he visto en pantalla. ¿Me gusta? No sabría decirlo o no podría, porque sus alegorías y sus simbolismos escapan a mi comprensión, limitada por mi desconocimiento de la cultura armenia y, previo al visionado de la película, por mi total ignorancia de la vida y obra del poeta y músico Sayat Nova. Pero, sobre todo, no podría porque es un film que me genera ideas enfrentadas, atracción por su osadía con las formas, de hecho ni siquiera Los corceles de fuego/Sombras de los antepasados olvidados (Tini zabutykh predkiv, 1965) resulta tan rupturista, y por su osadía visual, rechazo porque mi interpretación de la poética de Paradjanov me resulta insuficiente para conectar plenamente con las pinturas vivientes que se suceden en la pantalla. Por este motivo no voy a caer en la imprudencia de hablar de aquello que ignoro, o no conozco lo suficiente para opinar, y me limitaré a escribir que, más que una cuestión de comprensión o de cualquier otra circunstancia que corra a cargo del espectador (en este caso, quien comenta), la película es una sucesión de cuadros vivos que nacen de la individualidad de un artista personal, si se prefiere original en grado sumo, que refleja varios momentos en la vida del trovador armenio, de su martirio y de su espiritualidad. Cuanto se ve es una cuestión que nace de la personalidad del realizador, no hay medias tintas, y como consecuencia quien recibe las imágenes, le atraigan o no, debe decodificarlas, y ahí puede residir el problema, que el espectador no comprenda la intención del cineasta georgiano de origen armenio, que aspira a la belleza y a lo trascendente a través de planos pictóricos, de la iconografía religiosa y del folclore armenio que dan forma a su película.
La ruptura de El color de las granadas es total y rompe con cualquier convencionalismo cinematográfico, con cualquier intento de narrativa y se decanta por adentrarse en la interioridad del poeta, ¿o nos adentra en la tortuosa interioridad del propio Paradjanov?, concediendo importancia a los encuadres, a los colores y a los elementos (objetos, personas, animales, construcciones) que enmarca en cada plano. <<Yo soy aquel, cuya vida y alma son tortura>>, leemos mientras contemplamos un libro al inicio del film. Ese alma torturada es la que se pretende retratar, nunca narrar, de ahí la importancia de comprender el significado de aquello que contemplamos, algo que por momentos escapa a mi entendimiento (y en otros interpreto como la propia tortura de un realizador en lucha contra un entorno marcado por la intolerancia y la incomprensión), aunque no escapa a la conclusión de que estoy ante una obra cinematográfica única, diferente. Y encontrar algo diferente puede resultar molesto, no fue mi caso, aunque sí lo fue de la censura soviética, incapaz de aceptar una película que o bien no entendía o bien no era la esperada, quizá porque atentaba contra la mediocre intención de controlar lo incontrolable. Entre otras circunstancias, la intolerancia administrativa precipitó que Sayat Nova fuese cortada, montada de nuevo sin el consentimiento de Paradjanov y finalmente prohibida, y todo porque el cineasta no se plegaba al tipo de cine oficial y aceptado como válido, sino que buscaba en sus películas la belleza, lo sublime, la voz de los pueblos minoritarios (como el armenio) y, muy posiblemente, buscaba revelarse contra cualquier imposición que le impidiese su arte o, dicho de otra manera, su expresión.
martes, 31 de enero de 2017
Sombras de los antepasados olvidados (1964)
Nacido en Tbilisi de padres armenios, discípulo de Aleksandr Dovzhenko, Sergei Paradjanov fue, junto a su amigo Andrei Tarkovski, uno de los grandes renovadores del cine soviético de los años sesenta. Pero, al igual que el surgido en la antigua Checoslovaquia o en Polonia, el nuevo cine de la URSS chocaba con la censura y con los intereses del partido, lo que provocó que películas como Andrei Rublev (Strasti po Andreju; Andrei Tarkovski, 1966) o Sombras de los antepasados olvidados (Tini zabutykh predkiv, 1964) tardasen en ser estrenadas y, cuando pudieron hacerlo, apenas tuvieran distribución comercial en su país de origen, donde resultaban más desconocidas que en el extranjero. Algunas, como fue el caso de Sombras de los antepasados olvidados, también conocida por el título Los corceles de fuego, fueron proyectadas en diversos festivales internacionales, posibilitando su descubrimiento y el de sus responsables. La película, singular, compleja, mística y rupturista, presenta una intención experimental que la desliga de los trabajos anteriores de su realizador, del realismo socialista y de ser una mera transcripción cinematográfica de la novela homónima del escritor ucraniano Mijail Kotsiubinski, a quien se dedicó la película en el centenario de su nacimiento. Sin apenas diálogos, poético y visual, el film se desarrolla en los Cárpatos orientales en el siglo XIX, en una tierra que se descubre fría, inhóspita y con la muerte al acecho. Esta circunstancia se observa durante los primeros compases, con el fallecimiento del hermano de Ivanko (Ivan Mykolaichuk) en el monte nevado donde yace bajo el tronco de un árbol y, poco después, con el asesinato de su padre a manos de un vecino, también en el recuento de hijos fallecidos que su madre realiza cuando Ivan abandona el hogar. Pero aquello que podría ser una narración al uso de un romance truncado por la tragedia, en manos de Paradjanov, se convierte en la experimentación de imágenes que deambulan entre el folclore, el lirismo, el dolor inherente al medio inhóspito y el estudio etnográfico hutsul (grupo étnico ucraniano asentado en la zona Cárpatos) que se expone desde las tradiciones, la religión o las supersticiones que van a la par de la relación que, a pesar del rencor entre sus familias, Ivan y Marichka (Larisa Kadochnikova) comparten desde niños. Ambos se convierten en inseparables mientras crecen como también lo hace su amor, sin embargo, en una tierra olvidada, la tragedia forma parte de la vida, y esta se recrudece cuando Marichka muere ahogada. A partir de este instante la existencia de Ivan carece de sentido y se condena a la soledad que se representa en el blanco y negro de la fotografía, que no recupera su colorido hasta poco antes de la aparición de Palagna (Tatyana Bestayeva), la mujer con quien se casa (momento que el autor aprovecha para mostrar el rito), pero en quien no encuentra sosiego ni olvido. La experimentación formal, narrativa (el hilo conductor pierde presencia en favor de los objetos, el folclore y los paisajes) y sonoro (las canciones populares prevalecen sobre los diálogos) que dominan el film de principio a fin, unida al carácter onírico-pictórico (su gusto por la pintura prima en la concepción cinematográfica de Paradjanov), no fue bien recibida en su país, donde la ruptura pretendida por el cineasta fue incomprendida, llegándose a eliminar parte de su metraje original para su muy limitado estreno. Igual de incomprendido fue el propio realizador, condenado al ostracismo por parte de las autoridades soviéticas, lo que implicó varias detenciones y una carrera artística marcada por su innegociable personalidad creativa y por la persecución en la que se convirtió su vida.
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