martes, 30 de abril de 2019

Veinticuatro ojos (1954)


Oficialmente el fin de la ocupación estadounidense de Japón y la restitución de la soberanía nacional a los japoneses se produjo en 1951. Pero esto no implicó que las tropas norteamericanas abandonasen sus bases militares en el archipiélago, punto geográfico estratégico y vital para los intereses de la potencia americana tras la subida al poder de Mao en China y durante la guerra de Corea. A cambio, el país asiático recibió ayuda económica, que posibilitó una recuperación más veloz de la esperada después de la derrota en la Segunda Guerra Mundial. La posguerra fue un momento delicado, de enfrentamiento de ismos, de extrema dureza y de reconstrucción (moral, económica y material). Todas estas circunstancias afectaron al cine japonés de la época, pero más allá de la eliminación de la censura militar aliada, del crecimiento industrial, del ahogo y carestía popular que Akira Kurosawa plasmaría opresiva en la parte baja de El inferno del odio, o del conflicto que se estaba desarrollando en la península de Corea, el cine japonés vivió durante el decenio de los cincuenta una explosión de creatividad y el aumento de la producción, del número de salas y de asistentes. Fue su década dorada, cuyo punto álgido podríamos datar en 1954. Este fue el año mágico de su cinematografía, de plenitud creativa de los maestros que habían debutado durante el periodo silente (Mizoguchi, Naruse, Ozu, Kinugasa, Inagaki,...) y de los que habían hecho lo propio en la década de 1940 e inicios de la siguiente (Kurosawa, Kinoshita, Kobayashi, Shindô, Ichikawa,...). El resultado de aquella mezcla de talento y creatividad fueron entre otros Los siete samurais, Los amantes crucificados, La voz de la montaña, Godzilla, El intendente Sansho, Crisantemos tardíos, Samurái o las dos películas de Keisuke Kinoshita que alcanzaron los puestos más altos en la lista de la prestigiosa revista Kinema Junpo. Figurar en lo más alto no quiere decir que fuesen mejores obras que sus contemporáneas, sería simplificar en exceso la innegable valía de cada una y también sus diferencias narrativas, genéricas y de las ideas que contienen sus historias. Pero la lista de Kinema Junpo me sirve para recordar e introducir en el texto El jardín de las mujeres y Veinticuatro ojos, dos films en los que Kinoshita revindicaba la figura femenina en el nuevo Japón liberado de la ocupación estadounidense. Pero en el segundo caso lo hacía mirando hacia el pasado, hacia la cotidianidad de Ôishi (Hideko Takamine), una mujer sufrida, tolerante y moderna en comparación al tradicionalismo que en un primer momento descubrimos en el pueblo a donde la envían como maestra. El periplo vital expuesto por Kinoshita se ubica inicialmente en los primeros años de la Era Showa (1926-1989). La primera imagen de la joven profesora la muestra sobre su bicicleta, símbolo de las influencias extranjeras criticadas y censuradas por los hombres y las mujeres de la aldea; la misma reacción genera su traje-chaqueta, que se contrapone con el kimono, vestimenta tradicional que usan en la villa donde ejercerá por primera vez de maestra. Estamos en una época marcada por la defensa de los valores tradicionales, y por tanto patriarcal, feudo para las habladurías, la intolerancia y los prejuicios que inicialmente encuentra su blanco en Ôishi. Veinticuatro ojos (Nijushi no hitomi, 1954) se inicia con un encuadre de una superficie acuática sobre la cual se impresionan los créditos, que son sustituidos por la yuxtaposición de planos que enfrentan tradición de finales de la década de 1920 y modernidad del presente de 1954. Kinoshita se toma su tiempo, es un maestro japonés y como tal no tiene prisa para desarrollar aquello que desea exponer. Los primeros seres humanos que captan la total atención de su cámara son un grupo de niñas y niños. Cantan, están felices porque aún no conocen aquellos aspectos de la vida que mancillarán su inocencia y su pureza. Rodean a una mujer, es su antigua profesora, que en ese instante abandona la escuela porque va a casarse, y les conmina a portarse bien con su sustituta. Los niños ya la echan en falta antes de su despedida, cuando observan a una chica en bicicleta y vestida con traje chaqueta. La sucesión de planos sigue a este nuevo personaje, y escuchamos como la gente del pueblo murmura a su paso. Entonces comprendemos que ella será la figura central de una historia que concede su protagonismo a esas niñas y niños que se convertirán en parte de Ôishi, maestra, figura maternal y mujer con ideas propias, ideas que Kinoshita defiende en todo momento y que apunta a través de las imágenes, de frases como <<a la gente le asustan los cambios>>, que hace hincapié en el tradicionalismo que se vuelve agresivo con lo novedoso y con aquello que no comprende, y del texto que escribe una de las alumnas cuando reflexiona sobre el futuro: <<las mujeres deberían tener un empleo como todo el mundo. Sin un empleo la mujer lo pasará mal...>>. La joven alumna quiera ser profesora y lo logrará, pero no todos sus compañeros, que hemos visto crecer desde el primer curso de primaria hasta su madurez, alcanzarán un futuro; como ya anuncia que otra de las niñas no pueda escribir sobre él, superada por el presente que amenaza la estabilidad familiar. La mirada al pasado expuesta en Veinticuatro ojos antes de llegar al presente nos propone un melodrama sensible, tierno, por momentos nostálgico, a veces podríamos errar y calificarlo de sensiblero, aunque esta posible confusión, debida al sentimentalismo y al amor que Kinoshita proyecta en sus protagonistas, no empaña los logros de un film que nunca esconde su defensa ni sus simpatías hacia la mujer y hacia la inocencia de la infancia, individualizada esta en los <<veinticuatro ojos preciosos>> que la maestra jamás podrá ni querrá olvidar. También nos desvela su crítica a los fanatismos que descubrimos en un segundo plano, casi ocultos, hasta que asoman en frases y gestos, en el rechazo inicial sufrido por Ôishi, en imágenes que inevitablemente recrean la época del auge militarista y expansionista japonés, del patriotismo desmedido y malentendido que lleva a los alumnos, ya muchachos, a la guerra que cobra presencia, aunque no física, en la parte final del film, antes de que todo (o casi todo) regrese a su sitio, y al nuevo comienzo simbolizado por la vuelta de la profesora a la docencia, a su primera escuela, y por la bicicleta que los niños supervivientes, ahora adultos, regalan a su inolvidable y querida <<señorita guijarro>>.

lunes, 29 de abril de 2019

A sangre fría (1967)



Las seis muertes de A sangre fría (In Cold Blood, 1967) quedan definidas por el título escogido por Truman Capote para dar nombre a su espléndida crónica literaria y a la no menos destacada adaptación cinematográfica que Richard Brooks filmó cual impactante estudio de la naturaleza de los protagonistas. Tanto las ejecuciones de los cuatro miembros de familia Clutter a manos de Pike (Robert Blake) y Dick (Scott Wilson), como las que estos sufren a manos del sistema penal golpean la conciencia de quien observa las imágenes de una película que no elude el conflicto, pero no por las imágenes en sí, sino por las cuestiones que plantea al priorizar la psicología del homicida en su cotidianidad; una psicología que, su compañero de "generación", Richard Fleischer había abordado en Impulso criminal (Compulsion, 1959) y en la que ahondaría hasta el límite de lo conocido hasta entonces en El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, 1968). Para hacer su retrato, su análisis o su reflexión sobre el asesino sin motivo aparente, vacío racional que desconcierta a las autoridades y a los investigadores, Brooks contrapone la idílica imagen de la familia Clutter y de su
 hogar, armonioso remanso de paz -que la música de Quincy Jones y la luminosidad de la fotografía de Conrad L. Hall se encargan de redundar cuando se presenta en la pantalla- con la visualización de sus asesinos: Pike y Dick, a quienes, salvo el alter-ego de Capote y voz fílmica del cineasta que recae en el personaje interpretado por Paul Stewart, nadie intuye que sus motivos puedan ser fruto de desequilibrios emocionales. El encargado de la investigación de las muertes de los Clutter a quien da vida John Forsythe se pregunta el por qué, consciente de no tener respuesta lógica al asesinato múltiple que, como Capote en su crónica-relato, Brooks omite en un primer momento. No hemos visto nada, pero sabemos que ha sucedido. Nos bastan las palabras de Dick durante su encuentro con su compañero y el fundido en negro que corta la imagen a su llegada al hogar que pretenden asaltar. La presencia policial a la mañana siguiente es suficiente para que comprendamos cómo se produjeron las muertes, pero continuamos desconociendo los motivos, más allá del contenido de la supuesta e inexistente caja fuerte que condujo a la pareja de homicidas hasta un hogar tranquilo y típico donde se respira bienestar y cariño. Sin motivos y sin lógica aparentes, los dos jóvenes protagonistas hablan de asesinar como algo natural; no tienen remordimientos porque no distinguen ni límites ni el alcance de su propósito, quizá porque han perdido su equilibrio en algún punto de su pasado (la infancia y juventud de Pike en un hogar roto, marcado por el distanciamiento y la imposibilidad de una vida como la que observa en el espacio que asalta) o porque no creen las palabras que convertirán en realidad. Sus apariencias son como las de cualquier otro, salvo que Pike tiene un problema con sus piernas, consecuencia de un accidente en motocicleta, pero su naturaleza sí parece alejarse de aquella que encaja dentro de los cánones que la policía maneja. ¿Ha sido adulterada y condicionada o es innata? Los agentes que investigan no encuentran respuesta para dar sentido a un crimen atroz y sin sentido. Tampoco tienen más pistas que un par de huellas de botas diferentes, lo cual indica que al menos han sido dos los agresores. Pero donde Brooks pudo decantarse por el artificio efectista o por la intriga de la investigación policial, priorizó la reflexión, la desorientación y la perturbación, que se agudizan en la ruptura de los espacios fílmicos, siempre presente en las escenas protagonizadas por la pareja de ex-presidiarios, pero también en la entrevista que los agentes mantiene con el padre de Pike, momento que apunta hacia la infancia del asesino como clave en su comportamiento presente. Brooks, sutil, pero implacable como los hechos y los personajes, crea uno de los thrillers más intensos e inquietantes de la década de 1960. Descarta idealizar a los asesinos, como sí hace la también imprescindible Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967), tampoco precisa recurrir a la violencia visual del film de Penn. No lo necesita porque, salvo en los momentos iniciales de los Clutter, la violencia se encuentra en cada plano, en cada situación que observamos, porque dicha violencia habita en los asesinos, pero también es inherente a los hogares rotos, a la sala del tribunal o al patíbulo donde Jensen (Paul Stewart) analiza la situación con lucidez y decepción, consciente de que aquello que contempla no evitará que se produzcan más muertes, sean similares a las de los Clutter o a las legalizadas de las que es testigo pasivo.

domingo, 28 de abril de 2019

Hampa dorada (1931)


Durante la etapa final del periodo silente descubrimos al menos dos grandes antecedentes —La horda (The Racket; Lewis Milestone, 1928) y La ley del hampa (Underwolrd; Josef von Stenberg, 1927)— del cine de gángsters de la década de 1930, pero el origen de este tipo de película los encontramos en la literatura criminal de finales de los veinte, principios de los treinta, en las crónicas de sucesos urbanos, fuente de inspiración para Warner Brothers cuando Darryl F. Zanuck asumió la dirección de la por entonces recién absorbida First National, y en el trauma social generado por la depresión económica que marcó el decenio. Esta serie gansteril se pone en marcha con Hampa dorada (Little Caesar, 1931), título clave que sienta algunas de las bases cinematográficas del subgénero dedicado a la figura del hampón, a su ascenso y a su caída, a su obsesión por triunfar y llegar a lo más alto dentro de la criminalidad que asume como principio y fin de su existencia. Este criminal se presenta ante nosotros ambicioso y expeditivo. Es un personaje físico, sin límites morales, obsesionado con el éxito, y desde su comportamiento accedemos a su época e incluso a su motivación, sin embargo, en su primer ejemplo, todavía carece de profundidad psicológica; y habrá que esperar al decenio siguiente para que la psicología del criminal alcance su clímax en la edípica y magistral Al rojo vivo (White Heat, Raoul Walsh, 1949). La ausencia de un retrato de la mentalidad del criminal no resta atractivo a esta propuesta que encuentra en la rapidez expositiva de Mervyn LeRoy uno de sus puntos fuertes, en el ritmo preciso y dinámico de las imágenes, ejemplo narrativo de lo que hoy podríamos considerar clasicismo primitivo, aunque en aquellos primeros años del sonoro sería un novedoso aporte a la escritura audiovisual, en la que priman las secuencias breves y los diálogos concisos y duros, la acción y la violencia callejera, ambas innatas a los espacios y a los personajes que los pueblan. De modo que podríamos decir que con Hampa dorada saltan a la pantalla las páginas de las crook stories, término anglosajón para referirse a la literatura protagonizada por gángsters. Pero además, con la película de LeRoy nace y se impone una figura, la del delincuente que pretende ser alguien y, para lograrlo, utiliza el único recurso que tiene a su disposición: su falta de escrúpulos a la hora de asumir la violencia como el medio ideal que le posibilite sus fines. Ese es Rico, el personaje que lanzó a la fama a Edward G. Robinson y el eje de una historia que expone el ciclo vital que lleva a su protagonista del arroyo a la cima de la criminalidad en una ciudad del este estadounidense, probablemente Chicago, donde también se produce su vertiginosa caída a la nada de donde había salido, un espacio vacío, salvo de miseria, al que regresa para ocultarse y consumirse en el alcohol que nunca aceptó beber a lo largo de su ascenso, pero que en ese momento bebe para distanciarse de su derrota, aunque sin poder olvidar la imagen de triunfador que había construido gracias a las balas y a costa de vidas humanas. Rico es el prototipo de gángster que llenaría la pantalla en los primeros años de la década de 1930, y su origen habría que buscarlo en la realidad de la época y en la novela Little Caesar de W. R. Burnett, escritor fundamental en la evolución del género negro, como corroboran las adaptaciones de sus historias en El último refugio (High Sierra; Raoul Walsh, 1941) y La jungla de asfalto (The Asphalt Jungle; John Huston, 1950) o su participación en la escritura de los guiones de El soborno (The Racket; John Cromwell, 1951), revisión sonora del film de Milestone arriba citado, y Scarface (Howard Hawks, 1932), otro título fundacional e imprescindible del gansteril de los años treinta.

viernes, 26 de abril de 2019

Calor (1962)


La disparidad de criterios a la hora de valorar cualquier película (o cualquier muestra artística y expresiva) la enriquece o puede que la riqueza de la película (u otro medio de expresión) sea la responsable de generar dicha disparidad. En ambos casos, bienvenida sea, ya que puede aportar perspectivas que quizá hayan pasado desapercibidas con anterioridad. Por otra parte, para que estas diferencias de opiniones sean productivas, habría que hacer hincapié en que es importante aceptar la subjetividad de quien interpreta y la necesidad de presentarlas desde criterios que se alejen de simplismos que descalifiquen una película porque carece de color o de sonido, de altos presupuestos, de rostros conocidos, del es vieja o está realizada en tal sitio, o vayan ustedes a saber qué más. Si me dejase llevar por estos prejuicios, apenas vería cine, y mucho menos podría descubrir ese que me proporciona un algo más que solo consumir estrenos que acaparan las carteleras; que en ocasiones pueden llegar a ser estimulantes, e incluso excelentes películas, aunque no por norma general. Esas pocas grandes películas que se estrenan cada año son insuficientes, al menos no calman mi necesidad de descubrir esa otra cara del cine que se mantiene oculta o que ha caído en el olvido del tiempo, excepto para la minoría que la rescata, la disfruta y desvela su existencia a otras personas, para que estas decidan si eligen verlas y juzgarlas por sí mismas. De no ser así, de no buscar e intentar encontrar, correría el riesgo de pasar por alto películas que me han aportado algo más que un breve instante que se esfuma antes de que concluya. Por suerte, ese algo más está ahí, para quien, con un poco de esfuerzo quizá, quiera descubrirlo, un algo más que también hallé en Calor (Znoj, 1962), el primer largometraje realizado por Larisa Shepitko, y su trabajo de fin de carrera. Sin ser muy consciente de qué iba a encontrar, me deje llevar por un film telúrico, de espacios abiertos, áridos, polvorientos y opresivos, salvo en los instantes como los que separan el día de la noche y la silueta de Kemel (Boletbek Shamshiyev) se confunde en esa puesta de sol durante la cual se agudizan las influencias visuales de Aleksandr Dovzhenko, el gran cineasta responsable de Arsenal (1929) y Tierra (Zemlya, 1930), y profesor de Shepitko en la escuela de cine durante sus primeros pasos como alumna. También descubrí la presencia de los intereses personales de la cineasta: el individuo, el dolor y las vidas al límite, tres características de su obra que no asoman en su cortometraje Living Water (Zhivaya voda, 1957), espléndida sinfonía urbana donde el individuo no adquiere mayor relevancia que la de formar parte del colectivo que asoma por las calles de la ciudad protagonista durante los minutos finales del metraje. Pero en Calor, todo cambia, y asoma la cineasta que centra su personal mirada en el individuo, a quien ofrece el total protagonismo de la película; y lo descubrimos sin poder liberarse, anclado a la tierra, como también descubrimos a la profesora de Alas (Krylia, 1965), aunque esta antigua aviadora sí logra romper las cadenas en su simbólico vuelo final, o a los condenados de La ascensión (Voskhozhdeniye, 1976), su último largometraje completo, que transita por un espacio helado e igual de desolado que Anrakhai. Desde este su primer largometraje, Shepitko sienta las bases de su discurso, su gusto por individualidades complejas y en conflicto frente a entornos que intentan ahogarlas o que impiden su desarrollo. ¿Esta constante formaba parte de su crítica hacia el sistema soviético? Lo desconozco. No tuve la oportunidad de hablar con ella y, por tanto, nunca pude preguntárselo, pero lo que sí parece evidente es su necesidad de expresar ideas propias a través de las imágenes que observamos en Calor, imágenes que nos hablan del conflicto que se desata entre Kemel, el estudiante enviado a trabajar a la unidad agrícola que ara la arenosa Anrakhai, y Abakir (Nurmukhan Zhanturin), el veterano conductor del tractor, resentido por las oportunidades que nunca llegaron y amenazado por la juventud y formación académica del muchacho. Esto nos lleva a la necesidad del segundo por prevalecer sobre el primero, al silencioso temor que se apodera del conductor ante la posibilidad (que él mismo se genera) de ser sustituido por el novel que, imagen de la inocencia y de la modernidad todavía inexistente en el entorno, se descubre atrapado en un espacio muerto, donde, a pesar de la precariedad, de la falta de agua corriente, de la electricidad o de cualquier otra comodidad a la que estaría acostumbrado, hay lugar para la vida y para la libertad representada en un único personaje: la chica (Roza Tabaldiyeva) del manantial, la misma que surge de la nada y muestra su rostro libre de la destrucción que amenaza a la pequeña comunidad de seis miembros donde se produce el choque entre lo viejo y lo nuevo.

jueves, 25 de abril de 2019

Christine (1983)


<<En la vida de todo el mundo, el automóvil es una preocupación. Antes hablábamos de la sensibilidad de los corazones; ahora, de la marca de los carruajes que han comprado los seres que nos interesan. Y el mismo automóvil es un ser vivo, con tanto influjo en nuestra vida como una novia o un camarada. Hay automóviles cuya historia es más interesante que la de un hombre. Algunos amigos que os aburren hablándoos de su vulgar existencia, os distraerán si os refieren las excentricidades de su coche.>>

Wenceslao Fernández Flórez; del prólogo de El hombre que se compró un automóvil (1938)


Bajo su capa de pintura de cine de terror fantástico para público adolescente y de adaptación de una novela de Stephen King, Christine (1983) encaja dentro de las películas que John Carpenter dedica a los límites que separan la cordura y la locura, en este caso concreto desdibujados por un amor voraz, obsesivo, posesivo y celoso de su supervivencia. Desde su nacimiento, Christine se diferencia de sus hermanas o hermanos por su color rojo metálico y por su necesidad de morder la mano de uno de los operarios de la fábrica de automóviles donde se produce su alumbramiento, y poco después la muerte por asfixia de otro de los trabajadores. Ella no es un vehículo cualquiera, es un Plymouth que nace en 1958 con consciencia de ser; de ser una maquina fatal y letal, caprichosa, dominante y exenta de cualquier condicionante moral. A simple vista, la historia planteada por King en su novela y por Carpenter en su película puede parecer una tontería, o eso creyó su guionista antes de cambiar de opinión y decidirse a escribir el guión que el responsable de En la boca del miedo (In the Mouth of Madness, 1995) filmó cual romance obsesivo en el que el personaje humano se somete al dominio de la máquina, aunque puede que la rodase sin convicción y, ciertamente, sin llegar a generar una atmósfera tan inquietante y estimulante como las que envuelven La niebla (The Fog, 1980) o La cosa (The Thing, 1982).


La primera secuencia de Christine nos muestra una máquina inteligente, despiadada y despojada de normas morales que la obliguen a distinguir los conceptos establecidos como correctos e incorrectos. Eso no es para ella, como comprobamos en 1978, año en el que se produce el flechazo que le une a Arnie (Keith Gordon), el adolescente marginal que encuentra en ella un motivo, quizá una vía de escape, para liberarse de su represión y de la sumisión en la que ha vivido hasta entonces, un sometimiento a la familia y al entorno escolar que sustituye por entregarse al automóvil, indispensable y prioritario en el día a día del muchacho. Arnie es opuesto a Dennis (John Stockwell), su único amigo y héroe típico que no desentonaría en otras producciones adolescentes. Es un triunfador de instituto, y en el centro es admirado y respetado como deportista, también como cuerpo por alguna de sus compañeras, pero, además, resulta ser un amigo honesto y leal que siempre da la cara por el protagonista. Precisamente por todo esto, por su perfección, es un personaje que no interesa a Carpenter más que lo justo, pues el interés del cineasta se decanta por exponer la destructiva relación que se establece entre el automóvil y su dueño, quizá mejor decir, su pareja humana, que la mima y complace sus caprichos al tiempo que la antepone a cualquier otro aspecto afectivo o material de su vida. La relación entre la máquina y el joven pasa de la simple atracción a la pasión, y de esta, a la obsesiva necesidad de estar siempre juntos que trasforma la personalidad de Arnie en el estado febril que se lee en su rostro, se escucha en sus palabras y se observa en su comportamiento, tanto en casa, donde se rebela y libera de la autoridad parental, como en su romance juvenil con Leith (Alexandra Paul), quizá la chica más deseada de la escuela, el entorno y hábitat adolescente natural e, inicialmente, un espacio donde se descubre al protagonista humano marginado y, posterior a su contacto con Christine, asumiendo su nueva identidad de hombre-máquina; en ciertos aspectos igual de desequilibrada que la anterior, pero más esclava, peligrosa y deshumanizada.

miércoles, 24 de abril de 2019

Sabotaje (1936)

El cine de Alfred Hitchcock es un magistral ejemplo de constancia y de constantes que prácticamente reaparecen en cada una de sus películas, tanto en su etapa inglesa -la misma que parece no existir para quienes solo hablan de una parte de su filmografía- como en su periodo estadounidense, el más popular y aquel en el que alcanzó su plenitud creativa. Consecuencia de dicha reiteración de ideas y temas, hubo quien dijo que el cineasta británico siempre realizaba el mismo tipo de film, distinto en su forma, pero no en su sustancia. Hay parte de verdad en ello, ya que cualquier película de Hitchcock remite a su universo personal y cinematográfico, donde descubrimos falsas identidades, mentiras, sospechas, sumisión o deseos reprimidos y nunca héroes ni heroínas, solo hombres y mujeres atrapados en sí mismos y en las situaciones que el realizador nos plantea sin dejar de introducir pinceladas de su humor y su "malicia" en muchas de las tramas. Pero sería simplificar en exceso el legado fílmico del genio del suspense, no señalar que en la mayoría de sus films asumía riesgos (formales y sustanciales), iba un paso por delante y casi nunca aburría a su público, a quien el director conquistaba una y otra vez con su exposición de intrigas tras las cuales introducía sus temas y obsesiones. Esa era su firma, no los cameos propios que formaban parte de su juego con el público, y tanto sus temas como sus obsesiones eran rasgos de su personalidad, que se imponía siempre y en Sabotaje (Sabotage, 1936) no fue diferente. Su libre adaptación de la novela Agente secreto de Joseph Conrad posee el todo hitchcockiano, y ese todo se introduce desde las fachadas externas, imágenes respetables tras las cuales se esconden interioridades ambiguas y humanas como la de Karl Anton Verloc (Oskar Homolka), un pequeño empresario que posee una sala de cine, pero en realidad sabemos desde el inicio que es un saboteador que trabaja por dinero. Él no es el único personaje que disfraza sus intenciones, sus emociones, sus deseos o sus frustraciones, cuya suma resulta la identidad que sale a relucir a lo largo de los minutos, aunque intente mantenerla alejada de quienes le rodean. También Ted (John Loder), el sargento de Scotland Yard que se hace pasar por frutero para vigilar al sospechoso, es una fachada que disimula al hombre que siente crecer su deseo por Winni (Sylvia Sidney), la insatisfecha esposa de Verloc; o el dueño de la pajarería que, en la trastienda, fabrica artefactos explosivos como quien elabora helados artesanos. El saboteador debe colocar uno de estos en la estación de metro de Picadilly, pero tiene escrúpulos para realizarlo él mismo, y sin embargo no los tiene para enviar en su lugar a Stevie (Desmond Tester), su joven cuñado y el único personaje de entidad que no se oculta tras la mentira. El niño nada sabe del contenido del paquete y camina hacia su destino entreteniéndose con el charlatán que lo usa de conejillo de indias o con el desfile militar que disfruta antes de subir al autobús y así llegar a tiempo a la estación. Ese tiempo pasa ante nosotros mediante la sucesión de planos intercalados del paquete y de los relojes que el realizador inserta para generar mayor tensión, consciente de que nosotros, su público y sus ingenuos cómplices, sabemos que el temporizador prosigue su cuenta atrás. Esto es Hitchcock cinematográfico en estado puro, aquel que juega con la imagen de personajes, con las situaciones y con el tiempo, que dosifica o intensifica para generar el suspense que, aquí, en Sabotaje, se agudiza en dos momentos que centran su atención el uno en Winnie, desencantada e insatisfecha, puede que reprimida, y el otro en su hermano Stevie, quien todavía no ha aprendido a ocultar su imagen real, quizá porque, como niño, aún se encuentre en proceso de maduración o de darle forma. La primera es un espléndido ejercicio visual que desvela el estado emocional de la chica, aquel que ella no expresa con palabras, pero que nos comunica al observar repetidas veces el cuchillo que desea clavar en su marido, después de que este le confiese su culpabilidad. El segundo, el deambular callejero de Stevie hacia su destino, intensifica el suspense y confirma que el realizador no duda a la hora de anunciarnos que no habrá final feliz para ninguno de los personajes, solo ambigüedades abiertas a las interpretaciones de quienes han aceptado ser cómplices pasivos de su propuesta cinematográfica.

martes, 23 de abril de 2019

La podadora (El gran cuchillo) (1955)


Existen películas que evocan cine y las hay sobre cine. Las primeras suelen apelar a la nostalgia de imágenes cinematográficas que se grabaron en la mente de sus autores (sea Truffaut y Los cuatrocientos golpes, Bogdanovich en La última película o Tornatore en su Cinema Paradiso) y no muestran los entresijos que las segundas exponen intrínsecos a las historias que nos desvelan. Estas son las denominadas películas de cine dentro del cine y abarcan distintas posibilidades e interpretaciones. Las hay satíricas, amables, cínicas, crudas, críticas o un poco de esto y otro poco de aquello. El gran cuchillo (The Big Knife, 1955), la primera producción independiente de Robert Aldrich, se decanta por mezclar crítica, cinismo y dureza para golpear con un certero y demoledor directo al estómago del sistema de estudios de Hollywood, a su podredumbre, al feroz sensacionalismo de la prensa representada en Patty Benedict (Ilka Chase), al juego sucio y al totalitarismo asumido por los magnates, amos y señores feudales del imperio de sueños de celuloide. Uno de los grandes talentos de Aldrich fue su capacidad de narrar sin perderse en adornos que nada aportaban a sus intenciones, sensaciones e ideas que, las más de las veces, manifestaban su rebeldía contra cualquier sistema totalitario. Y el Hollywood de sus primeros años lo era, así que la rebeldía y la precisión del cineasta se unieron a su capacidad crítica para, partiendo de la obra teatral de Clifford Odets, construir una imagen cinematográfica nada amable de la industria que, como bien es sabido, estaba en manos de los "tiranos" que regían los grandes estudios desde sus despachos. Entre sus privilegios de clase se encontraban el ofrecer contratos de larga duración, bien remunerados aunque quizá no tanto como algunas de sus estrellas deseaban, el conceder mayor poder a sus productores que a los directores, o el elegir los papeles que creían ajustarse a la imagen popular de sus actores y actrices, así como el tipo de película que les convenía, pero sin olvidar que sus empleados eran inversiones y, como tales, había que exprimirlas para obtener la mayor rentabilidad económica posible. Aquel Hollywood era suyo, y ellos dividieron sus fábricas en compartimentos estanco: aquí el departamento de guión, allí, el de montaje o por aquí, el de fotografía o el de decoración,... En aquella meca de la fantasía de celuloide los dividendos primaban sobre la calidad (algo que no ha cambiado ni cambiará a corto ni a medio plazo) y los trabajadores eran poco menos que mercancía en sus manos; eso sí, mercancía asalariada y legalizada por los contratos que los encadenaba a los estudios. Esto es lo que Aldrich expone sin medias tintas en la historia de Charlie Castle (Jack Palance), un actor de cine, cuyo problema es su supervivencia. Sabemos esto por la voz que nos introduce en una lujosa mansión de Bel-Air y que nos dice que <<Charlie Castle es un hombre que ha vendido sus sueños, pero no puedo olvidarlos>>. Unido a su relación con Marion (Ida Lupino), este es su problema inmediato, pues, al contrario que individuos como Smiley (Wendell Corey), no renegó de sus ilusiones cuando vendió su alma al "diablo". Ambas circunstancias, su crisis matrimonial y el ser consciente de haberse dado la espalda, le generan el conflicto que se desata cuando debe decidir entre firmar o no su nuevo contrato con la compañía de Stanley Hoff (Rod Steiger), el tirano de Hoff Studios que Steiger compuso a partir de una mezcla de atributos de Louis B. Mayer, Jack Warner y, más que de ningún otro, Harry Cohn. <<Cuando hicimos The Big Knife, Harry Cohn y Jack Warner estaban todavía en su mejor momento, y Mayer había caído hacía muy poco. Nadie había visto aún el abismo. Durante veinte años habían dirigido la industria unos dictadorzuelos de poca monta, y todo el mundo había trabajado y a todo el mundo se le había pagado, no mucho quizá, pero nadie estaba en paro. Diecisiete años más tarde, uno se pregunta si la salud de la industria ha mejorado en lo que se refiere a la creatividad. ¿Estamos haciendo más o mejores películas sin ese control?>>* Si alguien decide responder a esta pregunta que Aldrich se hizo en 1970 debería plantearse antes que quizá no fuese debido a ese control que existan grandes películas, sino a los Eric von Stroheim, John Ford, King Vidor, Raoul Walsh, Ernst Lubitsch, Victor SjöströmFrank Borzage, Howard Hawks, William Wyler, Fritz Lang, Alfred Hitchcock, Preston Sturges, Billy Wilder y otros grandes cineastas que trabajaron para la industria sin claudicar a ella o sobrellevando su encierro intentando no perder su dignidad. Si restamos sus obras, el nivel del resto de producciones de los estudios sufre un bajón considerable. Entonces, uno se pregunta si no será que la calidad de las películas es proporcional al talento de quienes las realizan. Planteada esta otra cuestión, regresaré a Charlie para despedirme de él y de su negativa a continuar bajo el yugo de Hoff, el <<dictadorzuelo>> que tiene en su poder información que obliga a su estrella a firmar su nuevo contrato y, con la rúbrica, el fin del sueño de libertad del actor y de su deseo de recuperar a Marion (y con ella, a sí mismo).



*José A. Hurtado y Carlos Losilla (coord.). La mirada oblicua. El cine de Robert Aldrich. Filmoteca de la Generalitat Valenciana. Valencia, 1996 

lunes, 22 de abril de 2019

El loco del pelo rojo (1956)



El cine y la pintura se encuentran ligados por las influencias que el segundo ha ejercido en el primero (y puede que desde un tiempo a esta parte, este en aquel), aunque no estoy hablando de que el cine sea pintura ni que la pintura sea necesaria para hacer cine. Me refiero a que, en ocasiones, el medio cinematográfico asume aspectos pictóricos para recrear historias, ya sea un biopic sobre un pintor famoso u otras ficciones que asumen la plasticidad como una de sus características formales. Esta relación se observa en
Jean Renoir y el impresionismo en Una partida en el campo (Une partie de campagne, 1936), en King Vidor y el uso del color en Duelo al sol (Duel in the Sun, 1945) o en Sergei Paradjanov y sus tablas vivientes en El color de las granadas (Sayat Nova, 1968). Solo son tres ejemplos entre tantos, que me sirven para establecer la conexión entre los dos medios artísticos que se combinan en las diferentes películas que narran las experiencias vitales y artísticas de genios de la pintura como Vincent van Gogh, posiblemente el pintor cuya vida más veces se haya representado en la pantalla. Más que su importancia capital en la modernización de la pintura, quizá sea su áurea trágica la que le confiere el atractivo que buscan los cineastas, porque desde su experiencia vital desarrollan el drama, la incomprensión y el rechazo, pero también la grandeza y la lucha contra la negación de la época y, como consecuencia, contra el desequilibrio que genera en quien la sufre. No cabe duda, Van Gogh es un antihéroe cinematográfico, su vida y su arte, desarrollado en un momento en el que no se entiende, son perfectas para recrear en la pantalla. De ahí que se haya convertido en personaje de ficción en numerosas ocasiones, aunque quizá la más popular sea la realizada por Vincente Minnelli en El loco del pelo rojo (Lust for Life, 1956), título simplista y efectista con el que se estrenó en España.


<<Es mi película favorita, contiene mayor número de mis momentos favoritos que cualquier otra de las que he dirigido>>*, recordaba 
Minnelli, cuyas películas llevan su firma y su sello, en su manera de filmar, de expresar y de adornar tanto los espacios como los personajes. Podríamos llamarlo estilo y este se aleja del realismo y, como consecuencia, sería un error buscarlo en su interpretación cinematográfica del artista. La realidad del genio, el que cobra vida en Kirk Douglas, no deja de ser la que el cineasta traza sobre el lienzo audiovisual donde da forma a su propia obra, aquella que remite a su universo fílmico. Así comprendemos que El loco del pelo rojo no pretende documentar ni hablar de impresionismo o de postimpresionismo, y que en sí misma es la pintura cinematográfica de la emoción y de la expresión que Minnelli encuadra en cada plano para hablarnos de un hombre incomprendido que sufre y de un artista cuya visión subjetiva de sí mismo y de su cotidianidad lo llevan a traspasar las fronteras del arte, pero también los límites del equilibrio entre cordura y locura. Minnelli representa imágenes, las impresiona, consciente de que no pretende plasmar la realidad, algo por otra parte imposible, si pensamos que los hechos expuestos en pantalla sucedieron décadas antes y que ninguno de los protagonistas vivían en el momento del rodaje. Es consciente, y por lo tanto inventa una imagen de la realidad, la del Van Gogh interpretado por Douglas, una realidad visual que llega a nosotros como la necesidad del hombre y del pintor de encontrar su lugar ahora, no después de muerto. Lo quiere encontrar en vida, pero es incapaz de lograrlo, y esta es su tragedia; más allá de la incomprensión y rechazo generalizados, que tanto él como sus obras provocan en sus contemporáneos. La película presenta distintas etapas de la vida del genio holandés, desde el gris carbón en el pueblo minero donde inicia su recorrido hasta la explosión de color que encuentra su mayor luminosidad cuando el artista abre la ventana en su habitación en Arlés. Pero en ninguna parte el Van Gogh-Douglas encuentra su lugar y esto provoca su desequilibrio, puede que consecuencia de una mezcla de su naturaleza emocional y expresiva y de que, como tantos otros genios, se adelanta a su época, circunstancia que lo convierte en un individuo marginal y marginado, que solo halla breves periodos de paz y consuelo en otros marginados como los espigadores, Christine (Pamela Brown) o Gauguin (Anthony Quinn), otro de los genios que asoman por esta cinematográfica pasión por la vida.


*Vincente Minnelli. Recuerdo muy bien. Autobiografía (de la traducción de Fernando Jadraque). Libertarias/Prodhufi, S.A., Madrid, 1991

sábado, 20 de abril de 2019

Hiroshima mon amour (1959)


<<Igual que tú, estoy dotada de memoria. Y conozco el olvido>>

El cine y la literatura rompen las distancias espaciales y temporales, pero dicha ruptura espacio-tiempo ni es de su exclusividad ni tampoco novedosa, y no lo es, porque tuvo y tiene su origen en la mente humana, desarrollada mucho antes de que ambos medios de expresión fueran posibles. Se originó en pensamientos que traen al hoy, el ayer y el mañana. Hablamos de un lugar subjetivo donde se confunden o entremezclan imágenes, impresiones, emociones e interpretaciones, hablamos de la memoria, de la imaginación, de la ensoñación, y de la realidad como partes que se citan en un todo: nosotros. Esto me lleva a recordar a Alain Resnais y a Hiroshima mon amour (1959), su primer largometraje de ficción, y también Van Gogh (1948), Guernica (1951), Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955) o Toda la memoria del mundo (Toute la mémoire du monde, 1957), cortometrajes documentales en los que ya asomaba el interés u obsesión del cineasta por la memoria y el olvido, su poética del tiempo y sobre el tiempo. Tiempos que a veces no podemos rememorar porque no los hemos vivido, de modo que solo pueden evocarse desde recuerdos ajenos. Eso haré al nombrar el festival de Cannes de 1959, donde François Truffaut se alzaba con el premio a la mejor dirección por Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959) y Resnais obtenía el aplauso unánime cuando fuera de concurso presentó Hiroshima mon amour. En el certamen, ambas confirmaban el triunfo de un "nuevo" tipo de cine, que no tardaría en cobrar prestigio y popularidad entre el público de la época: era la consagración definitiva de la denominada Nouvelle Vague que un año antes había encontrado en El bello Sergio (Le beau Serge; Claude Chabrol, 1958) una de sus primeras muestras cinematográficas. Ese 1959 francés también fue el año de Le signe du lion (Eric Rohmer, 1959) y de Al final de la escapada (A bout de souffle, Jean-Luc Godard, 1959). De entre estas primeras muestras de la nueva ola francesa, mi predilección se decanta hacia los films de Truffaut y Resnais.


Mi predilección es una cuestión subjetiva, fruto de la relación que establezco entre aquello que veo y mi interpretación al recordarlas: en 
Los cuatrocientos golpes, la nostalgia, evocadora de un tiempo personal expuesto por Truffaut como si se tratase del ahora, en la película de Resnais, la memoria atemporal. El film de Truffaut es más cercano, su narrativa así lo exige, mientras que la exposición de Hiroshima mon amour resulta más rupturista y compleja, quizá inclasificable, al asumir el recuerdo como el destierro del olvido y el olvido para retener el recuerdo. Así dicho, suena contradictorio, aunque solo si obviamos que Resnais rompe la linealidad espacio-temporal para acercar el ayer al hoy, y viceversa, a través de dos cuerpos unidos que se empapan de gotas que podrían ser de sudor o de ceniza. Sus voces hablan y se contradicen. <<Conozco Hiroshima>> <<No conoces nada en Hiroshima>>. Desde la voz femenina (Emmanuelle Riva) y la masculina (Eiji Okada) accedemos a imágenes del horror, de las consecuencias de aquella bomba que perdura en el recuerdo y en el olvido de Hiroshima, del que según él ella nada sabe, pero que ella no ignora. Aquel mismo día de agosto no es igual de espléndido en el París liberado que en los infernales diez mil grados de temperatura en Hiroshima; un mismo día, una jornada totalmente distinta. Los cuerpos desnudos pertenecen a dos amantes desconocidos en una ciudad renacida de las cenizas atómicas, que perduran en la memoria visual filmada por Resnais, aunque sin lograr el protagonismo.


En su guion, publicado después del estreno de la película,
Marguerite Duras escribe que <<esta historia personal se impondrá siempre a la historia demostrativa de Hiroshima>>, de modo que la historia subjetiva, de amor, de pasión, de dolor, de acercamiento y de distancia a través de dos amantes que hablan y callan, que se desean y comparten un instante de pasión y un momento de evocación, es la encargada de traer al presente el recuerdo de Hiroshima, pero sobre todo rememoran el primer amor de la actriz francesa interpretada por Riva, su dolor en Nevers, de su encierro, su locura, su recuerdo y su olvido de Nevers. Nevers es el ayer del dolor ante la muerte del primer amor (y el dolor de sobrevivir a su pérdida), pero también es el hoy en el que ella se libera y comparte con su amante japonés un momento que ha mantenido encerrado en algún lugar entre el ser y el no ser, entre el recuerdo y el olvido. Ella vive en esos dos tiempos que se unen y se distancia en la intimidad del suspiro presente, que ya empieza a olvidarse y a ser recordado en ese mismo instante de pasión, de deseo, de adiós y de imposibilidad. En apariencia satisfechos en sus matrimonios y con sus vidas anteriores a su encuentro quizá fortuito, quizá buscado, el hombre y la mujer son conscientes de la brevedad-eternidad que les une en la habitación de hotel donde yacen juntos; donde sus cuerpos, sus pensamientos, sus palabras y las imágenes del pasado de la mujer se entremezclan para dar forma a esta película, distinta, que traspasa los límites convencionales para visualizar a través del montaje, de las palabras y del pensamiento que se hace audible, ideas, sensaciones, emociones y espectros del ayer, del hoy y del mañana. La pareja pudo haber sido cualquier, pero son ellos, el lugar Hiroshima, pero no el espacio físico que asoma en varios momentos del film (aquel en el que se rueda la película pacifista que rememora el desastre atómico y los extras se manifiestan para que no se repita). El Hiroshima que comparten existe en la distancia, en el espacio del amor y de la imposibilidad de retener ese mismo amor, que se perderá o vivirá entre el olvido y el recuerdo. <<Me acordaré de ti como del olvido del amor mismo>>.

jueves, 18 de abril de 2019

Jacques Becker. Un ser apasionante y apasionado

En Mi vida y mi cineJean Renoir dedica uno de los capítulos a quien durante ocho años y ocho películas fue su asistente, y su amigo desde el momento en el que se conocieron. Así lo recuerda el responsable de La regla del juego en sus memorias: <<cuando Jacques Becker vino a verme, era un niño, o más bien un muchacho. Representaba a la perfección todo lo que yo detesto: la gran burguesía francesa, el conocimiento de los bares y la práctica de los deportes caros. Una vez que rasqué aquel barniz, me encontré frente a un ser apasionante y apasionado>>*. Y la pasión que Becker sentía por el jazz lo empujó a los dieciocho años a enrolarse en la <<Compañía General Trasantlántica para poder ir a Nueva York a visitar a algunos de sus ídolos, en primer lugar Duke Ellington>>*. Becker amaba el jazz y también amaba el cine, por ello no dudó en contrariar a su padre y presentarse ante Renoir y decirle que <<dentro de dos meses estaré libre del servicio militar, te acosaré hasta que me dejes ser tu ayudante>>* Así lo hizo, o así lo quiso recordar su amigo y, tras participar como extra en Le Bled y asistir a Roger Lion en Alló... Alló e Y en a pas deux come Angélique, se convirtió en el ayudante de Renoir en La noche de la encrucijada. De aquella relación profesional, entre las que se cuentan las fundamentales Boudu, salvado de las aguas, Una partida de campo o La gran ilusión, el artífice de París, bajos fondos diría que había <<disfrutado viviendo y trabajando junto a Jean Renoir; si volviera a nacer, estaría encantado de hacerlo otra vez, sin embargo, creo que hice mal en no haber hecho todo por convertirme en director antes>>** Esto fue posible en 1935, en el mediometraje Téte de turc. Al año siguiente fue uno de los encargados de dirigir el film colectivo La vie est à nous, una película que la cooperativa Ciné-Liberté y del partido comunista francés habían encargado supervisar a Renoir. Solo fue pequeño paso, el gran salto llegó en 1942, después de su regreso del campo de prisioneros donde había sido confinado tras la derrota francesa en la Segunda Guerra Mundial. Fue entonces cuando rodó su primer largo en solitario, aunque poco podían hacer los cineastas franceses durante la ocupación, menos aún si pretendían ser críticos con el invasor. Limitado por las circunstancias de la época, Dernier atout es una atractiva propuesta genérica que recoge influencias del policíaco estadounidense, influencias que once años más tarde ya no lo serían en la espléndida No tocar la pasta, obra clave y punto de inflexión en su obra fílmica. Durante el tiempo que separa ambas producciones, Becker fue uno de los encargados de reavivar la industria cinematográfica francesa de posguerra. Título a título, plasmaba su interés por personajes humanos, por sus cotidianidades, similares a la cotidianidad del momento que él mismo observaría en su día a día, por los espacios que transitan y donde se producen las relaciones y reacciones de mujeres y hombres como los de Se escapó la suerteÉdouard et Caroline o Calle de la Estrapada. En sus orígenes, su cine parece influenciado por el neorrealismo, también por quien fuera su maestro, por el cine estadounidense e incluso por su contemporáneo Bresson, sin embargo, las películas de Becker son únicas porque asumen dichas influencias y las lleva a su terreno, a su comprensión del medio cinematográfico y del ser humano de quien desnuda emociones en París, bajos fondosMonparnasse 19 o La evasión, su última y magistral película, la cual no vería concluida debido a su muerte prematura. Su filmografía no es perfecta, ninguna lo es, pero sí resulta excepcional en algunas etapas, además siempre fue coherente con las ideas de un realizador cuyo cine más personal no ha perdido ni un ápice de su humanidad ni de su vigencia, un cineasta que declaraba que <<dirigir es algo que no se aprende. Uno debe inventar su estilo, descubrir su propia vía>>**.



Filmografía

Tête de turc (1935) (cortometraje)
Le Commissaire est bon enfant, le gendarme est sans pitié (1935) (cortometraje co-dirigido por Pierre Prévert)
Le vie est à nous (1936)
L'Or du Cristobal (co-dirigido por Jean Stelli)
Dernier atout (1942)
Goupi mains rouges (1943)
Falbalas (1945)
Se escapó la suerte (Antoine et Antoinette, 1947)
Rendez-vous de juillet (1949)
Édouard et Caroline (1951)
París, bajos fondos (Casque d'Or, 1952)
No tocar la pasta (Touchez pas au grisbi, 1954)
Ali Babá y los cuarenta ladrones (Ali Baba et les 40 voleurs, 1954)
Las aventuras de Arsenio Lupin (Les aventures d'Arsène Lupin, 1957)
Los amantes de Montparnasse (Montparnasse 19, 1958)
La evasión (Le trou, 1960)


*Jean Renoir. Mi vida y mi cine. Editorial Akal
**Quim Casas, Ana Cristina Iriarte (coord.). Jacques Becker. Filmoteca Española y Festival de San Sebastián. Madrid, 2016 

miércoles, 17 de abril de 2019

Julia (1977)



Realidad física
: una habitación, el ahora, dos niñas de doce años, dos camas gemelas, sonidos, que en sus cerebros se convierten en palabras, más palabras, otros ruidos...

Interpretación (o pensamiento), tiempo presente, de dicho ahora: "¡qué este momento no acabe nunca!"; "cambiaremos el mundo, juntas"; "¿qué puedo decir?"; "¿cómo sorprenderla?"; ¡qué se calle ya!; ¡no la soporto cuando se pone así!...

Memoria (el ayer desde el hoy): <<Julia y yo estábamos tendidas en dos camas gemelas y ella recitó trozos de poesía [...]: a Dante en italiano, Heine en alemán, e incluso a pesar de que no podía comprender ninguna de las dos lenguas, los sonidos eran tan bonitos que sentí una dulce tristeza como si hubiera mucho por delante en el mundo, mucho que sería estupendo y satisfactorio si alguna vez lograba encontrar mi camino.>>1


La realidad se ubica en un espacio físico y en un tiempo presente. Es objetiva, aunque no para nosotros, pues se vuelve subjetiva en las múltiples interpretación existentes. Transcurrido ese tiempo concreto, la interpretación de la realidad nos acerca a la memoria, al recuerdo y al olvido, al espacio abstracto donde tras cobrar su forma subjetiva, consciente o inconscientemente, pretendemos hacer pasar por físico y objetivo el instante que recordamos y consideramos real. Esto conlleva que la realidad, sus posibles interpretaciones y la memoria de cada individuo difieran como también difieren el cine y la literatura, dos medios de expresión distintos, aunque, como sucede entre realidad-interpretación-memoria, existan vasos comunicantes e influencias en varias direcciones. Tomemos la novela como la realidad, al proceso de adaptarla —qué pretendo decir, qué descarto, qué ideas propias añado, cómo la visualizo— como la interpretación y las imágenes que vemos en la pantalla como la memoria, entonces ¿quién podría exigir a la memoria fílmica ser idéntica a la realidad literaria que la inspira? Partiendo de cuanto he expuesto hasta ahora, el espacio real en el que se ubica Julia (1977) es un tiempo presente al que no tenemos acceso, salvo por la interpretación que del mismo hace la narradora, una Lillian Hellman de quien nada sabemos, salvo que dice ser anciana y que se dispone a rememorar el pasado expuesto en la película de Fred Zinnemann.


Las palabras de la escritora entremezclan momentos del ayer, de su memoria, y por tanto de su realidad subjetiva, donde habita idealizada la figura de Julia (Vanessa Redgrave), también la de Dashiell Hammett (Jason Robards), su compañero durante treinta años de relación y altibajos. A
 primera vista no se trata de un relato ficticio, ya que suponemos hechos vividos por la Lillian Hellman real, los cuales plasmó en el tercer capítulo de Pentimento, uno de sus tres libros autobiográficos, escrito en 1974. Pero, más si cabe por este motivo, se aleja del espacio objetivo para dar forma a la idealización de su amiga, a quien nombra Julia, aunque este no fuese su verdadero nombre, o que incluso no hubiese existido, o quizá sí, pero como mezcla del ser real y el imaginado e idolatrado. La primera imagen que descubrimos de Lillian Hellman (Jane Fonda), en su barca sobre la superficie del lago donde pesca en soledad, resulta evocadora, porque existe en la nostalgia de un tiempo lejano que ella observa desde el presente, y que de tal manera se aproxima a nosotros. Desde ese primer pretérito accedemos a uno anterior, durante el cual contemplamos a Lilly y Julia, todavía niñas, compartiendo momentos que las unirá más allá de los años y del distanciamiento geográfico.


Los intercambios temporales resultan fundamentales en la adaptación de 
Fred Zinnemann, que expuso los hechos intercalando momentos (pensamientos) como la propia autora hace en su (auto)relato. De tal manera en la relación establecida por el cineasta, entre realidad literaria y memoria cinematográfica anuncia fidelidad a la primera, y esta sensación se agudiza cuando pretende ser una recreación exacta del viaje que Hellman describe en las páginas de su libro, un viaje por sus recuerdos (físicos en la pantalla), que nos llevan a un Berlín en pleno auge y dominio nazi, donde se produce su último encuentro con su amiga, a quien había visto con anterioridad en el hospital vienés donde aquella se recupera de las agresiones sufridas tras las protestas anti-totalitarias en las que había participado. Por todo cuanto representa, Lillian siente admiración y devoción, amor y, en algún momento de su vida, puede que deseo por Julia, pero también visualiza en su memoria su vida con Hammett, su dificultad para dar forma a su primera obra, el éxito de esta,...; los interpreta y, por tanto, los adapta a sus inquietudes, emociones y sentimientos, aquellos que le llevan a recrear ideas e imágenes de la infancia y de la primera madurez, ambas ya lejanas, que le inspiran en el presente desde el cual se despide consciente de que nunca olvidará a Julia y a Dash.


1.Lillian Hellman. Pertimento (traducción Marta Pessadorrona). Argos Vergara, Barcelona, 1977