lunes, 8 de abril de 2019

Cube (1997)


<<Estamos compuestos de poliedros psíquicos... Ese es nuestro drama o nuestra comedia...>>

Eduardo Blanco Amor. La catedral y el niño. Libros del Asteroide, 2018


<<Soy policía, tranquila>>. << Si hay una entrada, tiene que haber una salida>>. <<Es peligroso>>. Son algunas de las simplezas que Quentin (Maurice Dean Wint), autoproclamado líder de los "cubenses", suelta al inicio de la fuga del cubo metálico donde él y sus compañeros se despiertan sin saber cómo han ido a parar allí y por qué. No sentiría demasiada confianza siguiendo a alguien así, pero no soy uno de ellos, ni me despierto encerrado en un habitáculo de ancho, alto y largo iguales, aunque quizá esté atrapado en entornos propios y extraños de cuadratura pareja, pero esa es otra historia. Aquí, en Cube (1997) la historia de cómo, quién y por qué carecen de entidad narrativa, al igual que los diálogos, de relleno y hasta ridículos cuando pretenden profundidad. En Cube, su primer largometraje, Vincenzo Natali prioriza mantener el suspense y la tensión que el espacio pueda generar tanto en el espectador como en los protagonistas, que por sí solos no les sobra entidad, pero juntos complementan un individuo multifacético que necesita equilibrar sus distintos componentes para lograr su meta. Quizá por este motivo los han encerrado en esa prisión trampa de compartimentos de seis caras idénticas con puertas en su parte central, algunos de los cuales son trampas mortales. O puede que todos formen en conjunto una unidad individual compleja, que vendría a recomponer los pedazos del primer personaje (Julian Richings) que asoma en pantalla previo a la impresión del título de la película o quizá sean las seis caras del cubo humano que componen. Los personajes de Vincenzo Natali se encuentran definidos por características concretas, estereotipos, y al tiempo delimitados por un comportamiento acotado y condicionado por los atributos que cada uno representan. En Rennes (Wayne Robson) encontramos la seguridad de quien supone controlar la situación, pensamiento que genera su prepotencia y el supuesto control, y por ello cae primero. El orden que seguirá, se antoja natural, ya que tras desaparecer la seguridad, lo siguiente que se pierde es la generosidad representada en Holloway (Nicky Guadgni), humanitaria y opuesta a Quentin, en quien descubrimos el instinto de supervivencia, y desde este la parte irracional que asume el control de su comportamiento, totalitario, violento e intolerante, debido a la necesidad de sobrevivir a costa de cualquier circunstancia. Tampoco resulta complicado descubrir en Worth (David Hewlett) la culpabilidad y el desencanto o en Leaven (Nicole de Boer) la ciencia y la parte racional; así como en Kazan (Andrew Miller) el desorden, el miedo y también el talento oculto y desconocido, un talento que aflora en la necesidad. A partir de la unión de estos atributos, que nunca llegan a equilibrarse, se modela un ser tridimensional como el recinto que los encierra y amenaza, un espacio de donde intentan escapar y del cual no pueden hacerlo. Continuando con esta interpretación subjetiva del ser poliédrico de seis rostros, no resulta extraño que sea Rennes el primer atributo (la seguridad) en desaparecer y tras este la generosidad, eliminada de un plumazo por el instinto de supervivencia. Y así, sucesivamente, el individuo cúbico perderá sus distintas partes, viéndose privado de su identidad completa y de la posibilidad de encontrar el equilibrio que le permita superar la realidad en la que se encuentran y enfrentarse a aquella que impera en un exterior desconocido, pues, hasta ese instante, ha vivido y sobrevivido en el desequilibrio y la desorientación de un interior destructivo.

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