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miércoles, 3 de mayo de 2023

El Cid (1961)

Su viajero espacial en El planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J. Schaffner, 1968) es, quizás, su personaje más icónico de la década de 1960, pero los que se asocian de inmediato a Charlton Heston son del decenio anterior, aquel en el que alcanzó el estatus de estrella de celuloide. Su Moisés en Los Diez Mandamientos (The Ten Commandments, Cecil B. DeMille, 1956) y su Judá Ben-Hur en Ben-Hur (William Wyler, 1959) fueron fundamentales y tienen en común su origen hebreo y su paso de la opulencia al destierro, al éxodo y a galeras, respectivamente, y de ahí a su liberación y triunfo. En ambos casos son héroes épicos, sin apenas matices, como lo es su Rodrigo Díaz de Vivar en El Cid (1961), que también tuvo que sufrir el exilio, aunque el suyo se resuelve con una elipsis, una barba y su regreso a la batalla. Había sido desterrado por orden de Alfonso VI, hijo de Fernando, padre de Urraca, no confundir con su tía la de Zamora, que es el personaje que interpreta Genevieve Page en la película, y abuelo de Alfonso Raimundez, para la monarquía castellano-leonesa Alfonso VII. Nos situamos en los orígenes de Castilla, que antes de ser reino era condado de la corona de León, un condado que pasó a Fernando cuando fue coronado rey de León y que dejó en herencia a su hijo Sancho, que sería el primer monarca castellano. El testamento del finado dividía el reino de León entre sus tres hijos varones: Galicia para García, León para Alfonso y Castilla para Sancho. Por entonces, también eran tiempos de Navarra y Aragón y de los reinos de taifas, de El Cid, de la reforma de Cluny, del auge del Camino, de la reconquista de Toledo y de otras cuestiones que marcaron el presente peninsular del siglo XI; pero aquel Cid, que vivió en el XI y nunca llegó a ver el XII (ni los que le han seguido) en el que se desarrolla la historia rodada por Anthony Mann, no es el que quisieron Heston y Samuel Bronston, productor que pretendió conquistar la industria del celuloide creando un Imperio en la España franquista que abrazaba la apertura y el desarrollo económico de los años sesenta, posible, sobre todo, gracias al turismo y a las divisas enviadas desde la emigración.

Instalado en España desde 1957, Bronston contaba con el apoyo financiero de su amigo Pierre duPont y con contactos en el gobierno franquista. Había llegado con una idea, por decirlo de algún modo, hecha en Hollywood y para darle forma necesitaba un buen puñado de nombres que hiciesen posible su cine espectáculo, a imagen y semejanza del hollywoodiense, pero rodado en un país europeo que le abarataba costes, le posibilitaba buenas condiciones climatológicas y diversidad paisajística. Entre sus colaboradores estaban el catalán Jaime Prada, probablemente suyos serían los contactos que le facilitaron medios logísticos, humanos y militares, y el guionista Phillip Yordan, quien firma el guion de El Cid junto a Fredric M. Frank, nombres visibles de un grupo más amplio de guionistas entre los que no se acredita a Ben Barzman. También contó con reputados técnicos, caso del director de fotografía Robert Krasker y decoradores como John Moore y el asturiano Gil Parrondo. Cuando se trataba de directores, actores y actrices buscaba en el firmamento cinematográfico y se traía lo más granado. Así llegó Heston, tras exigir que escribiesen su personaje y la historia a su medida; no me refiero a su metro noventa y uno de estatura. En aquel momento, sin duda, era de los grandes reclamos en el universo de celuloide, por lo que no hubo problema para aceptar hacer un Cid a su gusto. La otra estrella, Sophia Loren, que estaba conquistando el mundo del cine, había dado pruebas suficientes de poder medirse con cualquiera y salir victoriosa; pero en este film apenas tiene presencia. Se limita a estar y nunca logra el brillo que reluce en su máxima expresión cuando juega junto a Vittorio De Sica y Marcello Mastroianni (juntos o por separado). Con ellos formó un trío irrepetible, uno que les enriquece individualmente y en conjunto. Es lo que tiene una relación generosa, que (se) engrandece en colaboración. Pero volviendo a la película, Bronston se hizo con los derechos del guion que iba a ser dirigido por Rafael Gil. Lo cambió por completo (sus guionistas) e intentó vender la idea de que Ramón Menéndez Pidal había asesorado a sus escritores; algo por otra parte que se aleja de la realidad, aunque el intelectual se dejase fotografiar con Heston y otros miembros de la película.

El personaje al que ahora dedicaré mi atención es Anthony Mann, un cineasta que me parece de lo mejor, narrativamente hablando, del cine estadounidense de finales de la década de 1940 y de la siguiente, sin embargo, los años sesenta fueron artísticamente menos ricos; Hollywood ya no era lo que había sido; los que ahora empezaban a mandar carecían del instinto de los Harry Cohn, William Fox, Carl Leammle, Samuel Goldwyn, Darryl F. Zanuck, David O. Selznick y tantos otros magnates cinematográficos que dieron forma a la edad dorada. Despedido de Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960) y decepcionado con Cimarrón (1960), el cineasta decidió cambiar de aires y aceptó la oferta de Bronston, quien ya había contado con John Farrow y Nicholas Ray en dos proyectos anteriores. Mann era su tercer hombre, el cuarto para engrandecer su imperio (algo que no se logró o que solo se logró a medias) sería Henry Hathaway, pero en ningún caso los resultados están a la altura de lo mejor de estos ilustres cineastas. Lo cierto, si nos dejamos de forofismos y de gustos personales, es que ninguna de las dos superproducciones que Mann dirigió para la Samuel Bronston Inc. se encuentran entre lo mejor de su cine. Eso salta a la vista de cualquiera que quiera ver y que haya visto la filmografía del realizador de Colorado Jim (The Naked Spur, 1953). En “lo mejor”, que es un “lo mejor” bastante amplio, se incluyen varios de sus policíacos de serie B, sus westerns, salvo Cimarrón, el bélico espectral La colina de los diablos de acero (Men in War, 1957) y el drama La pequeña tierra de Dios (God’s Little Acre, 1957). En estos films, sobre todo en sus westerns, los héroes de Mann son desarraigados, carecen de un hogar a donde regresar, en este aspecto guardan un parecido con los de Ray, salvo que a los de este les es imposible ir hacia adelante, hacia las tierras y horizontes lejanos que de algún modo son la esperanza de los héroes de Mann. Pero volviendo al Cid de Heston, que a primera vista podría ser otro desarraigado, ya desde el primer momento apunta que se trata de un héroe de Hollywood en tierras ibéricas donde todo se encuentra al servicio del espectáculo, al que le da igual lo castellano, lo mozárabe o lo burgalés. Tampoco siente interés por profundizar en el personaje, a quien nunca muestra ni como mercenario ni señor de la guerra, más bien como una especie de mesías que desafía al poderoso y apiada del leproso. ¿Pero qué más da quién fue el auténtico Rodrigo Díaz de Vivar, si El Cid de Heston es genuino cinematográfico y noble caballero que se aferra al tópico del honor, palabra dudosa donde las haya? Dicho abstracto le obliga a enfrentarse al conde Gormaz (Andrew Cruickshank), el alférez del rey y padre de Jimena (Sophia Loren), cuando aquel le acusa de traición faltando de ese modo al buen nombre de don Diego de Vivar (Michael Hordern). Mas este no es el enfrentamiento que convierte al futuro caudillo en leyenda, tampoco al modelo del canto Mio Cid, poema épico y seminal de la literatura castellana cuya propaganda escapa de la Historia para asentarse en el mito. Rodrigo/Heston se convierte en héroe más allá de la vida al enfrentarse al invasor almorávide que cruza el Estrecho para, según anuncia Ben Yussuf (Herbert Lom), su líder, convertir a toda la península, después a toda Europa y luego al mundo.

Fanáticos los hay en todas partes, y Yussuf es un fanático. Alfonso también evidencia fanatismo e intolerancia cuando rechaza la ayuda de los reyes musulmanes a los que ofende. Lo preocupante es cuando el fanatismo se hace dominante y se asienta en el poder y ese es el peligro que apuntan Mann y sus guionistas al inicio de la épica de El Cid, una épica cinematográfica a la que no importa dar mil patadas a la Historia, patearla hasta dejarle el rostro irreconocible a base de golpes que no se les puede reprochar, porque lo de Mann y los suyos es el cine y no el estudio de la Historia, que por otra parte puede resultar tan o más entretenido que el cine, pero esa es otra historia. Así, Mann, Bronston, Heston y compañía hacen su leyenda de la figura de alguien como el guerrero castellano Rodrigo Díaz de Vivar, de quien tampoco se está seguro que naciese en Vivar. De hecho, su nacimiento ya escapa a la Historia y su vida se confunde para asentarse en la leyenda. En todo caso, tanto la ficción literaria como la cinematográfica son osadas y juegan con la Historia a su antojo. Y al igual que hace el Mio Cid, esta superproducción Bronston, de las mejores de las suyas, sino la mejor de las que produjo durante su megalómana aventura por tierras españolas, no se ruboriza por cantar a su manera e iniciar su recorrido campeador en el año 1100 situando a Fernando de León como rey de Castilla y al Cid obligado a enfrentarse a quien debería ser su suegro…




miércoles, 9 de junio de 2021

El reinado del terror (1949)


Toda revolución genera un espejismo de cambio, ¿o es el espejismo de cambio, fruto de la ilusión teórica, el que empuja el giro? Algunos incluso muestran imágenes de libertad, igualdad y fraternidad, como sucedió en la Revolución Francesa, pero el devenir histórico, de exclusiva humana, se encarga de delimitar su radio de acción y de limitar el significado de los abstractos, que sitúa en un plano que no es el ideal que los origina, sino el mundo físico donde los ideales carecen de lugar concreto. Ese mismo espejismo genera el caos que trae consigo la sensación de que el orden (opresor) ha sido destruido, aunque solo lo altera en su forma y, tras el temporal caótico, el orden volverá a imperar con otro cuerpo, quizá con algún cambio que apenas trastocará la cotidianidad de las masas que durante la revolución y el instante que la sigue sirven de arma a cabecillas como Robespierre. Este personaje histórico, interpretado por Richard Basehart, es el antagonista de
El reinado del terror (The Black  Book/The Reig of Terror, 1949), un film en el que Anthony Mann no pretende la reconstrucción de un periodo negro en la Historia. Prefiere o se decanta por una intriga en las sombras, en cuartos oscuros y en locales que no desentonarían en un film ambientado en el Chicago de la “prohibición”. Salvo la persecución diurna, los decorados callejeros también apuntan hacia esa intención que agudiza la negrura que se respira durante esos días en los que Robespierre, que domina con su libro negro a la Asamblea, apunta a dictador de Francia. ¿Para eso han luchado? ¿Para caer en las manos de un totalitario mucho más sanguinario que el depuesto? El reinado del terror toma la Historia y crea su propia historia para ofrecer un thriller intenso, en el que no importa demasiado caer en los tópicos del género: infiltrados, suplantación de identidad, sed de poder, luces y sombras —más de estas que de aquellas—, persecuciones y un romance que se inicia con los reproches de Charles (Robert Cummings) y Madelon (Arlene Dahl), dos viejos amantes que se reencuentran en la oscuridad de una posada donde el primero se adelanta a la segunda y asesina al hombre que debe suplantar. Pero lo mejor del film es su estética noir, la fotografía de John Alton y el uso que Mann hace de los decorados —William Cameron Menzies, el productor de la película, director ocasional y prestigioso decorador cinematográfico, aportó ideas que mejoraron el conjunto—, de las sombras arriba referidas, de los espejos y de las situaciones que ubica (en su mayor parte) en el París de 1794, una especie de bajos fondos donde los políticos no difieren demasiado de los gánsteres tratados en el cine negro. Esto no fue casual, sino una decisión premeditada, que alejase El Reinado del terror del historicismo académico y del cartón piedra para pasar a la acción, trepidante en las persecuciones, y a la tensión, por llamarla de algún modo, que genera la carrera contrarreloj en la que el héroe, agente del exiliado general Lafayette que se hace pasar por el acusador de Estrasburgo, y la heroína, que espía para la causa del líder de la oposición, se ven inmersos para salvar a Francia del aspirante a dictador que domina el Comité de Salud Pública, eufemismo de su terror de Estado, el mismo que ajusticia a Danton en los primeros compases de la película.


miércoles, 8 de agosto de 2018

Raw Deal (1948)


Westerns como Winchester 73 (1950), Horizontes lejanos (Bend of the River, 1952), Colorado Jim (The Naked Spur, 1953) o Tierras lejanas (The Far Country, 1954) se encuentran entre lo mejor del género y, ¿por qué no decirlo?, también del cine realizado en Hollywood durante la primera mitad de la década de 1950 y, salvo excepciones como el bélico La colina de los diablos de acero (Men in War, 1957), también fueron los títulos que la crítica francesa reivindicaría años después. Sin embargo, antes de dar el salto a las producciones de mayor presupuesto con el western trágico Las Furias (The Furies, 1950), Anthony Mann ya había realizado varios largometrajes de serie B en los que desarrolló sus múltiples recursos y el gusto por personajes enfrentados a sí mismos, al espacio por donde deambulan y al pasado que pretenden dejar atrás. Este triple enfrentamiento se descubre a lo largo de Raw Deal (1948), en el que Mann empleó las localizaciones urbanas y las naturales por donde se desarrolla la película para agudizar la fatalidad en la que se adentra su trío protagonista. En los primeros instantes del film, la voz de Pat (Claire Trevor) hace audibles sus pensamientos para exponer su amor incondicional hacia Joe Sullivan (Dennis O'Keefe). Esa misma voz interior nos irá desvelando miedos, dudas y celos, pero, durante los minutos iniciales, solo nos descubre que su único deseo es estar con Joe. A Pat nada le importa en ese momento salvo ayudar al reo a fugarse del correccional donde lo observamos por primera vez frente a Ann Martin (Marsha Hunt), la joven trabajadora social que, también enamorada, intenta conseguirle la libertad por medios legales. En ese instante se comprende que Joe no puede ni quiere continuar encerrado o esperar tres años entre rejas, desea respirar el aire fresco que idealiza en Ann y recuperar su libertad. Esas son sus prioridades, a las que une los cincuenta mil dólares que Rick Coyle (Raymond Burr) le debe de su último trabajo en común, el mismo trabajo que lo condujo al presidio de donde se fuga gracias a la ayuda de Pat, a quien siempre ha ninguneado, quizá porque no encuentra en ella el ideal de mujer que persigue. Ambos huyen en un vehículo que abandonan en la nocturnidad, como consecuencia de los disparos, y buscan refugio en la casa de Ann. Esta suplica a Joe que se entregue, aunque, ante la negativa del delincuente, la joven (representación de la inocencia perdida de los fugitivos) telefonea a la policía y une su destino al de sus captores. Raw Deal, cuya traducción literal es trato injusto, expone con acierto la huida contra el reloj por el asfalto y por espacios abiertos y cerrados, una huida de seiscientos kilómetros hacia la atracción y el rechazo, hacia los sentimientos enfrentados y hacia la nueva vida que Joe y Pat anhelan encontrar tras un viaje marcado por la tensión, las sombras y violencia, la cual fluye en todos los personajes de interés: Rick, sádico en grado sumo, no duda en 
arrojar licor ardiendo al rostro de su novia -en una escena que antecede a la espléndida y brutal de Los sobornados (The Big HeatFritz Lang, 1953)-, Pat mantiene una violenta lucha interna que nace de los celos y de la indiferencia que recibe de Joe, e incluso Ann asume la violencia como último recurso y dispara sobre Fantail (John Ireland) para salvar la vida del hombre que ama y por quien a cruzado su límite moral.

martes, 16 de enero de 2018

La caída del Imperio Romano (1964)


Hacia finales del siglo II de nuestra era, el Imperio Romano se extendía desde la costa atlántica de Hispania hasta el Mediterráneo oriental, desde el sur de Europa hasta la fronteras naturales del Danubio y del Rin, por el norte de África y parte de Asia, donde limitaba con los persas. Dieciocho siglos después, otro imperio, que en realidad no lo era, pues solo era un estudio cinematográfico, ocupaba una zona de las Rozas (Madrid) donde el emperador-productor Samuel Broston se instaló con el dinero cedido por las industrias DuPont para extender su actividad desde El capitán Jones (John Paul Jones; John Farrow, 1959) hasta Pampa salvaje (Savage PampaHugo Fregonese, 1966). Durante su apogeo, Broston produjo El Cid (The Cid; Anthony Mann, 1961), 55 días en Pekín (55 Days at Pekin; Nicholas Ray, 1963) o La caída del Imperio Romano (The Fall of the Roman Empire; Anthony Mann, 1964), compitiendo de tú a tú con las grandes superproducciones hollywoodienses y persiguiendo crear su propio Hollywood en España, donde los costes de producción y las facilidades logísticas ofrecidas por el gobierno formaban parte de los atractivos. Para lograr el éxito, el productor también era consciente de la necesidad de contar con buenos profesionales, con directores de renombre y estrellas internacionales que sirvieran de reclamo para llenar las salas comerciales. De lo primero había suficiente en el cine español, no así en los otros dos casos, mas Broston, productor de pensamiento similar al de los magnates del Hollywood dorado, tuvo la osadía de gastarse un dineral para incluir en sus películas repartos repletos de rostros conocidos para el público internacional, repartos como el de La caída del Imperio Romano, encabezado por Sophia Loren, quien, al aceptar participar en esta superproducción, se convertía en la segunda actriz en recibir el salario de un millón de dólares. Pero, de regreso a los imperios, surgen preguntas como ¿cuáles fueron las causas de la caída de Broston? ¿Y de la de Roma?


El sueño imperial de Broston concluyó porque los beneficios no cubrían los gastos, mientras, la caída romana fue más compleja y se gestó durante siglos, debido a varios factores.
 Entre lo épico y lo trágico, La caída del Imperio Romano se adelantó a lo expuesto por Ridley Scott en Gladiator (2000), superando a esta en sus esplendorosos decorados y, sobre todo, en la reflexión sobre la decadencia (pasada, presente y futura) que encierran sus imágenes, una reflexión inexistente en la película de Scott, que en todo momento apuesta descarada y lícitamente por el entretenimiento y el espectáculo, el cual también tiene cabida en partes del film de Anthony Mann, aunque, en realidad, más que un film de Mann sería una película de Samuel Broston, pues la libertad creativa del cineasta estaría supeditada a las intenciones y ambiciones del productor. La gran extensión del imperio, las desigualdades entre las distintas zonas que lo formaban, las luchas intestinas, el disparo del gasto púbico, la falta de alimentos para abastecer a la población, la corrupción y la mala gestión de sus políticos, cegados por su ambición desmedida, el creciente poder del ejército en la elección del emperador, las enfermedades, las constantes guerras fronterizas, la conveniencia o inconveniencia de la entrada masiva de pueblos germanos, la cada vez menos silenciosa presencia del cristianismo o el descontento civil son algunas causas que aparecen a lo largo de la película de Anthony Mann, aunque lo hacen en pequeñas dosis, supeditadas a la espectacularidad de decorados como el foro romano, a las batallas, a las escenas de acción (como el espléndido duelo de bigas por un bosque germano), a los personajes y sus relaciones de amor y odio. La película se inicia con el emperador Marco Aurelio (Alec Guinness) y Timonides (James Mason), el filósofo que representa las ideas del cristianismo, asistiendo a la lectura de un ave por parte del augur, una lectura que presagia los malos tiempos de los que el emperador es consciente, pues Roma agoniza y necesita la paz para sobrevivir. Para lograrla, el monarca decide nombrar heredero de su trono a Livio (Stephen Boyd), en lugar de Cómodo (Christopher Plummer), su vástago. Sin embargo, hay quienes no desean que los planes de Marco Aurelio se lleven a cabo y se unen en la conjura que le da muerte y precipita la subida al trono de Cómodo, un gobernante incompetente, sediento de poder y de la gloria de los dioses.

martes, 7 de abril de 2015

El gran Flamarion (1945)



Un asesinato, la policía que sospecha del hombre equivocado y un moribundo que recuerda su fatalidad, que se observa a lo largo de los flashbacks que componen El gran Flamarion (The Great Flamarion, 1945), son algunas de las características del cine negro que Anthony Mann asumió para desarrollar su primera obra de identidad, aunque esta presenta menor interés que sus siguientes incursiones en el género, que los westerns que le dieron fama y que el excelente bélico La colina de los diablos de acero. Ante la sorpresa y alarma de un desconocido, que lo descubre herido entre las sombras de un teatro, Flamarion (Erich von Stroheim) confiesa poco antes de morir los hechos que se suceden en las imágenes que, en un primer instante, lo muestran como una estrella del espectáculo que se dedica a disparar sus pistolas en un número en el que Al (Dan Duryea) y Connie Wallace (Mary Beth Hughes) le sirven de auxiliares. Los primeros compases de estos recuerdos permiten perfilar la personalidad de un artista asocial, centrado en su trabajo, cerrado en sí mismo y ajeno a los encantos de su ayudante femenina, quien desea conquistarlo porque en él ve a la marioneta que podría librarle de su marido. Como sucede en otras producciones de cine negro, la presencia de la mujer fatal resulta fundamental para el avance de El gran Flamarion, ya que la sexualidad y la capacidad para mentir de Connie le permiten manejar al pistolero de variedades a su antojo, hasta que este se obsesiona con un amor que cree sincero y que provoca que acceda a cometer el asesinato de Al. Flamarion justifica el homicidio porque se convence de que es su única opción para estar con ella y, ante la promesa de compartir su vida con la mujer de quien se enamora, consuma el crimen de tal modo que parece accidental; pero, ante la posibilidad de levantar sospechas, Connie le aconseja esperar tres meses antes de reunirse e iniciar una relación que no llega a materializarse porque ella desaparece con otro artista, lo cual provoca la desesperación de Flamarion y su deambular en busca de una pista que le conduzca hasta quien le ha utilizado y provocado su caída en el abismo. El gran Flamarion fue una producción independiente que, gracias a la participación de Erich von Stroheim, distribuyó la Republic Pictures, aunque la presencia del actor provocó que Mann tuviese que lidiar con las excentricidades de quien había vivido su época dorada durante el periodo mudo, cuando se dedicaba a la dirección y a la interpretación. Sin embargo, la carrera de realizador de Stroheim se vio truncada debido a su personalidad y a los problemas que tuvo con los productores en películas como Los amores de un príncipe, de la que fue despedido durante el rodaje, Avaricia, cuyo metraje sufrió una mutilación de varias horas que provocó que renegase de ella, o La reina Kelly, que dejó inconclusa. A partir de entonces se centró en la actuación y participó en clásicos del calibre de La gran ilusión, Cinco tumbas al Cairo o El crepúsculo de los dioses, aunque en estas sus personajes no tuvieron el protagonismo del que gozó en El gran Flamarion, quizá su personaje principal más recordado y similar, aunque menos logrado, al interpretado por Emil Jannings (otra leyenda del cine mudo) en El ángel azul. ya que ambos encarnaron a un hombre solitario que se deja manipular por una mujer mucho más joven, con la esperanza de alcanzar un amor que solo existe en su inocencia y en su deseo.

miércoles, 25 de junio de 2014

La puerta del diablo (1950)


Hasta la fecha del rodaje de La puerta del diablo (Devil's Doorway, 1950), las mejores películas de Anthony Mann habían sido producciones de cine negro, de serie B, quizá por ello, en su primer western, apostase por emplear características del "film noir": la iluminación de su fotografía en blanco y negro o el pesimismo que rodea a su protagonista —un personaje central hasta entonces atípico dentro del género del oeste, ya que se trata de un indio. Este navajo asume las costumbres y acata las directrices del hombre blanco, cuestión que queda reflejada en los primeros compases de la película, cuando se descubre a Lance Poole (Robert Taylor) de regreso a su hogar luciendo con orgullo su uniforme de la Unión y los galones de sargento mayor. Ese mismo uniforme también lo viste a la conclusión de la película, aunque con un significado opuesto a la inocencia inicial que le domina cuando todavía se le observa orgulloso de la medalla al valor —que le fue concedida por sus méritos durante la guerra de la Secesión.


A la novedad de ofrecer el protagonismo al nativo estadounidense, aunque este fue interpretado por Robert Taylor (actor de origen anglosajón y de ojos azules que poco tenía de navajo), de otro modo, sin una estrella, posiblemente, no hubiese sido posible la filmación, La puerta del diablo presenta otro personaje que rompe con lo establecido hasta entonces en el western, porque Orrie Masters (Paula Raymond) no funciona como mero adorno ni como una excusa para desarrollar una relación romántica con el héroe. En la historia narrada por Mann ni hay héroe ni romance, y sí la lucha de dos desubicados que pretenden hacerse valer dentro de un entorno donde impera la injusticia racial y la discriminación sexual. Dentro de este ámbito ella acepta la tarea de defender los derechos de Poole, aunque este muestra un instante de duda al descubrir que el abogado a quien ha ido a contratar, para que le asesore sobre sus derechos legales, es una mujer. Sin embargo, tras unos segundos de vacilación, Lance comprende que nadie mejor que Orrie para ayudarle, pues, al igual que él, la joven letrada busca abrirse camino en un espacio hostil donde no hay cabida para individuos como ellos. ya que él forma parte de una minoría étnica rechazada por las leyes del hombre blanco y ella ejerce un oficio mayoritariamente desempeñado por varones.


Aparte de estar planificada desde una perspectiva de cine negro,
 La puerta del diablo muestra tres momentos concretos de la realidad de Poole: su inocencia inicial, cuando aún cree en la posibilidad de criar ganado en sus tierras, el despertar de la fantasía que ha creado en su mente cuando comprende las trabas que se le presentan por ser navajo, y que trata de solucionar dentro de un sistema legal que no lo contempla como ciudadano, y finalmente la certeza de su imposibilidad. Así pues, Lance asume una postura de lucha contra lo establecido, la única alternativa que le han permitido y de la que es consciente que acabará con él. En ese instante del film el antihéroe comprende el engaño en el que ha vivido hasta entonces, ya que reconoce su exclusión de aquello en lo que creía a su regreso a casa, cuando se consideraba igual a los miembros de la raza dominante, confiado y orgulloso de haber sido recompensado por la nación que sirvió en el pasado y que lo rechaza en el presente mediante leyes injustas que en un primer momento desconoce, pero también por la impasibilidad de los individuos que permanecen al margen o por la acción de aquellos que, como Verne Coolan (Louis Calhern), actúan dominados por la ambición y el racismo.

miércoles, 9 de abril de 2014

Cimarrón (1961)


De existir un Olimpo de realizadores de westerns, Anthony Mann tendría un lugar destacado entre los escogidos para habitarlo, aunque no por su último western, el más caro e irregular de los once que rodó, y también el que menos se adapta al género que le dio fama. Mann fue uno de los primeros directores que se decidió a rodar todas las escenas en espacios naturales, convencido de que la lucha de los actores con el medio sacaría lo mejor de ellos, cuestión esta que demostró en 
Horizontes lejanos, Colorado Jim o Tierras lejanas. Pero la fuerza narrativa de estos y otros de sus films no se encuentra en la versión que realizó de Cimarrón, una producción deudora de Gigante (George Stevens, 1956), también basada en una novela de Edna Ferber, cuyo éxito en taquilla animaría a la MGM a emular a la sobrevalorada superproducción de Stevens. Para ello, el estudio del león puso el proyecto en manos del responsable de Winchester 73, aunque este nunca llegó a tener el control sobre el mismo, como desveló su enfado tras visionar el montaje realizado por el estudio, consciente de que estaba contemplando una obra ajena, debido a la constante intervención de los responsables de la productora que había puesto el dinero, y por lo tanto la que tenía el control a la hora de efectuar cambios, cortes o un final que contrariaban la idea que Mann tenía para mostrar a los pioneros y todo cuanto rodeaba a la creación de un estado desde la nada. Truncadas las intenciones del cineasta, a quien obligaron a rodar en interiores escenas previstas en exteriores, Cimarrón se descubre como un melodrama que pierde interés a medida que se aleja de sus instantes iniciales, aquellos que muestran a una población nacida como consecuencia de la concentración masiva de colonos, que aguardan a la entrega de tierras que el gobierno se dispone a efectuar mediante la celebración de una carrera, en la que se lucha a vida o muerte por un pedazo del territorio de Oklahoma. En este espacio inicialmente inhóspito, marcado por las ambiciones y esperanzas de los presentes, se descubre a Yancy Cravat (Glenn Ford), pionero libre y salvaje como su apodo atestigua, que desea asentarse en ese entorno adonde llega acompañado por Sabra (Maria Schell), su esposa, desconocedora de las costumbres que imperan en un espacio con el que su marido se identifica. El personaje de Sabra Cravat carecía de la importancia argumental que posteriormente se le otorgó, sin embargo, uno de los cambios que se produjeron consistió en aumentar su presencia en pantalla en detrimento de Dixie Lee (Anne Baxter), personaje que, a pesar de resultar más atractivo e interesante, se vio reducido hasta ser un esbozo del que tendría que haber sido. La primera parte de Cimarrón presenta características del western, y se muestra desde los espacios exteriores que tanto gustaban a su director, quizá por ello la película posee un comienzo vigoroso, aunque con el paso de los minutos, y al igual que sucede en el Cimarrón realizado en 1931, pierde fuelle hasta convertirse en un insulso melodrama que gira en torno al nacimiento del estado de Oklahoma y a la evolución de la familia Cravat. De tal manera los años pasan y con ellos las costumbres de una época, en la que se luchaba por las tierras en carreras o mediante el empleo del revólver, dejan paso a la civilización moderna que se impone ante la mirada de Yancy, a quien le cuesta adaptarse a esos nuevos tiempos con los que nunca llega a identificarse. A pesar de contar con un elevado presupuesto, con rostros conocidos en los papeles principales y con un director de enorme talento que, ante las intervenciones de terceros, se desentendió del film, Cimarrón resultó un fracaso artístico y comercial que naufragó en su supuesta grandeza, siendo sin duda el western menos personal de Anthony Mann y, unido a su despido de Espartaco (Stanley Kubrick, 1960), uno de los motivos que provocó su distanciamiento de Hollywood.

miércoles, 26 de junio de 2013

La brigada suicida (1947)


Entre 1945 y 1950 se desarrolló dentro del policíaco hollywoodiense un estilo semi-documental que trataba de explicar con minuciosidad las labores de los diversos cuerpos de seguridad encargados de velar por el cumplimiento de la ley. La intención sería la de mostrar la eficacia y la importancia de estos departamentos, formados por aguerridos agentes que no dudarían en sacrificar sus vidas para lograr que el orden prevaleciese. Una de las características comunes a este tipo de producciones propagandísticas, que intentaron ofrecer su realidad de hechos supuestamente verídicos, se encuentra en su presentación, a menudo introducida por un cargo del departamento correspondiente, responsable de explicar a grandes rasgos la labor de los agentes en quienes se centra la historia. Una vez fuera de esa oficina, la acción nos descubre el día a día, los esfuerzos incansables, los métodos que utilizan o la avanzada tecnología que les ayuda a cumplir con su cometido. Dentro de este estilo cercano al realismo, condicionado por su intención de ensalzar a los órganos correspondientes, destacan títulos como La casa de la calle 92 (The House on 92nd StreetHenry Hathaway, 1945), La calle sin nombre (The Street with No NameWilliam Keighley, 1948) o La brigada suicida (T-Men), realizada por Anthony Mann en 1947, posiblemente una de sus mejores aportaciones al policíaco de serie B. En ella Mann consiguió alejarse de esa idea propagandística para centrarse en la violencia que nace del ambiente y del interior de los personajes, en este caso ubicados en calles e interiores turbios y amenazantes donde la brutalidad es una constante, pues nace de la criminalidad en la que los agentes se introducen para cumplir con su cometido. La cámara de Mann, excelente la fotografía en blanco y negro, realiza el seguimiento de los agentes de la ley infiltrados en la organización criminal que, entre otras labores, se dedica a la falsificación de billetes, pero su acierto reside en mostrar a los delincuentes en su habitat, donde la violencia no es más que una herramienta para proteger sus negocios. La introducción no da lugar a dudas, el espectador es consciente de lo que va a presenciar, de modo que los primeros minutos de La brigada suicida sirven para que conozcamos a los dos agentes del tesoro a quienes se les encarga la investigación. Tony Genaro (Alfred Ryder) y Dennis O'Brien (Dennis O'Keefe) viajan a Detroit después de preparar una tapadera convincente; en la ciudad del motor pretenden hacerse pasar por delincuentes, y de ese modo, sin levantar sospechas, acceder al mundo de los bajos fondos con la intención de conseguir alguna pista que les permita desarticular a la banda de falsificadores. Poco a poco acumulan información, mientras, sus superiores permanecen alejados del peligro, pero atentos al avance de los suyos, sin embargo, son los dos policías quienes arriesgan sus vidas, sobre todo cuando descubren una posible conexión entre la banda y un individuo conocido como el planificador (Wallace Ford). Esta nueva pista provoca el traslado de O'Brien a Los Ángeles; allí contacta con dicho elemento, que resulta ser un escalafón más dentro de una sociedad delictiva que parece tener bien protegidos a sus jefes. A pesar de que los dos agentes son los supuestos protagonistas, la historia carece de ellos, pues es el mundo del hampa y la constante voz en off del narrador las que se convierten en los guías de film, y esa misma voz es la que provoca la sensación de condicionamiento al remarcar la indispensable labor que se lleva a cabo dentro del departamento al que alude y la entrega incondicional de esos T-Men capaces de sacrificar sus existencias para realizar con éxito su trabajo, salpicado de constantes situaciones extremas, mientras sufren la violencia que se descubre en los ambientes delictivos dominados por vapores, claroscuros o niebla.

jueves, 13 de junio de 2013

Las Furias (1950)


Desde una perspectiva profesional, 1950 fue un año clave para Anthony Mann. Durante el mismo, se produjo su debut en el género que le dio fama: La puerta del diablo (The Devil's Doorway, 1950), que fue su primer western y también el primero que expuso en su totalidad un discurso reivindicativo de la imagen del nativo norteamericano. Ese mismo año, sus films pasaron de tener presupuestos de serie B a disfrutar de mayor holgura económica, “desahogo” que le permitió contar con interpretes de primer orden y con mejores medios materiales. Este fue el caso de Las Furias (The Furies, 1950), un western con protagonismo femenino que se adelantaba a Encubridora (Rancho NotoriusFritz Lang, 1952), Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954) o 40 pistolas (Forty GunsSamuel Fuller, 1957). Antes de concluir el año, Mann tendría tiempo para rodar uno de sus títulos míticos, Winchester 73 (1950), el que le unió profesionalmente por primera vez a James Stewart. Menos conocido que el famoso film de itinerario circular sería esta atípica película del oeste que resulta un melodrama influenciado por la tragedia griega que se descubre en otros guiones firmados por Niven Bush. El tono trágico del film tiene su origen en la obsesión que Vance Jeffords (Barbara Stanwyck) siente hacia la figura paterna: T. C. Jeffords (Walter Huston), su padre y el terrateniente más poderoso del territorio, dueño absoluto de cuanto se divisa en el horizonte. La relación entre padre e hija apunta cierto complejo de Electra, y que Vance enfoca hacia Rip Darrow (Wendell Corey), el hombre en quien descubre cualidades similares a las paternas.


El personaje de Barbara Stanwyck se entrega a Darrow hasta el extremo de sentir por primera vez que no puede controlar la situación, pero este se comporta con frialdad y no se deja manipular por los encantos de la mujer. El desplante de Darrow tiene su origen en el odio que siente hacia T. C, a quien acusa de haber robado las tierras de su padre, hecho que genera su deseo de venganza (tema recurrente en los westerns de 
Anthony Mann). La evolución (aprendizaje) de Vance se produce a raíz de su desengaño amoroso y continúa cuando su padre se presenta con una mujer que asume el rol que ella ha ostentado hasta ese mismo instante. Así pues, la joven se siente amenazada por la presencia de Flo (Judith Anderson), cuya intención de apoderarse de Las Furias pasa por deshacerse de la hija del hombre con quien pretende casarse. Vance Jeffords alcanza su límite emocional y, en un arrebato de furia, ataca de forma violenta a la mujer que pretende sustituirla, hecho que provoca la ira de T. C, que se venga en Juan Herrera (Gilbert Roland), el amigo y enamorado de Vance; momento en el que se produce la ruptura total entre padre e hija. Como consecuencia, Las Furias se desarrolla como un drama trágico en el que su personaje principal sufre la evolución que le lleva desde el momento inicial, cuando se muestra como una joven consentida, hasta el tramo final, cuando asume su nueva identidad, pero no sin antes pasar por las diversas etapas de maduración que la golpean con dureza: el desencanto amoroso, la aparición de Flo, la muerte de Juan o el odio que la consume tras esta, pero siempre condenada a no poder olvidar esa figura paterna que se convierte en el eje de cuanto hace o dice.

martes, 7 de mayo de 2013

Anthony Mann, hacia los grandes horizontes


Hacia finales de 1937, Anthony Mann cambiaba el teatro por un trabajo en la productora de David O. Selznick, donde permaneció durante un breve periodo que aprovechó para familiarizarse con algunos de los entresijos del ámbito al que estaría ligado de por vida. Posteriormente a su experiencia en la Selznick International, Mann firmó un contrato con Paramount Pictures, estudio donde se inició como asistente de dirección de cineastas como Preston Sturges, de quien siempre guardó un grato recuerdo, incluso llegando a decir que el realizador de Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travels, 1941) había sido el responsable de su debut como director, el cual se produjo en Doctor Broadway (1942), película de intriga que adapta una novela de Borden Chase, con quien colaboraría años después en tres de sus mejores westerns. Durante la década de 1940 trabajó condicionado por los escasos recursos de los que disponía en los rodajes. Entre ellos, el dinero y el limitado tiempo de rodaje. Con todo, la serie B fue un “lugar” inmejorable para aprender y evolucionar, ya que las limitaciones en la producción exigían a los cineastas con aspiraciones el idear recursos técnicos y narrativos con los que salir airosos de proyectos donde el ingenio era el sustituto de la falta de medios. Algunos de los títulos más destacados de aquellos primeros años, que le sirvieron para adquirir la soltura y la experiencia para desarrollar su capacidad para transmitir las emociones de sus personajes a través de las imágenes, son El gran Flamarion (The Great Flamarion, 1945), película negra interpretada por Erich von Stroheim, con quien no llegó a conectar, Desperate (1947), considerada por él mismo como su primer largometraje personal, o La brigada suicida (T-Men, 1947), uno de los primeros films de cine negro semidocumental. Pero Mann, no encontró su lugar dentro de una productora determinada, de tal manera que inició su deambular por diferentes estudios, para los que realizó cinco musicales y varios policíacos, género en el que empezó a demostrar una valía que no le fue reconocida en su justa medida hasta que un grupo de críticos franceses redescubrieron sus westerns y al posterior estudio de su obra, compuesta por treinta y nueve títulos que desvelan un punto de vista personal en el que prevalece la imagen sobre el diálogo. De esta manera, Anthony Mann pasó de ser considerado un artesano competente a un autor indispensable en la renovación del género que le dio fama (y eso que sus películas eran las mismas que las exhibidas el día del estreno). A lo largo de su vagabundeo por los estudios cinematográficos incluso llegó a rodar dos superproducciones para el productor Samuel Broston, El Cid (1961) y La caída del Imperio Romano (The Fall of the Roman Empire, 1963) fueron los mayores presupuestos que manejó en toda su carrera, aunque ambas fueron rodadas en un tercer momento de su carrera, cuando se produjo su decadencia artística durante la década de los sesenta.


Al igual que otros colegas de profesión que se foguearon en la serie B (
Richard Fleischer, Robert Wise, Don Siegel o Mark Robson), Mann dio el salto a la serie A en la década de 1950. En sus primeras películas se libró de las exigencias inherentes a los grandes presupuestos, respiro que le permitió encarar los rodajes con cierta libertad y convertirlos en una especie de campo de pruebas donde afianzar su estilo, el que se reconoce en cualquiera de sus once westerns. De estos, cinco contaron con el protagonismo de James Stewart, su actor principal desde Winchester 73 (1950) hasta La última bala (Night Passage, 1957), film del que Mann fue despedido y que significó su ruptura con la estrella y con Borden Chase. A grandes rasgos, la mayoría de sus westerns presentan a un antihéroe solitario, desencantado con su pasado e individualista en su presente; del mismo modo que exponen un eje narrativo que gira en torno a la venganza o a la superación. La primera de estas películas del oeste fue La puerta del diablo (Devil's Doorway, 1950), pionera a la hora de reivindicar la imagen del nativo norteamericano, con Robert Taylor dando vida a un sargento navajo que regresa al hogar después de la guerra en la que participa y es condecorado. Posteriormente rodó una especie de tragedia griega con apariencia de western: Las Furias (The Furies, 1950), de la que se puede decir que fue su entrada en la serie A, además de ser una rareza dentro de su filmografía, al recaer el protagonismo en una mujer. El mismo año en el que rodó las anteriores, 1950, se produjo su encuentro con James Stewart en uno de los clásicos del género: Winchester 73, film de itinerario circular que deambula por espacios abiertos, medios geográficos que Mann supo captar como nadie para hacerlos parte de sus historias. Con el inolvidable actor completaría su colaboración en el western con otras cuatros espléndidas películas —Horizontes lejanos (Bend of the River, 1952), Colorado Jim (The Naked Spur , 1953), Tierras Lejanas (The Far Country, 1955) y El hombre de Laramie (The Man from Laramie, 1955)—, que lo sitúan entre los mejores cineastas del género. Estos largometrajes presentan un ambiente de violencia latente y a un antihéroe similar (que no repetido) que confirma el carácter autoral de Mann, siempre implicado en la escritura de los guiones de sus films  Su cine se encuentra plagado de personajes complejos, ni el héroe lo es ni el villano llega a ser un malvado al uso, pues en ambos se descubren afinidades que dan a entender que sus destinos podrían haber sido el mismo, incluso en ocasiones se conocen de un pasado común. Desierto salvaje (The Last Frontier, 1956) fue su siguiente incursión en el género antes de sufrir el fiasco de La última bala. En Cazador de forajidos (The Tin Star, 1957) fue Henry Fonda quien dio vida al antihéroe maduro, solitario y desencantado con el mundo que le rodea. Un año después rodó El Hombre del Oeste (Man of the West, 1958), su último gran western, en el cual los espacios exteriores dominantes en parte de sus películas del oeste son sustituidos por los interiores donde un hombre, accidentalmente, se reencuentra con su pasado. Cimarrón (1960), un remake fallido debido a las intervenciones de terceros, cerraría su ciclo por el far west. Además de sus excelentes películas del Oeste, Mann realizó una obra maestra del género bélico: La colina de los diablos de acero (Men in War, 1957), protagonizada por Robert Ryan, actor a quien había dirigido en Colorado Jim y con quien repetiría ese mismo año en el drama La pequeña tierra de Dios (God's Little Acre, 1957). En 1959 Anthony Mann inició el rodaje de Espartaco (Spartacus), sin embargo, las diferencias artísticas entre él (prefería un enfoque más visual) y Kirk Douglas, protagonista y productor, propiciaron su salida de la conocida película y la llegada de Stanley Kubrick, realizador que concluiría el rodaje. Otros títulos destacados fuera del género que ayudó a renovar en los años cincuenta serían: Raw Deal (1948), film negro que iguala o incluso supera a La brigada suicidaEl reinado del terror (1949), intriga ambientada durante la revolución francesa, Side Street (1949), film criminal que gana enteros hacia su parte final, The Tall Target (1951), intriga que transcurre en un tren donde un agente intenta desbaratar un atentado contra el presidente Lincoln, Bahía negra (Thunder Bay, 1953), drama con el petróleo de trasfondo, Música y lágrimas (1954), exitosa biografía sobre el músico Glenn MillerStrategic Air Command (1955), drama bélico, o Los héroes del Telemark (The Heroes of Telemark, 1965), film que a la postre sería su última película completa, ya que su muerte se produjo mientras rodaba Sentencia para un Dandy (A Dandy in Aspic,1967).


lunes, 29 de abril de 2013

Bahía negra (1953)


De las ocho películas que Anthony Mann rodó con James Stewart de protagonista, Bahía negra (Thunder Bay, 1953) fue la primera que se alejó del western (las otras serían el biopic sobre la vida de Glenn Miller Música y lágrimas y el drama bélico Strategic Air Command), aunque su puesta en escena parece decir lo contrario, pues muchos aspectos del film recuerdan a los mostrados en el género del far west. Como en otras de sus producciones, alejadas de su primera etapa en la serie B, el espacio donde se desarrolla la acción resulta fundamental en la comprensión del comportamiento de los hombres y mujeres que lo habitan; aunque en Bahía negra este medio físico se aparta del lejano oeste, de lugares montañosos o de inhóspitas tierras nevadas para ubicarse en un tiempo inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, en un entorno marítimo-costero al que, no por casualidad, llegan Steve Martin (James Stewart) y Johnny Gambi (Dan Duryea). Los dos amigos se presentan en la localidad pesquera de Felicity, en el golfo de Louisiana, sin un centavo en los bolsillos, pero con una clara intención, la de convencer al magnate Kermit MacDonald (Jay C. Flippen) para que subvencione el pozo petrolífero en mar abierto que Steve tiene en mente. Para un tipo como Martin el dinero no es importante, pero lo necesita para poder alcanzar el sueño que persigue desde antes de la contienda armada; su entusiasmo y la imagen que desprende representan el ideal del sueño americano, cuestión que no pasa desapercibida para un hombre que se hizo a sí mismo, y que descubre en Steve la fuerza motora de su propia juventud. Este efecto espejo convence a MacDonald, aunque con la condición de que la plataforma se encuentre operativa y en pleno rendimiento en un periodo de tres meses, imperativo al que se ve obligado por las constantes presiones que recibe del consejo de accionistas de la empresa que dirige. La primera imagen de la pareja de buscavidas apenas presagia el enfrentamiento entre tradición (pesca) y modernidad (petroleo) que se inicia poco después de su caminar por una carretera donde se conoce parte de sus personalidades y de sus intenciones. La pícara entrada de este par de emprendedores en la villa muestra su intrusismo en un medio donde no son bien recibidos, como se observa durante su encuentro con Stella (Joanne Dru), joven desconfiada que no duda en tacharlos de embaucadores que pretenden aprovecharse de la buena voluntad de los habitantes de Felicity. Las escenas que se desarrollan en el pueblo no difieren de las que se pueden observar en algunos westerns, sobre todo la que se produce en el bar, donde se desata una pelea entre pescadores y operarios de la plataforma, o aquella que muestra a Steve defendiéndose de los habitantes que pretenden expulsarle de la localidad, aunque bien mirado podría decirse que se trata de un grupo de linchamiento que busca solucionar su problema mediante el uso de la violencia (siempre presente en los films del oeste del director). Aunque lejos de sus grandes obras, Bahía negra no desentona dentro de la filmografía de Anthony Mann, a pesar de que su puesta en escena carece de la profundidad emocional y de la fuerza narrativa-visual que se descubre en sus mejores producciones; sin embargo funciona, sobre todo en su exposición de los pozos petrolíferos, ya que podría decirse que fue el primer film que trasladó el tema del petroleo lejos de tierra firme, a una superficie metálica en mar abierto que simboliza la realización del sueño de Steve, aunque también significa el inicio de una serie de problemas ecológicos que o bien se omiten o bien se resuelven tras alcanzar un equilibrio idílico, poco creíble, entre naturaleza y progreso.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Tierras lejanas (1954)


La última colaboración de Anthony Mann y el guionista Borden Chase, con quien había trabajado en Winchester 73 y Horizontes lejanos, resalta el talento de ambos a la hora de exponer la lucha interna de individuos marcados por su pasado, por su presente y por el espacio que transitan. Similar a los de sus westerns anteriores, el medio por donde deambulan los personajes de Tierras lejanas (Far country) resulta esencial para comprender sus decisiones y sus comportamientos, que se desarrollan condicionados por un entorno salvaje donde los obstáculos naturales y la fuerza bruta rigen sus destinos. Esta cuestión ya habría sido experimentada por Jeff Webster (James Stewart) antes de su llegada a Seattle, desde donde pretende transportar su ganado hasta las lejanas tierras de Alaska. Las primeras imágenes desvelan su personalidad solitaria. Se trata de un individuo que va a lo suyo, sin más relación emotiva que la amistad que le une al viejo Ben (Walter Brennan), aunque no tarda en sentir atracción por Ronda Castle (Ruth Roman), cuando la joven lo ayuda después de ser acusado del asesinato de dos hombres. Este prefacio muestra las constantes que marcan el deambular del antihéroe a lo largo de la película, descubriéndose como alguien que ha perdido cualquier atisbo de solidaridad, puede que por hechos puntuales de un pasado desconocido, pero que se intuye. Su individualismo y su falta de consideración hacia los problemas ajenos se remarcan en sus posteriores encuentros con Renée (Corinne Calvet), la joven a quien conoce en Skagway, villa donde la justicia es impartida de un modo un tanto peculiar por Gannon (John McIntire), autoproclamado juez y verdugo, que emplea su posición de representante del orden para enriquecerse, similar al Roy Bean encarnado por Walter Brennan en El forastero (The Westerner; William Wyler, 1940), como demuestra su decisión de confiscar el ganado de Webster y Ben a cambio de absolver al primero de las dos muertes de las que se le acusó en Seattle. Como consecuencia de la ambición desmedida del agente de la ley los dos amigos se quedan sin más opción que aceptar el trabajo de guía que les ofrece Ronda, aunque Jeff no tarda en regresar al pueblo para recuperar sus reses. Durante el itinerario hacia la frontera canadiense se perfilan hechos, se profundiza en los personajes y se descubre en la fiebre del oro la fuerza motriz que empuja a hombres y a mujeres en su avance por un territorio nevado que resulta una trampa mortal. El recorrido por la cordillera potencia el individualismo de Jeff, centrado en exclusiva en alcanzar su meta y solo la intervención de sus compañeros de aventura logran convencerlo para que ayude al grupo que sufre los estragos de una avalancha. El avance por la montaña resalta la excelente fotografía, fiel reflejo de la grandeza del espacio que lleva a los viajeros desde Skagway hasta Dawson, en el extenso territorio del Yukon canadiense. Allí se descubre a un grupo de hombres y mujeres hablando sobre la presencia de asesinos y de ladrones en las cercanías; sin embargo, aparcan sus temores cuando contemplan el ganado como la promesa de un cambio en el menú, aunque a Jeff poco le importa y lo vende al mejor postor, que resulta ser Ronda. La aventurera se descubre tan individualista como el antihéroe interpretado por Stewart, posiblemente porque también a ella le persigue un pasado que no puede olvidar, el mismo que ha provocado su desconfianza y su afán por enriquecerse a costa de perder su moralidad y de asociarse con Gannon. Durante la estancia en el poblado, el solitario se mantiene firme en su alejamiento de cuanto no sean sus intereses; busca oro para obtener un beneficio rápido, planea su marcha, y la de su socio, en secreto para evitar a los asaltantes, pero, sobre todo, se aísla de todos, Ben incluido, rechazando cualquier proximidad emocional o negándose a ayudar a los mineros cuando estos le piden que se convierta en el representante de la ley y evite que se apoderen de sus concesiones mineras.