martes, 7 de mayo de 2013

Anthony Mann; hacia los grandes horizontes


Hacia finales de 1937 Anthony Mann cambiaba el teatro por un trabajo en la productora de David O. Selznick, donde permaneció durante un breve periodo que aprovechó para familiarizarse con algunos de los entresijos del ámbito al que estaría ligado de por vida. Posteriormente a su experiencia en la Selznick International, Mann firmó un contrato con Paramount Pictures, estudio donde se inició como asistente de dirección de cineastas como Preston Sturges, de quien siempre guardó un grato recuerdo, incluso llegando a decir que el realizador de Los viajes de Sullivan (Sullivan's Travels, 1941) había sido el responsable de su debut como director, el cual se produjo en Doctor Broadway (1942), película de intriga que adapta una novela de Borden Chase, con quien colaboraría años después en tres de sus mejores westerns. Durante la década de los cuarenta trabajó condicionado por los escasos recursos de los que disponía, entre ellos el dinero y el limitado tiempo de rodaje. Sin embargo, la serie B fue el mejor lugar para aprender, ya que estas limitaciones exigían a los cineastas idear recursos técnicos y narrativos con los que salir airosos de proyectos donde el ingenio era el sustituto de la falta de medios. El gran Flamarion (The Great Flamarion, 1945), película negra interpretada por Erich von Stroheim, con quien no llegó a conectar, Desperate (1947), considerada por él mismo como su primer largometraje personal, o La brigada suicida (T-Men, 1947), uno de los primeros films de cine negro semidocumental, son algunos de sus títulos más destacados de aquellos primeros años que le sirvieron para adquirir la soltura y la experiencia para desarrollar su capacidad para transmitir las emociones de sus personajes a través de las imágenes. Pero Mann, no encontró su lugar dentro de una productora determinada, de tal manera que inició su deambular por diferentes estudios, para los que realizó cinco musicales y varios policíacos, género en el que empezó a demostrar una valía que no le fue reconocida en su justa medida hasta que un grupo de críticos franceses redescubrieron sus westerns y al posterior estudio de su obra, compuesta por treinta y nueve títulos que desvelan un punto de vista personal en el que prevalece la imagen sobre el diálogo. De esta manera, Anthony Mann pasó de ser considerado un artesano competente a un autor indispensable en la renovación del género que le dio fama (y eso que sus películas eran las mismas que las exhibidas el día del estreno). A lo largo de su vagabundeo por los estudios cinematográficos incluso llegó a rodar dos superproducciones para el productor Samuel BrostonEl Cid (1961) y La caída del Imperio Romano (The Fall of the Roman Empire, 1963) fueron los mayores presupuestos que manejó en toda su carrera, aunque ambas fueron rodadas en un tercer momento de su carrera, cuando se produjo su decadencia artística durante la década de los sesenta.


Al igual que otros colegas de profesión que se foguearon en la serie B (
Richard Fleischer, Robert Wise, Don Siegel o Mark Robson), Mann dio el salto a la serie A en la década de 1950. En sus primeras películas de libró de las exigencias inherentes a los grandes presupuestos, por lo tanto pudo encarar los rodajes con cierta libertad, convirtiéndose estos en una especie de campo de pruebas donde afianzar su estilo, que se reconoce en cualquiera de sus once westerns, de los cuales cinco contaron con el protagonismo de James Stewart, su actor fetiche desde Winchester 73 (1950) hasta La última bala (Night Passage, 1957), film del que Mann fue despedido y que significó la ruptura con la estrella y con Borden Chase. La mayoría de sus westerns presentan a un antihéroe solitario, desencantado con su pasado e individualista en su presente, del mismo modo que exponen un eje narrativo que gira en torno a la venganza o a la superación. La primera de estas películas del oeste fue La puerta del diablo (Devil's Doorway, 1950), pionera a la hora de revindicar la imagen del nativo norteamericano. Posteriormente rodó una especie de tragedia griega con apariencia de western: Las Furias (The Furies), de la que se puede decir que fue su entrada en la serie A, además de ser una rareza dentro de su filmografía, al recaer el protagonismo en una mujer. El mismo año en el que rodó las anteriores, 1950, se produjo su encuentro con James Stewart en uno de los clásicos del género: Winchester 73, film de itinerario circular que deambula por espacios abiertos, medios geográficos que Mann supo captar como nadie para hacerlos parte de sus historias. Con el inolvidable actor completaría su colaboración en el western con otras cuatros espléndidas películas —Horizontes lejanos (Bend of the River, 1952), Colorado Jim (The Naked Spur , 1953), Tierras Lejanas (The Far Country, 1955) y El hombre de Laramie (The Man from Laramie, 1955)—, que lo sitúan entre los mejores cineastas del género. Estos largometrajes presentan un ambiente de violencia latente y a un antihéroe similar (que no repetido) que confirma el carácter autoral de Mann, siempre implicado en la escritura de los guiones de sus films  Su cine se encuentra plagado de personajes complejos, ni el héroe lo es ni el villano llega a ser un malvado al uso, pues en ambos se descubren afinidades que dan a entender que sus destinos podrían haber sido el mismo, incluso en ocasiones se conocen de un pasado común. Desierto salvaje (The Last Frontier, 1956) fue su siguiente incursión en el género antes de sufrir el fiasco de La última bala. En Cazador de forajidos (The Tin Star, 1957) fue Henry Fonda quien dio vida al antihéroe maduro, solitario y desencantado con el mundo que le rodea. Un año después rodó El Hombre del Oeste (Man of the West, 1958), su último gran western, en el cual los espacios exteriores dominantes en parte de sus películas del oeste son sustituidos por los interiores donde un hombre, accidentalmente, se reencuentra con su pasado. Cimarrón (1960), un remake fallido debido a las intervenciones de terceros, cerraría su ciclo por el far west. Además de sus excelentes películas del Oeste, Mann realizó una obra maestra del género bélico: La colina de los diablos de acero (Men in War, 1957), protagonizada por Robert Ryan, actor a quien había dirigido en Colorado Jim y con quien repetiría ese mismo año en el drama La pequeña tierra de Dios (God's Little Acre, 1957). En 1959 Anthony Mann inició el rodaje de Espartaco (Spartacus), sin embargo, las diferencias artísticas entre él (prefería un enfoque más visual) y Kirk Douglas, protagonista y productor, propiciaron su salida de la conocida película y la llegada de Stanley Kubrick, realizador que concluiría el rodaje. Otros títulos destacados fuera del género que ayudó a renovar en los años cincuenta serían: Raw Deal (1948), film negro que iguala o incluso supera a La brigada suicidaEl reinado del terror (1949), intriga ambientada durante la revolución francesa, Side Street (1949), film criminal que gana enteros hacia su parte final, The Tall Target (1951), intriga que transcurre en un tren donde un agente intenta desbaratar un atentado contra el presidente Lincoln, Bahía negra (Thunder Bay, 1953), drama con el petróleo de trasfondo, Música y lágrimas (1954), exitosa biografía sobre el músico Glenn MillerStrategic Air Command (1955), drama bélico, o Los héroes del Telemark (The Heroes of Telemark, 1965), film que a la postre sería su última película completa, ya que su muerte se produjo mientras rodaba Sentencia para un Dandy (A Dandy in Aspic,1967).


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