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martes, 6 de mayo de 2025

La herencia del viento (1960)


Un trío de estrellas, dos de ellas consideradas grandes actores y la tercera quien quizás haya sido el mejor bailarín cinematográfico, Spencer Tracy, Fredrich March y Gene Kelly, a las órdenes de un director-productor competente, Stanley Kramer, que pone en escena un guion de Nedrick Young y Harold Jacob Smith basado en la pieza teatral de Jerome Lawrence y Robert E. Lee, en la que evidencian las contradicciones de una sociedad en la que se enfrentan opuestos desde su origen nacional: acción y reacción. Ya no se trata tanto de un enfrentamiento entre demócratas y republicanos, ni entre los liberales evolucionistas y los conservadores negacionistas que predominan en el espacio de contradicción, confrontación y opresión al que llega Tracy, para defender la libertad de ideas. Se trata precisamente de eso, de una defensa de las libertades frente a cuanto pretenda condenarlas. Estos “ingredientes” de La herencia del viento (Inherit the Wind, 1960) se conjuntan para dar un resultado atractivo que funciona a ratos en la pantalla como comedia, drama, denuncia y vehículo de lucimiento para su trío de estrellas. Pero también pone de manifiesto lo que ya tantos habían señalado; por ejemplo John Stuart Mill lo apuntaba en De la libertad, ensayo en el que señala la opresión y el castigo al que la sociedad puede llegar a condenar a aquellos de sus miembros que la retan o que se nuestras distintos. En ese aspecto, la sociedad expuesta por Kramer actúa de modo criminal, aunque no ilegal, ante los posibles cambios que la transgredan y aquellos que escapan a su reducida comprensión moral. Su reacción es intransigente y así camina hacia la escuela al comienzo de la irregular, por momentos teatral, La herencia del viento. Se trata de autodefensa, la de una sociedad conservadora en extremo, ante el miedo a desaparecer y que otra nueva la sustituya. Conscientes de que si eso sucede, lo suyo ya no tendrá cabida, las fuerzas vivas de la localidad, salvo el maestro evolucionista, se juntan en al inicio del film y avanzan unidas y decididas a detener al docente. Su delito: hablar a sus alumnos de la evolución humana a partir del darwinismo.


El delito del profesor transgrede una ley anacrónica, aunque en vigor y defendida por esas fuerzas más muertas que vivas, en un sentido evolutivo, que lo acusan y encierran por, como apunta uno de sus acusadores, expresar que el ser humano <<procede de un animal inferior>>. ¿Y si le preguntasen al mono? Quizás este pensase que el inferior es el humano, pues no pocas veces ha exhibido bestialidad e irracionalidad en su conducta. Sin ir más lejos, puede catalogarse de irracional el circo que se monta en la pequeña ciudad donde se persigue (otro sinsentido) a un miembro de la comunidad por expresarse distinto, más si cabe si ese algo ya se da por válido, salvo dentro de los límites de ese espacio sureño, conservador y de integrismo religioso. Allí, el banquero local retira su apoyo a la acusación, porque no quiere ir contra lo que ya se asume en Nueva York, Philadelphia o Washington; decisión que toma pensando en su negocio. Lo que Stanley Kramer plantea en La herencia del viento ya no es una lucha entre la sociedad blanca, fanática, protestante e ignorante y el darwinismo y el progreso, sino que desvela la contradicción que toda sociedad lleva en su seno: dos fuerzas opuestas en continua lucha. Así se desata la irracionalidad frente aquello que amenaza no solo una fe mal entendida, sino a unos intereses y a un modo de vida que peligran frente a la evolución. La reacción que señala Kramer nace como fuerza contraria a la libertad de expresión, de credo y de pensamiento, incluso a la libertad de aceptar que existe una evolución social y humana que nos ha traído hasta aquí. Esa reacción social —prácticamente, todo el pueblo se echa contra quien osa desafiar lo establecido— asfixia el pensamiento que la contraria condenando al ostracismo o empujando al abismo; en este caso, acusando de criminal al profesor que se juzga en un tribunal de justicia que más parece un circo o un templo de ignorancia y estupidez humanas donde el abogado defensor, un liberal llegado del norte, pone una nota de sentido común y de respeto por las libertades defendidas por la constitución, libertades olvidadas o nunca practicadas por un pueblo temeroso de Dios, guiado políticamente por Brady (Fredrich March) y espiritualmente por el reverendo protestante Brown (Claude Akins), las voces del fanatismo y del odio, del miedo a los cambios y del rechazo a cualquier idea que atente contra su reducida visión del cosmos. Para ambos, todo se creó en siete días, la biblia así lo dice, y tal afirmación, verdad absoluta en su intransigente interpretación del libro, choca de pleno con la de la evolución propuesta por Darwin y explicada por el maestro. ¿Por qué impedir que enseñé eso a sus alumnos? Claro está que se trata de un miedo al cambio, a perder el control que han tenido durante ya tiempo inmemorial y que en ese instante corre peligro porque alguien opta por tomar un camino diferente…



martes, 7 de mayo de 2024

Spencer Tracy, la estrella para la gente

Una de las habilidades del Hollywood clásico fue la de crear personajes y no solo en el pantalla. Sus publicistas conocían la tendencia popular de idolatrar mitos y la aprovechaban, puesto que el público confundía (y parecía deseoso de hacerlo) la imagen proyectada con la realidad escondida. Los estudios no querían hombres y mujeres, querían productos atractivos que vender y, para ello, se decantaron por potenciar estereotipos que contentasen la exigencia y avivasen el deseo de destinatarios que comprendieron estándar. En la pantalla, asomaba el tipo peligroso y el simpático, el villano y la mujer fatal, la joven inmaculada y la “vamp”, el héroe honesto, el aventurero optimista, la chica del gánster, la madre abnegada, la díscola de buen corazón y tantos más cuya idea y brillo saltaban fuera de la ficción y se proyectaban en la persona que se encontraba bajo la sombra. Así, en la parte visible, cuando alguien veía a Mary Pickford, veía la inocencia; o cuando contemplaba a Fairbanks encontraba el rostro de la aventura; similar sería mirar a Theda Bara y pensar en la vampiresa o a Chaplin y descubrir a su vagabundo, la imagen de la sensibilidad y el humanismo del solitario rebelde y marginal… Otra cuestión sería si sus identidades privadas correspondían a las proyectadas en las públicas. Parece imposible que lo fuesen, pero la industria del entretenimiento cinematográfico y el deseo humano lograban confundir realidad y ficción fuera de las salas, confusión que redundaba en beneficio del negocio y, desde una perspectiva mitómana, del propio público, que siempre veía al personaje que admiraba. Es decir, Hollywood apelaba al deseo fuera y dentro de la pantalla y ofrecía su imagen, la cual, en ocasiones, trascendía porque había algo más en quien la representaba. Este era el caso de Spencer Tracy, una estrella, sí, pero también algo más…

Los jefes de los estudios sabían que el negocio no concluía con la proyección de tal o cual film, sino que seguía sin fin o, al menos, mientras el producto fuese vendible y rentable. Los ejecutivos también sabían que había actores y actrices que solo redundarían beneficios durante un periodo efímero y otros durante toda su carrera. A este último grupo de elegidos pertenece Spencer Tracy, el icono que simboliza la honestidad del héroe cercano, de confianza, a quien se le daría la razón o se le confiaría un secreto, la bolsa o la vida. El actor asumió como ningún otro, quizá salvo James Stewart, el reflejo de la honestidad y la integridad. Su rostro, igual que el de Stewart, inspiraba confianza y equilibrio, al tiempo que generaba la sensación de que algo más existía detrás, llámenle alma o conciencia. Aparte de representar, Tracy hizo creíble a la mayoría de sus personajes, pero, cuando tuvo que dar vida al desequilibrio Jekyll/Hyde el resultado no fue del todo satisfactorio, aunque hoy, gracias al mito, incluso El extraño caso del Doctor Jekyll (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Victor Fleming, 1941), que en su momento resultó un fracaso, es recordada por la presencia del actor (y también por la de Ingrid Bergman). El Tracy que permanece en la iconografía cinematográfica es, como cualquier otro mito, diferente a la persona que latía tras la máscara. El que recordamos es la estrella de la MGM —estudio en el que permaneció hasta 1954—, el que aceptó jugar a ser otros, no el hombre cuyo genio, recordaba Minnelli, <<lo había adquirido a enorme precio, y desgraciadamente sin la compensación de una madura serenidad en sus últimos años. Su sentido irlandés del destino y la fatalidad estaba profundamente anclado en él.>>. Como cualquier persona, Tracy tenía claroscuros, quizá más sombras que luces, pero también esos tonos grises singularizan sin necesidad de recurrir a artificios. Tracy odiaba los ensayos, no prestaba demasiada atención al guion ni a las indicaciones del director. Prefería una sola toma e interpretaba sin parecer hacerlo. Como actor ofrece tono de naturalidad a sus personajes. La mayoría de sus papeles son, dicho mal y rápido, entre mundanos y el ideal de la persona íntegra, del hombre de familia, del que llega temprano a casa; incluso en las aventuras como El explorador perdido (Stanley and Livingstone, Henry King, 1940) y Paso al noroeste (Northwest Passage, King Vidor, 1940) no es aventurero, es el tipo cercano y cumplidor.

Tracy protagonizó una de las carreras cinematográficas más exitosas del Hollywood dorado; repleta de éxitos, de personajes y de títulos memorables, pues son los que permanecen en la memoria del cine. Katharine Hepburn, que trabajó con el actor en nueve ocasiones, elogiaba las cualidades y calidades de quien también fue su atormentada pareja durante años, desde La mujer del año (Woman of the Year, George Stevens, 1942) hasta el fallecimiento del actor. En su autobiografía, afirma que <<Spencer Tracy es una estrella de verdadera calidad. Es la estrella para un actor; la estrella para la gente. Su calidad es clara y directa. Haces una pregunta y obtienes una respuesta. Sin pausa, sin ideas retorcidas; una respuesta simple. Habla. Escucha. No es muy conversador; tampoco demasiado emotivo. Es sencillo y totalmente honesto. Te hace creer en lo que dice>>. Una admiración similar por el talento del actor la sentía George Cukor, el director que más veces lo dirigió, si es que alguien podía dirigir a Tracy, quien asumió su primer protagonismo en Río arriba (Up the River 1930). Lo hizo acompañado de otro primerizo, Humphrey Bogart, y de la mano de John Ford, con quien compartía raíces irlandesas. <<La hicimos en dos semanas; era la primera película de Tracy y Bogart, y estuvieron estupendos; entraron inmediatamente como superclases>>, le comentaba el magistral cineasta a Peter Bogdanovich. Años después, Ford volvería a contar con el actor en El último hurra (The Last Hurrah, 1958). <<Tracy era un tío maravilloso para trabajar con él>>, aunque, quizá, no todos los directores opinasen lo mismo de la estrella que el genio de Centauros del desierto (The Searchers, 1956). Tracy era un fuera de serie, pero, en ciertos aspectos personales, era un hombre atormentado, con problemas de alcoholismo y esta adicción marcaría parte de su historia. Cuando Ford y Tracy se volvieron a encontrar, ambos eran leyendas vivas del cine; eran más que un director respetado y admirado y una gran estrella. Eran dos instituciones hollywoodienses. Durante años, el actor fue la estrella masculina de MGM, estatus que compartía con Clark Gable. <<Los deseos de Tracy eran prácticamente órdenes para la MGM>>, recordaba Frank Capra, quien le dirigió en El estado de la Unión (State of the Union, 1948). Gable y Tracy trabajaron juntos en San Francisco (W. S. Van Dyke, 1935), Piloto de pruebas (Test Pilot, Victor Fleming, 1938) y Fruto dorado (Boom Town, Jack Conway, 1940), pero, a diferencia, de Gable, que siempre parecía dar vida a la imagen de Gable, modelo de masculinidad y sexualidad, Tracy asumía el rol que representa entrega, honradez, valores,… Dicho de otro modo: Gable era viento salvaje y Tracy el calor del hogar que ofrece cobijo y calidez humana.

Sus personajes eran sencillos, entendibles para el gran público, que veía en él la imagen de la honestidad, la de alguien a quien dejar entrar en casa. Era un duro, leal, de quien sabes que no te dejará tirado. Era el padre Flanagan de Forja de hombres (Boys Town, Norman Taurog, 1938), el periodista de La mujer del año, que fue su primera película con Katherine Hepburn, el pescador portugués de Capitanes intrépidos (Captains Courageous, Victor Fleming, 1937), El padre de la novia (Father of the Bride, Vincente Minnelli, 1950) o el juez de Vencedores o vencidos (Judgment at Nuremberg, Stanley Kramer, 1961) y tantos otros personajes que denotan su cercanía, aunque en determinadas películas sufriese variaciones que lo apartasen del estereotipo. Dos ejemplos logrados son Poder y gloria (The Power and the Glory, 1935) y Furia (Fury, Fritz Lang, 1936), en las que empujado por la ambición y la injusticia, respectivamente, el hombre inicialmente bueno entra en conflicto con el rostro que va asomando a medida de las circunstancias. Pero la MGM, igual que el resto de los estudios cinematográficos, decidían el papel y qué película convenía a sus actores y actrices. Sabían crear la imagen y venderla, pero algunos como Gable o Tracy llevaban su imagen a un nivel inimitable, así que se les consentía y protegía. Eran el mayor reclamo de ventas del estudio y, por tanto, la principal fuente masculina de ingresos. Hollywood no solo producía y vendía películas, creaba y vendía estrellas; y Tracy era una de las que más iluminaba en la pantalla y su brillo todavía resplandece en los títulos nombrados y en otros como Fueros humanos (Man’s Castle, Frank Borzage, 1933), La costilla de Adán (Adam’s Rib, George Cukor, 1948) o Conspiración de silencio (Bad Day at Black Rock, John Sturges, 1955)…



viernes, 22 de abril de 2022

El diablo a las cuatro (1961)


El cine de catástrofes vivió su esplendor en la década de 1970, pero las catástrofes naturales y también las provocadas asoman en la pantalla desde los orígenes del cine en films como Vida de un bombero americano (Life of an American Fireman, Edwin S. Porter, 1903) o Los últimos días de Pompeya (Gli ultimi giorni di Pompei, Luigi Maggi y Arturo Ambrosio, 1908). Pero quizá los antecedentes más sonados de este tipo de cine sean San Francisco (W. S. Van Dyke, 1936) y Huracán sobre la isla (The Hurricane, John Ford, 1938). Otro antecedente, aunque en este caso generosamente cómico, se encuentra en un momento puntual de El héroe del río (Steamboat Bill, Jr., Charles F. Reisner y Buster Keaton, 1928), cuando Keaton se enfrenta al huracán que arrasa el pueblo a su paso, pero la catástrofe natural funciona como elemento que agudiza la comicidad del slapstick y del genial cómico. Eso no sucede en San Francisco, que introduce durante su metraje el terremoto que provocó el incendio que destruyó la ciudad californiana en 1906, pero el atractivo del film residía en ver en la misma película a dos estrellas de la talla de Clark Gable y Spencer Tracy (acompañados por Jeanette MacDonald), que trabajarían juntos en otros dos títulos: Piloto de pruebas (Test Pilot, Victor Fleming, 1938) y Boom Town (Jack Conway, 1940). Un atractivo similar sirve de gancho comercial para otro film protagonizado por Tracy, en el que también interpretaba a un sacerdote. El veterano actor trabajaba con otra gran estrella: Frank Sinatra, por entonces uno de los grandes de Hollywood y de la canción. De ese modo, El diablo a las cuatro (The Devil at 4 O'Clock, 1961) presenta un reclamo a priori muy atrayente, al juntar en la misma película a la leyenda Tracy y al también icónico Sinatra, pero algo falla; y ese algo es la historia, basada en la novela de Max Catto, y los personajes.


El convicto interpretado por Sinatra apenas presenta interés, puesto que ya se sabe de antemano cuál será su misión en la trama. Tampoco se puede decir que el veterano sacerdote,
 que ha perdido parte de su fe, aunque no su fortaleza, presente un conflicto emocional que fluya natural. Allí donde se mire, cualquiera de los personajes que deambulan por la isla viven o mueren del y en el estereotipo. El padre Matthew Doonan ha vivido durante los últimos años en una isla del Índico, colonia francesa, donde construyó el hospital y orfanato donde se cuida y cura a niños con lepra, renombrada enfermedad de Hansen para eliminar las connotaciones negativas que todavía se mantienen en la población isleña o en los tres condenados que acabarán siendo héroes. El episcopado ha decidido sustituirle por el inexperto sacerdote que viaja en el mismo hidroavión que transporta a tres convictos, que en cierta medida guardan parentesco con los tres evadidos de No somos ángeles (We’re no AngelsMichael Curtiz, 1954). El aparato ameriza y hace escala en la isla para dar inicio a una trama cuyo ritmo nunca llega a arrancar, quizá porque fuerza en exceso la importancia y el conflicto del personaje de Tracy, que se muestra vulnerable y fuerte al mismo tiempo, y que se niega a abandonar la isla hasta saber si la aldea que construyó ha sido barrida por el volcán que entra en erupción hacia la mitad de la película, momento en el que cobran importancia los tres reos, los únicos que acompañan a Doonan en busca de supervivientes.



jueves, 28 de enero de 2021

La llama sagrada (1942)


Rodada y estrenada durante la Segunda Guerra Mundial, La llama sagrada (Keeper of the Flame, 1942) fue hija de su tiempo, una película que nació con una finalidad propagandística y un mensaje claro. Su guionista Donald Odgen Stewart escribió una historia que advertía sobre los peligros de los totalitarismos dentro de la sociedad estadounidense, pero al mismo tiempo se trata de una película psicológica que cobra forma espectral. Lo primero es obvio, lo segundo también. No obstante, el paso de los años ha restado valor a su mensaje propagandístico y a su crítica, quizá ya adulterada desde el primer momento, debido a la intervención de su actriz protagonista —Katharine Hepburn exigió incluir el flechazo entre los protagonistas y restar presencia a la postura pretendida por el escritor. El tono fantasmal de La llama sagrada, aunque no del todo logrado, se deja sentir desde el primer plano, que muestra un accidente de automóvil en una noche de tormenta. Pero hoy, desconozco si fue diferente en su momento, carece de fuerza tanto dramática como psicológica, quizá porque los personajes resultan poco convincentes o demasiado convencionales. La razón de ser y de comportarse de los protagonistas se encuentra determinada por la presencia del recuerdo de la figura del magnate fallecido, a quien solo vemos en la pantalla en un retrato que cuelga en la sala principal de su mansión. Para los nostálgicos del Hollywood dorado, le película presenta su mayor atractivo en el protagonismo de la pareja artística formada por Spencer Tracy y Katharine Hepburn, pero si hacemos un alto, quizá descubramos que la presencia del dúo juega en contra del interés del tercer personaje, el que más interesa a la trama desarrollada por George Cukor: un fantasma ambiguo, la idea de quién fue ese hombre ya muerto, a quien no vemos, pero a quien sentimos, pues su presencia es omnipresente desde el inicio, cuando se ve el accidente de automóvil en el que perdió la vida. La prensa anuncia en primera página el fallecimiento del magnate, político, héroe de guerra y patriota Robert Forrest, un ídolo a quien todo el país venera, un magnate que, en ciertos aspectos, se envuelve en un misterio que le acerca a Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941). Stephen O’Malley regresa de Europa, donde ha estado escribiendo sobre la guerra y los nazis, hasta que lo expulsan de Alemania o eso se deduce de sus palabras. Allí vio cosas que sus lectores apenas creerían, vio a los totalitarismos en acción, de ahí que su antinazismo haya potenciado su admiración por Forrest, a quien considera el estandarte de la integridad, de la democracia y de la libertad, en definitiva, quiere o quiso ver en su ídolo la idea que él posee de su país. <<Da pena la facilidad con la que se puede engañar a la gente>>, se lamenta Stephen, hacia la mitad de la película, pero su lamento pasa dos por alto dos cosas, al menos: él es uno de los que se deja engañar y quizá se equivoque, y la gente sea la que desea ser engañada para tener un referente a quien adorar y, si algo falla, a quien culpar. El personaje de Tracy es poco creíble, está hecho por y para el momento. Dice que quiere conocer la verdad, la que ella puede contar sobre el hombre, pero de qué verdad hablamos: ¿la verdad sobre el hombre, sobre el ídolo o sobre la idea que él cree que fue el tal Forrest? Por su parte, el personaje de Katharine Hepburn tampoco funciona, ya que, en lugar de beneficiar el aspecto psicológico, acaba siendo una imagen a mayor gloria de la actriz.

miércoles, 17 de junio de 2020

Forja de hombres (1938)



La historia cinematográfica del padre Flanagan (
Spencer Tracy) y de sus chicos de la calle se inicia en la celda donde el religioso escucha a un condenado a muerte. Entre varios funcionarios y policías, el cura guarda silencio y piensa que la solución no reside en el final que aguarda al reo, sino en el principio que lo llevó hasta allí. Ya no se trata de salvar al delincuente, ni de plantear si es moral o inmoral exigir vidas humanas como pago a las "deudas" (uno de los personajes así lo expresa) contraídas con el Estado, el mismo al que el preso culpa de haberle desatendido de niño, cuando una mano amiga habría podido salvarle, a él y a otros muchachos que, desprotegidos y amenazados, se dejaron arrastrar hacia existencias miserables, violentas y criminales. Antes de asesino, el reo dice que fue un chico sin hogar, criado entre la desesperanza y la delincuencia. Flanagan se mantiene en silencio, atento y quizá avergonzado, consciente de que ya nada puede hacer por él, aunque sí puede prevenir y evitar que otros muchachos se vean empujados hacia el crimen o sean tratados por la sociedad como sobrantes que desentender o de los que deshacerse, enviándolos a reformatorios que acabarán por darles forma de delincuentes. La postura de Flanagan se sitúa entre la del camarada adulto que dirige la colonia juvenil en El camino de la vida (Putyovka v zhizn; Nikolai Ekk, 1930) y el padre Connelly de Ángeles con caras sucias (Angels with Dirty Faces; Michael Curtiz, 1938), que encuentran sus aliados en el trabajo, el primero, y en el deporte y en bajar del pedestal la imagen del gánster, el segundo. Flanagan asume ambos, pero también ofrece a sus muchachos la oportunidad de formar una comunidad democrática que, supuestamente, les servirá en su formación de ciudadanos de provecho para el sistema que señala el condenado al inicio de Forja de hombres (Boys Town, 1938)


Como el pedagogo soviético 
Antón Mákarenko y su <<no hay pulga mala...>> o cual Rousseau en su Emilio, el protagonista de Forja de hombres parte de que no hay un niño malo, que la genética no determina (ni la naturaleza del individuo). Asume que el agente modelador es el entorno familiar y social. Como consecuencia, pretende crear un espacio de protección, de compañerismo y de calor humano, un lugar donde los jóvenes puedan crecer lejos de los peligros que acechan en las calles, colaborando, apoyando, respetando, asumiendo actitudes dignas y responsables. Flanagan cree en la posibilidad de hacerlo real y lo demuestra con creces, al menos así sucede en el film de Norman Taurog, donde nada malo puede suceder, ni ninguna amenaza resulta verdaderamente amenazante, salvo el momento en el que los propios muchachos y el religioso caminan cual jauría humana que pretende linchar a quien, sin juicio, consideran culpable. Las imágenes se encariñan con los muchachos, sobre todo con el pequeño Pee Wee y Tommy, rostros respectivos de la inocencia y de la integridad abrazadas por el film, y alaban sin disimulo a su protagonista: su generosidad, su entrega, su altruismo y su fe inquebrantable en los muchachos o en la unión democrática de su sistema educativo, construido a imagen del sistema que los había desatendido. Para llevar a cabo su visión necesita ayuda económica, pero la Administración no se hace cargo, tampoco la Iglesia y recurre a particulares que, salvo Dave Harris (Henry Hull), tampoco están por la labor. A base de ayudas e hipotecas, lo consigue, primero una pequeña casa, después un terreno a diez millas de Omaha (Nebraska) donde construye varios edificios. La cuestión económica es determinante, diría alguien como Dave, pero a Flanagan no le importa: le interesa, y mucho, la humana. Los primeros tiempos muestran al primer grupo viviendo en la miseria, pero sobreviven a la escasez y a la ausencia de comodidades. Superado este tramo, Flanagan ambiciona una ciudad para los muchachos, un espacio donde puedan crecer y aprender, convivir y vivir un ambiente de camaradería, respeto, valía, dignidad. Y lo consigue. Hecho todo esto, Taurog introduce el conflicto en un nuevo huésped, que humaniza más si cabe el experimento que, hasta entonces, se ha llevado a cabo con éxito. Se trata de un muchacho, apenas un adolescente, que va camino de convertirse en un delincuente como su hermano mayor, a quien vemos escaparse en la escena en la que se le traslada de prisión. Whitey Marsh (Mickey Rooney) llega a la fuerza a la ciudad de los muchachos, llega con sus bravatas y su falsa pose de chico duro, llega con su soledad a cuestas, con el rechazo que ha sido su compañía. El problema, si así puede llamarse, de Forja de hombres reside en que su origen y su fin es el mismo: el espectáculo, puesto que, sin minusvalorarla, es lo que es: un artificio que nace y se desarrolla en función de mostrar, pero no una circunstancia que, apuntan, se basa en la realidad, sino en la de advertir esto cuando se trata de crear una alternativa fantasiosa en la que los niños siguen al padre, al que adoran y de quien intentan conseguir admiración y amor paternal; y aunque no lo digan, por encima de cualquier otras circunstancia, queda claramente señalado el interés de ofrecernos una figura heroica del religioso, una que, salvo en un instante de duda que le lleva a juzgar de modo injusto, no hace más que crecer, tanto que desvirtúa su naturaleza humana para dotarlo de santidad y mítica.

viernes, 4 de octubre de 2019

El poder y la gloria (1933)


Ocho años antes del estreno de
Ciudadano Kane (Citizen Kane; Orson Welles, 1941), William K. Howard rodó, a partir de un guión original que Preston Sturges escribió al margen del sistema de estudios —circunstancia que lo convirtió en guionista independiente con derecho sobre su obra—, una de las primeras, sino la primera producción en narrar su drama combinando fragmentos temporales sin seguir una linealidad cronológica. Además, El poder y la gloria (The Power and the Glory, 1933) no solo se adelanta a Welles en sus constantes saltos por el presente, el pasado y el pretérito anterior, sino en reconstruir la imagen de su protagonista a partir de las analepsis que se suceden durante el metraje. Este otro punto en común presenta una diferencia narrativa fundamental —técnicas hay muchas, en los ángulos, planos, profundidad de campo, iluminación y demás, entre ambas producciones—, que estriba en que Howard introduce los recuerdos desde un único narrador, Henry (Ralph Morgan), testigo ocasional de los hechos que cuenta a su mujer (Sarah Padden), mientras que Welles dará un paso adelante y reconstruirá su rompecabezas mediante un documental introductorio sobre la exitosa figura del magnate Charles Foster Kane y testimonios de distintos testigos presenciales de algún momento de la vida del enigmático e ilustre personaje. Ambas similitudes me plantean cuántas veces algo es original por desconocimiento de quien opina o si la originalidad no deja de ser un paso en posibles caminos evolutivos, y no una ruptura, aunque esta pueda producirse en contadas ocasiones.


Expresadas las dudas,
El poder y la gloria resulta un excelente ejercicio narrativo que se abre en las sombras de una iglesia donde se celebra el entierro de Tom Garner (Spencer Tracy). En ese instante, nada sabemos de él y la cámara presta su atención a dos rostros, que reaparecerán en el pasado, luego recorre los bancos y las caras de otros asistentes. El lugar de despedida se encuentra abarrotado, pero pronto se comprende que Tom no era querido, más bien lo contrario, salvo por Henry, quien regresa a casa cabizbajo y afligido por el suicidio de su jefe y viejo amigo de la infancia, a la que se accederá en el primer salto temporal. El matrimonio charla mientras ambos friegan la loza, pero ella siente la tristeza de su marido, aunque no lamenta el suicidio de Tom, y le dice a Henry que descanse, que le preparará un café. Al igual que el resto, lo considera responsable de las muertes de muchos hombres y que la suya es consecuencia de los remordimientos, como dirá en uno de los momentos que se desarrollan en el presente durante el cual El poder y la gloria trata de reconstruir y dar respuesta a quién fue Tom como hombre, más que el cómo, de la nada, se convirtió en el dueño de la compañía ferroviaría más importante del país. Es el retrato de una vida, de sus momentos felices e infelices, de los instantes que explican a Tom, pero también a Sally (Colleen Moore), su entrega a aquel a quien empujó a ser ambicioso, cuando Tom no se planteaba más que la vida sencilla de vigilante de vías. Sally fue su apoyó, le enseñó a leer y a escribir, lo sustituyó en el trabajo para que él estudiase y aspirase al poder y la gloria. Pero, alcanzado el éxito, se descubren distanciados, sin restos de aquella complicidad y conexión de los días pobres, pero felices. Han vivido, escalado y luchado juntos, pero el despertar a la realidad, cuando los años han hecho mella en su relación, en su carácter, en sus sueños e ilusiones, el inevitable distanciamiento se confirma con la aparición de Eve (Helen Winson), la joven de quien Tom se enamora o con quien se ilusiona. Todo esto se observa a través de las imágenes y se escucha de la voz de Henry, el resto solo hay que imaginarlo o rellenarlo, y las piezas encajan para conocer al hombre, con sus luces y sombras, conocer al ser humano que de la nada, con esfuerzo y apoyo, ascendió a lo más alto del mundo empresarial para regresar a las sombras con una sola palabra en sus labios: <<Sally>>, un nombre que no solo evoca a su primera mujer, evoca una vida que en algún punto del recorrido común se perdió para ambos.

sábado, 21 de septiembre de 2019

El padre de la novia (1950)



Previo a cualquier otra idea que aquí exponga, introduzco la de que
Spencer Tracy era un actor mayúsculo, y no una estrella, aunque lo fuese. Tracy fue actor, no un icono del sistema de estudios. Creaba y engrandecía los distintos tipos de personajes que le encargaban; era un todoterreno y quizá por ello no lograron encasillarlo en un solo tipo, algo que las majors de Hollywood solían hacer con sus estrellas. Aunque fuesen grandes actores (lo mismo sucedía con las actrices), les ofrecían las películas que sacaban partido a la imagen que el público tenía de ellos: Cooper, el héroe; Gable, el chico peligroso; Grant, el galán sofisticado; Wayne, el rostro del oeste o Stewart, el honesto ciudadano medio, pero Tracy —y quizá también Fredric March podía ser todos o ninguno. Dotaba de dimensión humana y real a cualquiera de sus múltiples rostros, evolucionaba en cada etapa de su carrera y se acercó a lo que —en este momento que escribo— considero el paso más cercano a la perfección de una interpretación sencilla y honrada. Año tras año, desde Río arriba (Up the RiverJohn Ford, 1930) hasta Adivina quién viene esta noche (Guess Who's Coming to DinnerStanley Kramer, 1967), fue asumiendo roles que sumaban, nunca restaban, a su capacidad de emocionar con sus personajes, a quienes dotaba de honestidad y de emociones humanas sin necesidad de exagerarlas con muecas, gestos, aspavientos o cualquier otro recurso llamativo que mermase la esencia de los distintos tipos a quienes dio vida en la pantalla. <<Contigo —le dije a Spencer— la película puede ser una pequeña obra maestra de la comedia. Sin ti, no es nada>>1, concluyó Vincente Minnelli cuando lo abordó con la intención de que protagonizase El padre de la novia (The Father of the Bride, 1950).


Pese a que se le hizo una prueba al cómico Jack Benny, por orden de Dore Schary, Tracy siempre había sido la opción del cineasta, de ahí que fuese a hablar con él, lo halagase. El actor aceptó el reto y volvió a demostrar que su cercanía y su conexión con quienes estamos al otro lado eran infalibles; además, su participación en el paternal díptico de Minnelli implicó un cambio, implicó su irónica aceptación de la madurez, algo similar a lo que le sucede a su Stanley Banks en el film, que se encuentra en un momento decisivo de su vida, en el cual Kay (Elizabeth Taylor), su hija, se ha convertido en una mujer adulta, realidad que le anuncia que el tiempo ha pasado y que ante él se abre un nuevo periodo vital.


Producida por Pandro S. Berman
que se hizo con los derechos de adaptación de la novela de Edward StreeterEl padre de la novia es una comedia dirigida por un brillante Minnelli, elegante y apenas visible (como si su dirección no quisiera molestar los hechos que nos narra), pero Tracy es principio y fin de cuanto vemos. El resto de personajes son satélites que giran sobre su presencia, lo mismo sucede con las situaciones y con su comicidad, sin él no habría ni lo uno ni lo otro. El breve plano secuencia que abre el film, lo corrobora; busca a Tracy para entregarle el protagonismo exclusivo. La cámara encuadra el techo donde observa un adorno floral. Desciende sobre un motón de botellas consumidas y avanza sobre la mesa que nos anuncia el desorden que el encuadre continuará recogiendo cuando se aproxima al suelo. Prosigue su recorrido y se detiene cuando encuentra un pie calzado y otro descalzo. Una mano recoge el zapato suelto, se eleva y la imagen acompaña el movimiento ascendente para descubrirnos el resto del cuerpo y el rostro de Stanley Banks. Resignado o cansado, puede que ambas —su postura resulta válida para las dos interpretaciones—, este se dirige a nosotros (su público, sus confidentes), otro indicio de que cuanto vemos tiene su origen y su fin en Tracy. Nos informa de que se ha celebrado una boda, no la suya, por supuesto, sino la de su hija. Nos cuenta que un día, tres meses atrás... Y aquí Minnelli introduce la analepsis que ocupará el resto del film. Pero la voz de Stanley-Tracy nos acompaña en el pasado y nos presenta a sus dos hijos y a Kay, su preferida, aunque esté mal decirlo, así lo confiesa el protagonista. En ese instante pretérito aún no sospechaba lo que ya sabe en tiempo presente. Nos hace partícipes de su descubrimiento, de su sorpresa, de su rechazo inicial, a que su hija ya no es una niña y pretende casarse, de su realidad familiar y de cómo esta se ve alterada. Por la mente del padre asoman rostros de posibles candidatos, los descarta a todos; ninguno, ni el príncipe azul más azulado le satisfaría como marido de su pequeña. Su postura es opuesta a la de Ellie (Joan Bennett), su mujer, aunque entre ambos sacan la boda adelante. El día a día de los preparativos se ha convertido en su principal preocupación: primero conocer al novio, después a sus consuegros, el traje de novia, los invitados, la orquesta, el menú infantil para abaratar costes, pues hay que andarse con ojo con los gastos, entre otros encargos y obstáculos a salvar; etapas que sobre todo Stanley debe aceptar y superar para lograr la mejor boda posible para su niña, con quien ya no compartirá el mismo techo, la niña por quien gastará al borde de lo permitido por su economía de clase media, la niña por quien un buen día, tres meses atrás, la cotidianidad se vio alterada y le dijo: el tiempo transcurre, los hijos se hacen adultos y los padres, quizá abuelos.


1.Vincente Minnelli. Recuerdo muy bien (de la traducción de Fernando Jadraque). Libertarias, Madrid, 1991

sábado, 11 de mayo de 2019

Fueros humanos (1933)


De los grandes cineastas del “Hollywood dorado”, Frank Borzage fue quien mejor expuso el romance de pareja. Lo hizo en El séptimo cielo (Seventh Heaven, 1927), El ángel de la calle (Street Angel, 1927), Estrellas dichosas (Lucky Stars, 1929), Adiós a las armas (A Farewell to Arms, 1932) o Fueros humanos (Man's Castle, 1933), títulos que encuentran la belleza entre la miseria, sea esta consecuencia de la guerra o de la depresión económica que no afectan a sus enamorados. Las parejas protagonistas de estos films de Borzage viven más allá de la realidad circundante, viven en las alturas del séptimo cielo que da título a una de sus obras maestras. Se trata de un espacio, entre mágico y onírico, donde alcanzan el estado ideal que les aleja de la mezquindad mundana. Es el espacio del amor, el de la pureza del amor, al que acceden en comunión para elevarse por encima de intolerancias, amenazas o prejuicios morales. En Borzage, el amor es suma de emociones, espiritualidad (no religiosa), sueños, sexualidad y magia compartidas, es un sentimiento que no puede ser destruido ni por las bombas ni por la hambruna, porque escapa del espacio tangible para establecer la conexión indestructible entre dos mitades que, como Bill (Spencer Tracy) y Trina (Loretta Young), se completan y se unen desde el mismo instante en que sus vidas se cruzan. El encuentro de la pareja protagonista de Fueros humanos se produce en un parque donde Bill, sentado en el mismo banco que Trina, arroja migas de pan a las palomas. En ese momento se conocen y, más importante aún, se reconocen, quizá como dos palomas más, apunto de echar a volar. Intuimos por medio de sus palabras que él es medio libre, circunstancia que se agudiza en el restaurante donde se desarrolla la siguiente escena, y ella famélica, necesitada de una migaja con la que llenar su estómago vacío. También está medio herida en el alma, consecuencia de la pérdida de su empleo y quizá por un pasado anterior a ese encuentro que, simbólicamente, borrará su memoria, a la que nunca tendremos acceso, porque ha dejado de existir. No nos dejemos llevar por las apariencias, el cine de Borzage nada tiene de cursi, vive de sentimientos, emociones y honestidad, eso es a lo que aspira y alcanza en su plenitud cuando se confirma la unión del hombre y de la mujer, mujeres como Trina, que encuentra refugio al lado del vagabundo que se aferra a su libertad, al sonido del tren, a su máscara de rudeza, tras la cual no logra ocultarnos su ternura y su temor a vivir encadenado, y esto es lo que provoca que todavía viva prisionero. Y sin embargo, sin apenas percatarse, bajo el amor protector y desinteresado de Trina, su egoísmo infantil desaparece y accede a la maduración y a la libertad plena en compañía de la joven, que a su vez lo refugia, una joven a quien acaricia el cabello con delicadeza y devoción al tiempo que desprecia su delgadez para ocultar el amor creciente, ascendente. Fueros humanos es una obra excepcional, llena de sutileza, de ternura, que no rehuye mostrar la crudeza socio-económica de la época, y repleta de detalles que apuntan hacia la elevación de la pareja -el cielo y los pájaros, el disfraz de gigante que posiciona a Bill por encima del resto de transeúntes, la proximidad de este a la inocencia infantil, el renacer de Trina o mismamente la escena en la que ambos pasean entre la multitud, de la que nunca formarán parte-, una película que, caída en el olvido como tantas otras de este gran cineasta, nos traslada a un estado irreal, aunque también introduce un espacio mundano donde la carestía siempre está presente; no obstante, no logra irrumpir ni destruir el castillo de ilusión que Trina y Bill edifican y comparten sin necesidad de ubicarlo en más lugar que en el intangible compartido donde ambos forman el todo. Su encuentro los ha transformado, han dejado de ser dos para ser uno y así avanzan hacia un nuevo estado vital, el de la comunión sexual y espiritual, pues no vale la una sin la otra, esa es la perfección que alcanza y que supera cualquier obstáculo, sea el amenazante acoso por parte de Bragg (Arthur Hohl) a Trina o la decisión de Bill, a quien nunca le ha importado el dinero, cuando asume colaborar en el robo propuesto por el nombrado, una decisión que asume porque cree que así protegerá a Trina y a su futuro bebé. Las imágenes que nos muestran el romance son Borzage y Borzage es cine en estado puro o, mejor dicho, un cine de pureza frente a la mezquindad, de generosidad frente a la miseria humana y material, pureza que encuentra en el amor, en la unidad y en la conexión plena de las dos mitades, su sentido y su forma.

miércoles, 21 de junio de 2017

Paso al noroeste (1940)


No descubro nada nuevo si escribo que King Vidor fue uno de los grandes cineastas que ha dado el cine estadounidense, pero me gusta repetirlo, porque sin él, y sin otros como él, la evolución cinematográfica habría sido más lenta y menos atractiva. Como pionero dominó todos los aspectos del cine mudo -...Y el mundo marcha (The Crowd, 1927) es prueba de ello-, se enfrentó al sonoro y salió airoso -Aleluya (Hallelujah, 1929), así lo confirma-, también domó el color por primera vez en Paso al noroeste (Northwest Passage,1940), de igual modo que haría con cada nuevo reto, porque para alguien como él, convencido de que una película es un arte individual, un director <<debe ser hasta cierto punto, actor, guionista, diseñador, fotógrafo, músico, montador, técnico y pintor. Nunca deber ser completamente dependiente de las decisiones o del juicio de otros>>. Esta declaración de intenciones marcó su carrera, lo llevó a innovar, a improvisar o a estudiar formas para sus proyectos personales y también para los encargos de los estudios donde trabajó. Cuando la MGM le ofreció realizar Paso al noroeste, aceptó sin dudarlo, porque <<además del color y el espectáculo de la dura marcha conducida por su empecinado jefe, los problemas puramente físicos que planteaba la realización del filme me atraían mucho y representaban un desafío excitante>>. Este desafío físico, pero también técnico, al que alude Vidor en sus memorias dio como resultado una espléndida y cruda aventura colonial que, ambientada en 1759, se adentra por espacios naturales, inhóspitos y salvajes, para detallar la dura marcha emprendida por los Rangers de Rogers (Spacer Tracy).


El acierto de King Vidor no reside en su acertada utilización del technicolor, cuyo uso alcanzaría su máxima expresión en Duelo al sol (Duel in the Sun, 1946) y Guerra y paz (War and Peace, 1956), sino en mostrar con todo lujo de detalles el esfuerzo, el sacrificio, la violencia e incluso el sadismo que marcan el recorrido del oficial y de sus doscientos hombres. Este número se ve reducido a su cuarta parte a lo largo de un camino donde la ausencia de alimento es constante, como también son constantes los peligros, el acumular kilómetros y más kilómetros por aguas pantanosas, dormir sobre las ramas de los árboles o arrastrar sus barcazas a través de las montañas, todo ello para ocultar sus huellas del enemigo francés e indio. Estos son algunos de los "lujos" que Rogers regala a sus rudos soldados, cuya suciedad acumulada en uniformes y en las barbas de varias jornadas se contraponen con la pulcritud de los casacas rojas que acuden a su encuentro al final del film. A pesar de los múltiples obstáculos que merman el número y la moral de la tropa, que bajo su mando no está compuesta por nacionalidades (ni son ingleses, ni irlandeses, ni escoceses, ellos son Rangers, y no se cansa de repetirlo), el mayor arenga a sus muchachos para que avancen por los bosques, montañas, lagos o el río que solo pueden cruzar formando una cadena humana. Entre paternal, aventurero y siempre exigente durante la misión, a Rogers lo guían sueños (explorar lo inexplorado y abrir nuevos pasos hacia el interior) que guarda para sí, como también guarda en su interior la tristeza que implica abandonar a los heridos a la soledad y a la muerte. Para él, como para el resto, son momentos difíciles que debe asumir sin mostrar sus sentimientos, consciente de ser un soldado al mando de otros soldados, lo cual implica la toma de decisiones (sean o no de su agrado), su aislamiento del conjunto (salvo en la relación maestro-alumno que mantiene con Langdon) y la admiración de quienes le siguen, entre ellos Langdon (Robert Young), el joven universitario que, en el prologo rodado por Jack Conway, escapa de la injusticia social que domina en las colonias y se une al grupo en compañía de su amigo Hunk (Walter Brennan). Sin embargo Vidor se desentiende de cualquier circunstancia relacionada con ese primer momento del film, tampoco presta atención al romance entre Langdon y Elizabeth (Ruth Hussey), pues su interés siempre se centra en la compleja traviesa humana (su parte positiva y también la negativa), en el sacrificio, el esfuerzo, las bajas o la superación, que van dando forma a su avance, tanto en canoas o a pie, hacia la posición india que atacan sin piedad, incendiando chozas mientras sus ocupantes duermen, y descargando la ira acumulada durante años de continuas luchas. Este momento de violencia extrema vendría a confirmar que, lejos de otros realizadores que abordaron aventuras similares, 
Vidor no buscaba mostrar en la pantalla héroes unidimensionales, él se decantó por ofrecer el protagonismo de Paso al noroeste a hombres que asumen distintos comportamientos, condicionados por sus vivencias, interpretaciones y circunstancias a las que se enfrentan, por ello, también las dudas, la flaqueza, el salvajismo o la locura forman parte de los Rangers de Rogers.

domingo, 1 de febrero de 2015

La costilla de Adán (1949)



Uno de los temas recurrentes de la screwball comedy se encuentra en la lucha de sexos en la que se enzarzan sus protagonistas, pero en La costilla de Adán (Adam's Rib, 1949) George Cukor y sus guionistas, Ruth Roman y Garson Kanin, ofrecieron a este enfrentamiento mayor relevancia significativa al oponer a un hombre, Adam Bonner (Spencer Tracy), que cree a ciegas en la justicia aplicada desde el código legal, y a una mujer, Amanda Bonner (Katharine Hepburn), que lucha por la igualdad social y legal entre sexos. Al inicio de La costilla de Adán se muestra a otra mujer (Judy Hollyday) que, dominada por el nerviosismo, se oculta de alguien (Tom Ewell) a quien persigue por la calle y por las instalaciones del metro, donde su bolso cae al suelo para que la cámara encuadre entre sus pertenencias el revólver que disparará cuando descubra a ese mismo individuo en brazos de otra mujer (Jean Hagen). Sí, ese a quien perseguía es su marido y ella es Doris Attinger, una mujer desesperada, no muy avispada y, a la mañana siguiente, acaparadora de las portadas de los periódicos de la ciudad, los mismos que se leen en el hogar de los Bonner, donde Adam y Amanda realizan un primer intercambio de opiniones acerca de la noticia. En ese instante el espectador aún no tiene constancia de que el feliz matrimonio lo componen dos letrados, ni que sus opiniones personales se enfrentarán en la corte donde se juzgará a la Attinger por intento de homicidio y, gracias a la estrategia de Amanda, a una sociedad que acepta y fomenta las diferencias entre géneros. Como consecuencia, y ante la atónita mirada de Adam, la defensora señala a su clienta como la víctima de los prejuicios hacia su sexo, cuestión que pretende demostrar poniéndose en evidencia y evidenciando al sistema que rige la sala donde intercambia protestas y golpes dialécticos con su oponente y, a la vez, marido. De tal manera, se descubre a Amanda como una defensora de la igualdad, y como tal centra su discurso en cuestionar los valores morales y sociales que, según el sexo, interpretan el mismo comportamiento desde enfoques distintos, circunstancia que, con gran desparpajo, expone ante el jurado y ante las narices de su pareja. Por su parte, Adam se muestra intransigente en su firme propósito de que nadie transgreda la ley, convencido de que si esta no funciona, la solución es cambiarla y no disparar sobre el marido, por muy canalla que sea este. Como consecuencia del satírico enfrentamiento, el matrimonio de los Bonner peligra, ya que permiten que la lucha que mantienen ante el jurado se convierta en parte primordial de su relación sentimental. ¿Quién tiene la razón? Para cada uno su postura es la correcta. Además, para Adam resulta un tanto embarazoso que cada mañana sus nombres sean el foco de las burlas de las páginas de los diarios que siguen el proceso como si se tratase de una competición deportiva. Y, a medida que avanzan las jornadas, los temores iniciales del ayudante del fiscal se confirman, amenazando con romper la armoniosa unión que se descubre en la película casera que proyectan durante la velada que comparten con sus amigos, en la cocina donde preparan la cena antes de la inoportuna interrupción de Kid (David Wayne) o durante el intercambio de masajes, instantes antes de que vuelvan a enfrentarse los dos criterios que saben complementarios, ya que sin igualdad no hay justicia (y viceversa) y sin igualdad (pero con sus necesarias diferencias) tampoco hay matrimonio para ellos.

viernes, 20 de junio de 2014

Adivina quién viene esta noche (1967)



Cuando Spencer Tracy aceptó protagonizar Adivina quién viene esta noche (Guess Who's Coming to Dinner, 1966) su estado de salud era como mínimo delicado, pero la intervención de Stanley Kramer, responsable de tres de sus últimas películas —
La herencia del vientoVencedores o vencidosEl mundo está loco, loco, loco—, y la posibilidad de volver a compartir pantalla con Katharine Hepburn, durante años su pareja sentimental y en nueve ocasiones artística, le convencieron para asumir la que sería la última demostración de su innegable talento interpretativo. Desde el debut de Tracy en 1930 hasta el momento del rodaje de Adivina quién viene esta noche dentro de la industria cinematográfica se produjeron cambios significativos de tipo técnico, pero también de carácter social como la integración racial de la que Sidney Poitier, coprotagonista del film, fue pieza clave al ser el primer afroamericano en alzarse con el Oscar a la mejor interpretación masculina por su papel en Los lirios del valle (Ralph Nelson, 1963). Gracias a su participación en esta película o en títulos como Fugitivos (Stanley Kramer, 1958), Rebelión en las aulas (James Clavell, 1967) o En el calor de la noche (Norman Jewison, 1967), Poitier se convirtió en uno de los actores más influyentes del Hollywood de finales de los sesenta, además de ser uno de los primeros en cobrar un porcentaje de la recaudación de las películas en las que participaba. Su tercera colaboración con Kramer, basada en un guión de William Rose, gira en torno a la integración que ni la clase burguesa, de supuesta ideología liberal, de la que forman parte los Drayton, ni las minorías representadas por los Prentice han asumido en su plenitud debido al distanciamiento generado por una tradición segregacionista que aún les condiciona, y por ello, a los padres de los novios, les cuesta aceptar un acercamiento racial que solo puede producirse a partir de las nuevas generaciones, representadas por el doctor John Prentice (Sidney Poitier) y Joey Drayton (Katharine Houghton). A partir de la relación interracial de estos jóvenes Adivina quién viene está noche expone desde la comedia dramática la reacción de sorpresa de sus progenitores cuando escuchan que piensan casarse. Primero los Drayton y posteriormente por los Prentice muestran sus dudas y, por momentos, un rechazo que delata que aún no se ha asumido ni aceptado plenamente el concepto de integración, quizá más por miedo a la no aceptación social que por ideas racistas, pues temen por el futuro de los enamorados en una sociedad donde la unión entre miembros de distintas razas no está bien vista. Pero esta circunstancia no afecta a los prometidos, que comprenden que las diferencias en la pigmentación de la piel no les hace distintos, ni impide que su atracción y sus sentimientos sean sinceros y apasionados, rompiendo de ese modo con los condicionantes y los prejuicios que provocan el distanciamiento entre etnias o, simplemente, personas.