jueves, 29 de febrero de 2024

El jovencito Frankenstein (1974)


El año 1974 es el gran momento de Mel Brooks en el cine, por la sencilla razón de que estrena dos películas (por él dirigidas) y que ambas son éxitos rotundos de público y de taquilla y ese doble acierto lo posiciona entre los cineastas más populares y rentables de Hollywood. El secreto de su éxito parece que consiste en decantarse por lo simple, lo complejo no suele triunfar en la taquilla, ni en las librerías, ni en las discotecas ni en los teatros, ni en las charlas de cafetería ni de barra americana; aunque seguro que lo suyo no fue tan fácil como escribir este y otros comentarios. Desde sus orígenes profesionales, Brooks busca hacer reír. Lo hizo siendo guionista de televisión en el show de Sid Caesar, como creador de la serie televisiva Superagente 86 (Get Smart), como cómico en directo y, a partir de finales de los sesenta, en el cine. Pero, sea cual sea el medio, el fin siempre es el mismo: la carcajada de su público. Lo cual no deja de ser una de las cosa más serías y complicadas de lograr, salvo que el chiste sea fácil y vaya dirigido a un público infantilizado y nada exigente. ¿Sería este el de Brooks? Lo dudo, puesto que, entre tanta amplitud, parece forzoso encontrar de todo. Así que buscar la risa se convirtió en su máxima ansiedad cuando se ponía detrás y delante de la cámara —su faceta de productor es una historia diferente—. Y cada nueva película suya, a partir de Sillas de montar calientes (Blazing Saddles, 1974), invitaba a ella desde la parodia y el homenaje a los géneros (otra cuestión sería si aceptamos o no su propuesta). El primero en caer en sus manos fue el western; y el segundo, el cine de terror de los años treinta. En concreto, el díptico de James Whale sobre la criatura ideada por Mary Wollstonecraft Shelley en el siglo XIX.


No hay que ser un lince para darse cuenta de la sombra del cineasta británico sobre el espléndido blanco y negro de El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, 1974), pues esa referencia aparece clara en la sala del laboratorio del doctor —los objetos son los originales del film de Whale— y en el título de la película. Por si hubiese dudas al respecto, <<decidimos basar el aspecto y el espíritu de El jovencito Frankenstein en los clásicos de James Whale>>. (1) Vaya, nunca lo habría sospechado. Hasta ese momento, solo había realizado dos largometrajes, Los productores (The Producers, 1968) y El misterio de las doce sillas (The Twelve Chairs, 1970). La primera había sido una sorpresa (para mí, hilarante) que le deparó el Oscar al mejor guion original y la segunda era la treceava adaptación a la pantalla de la novela de Ilya Ilf y Eugene Petrov Las doce sillas, la cual, a pesar de sus momentos, había pasado sin pena ni gloria por las pantallas… Pero el éxito ya estaba llamado a su puerta cuando Gene Wilder le dijo: <<Tengo una idea para una película sobre el nieto del barón Frankenstein. Es un científico que no se cree ninguna de esas tonterías de resucitar a los muertos. De todos, aunque es un científico, está tan loco como cualquiera de los Frankenstein. Lo lleva en el corazón. Está en su sangre. Está en la médula de sus huesos, solo que él aún no lo sabe>>. Lo anterior lo escribe Brooks en sus memorias. Según él, eso fue lo que le contestó Gene Wilder cuando le preguntó sobre qué escribía en su bloc durante uno de los descansos del rodaje de Sillas de montar calientes. El resto ya es historia, la de El jovencito Frankenstein y la burla-homenaje al cine de terror (y de Whale) que conquistó a su público y le hizo reír con personajes ya icónicos de la comedia, llámense Frodorick, Frederick, Igor, Aigor o criatura…

(1) Mel Brooks: ¡Todo sobre mí! Mis memorables gestas en el universo mundo del espectáculo (traducción de Ana Julia Sarmiento). Libros del Kultrum, Barcelona, 2023.

Crónica de un niño solo (1965)


El primer largometraje de Leonardo Favio, se lo dedicó a su “maestro” Leopoldo Torre-Nilsson, quien le había dirigido en El secuestrador (1958), Fin de fiesta (1960) o La mano en la trampa (1961), llevaba a otro nivel la figura infantil solitaria. En cierta medida, la de ser un marginal, era similar a la ya expuesta en su cortometraje El amigo (1960), pero Potín (Diego Puente), el protagonista de Crónica de un niño solo (1965), carece de la opción de soñar para escapar del entorno. La suya ha de ser una huida real, en el mundo físico, de la celda del centro donde le han encerrado. Su fuga del colegio, orfanato-reformatorio, y su posterior deambular, así como su encierro previo entre los muros del centro, son detallados con precisión, sin alardes, haciendo gala de un <<ascetismo cruel>> e influenciada por el Bresson de Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé, 1956) y Pickpocket (1959). En un primer momento Favio, quien también fue coguionista junto con su hermano Jorge Zuhair Jury, se centra en la descripción del correccional y de sus ocupantes: los niños y sus profesores-carceleros, en quienes se observa la rigidez del mando y la facilidad con la que emplean los castigos como medio de sometimiento y vejación. En todo caso, sus métodos no educan, ni integran ni ofrecen posibilidad de comunicación entre el mundo y los jóvenes. No les interesa, lo que parece importar es mantenerlos aislados y a raya. El encierro de Potín en la celda no deja de corroborar esa sensación de <<cerrar la puerta y tirar la llave>>. Pero el niño, ante la falta de atención de los carceleros a sus llamadas (siente la apremiante necesidad de ir al servicio), decide salir por su cuenta. Así le vemos sacando la mano por los barrotes, intentando alcanzar el pestillo; es un intento estéril, pero no se da por vencido. En ese instante de aparente imposibilidad agudiza su capacidad para superar obstáculos y emplea su cinturón para alcanzar su meta y salir a la calle donde la libertad no resulta idílica, sino una realidad que también le golpea en la cara y a la que tendrá que sobrevivir. En ese entorno se hermana con “los muchachos del arrollo” de Pasolini y con Los olvidados (1950) de Buñuel, pero con el Antoine de Truffaut, pues este siente simpatía y admiración por su personaje, lo cual lo convierte en héroe a sus ojos y a los del público, mientras Fabio se preocupa por su muchacho, siente compasión e interés por él, pero no pretende condicionar las simpatías del espectador…



miércoles, 28 de febrero de 2024

El amigo (1960)


El segundo cortometraje del popular actor y cantante argentino Leonardo Favio anuncia lo que se verá cinco años después en su primer largometraje, Crónica de un niño solo (1965), pero, además, en El amigo (1960) ya establece su compromiso, sus intereses y su discurso. Decide que tipo de cine será el suyo y se posiciona al lado del niño protagonista. Muestra su deseo, su soledad, su experiencia vital trabajando de limpiabotas a la entrada de una feria, pero también nos introduce en sus sueños; los de un pequeño que fantasea tener un amigo, pues ¿qué mayor tesoro en la infancia que la amistad? Esa complicidad en el juego y en la propia fantasía, común a la inocencia del niño protagonista que, a lo largo de los diez minutos de metraje, escapa de su suerte, la que le ha llevado al lado menos luminoso. La desigualdad social se observa en un espacio lúdico, en los dos niños, imágenes en apariencia opuestas, pero intercambiables o, dicho de otro modo, la imagen de la infancia. Uno, llega acompañado de su padre para divertirse en las atracciones del parque; el otro, solitario y llamando la atención sobre posibles clientes, envidia la suerte de aquel a quien pronto convierte en personaje de su sueño. Ahí, en el mundo onírico donde se dice que todo es posible, el muchacho intercambia los papeles. Ahora él es el niño consentido e inicialmente rechaza al pobre —sensación de rechazo y aislamiento que él mismo siente en la realidad de la que escapa cerrando los ojos o con ellos abiertos—, pero a quien no tarda en convertir en su amigo. Esa es su felicidad, la ilusión que le posibilita huir de la miseria. El niño protagonista sueña despierto, crea su mundo propio donde alcanzar la felicidad que se le niega, la cual, vista así, solo es posible en su fantasía, que le aleja del entorno donde trabaja limpiando zapatos ajenos y donde, en su soledad, desea un amigo con quien jugar. La influencia del neorrealismo italiano es más de fondo que de estilo, pero queda en el oficio del niño, que es el mismo trabajo que da título (en castellano) a El limpiabotas (Sciuscià, 1946), una de las grandes obras neorrealistas de Vittorio De Sica y Cesare Zavattini…



Sillas de montar calientes (1974)

El spaguetti western se inició como homenaje y parodia del western estadounidense, pero sus primeros pasos resultaron tan atractivos para el público, que acabó creando sus propias señas de identidad; algunas de sus propuestas incluso fueron cómicas, como Mi nombre es ninguno (Il mio nome è Nessuno, Tonino Valerii, 1973) y Le llamaban Trinidad (Lo chiamavano Trinità..., Enzo Barboni, 1970). El caso es que la comedia y el western habían coqueteado antes de que Mel Brooks las uniera en Sillas de montar calientes (Blazing Saddles, 1974). Ya lo habían hecho Buster Keaton, los hermanos Marx, Laurel y Hardy, que son algunas influencias directas y reconocibles en el cine del cómico neoyorquino. Hubo otros westerns estadounidenses más cercanos en el tiempo a Sillas de montar calientes que incluían en su metraje la parodia. La batalla de las colinas de Whisky (The Hallelujah Trail, John Sturges, 1965) y Pequeño gran hombre (Little Big Man, Arthur Penn, 1970) son dos ejemplos, aunque la segunda no es una comedia propiamente dicha, pero cuyo tono satírico agudiza su contundente crítica hacia el maltrato recibido por los nativos estadounidenses a manos del colonizador blanco. Pero Brooks no es Arthur Penn, su intención es otra bien distinta. Si el realizador de Pequeño gran hombre introduce comedia en la película es para resaltar el hecho que persigue describir: el abuso sufrido por las tribus norteamericanas. Por su parte, aunque introduce el tema del racismo en su film, Brooks tiene clara su prioridad: tomar del género del Oeste, exagerar sus tópicos, construyendo su historia a partir de títulos como Río Bravo (Howard Hawks, 1958), caricaturizar sus personajes al máximo, tal como el pistolero borracho a quien da vida Gene Wilder o la cantante alemana interpretada por Madeline Kahn, cuyo modelo es Marlene Dietrich, crear caos y hacer reír. La historia de Brooks, que coescribió junto con Andrew Bergman y Richard Pryor, es la típica que permite el lucimiento del héroe, solo que en esta ocasión se trata de uno atípico, pues su piel es negra, lo que depara el rechazo inicial del pueblo donde todos son blancos y se apellidan Johnson. Esto indica su anonimato, su pertenencia a la masa, pues apenas se distinguen al no ser ni héroes ni villanos, aunque vivan en una villa. Solo son tipos corrientes que ven amenazado su hogar por la llegada de una banda de forajidos enviada por el fiscal general, tan corrupto él, como inepto y mujeriego el gobernador. Evidentemente, a lo largo del metraje, Brooks introduce chistes, algunos con calzador, hasta que finalmente rompe el espacio narrativo y desvela lo sabido: que el cine es ilusión o, dicho de otro modo, que lo se ve en la pantalla es una farsa, una representación. Otro cantar es el tema sobre el que giran las películas, lo que quieren expresar y lo que logran decir; en el caso de Brooks, su tema es el racismo que arrastra la sociedad estadounidense desde el mismo momento de su origen, sin embargo, al cineasta no le interesa ir más allá de la diversión. Esa es la misión que asume detrás de las cámaras, la de divertir y hacer reír sin intención de enseñar nada; que logre su intención ya depende del tipo de público. Y quizá para muchos la cumpla o la cumplió en su momento, como confirma que fuese uno de los grandes éxitos de público (y de taquilla) de 1974.



martes, 27 de febrero de 2024

El naufragio de la humanidad (1923)

Nacida con el cinematógrafo, en 1895, Dorothy Davenport dedicó parte de su vida al cine, siendo actriz, guionista y productora y también directora ocasional. Su primera producción fue El naufragio de la humanidad (Human Wreckage, 1923), que codirigió sin acreditar junto con John Griffith Wray. La coprodujo en asociación de Thomas Harper Ince, quien la había convencido para que protagonizase el film, el cual tiene su origen en la muerte por sobredosis de Wallace Reid en 1923, de quien Davenport era viuda. Consecuentemente, se entiende que El naufragio de la humanidad sea una película de propaganda y a la vez un film personal para ella, en la que la actriz asume el rol de Ethel MacFardand, una mujer que lucha contra los narcóticos y cuyo marido, el abogado Alan MacFarland (James Kirkwood), cae en la adición. La finalidad propagandística del film es la de advertir del peligro que supone el consumo y abuso de sustancias como la morfina, de la que Reid era adicto tras el accidente por el cual se la habían recetado. Así, debido a la muerte del actor, Davenport, que llevaba varios años retirada de la pantalla, dio un paso adelante en la lucha antidroga y fue la máxima responsable de un largometraje pionero en encarar la problemática de las drogas en la pantalla; algo inusual por entonces, entre otras cuestiones debido a la temática y a la naciente censura de la oficina Hays, cuyo famoso código no funcionaría totalitario hasta diez años después del estreno de este film, en la actualidad perdido, pérdida que también supone un problema y quizá una decepción para quien quiera hacerse una idea más certera y precisa de esta película antidroga producida por Los Ángeles Bureu of Drugstore Addiction y Thomas H. Ince Corporation…



Los sobrevivientes (1978)

El núcleo familiar elegido por Tomás Gutiérrez Alea para continuar con su mirada crítica a la Cuba posrrevolucionaria —parece obvio que para él resultaba importante reflexionar y desvelar aspectos de la sociedad cubana del momento— se encierra en la finca familiar donde los Orozco que han permanecido en Cuba, bajo la guía de Sebastián (Enrique Santiesteban), se aíslan del exterior revolucionario cuando ven que los castristas se orientan hacia el comunismo. Son exiliados en su tierra, pero lo son de un modo especial; quieren serlo a lo grande y, para ello, tiran la casa por la ventana, comprando todo tipo de lujos en el mercado negro. Así pretende hacer de la villa-prisión un paraíso de consumo donde se pueda disfrutar de <<manjares y licores finos>>, entre otros lujos a los que estarían acostumbrados en la época prerrevolucionaria; a la espera de que todo vuelva a la normalidad. En un primer momento, confían en que todo regresará al orden de su gusto, pero los años pasan, el patriarca muere y la resistencia se transforma en caos, en relaciones endogámicas, en locura y lucha de clases, en miseria, hambre y autarquía…

En su cine, Gutiérrez Alea reflexionó sobre su país, sobre las promesas revolucionarias y la realidad que siguió. Lo hizo desde el ensayo cinematográfico en Memorias del subdesarrollo (1968) o desde la sátira kafkiana en Muerte de un burócrata (1966), en la que también apuntaba su cercanía a Luis Buñuel, proximidad que se hace más evidente en esta farsa que tituló Los sobrevivientes (1978) y que guarda parentesco con Viridiana (1961) y El ángel exterminador (1962) —e incluso, si me apuro, con La escopeta nacional (1977) de Berlanga en la anarquía que se apodera del espacio y del reparto coral, así como en la intención crítica de la sátira por parte del cubano y del valenciano—. Pero el surrealismo de Buñuel funciona diferente que el Gutiérrez Alea, cuya idea del encierro de sus personajes obedece a su necesidad crítica, que establece la relación entre el aislamiento voluntario que se da en la pantalla, y que depara el humor negro, por momentos surrealista, y a la situación por la que atravesaba la propia isla cubana, aislada ya no solo por el bloqueo estadounidense, sino del resto de Latinoamérica, lo que incumplía en cierto modo la promesa revolucionaria de llevar la Revolución al resto de países latinoamericanos. Y encerrados en sí mismos, tanto la familia como el poder acaban por devorarse. Como señala María Dolores Pérez Murillo en La Revolución Cubana filmada por Tomás Gutiérrez Alea (1), Los sobrevivientes <<es una crítica a la burguesía decadente y ultraconservadora, pero, paradójicamente, también se incide en el estancamiento, el aislamiento en el que ha desembocado la propia Revolución que, instalada en el poder, se hace conservadora para conservarlo>>.

(1) María Dolores Pérez Murillo: “La Revolución Cubana filmada por Tomás Gutiérrez Alea”. V Congreso Internacional de Historia y Cine: Escenarios del cine histórico. Universidad Carlos III, Madrid, septiembre de 2016.

lunes, 26 de febrero de 2024

Pickford, la pequeña gran Mary

Al principio no había nombres en la pantalla, solo aquellos cuerpos y rostros proyectados en sabanas y paredes. Las voces, gritos, pellizcos, guantazos, alguna ventosidad en fuga y el humo tabaco procedían de los espectadores; la mímica y las caídas solían proceder del otro lado. Así fue durante años, hasta que aquellas anatomías planas se hicieron familiares para el público que acudía a las barracas y, posteriormente, a locales adaptados para una mejor proyección. En los primeros tiempos no existía el star-system, ni el sistema de estudios, ni el sensacionalismo ni la pomposidad de alfombras rojas, ni historias con argumentos ni publicistas que creasen ídolos. Había buscavidas, granujas de medio pelo, calvos y de melena, soñadores de entretenimiento y empresarios en busca de negocio; y este se encontraba en las imágenes y las situaciones, en payasadas, fantasías, westerns... También en las estrellas. Qué decir tiene que, por entonces, el cine andaba en pañales y aprendía a caminar al tiempo que se daba algún batacazo. Se estaba inventando a sí mismo, pero su mejor invención económica y mediática no fue técnica, sino estelar. En un primer momento fue exigencia de los espectadores, que empezaban a querer saber quienes eran aquellos fulanos y menganas que les hacían reír, llorar o maldecir a la pantalla. Visionarios y hombres de negocios como Adolph Zukor, Carl Laemmle o William Fox no pasaron esto por alto. Lo vieron claro: si el teatro tenía sus estrellas, sus compañías cinematográficas tendría sus propios astros. Atraerían a las masas a sus cines con aquellos rostros anónimos, aunque conocidos, que pasaron a tener un nombre. Daba igual que fuese distinto al real; pues ¿qué más daba que aquel se llamase así y aquella, asá; si se estaban creando nuevos personajes? De entre estos, la más grande de la primera edad del cine, quien mejor representa la inocencia del medio, su infancia y su ingenuidad, fue la canadiense Gladys Smith, a quien se conocía por “la chica de pelo rizo de la Biograph”, compañía en la que fue dirigida por David Wark Griffith en un centenar de películas, hasta que este se cansó de las constantes exigencias económicas de la joven cuyo personaje “Little Mary” era uno de los más queridos. Así, la chica de los bucles dorados —en la pantalla lucían en blanco y negro—, asumió el Mary para sí y le añadió el Pickford, que pasó a ser su apellido. Era la primera gran estrella del celuloide, era Mary Pickford y fue una de las grandes protagonistas de su época. Para sus contemporáneos estadounidenses representaba los valores tradicionales y morales de la joven nación, y esta idea que se tenia de ella la popularizó: la convirtió en la mujer más célebre del país, la más querida y la más admirada.

Su padre murió siendo ella niña y su madre, Charlotte, asumió el peso de la familia. Así, para poder pagar la hipoteca y dar de comer a sus hijos, hizo del hogar una casa de huéspedes y se cuenta que allí mismo, uno de sus clientes, que era actor, vio en la pequeña Mary posibilidades de ser actriz. Pero la madre, siempre defensora de los intereses de su hija, no lo veía claro, pues lo de ser actriz no era un futuro que considerase estable. Tampoco lo parecía cuando ya en la profesión, Adolph Zukor quiso contratar a la pequeña Mary. Mas la protectora figura materna empezó a verlo cristalino cuando, en 1914, el dueño de la Paramount le ofreció un contrato por 500 dólares a la semana. No eran para ella, sino para su niña, pero, para el caso, era una cantidad importante y demasiado atrayente para rechazarla. La adolescente y su madre aceptaron la oferta e iniciaron su relación con la empresa de Zukor, pionero cinematográfico que no tardaría en fusionar su empresa con la compañía de Lasky, Goldwyn y DeMille. De aquella unión resultó el más grande de los estudios de cine, quizá tanto como la montaña que ha servido de logo para Paramount, que inicialmente era una pequeña distribuidora con la que Zukor se había asociado para expandir su dominio. Pero al magnate no le era tan fácil lidiar con la pequeña Mary, que no tardó en convertirse en la más popular de las actrices del cine estadounidense y también lo sería a nivel mundial. Ella lo sabía y exigía partiendo de tal conocimiento. Simbólicamente, se convirtió en la reina de Hollywood y llegó a tener tanto poder que podía escoger a sus directores, a sus guionistas y a sus compañeros de reparto, incluso antes de convertirse en productora de sus películas. Mary Pickford tenía un control casi absoluto sobre su trabajo.

<<En los tres años siguientes, mientras Theda Bara hacía de “vampiresa” en cuarenta películas, poniendo a la vista la inmoralidad de las mujeres, la America de la edad dorada se agolpaba en número aún mayor para ver las entregas mensuales de la siempre inocente Mary Pickford. En 1916, Zukor le firmó un contrato de un millón de dólares…>> (1) Por supuesto, la agente de Mary seguía siendo su madre, lo cual causaba ciertas risas cuando acudía con ella a los rodajes; atenta a la menor señal. Era protectora, pero la pequeña Mary no necesita que la defendiesen. Era una mujer de carácter que sabía enfrentarse a poderosos de la talla de Zukor o de Goldwyn; quizá aprendiese de su madre. <<Adolph Zukor le dijo a Mary Pickford que a él no le hacía falta ponerse a dieta: “Cada vez que hablo de un nuevo contrato con usted y si madre, pierdo cinco kilos.>> (2) No le temblaba el pulso ni la voz cuando creía que debía posicionarse y defender sus intereses. La pequeña Mary, la inocente Mary, solo era menuda de cuerpo, y su inocencia e ingenuidad acababan allí donde le tocaban la fibra. Su apariencia casi infantil, sus personajes valerosos, tiernos, inocentes, aquellos de los que medio mundo estaba enamorado eran proyecciones, no la Mary real, la que en la cotidianidad tomó el rumbo de su vida y de su carrera. Pickford era una verdadera pionera en esto del cine, una de sus primeras grandes estrellas y, cuando digo grande, quizá no se entienda el adjetivo en su total dimensión. Para hacerse un ejemplo, <<en 1918, William S. Hart hace una gira de diez días, visita diecinueve ciudades y vende bonos por el valor de dos millones de dólares. Mary Pickford recauda cinco millones en una tarde en Pittsburg y dos millones en Chicago en menos de dos horas.>> (3) Esto indica hasta qué punto era querida en el país, que se dejaba los cuartos en bonos de guerra no por la guerra en sí, sino porque su actriz favorita, la “American Little Sweetheart” les decía que su dinero era necesario para la victoria en Europa. Mary dejaría de actuar en la década de 1930. el sonoro y el sistema de estudios no eran para ella, una mujer independiente y un mito que continuaría ligada al cine como productora. Cabe recordar que, años atrás, en 1919, buscando su total independencia dentro del cine y de la industria naciente, se había asociado con Douglas Fairbanks, su segundo marido, con Charles Chaplin y David Wark Griffith, para fundar la United Artists y defender sus intereses frente a los estudios y sus distribuidoras. Por entonces, era las personalidades más sobresalientes de Hollywood y su éxito era parejo al de Chaplin o al de Fairbanks, con quien se casó en 1920 y con quien coincidiría en pantalla en una única ocasión: La fierecilla domada (The Taming of the Shrees, Sam Taylor, 1929)....

(1) A. Scott Berg: Goldwyn (traducción de María Soledad Silió). Planeta, Barcelona, 1990.


(2) Tricia Welsch: Gloria Swanson (traducción Roser Berdagué). Circe Ediciones, Barcelona, 2014.


(3) Jean-Louis Leutral: El cine bélico. Historia general del cine. Volumen IV. América (1915-1928). Cátedra, Madrid, 1997.

domingo, 25 de febrero de 2024

Dos veces yo (1984)


La ultima de las cuatro colaboraciones cinematográficas de Carl Reiner tras las cámaras y Steve Martin de protagonista 
Un loco anda suelto (The Jerk, 1979), Cliente muerto no paga (Dead Men Don't Wear Plaid, 1982), Un genio con dos cerebros (The Man with Two Brains, 1983) y Dos veces yo (All of Me, 1984)— reunía al popular actor con otra de las grandes estrellas de la comedia de la década de 1980: la actriz Lily Tomlin. Juntos, nunca mejor dicho, dan rienda suelta a su vis cómica en una comedia que tiene su punto y encuentra su vía hacia la comicidad en la doble personalidad que ocupa un solo cuerpo, el del abogado Roger Cobb; quien, sin desearlo ni esperarlo, recibe el alma de Edwina Cutwater, su cliente recién fallecida. En realidad, solo se habían visto en dos ocasiones y en ambas acabaron tirándose los trastos. La primera, en la habitación de la mansión donde “agoniza” la millonaria, una mujer a quien le dan pocas horas de vida. Ha pasado su existencia postrada en su lecho o sentada en su silla de ruedas, pero ni su inminente muerte ni la discapacidad que la ha mantenido alejada de actividades con las que sueña parecen afectarle. Se muestra satisfecha y optimista porque cree haber comprado una nueva vida después de esta. Y la segunda vez que se enfrentan, sucede en el despacho de abogados donde se ultima el testamento. En ese instante Roger y Edwina discuten por última vez en vida de esta, pues ella fallece allí mismo. Pero tal inconveniente no les impedirá que continúen haciéndolo cuando el alma de la millonaria transmigre al cuerpo del personaje de Martin, en lugar de hacerlo al de Terry (Victoria Tennant), la mujer que, aparentemente, de forma desinteresada se había ofrecido a ser la receptora de Edwina. “Aparentemente”, porque la fallecida la ha nombrado su heredera y Terry no deja de ser una pícara en busca del dinero de la ilusa que acaba por formar parte de Roger. El arranque de Dos veces yo establece la situación y el posterior accidente posibilita el enredo y el chiste que Reiner, en función de director de orquesta, alarga gracias a las interpretaciones de sus dos estrellas, dando como resultado un entretenido tira y afloja entre Tomlin y Martin…




sábado, 24 de febrero de 2024

Ejecución inminente (1999)


Salvo por su concesión final —la escena navideña con la que concluye el film— al público y a la industria a la que pertenece, Clint Eastwood se muestra contundente a lo largo de su recorrido por la jornada que desarrolla en Ejecución inminente (True Crime, 1999), una jornada a contrarreloj con la que cerraba su obra cinematográfica en el siglo XX. En el XXI llegarían otros y mejores títulos, también peores que añadir a su ya impresionante currículum como cineasta; pero Ejecución inminente no desentona con lo que se espera. Entretiene en su propuesta, aunque su crítica a la pena capital carezca de la fuerza y de la insistencia de contemporáneas suyas como Pena de muerte (Dead Man Walking, Tim Robbins, 1995). Resulta atractiva en su reflexión sobre la casualidad, la apariencia y la verdad, que cobra la forma de drama que deambula entre el cine de periodismo y el suspense (de resolución previsible) que pueda generar la posibilidad de que el condenado Frank Beechum (Isaiah Washington), casado y también padre de una niña, sea inocente.


Eastwood asume el rol protagonista, el de un veterano del periodismo, ex alcohólico, mujeriego, padre de una hija a la que apenas ve y un reportero con instinto, insubordinado,… Resumiendo, se trata de un personaje que encaja a la perfección con la imagen crepuscular del icónico director-actor a quien se le nota a gusto en su doble función de rebelde y (anti)héroe; o sencillamente será una impresión que me generan las imágenes y la sensación de verle recreando a un personaje que se aferra a su última oportunidad para también salvar su vida de la deriva existencial que parece conducirle a la destrucción. Esa oportunidad surge de modo casual, tras un accidente que implica la muerte de la joven periodista encargada del artículo. A instancias del director del periódico (James Woods), su superior en la redacción, Bob Findley (Denis Leary), le encarga que se haga cargo del artículo de interés humano que escribía Michelle o, dicho sin florituras, que escriba uno que avive y satisfaga la curiosidad y el morbo de los lectores ante el hecho capital de matar a sangre fría, con el respaldo de la Ley. Conociendo su reputación y la aventura que Everett mantiene con su mujer, Bob recela, se muestra hostil y le insiste que nada de investigación, que su labor es escribir ese dichoso artículo de “interés humano”, pero ¿qué hay más de “interés humano” que la verdad? Y esta (y su olfato) es lo que mueve a Everett, la que impulsa a cualquier buen periodista a descubrirla y desvelarla. Así que lo que iba a ser un artículo sobre las últimas horas en la vida del condenado a muerte con quien tiene una entrevista a las cuatro, unas horas antes de la ejecución (el “crimen verdadero” al que se refiere el título original), se convierte en una carrera contra el reloj y en la búsqueda de la verdad, la cual, sin duda, sí es del máximo interés humano…



viernes, 23 de febrero de 2024

Vicios pequeños (1978)

Cuando dos actores tan grandes como Ugo Tognazzi y Michel Serrault se alían en la pantalla puede pasar que llegue un tercero, que responda al nombre de Michel Galabru, y que juntos y revueltos den rienda suelta a su capacidad cómica y se batan en un duelo interpretativo a tres bandas. Ese momento cinematográfico se estrenó por estos lares con el título Vicios pequeños (La cage aux folles, 1978), pero aquí y donde sea, la película apuesta por el humor para expresar tolerancia. En esta alocada comedia basada en la obra teatral de Jean Poiret, los dos primeros dan vida a una pareja homosexual que ve como su cotidianidad se transforma en otra cosa cuando Renato Baldi (Ugo Tognazzi) recibe la noticia de que su hijo Laurent (Rémi Lairent) se va a casar; y que los padres de la novia quieren conocer a la familia. Baldi, empresario de cabaret, vive con Albin (Michel Serrault), la diva del espectáculo y su pareja desde hace veinte años. Juntos viven su madurez y su relación matrimonial con altibajos, pero conscientes de quienes son y lo que sienten el uno por el otro. La pareja es el principal exponente de esta comedia que Édouard Molinaro realizó a partir de la exitosa pieza que Poiret había estrenado en 1973. Dicho éxito anunciaba que era previsible que se realizase una adaptación cinematográfica, la cual también resultó un éxito rotundo, aceptación popular y económica que deparó dos secuelas, una película para televisión y la versión hollywoodiense que Mike Nichols rodó en 1996; sin olvidar que también tuvo su adaptación musical en Broadway.

El ambiente en el que vive y rodea a la pareja es alegre, colorista, liberal y, en cualquier aspecto, contrario al del que proviene el personaje de Galadru, que da vida a Simon Charrier, un severo de tono y lomo e igual de intolerante que Louise (Carmen Scarpitta), con quien está casado. Ambos son rígidos y censuran cualquier idea que suene distinta a su discurso y amenace su moral. Esta buena pareja, conservadora y burguesa de pura cepa, tienen una posición que hacer valer y defender ante los medios, pues él resulta ser un personaje público, para más señas diputado y secretario del partido político que vela por el orden moral de la nación —y cuyo presidente muere en brazos de <<una prostituta menor y negra>>—; pero también es el padre de Andréa (Luisa Maneri), la novia de Laurent. Para evitar que la prensa se ensañe, debido a la doble moral del presidente fallecido, Louise le aconseja que visiten a sus futuros consuegros y anuncien a los medios la boda de su hija, para dar a los periodistas otra noticia con la que acallar las voces críticas con el comportamiento del fallecido. Esta artimaña política supone el encuentro entre las dos familias y anuncia el más que previsible choque entre perspectivas opuestas, las distintas formas de sentir y ver la vida que representan sendos polos. Y por supuesto, esa reunión familiar a la fuerza da pie al enredo, a situaciones de comicidad y a un posicionamiento a favor de la libertad y la tolerancia…



La reina del desierto (2014)

En La reina de desierto (Queen of the Desert, 2014) Werner Herzog no alcanza el esplendor ni asume riesgos como en otras de sus películas, pero lo aparentemente convencional que acompaña a la aventura de Gertrude Bell (Nicole Kidman) por Persia y el desierto de Arabia tampoco desentona dentro de aquello que en sí, más que una filmografía, parece una búsqueda de personajes y situaciones al filo de lo imposible. Solo hay que echar un vistazo a los títulos que componen su obra, incluso al propio personaje Herzog, y se comprende que sus propuestas insisten en esos personajes que se salen de la norma; es decir, que abandonan lo posible y lo permitido para adentrarse por caminos inexplorados y llenos de dificultades, prácticamente insalvables. Son los representantes de una humanidad que se niega a claudicar al conformismo dominante en la sociedad a la que dan de lado para aferrarse a su sueño, quizá a su locura existencial. Esa misma búsqueda, el vivirla, es su victoria, tal vez pírrica o insignificante a simple vista, y su derrota, pues ambos polos parecen ir unidos. Pero lo importante no es el fin, sino el camino emprendido y que a Gertrude Bell le lleva a Persia y a otros lares de Oriente Próximo —la película se filmó Petra (Jordania) y en Marruecos, donde el realizador ya había rodado con anterioridad—, un lugar que a priori parece no estar hecho para ella; tampoco lo parecía para T. E. Lawrence —en el film interpretado por Robert Pattinson— y le entró en la sangre. En 2016, Sabine Krayenbühl y Zeva Oelbaum realizarían el documental Cartas desde Bagdad (Letters from Baghdad, 2016), en la que Tilda Swinton daba voz a algunos de los escritos de la heroína aquí interpretada por Nicole Kidman.

De clase acomodada y aburrida, esta arqueóloga, escritora, exploradora, cartógrafa y aventurera busca y sueña libertad, pero le valdría con escapar de la mojigata y conservadora sociedad victoriana en la que nace, crece y se muestra distinta. En 1888 se convierte en la primera graduada en Historia en la Universidad de Oxford, pero, debido a su condición de mujer, su logro académico queda relegado a un plano honorífico. Mas minucias como esa no detienen a esta viajera incansable que llega a Teherán, donde su tío ejerce de embajador británico, y allí conoce a Henry Cadogan (James Franco), con quien inicia su primer romance —pasados los años vivirá un segundo, junto a Richard Wylie (Damian Lewis)—  y la aventura existencial que hará de ella una reina sin corona del desierto, conocida como al-Khatun (consejera del rey), y una de las figuras más importantes de un momento crucial para el mundo: la división del imperio otomano entre las potencias europeas vencedoras en La Gran Guerra (1914-1918), sobre todo entre Reino Unido y Francia, imperios que no cuenta con el factor árabe que sí contempla la heroína cuando es requerida para trazar las nuevas fronteras de Oriente Próximo. Como cualquier otro largometraje de ficción de Herzog hay en sus imágenes algo del género documental —cuando la película es un documental, el cineasta introduce ficción—, que en La reina del desierto se encuentra precisamente ahí, en los espacios y los paisajes transitados por el film y recogidos por la cámara, ya sea el mercado, las ruinas, la “torre del silencio”, las excavaciones, los fenómenos atmosféricos o sobre la arena y bajo el cielo donde Getrude se iguala a Aguirre, Fitzcarraldo y tantos otros personajes de Herzog, que tienen en común la idea que el cineasta bávaro pone en ellos, una que los convierte en particulares que se aventuran para perderse y encontrarse, para conocerse y hallar sus límites, su libertad, su poesía de la vida…



jueves, 22 de febrero de 2024

¿Víctor o Victoria? (1982)

Contradiciendo al gran Luis Eduardo Aute, la vida no es cine, ni los sueños cine son; y cuestionando los cuentos Disney, no tiene finales felices y pocos son quienes comen perdices, pues más comen pollo. En la vida, finales que no abran nuevas vías solo hay uno y dudo que este inspire felicidad a cualquiera que no pretenda una salida rápida y definitiva. La evasión del cine tampoco tiene posibilidad de ser real, aunque la realidad supere a la ficción cuando alguien se inventa un personaje para escapar o sobrevivir a un entorno asfixiante y deprimente. Este punto de partida me lleva a la transformista interpretada por Katharine Hepburn en La gran aventura de Silvia (Sylvia Scarlett, George Cukor, 1935), a la esposa de guerra a la que dio vida Cary Grant en La novia era él (I Was a Male War Bride, Howard Hawks, 1949) y a los dos músicos transformistas de Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, Billy Wilder, 1959), que son de cine y cine son, pero también a Paul Grappe, que fue real y vivió una realidad que en cine podría dar pie a un drama psicológico. En Nos années folles (2017), André Techiné llevó a la gran pantalla la historia de este personaje que en 1914 desertó del ejército francés para escapar del horror y de la muerte en las trincheras. Posteriormente, se hizo pasar por mujer para evitar su ejecución por deserción. Vivió atrapado entre sus dos personalidades, la del hombre y la de Suzanne, la reina de la noche parisina a quien dio vida. Lo que había sido una vía de escape a la muerte, acabó siendo el drama de vivir atrapado en su propio personaje, en la creación que dejó a Paul en el olvido y provocó la ruptura con la realidad anterior, la que compartía con Louise Landy, su mujer. En 1933, cinco años después de que Louise acabase de un disparo con Suzanne, el alemán Reinhold Schünzel realizó el musical Viktor und Viktoria (1933), cuyo guion —firmado por Schünzel y Hans Hoëmberg— sería la base para el popular film de Blake Edwards ¿Victor o Victoria? (Victor/Victoria, 1982), en la que Julie Andrews dio vida a un personaje ambiguo, andrógino, de dos rostros que le sirven para llevar a cabo su espectáculo.


Sus dos caras son hombre y mujer; claro que ni la propuesta de Schünzel ni la Edwards son trágicas como sí pudo serlo para los reales Paul/Suzanne y Louise ni dramáticas como lo son para los protagonistas de Mi querida señorita (Jaime de Armiñán, 1971) y Un hombre llamado Flor de Otoño (Pedro Olea, 1978). Como Edouard Molinaro en Vicios pequeños (La cage aux folles, 1978) y en su secuela, Edwards se decanta y entra de lleno en lo cómico del asunto, en la confusión de identidad y apuesta por la representación —en esa misma línea estaría Tootsie (Sydney Pollack 1984)—, la evasión y el lucimiento de Andrews; en el de Molinaro, el lucimiento es para tres grandes actores: Ugo Tognazzi, Michel Serrault y Michel Galabru. Su propuesta evita polémicas, pues Edwards no va más allá de donde otros fueron antes que él (a lo superficial) y hace lo que mejor sabe: entretener y, en ningún momento, pretende abordar en profundidad aspectos como la igualdad hombre-mujer ni la identidad psicológica y sexual de sus personajes, tampoco busca desarrollar los posibles conflictos psicológicos relacionados con la aparente y breve confusión que afecta a King (James Garner) cuando se descubre atraído por quien primero cree una mujer y después le dicen que es un hombre que se viste de mujer. King no tarda en descubrir el engaño; lo hace colándose en el baño de ella/él y allí sonríe satisfecho al corroborar que la estrella de cabaret y clubs nocturnos de Paris 1934, en realidad, no es un conde polaco, sino una mujer, la que en la primera parte del film aceptó hacerse pasar por hombre para dejar de pasar hambre. Ante todo, Edwards era un experto en crear situaciones cómicas y caóticas en sus películas. En esta comedia vuelve a demostrarlo en determinados momentos, que son los mejores de un film elegante y con escenas de alta comedia, como la del restaurante; la situación y los diálogos entre la pareja de pícaros (Andrews-Preston) y el camarero, un personaje que siempre le funcionaba para dotar de comicidad al asunto, son para el recuerdo. Prácticamente, toda ¿Víctor o Victoria? lo es en su condición de comedia musical para mayor gloria de Julie Andrews, una comedia que se adapta a los cánones de Hollywood —aunque fuese rodada en los ingleses estudios Pinewood— y del gusto del público mayoritario, lo que ya advierte que no va a entrar en polémicas ni generarlas, pero en la que destaca Robert Preston y las intervenciones de los llamados de reparto, entre quienes se cuentan Leslie Ann Warren y Alex Karras.



La alegría está en el (anti)cuerpo


Autor: Ernest Board

El 14 de mayo de 1796, Edward Jenner inoculó a James Phipps, un niño de 8 años, la primera vacuna de la viruela. El doctor había observado que quienes trabajaban ordeñando vacas no les afectaba la viruela bovina. Supuso entonces que en la sangre de las ordeñadoras había anticuerpos que las hacía inmunes y que podrían proteger de la enfermedad a quienes no los tenían y caían sin que hubiese medicina que lo remediase. Más o menos ese fue el principio de las vacunas y poco después otros siguieron su camino o mismamente le imitaron. Este sería el caso del equipo médico de la expedición que Carlos IV envió a América, con el cirujano alicantino Francisco Javier Balmis al frente y con la misión de vacunar a la población con la vacuna de la viruela descubierta por Jenner. Para algunos, el hijo de Carlos III y padre de Fernando VII ha pasado a la historia como un rey amante del arte y de la caza algo bobo o de escasa personalidad; y para otros como quien entregó la corona española a Napoleón, después de debilitarla al ponerla en manos de validos como el conde de Aranda o Godoy. En definitiva, fue quien, debido a las circunstancias políticas internas y externas, se vio obligado a abdicar en 1808. Pero, ¿quién no tiene asesores? ¿O quien no es manipulado y manipula? ¿Y si no estaba tan falto de personalidad o su carácter sencillamente no estaba preparado para lidiar con los tejemanejes de la corona en tiempos tan convulsos para las monarquías europeas como lo fueron los de las revoluciones liberales en Francia y en las trece colonias británicas en Norteamérica? En una de las revueltas, el francés Luís XVI, primo de Carlos, (literalmente) perdió la cabeza; en la otra, una fortuna ayudando a los rebeldes estadounidenses a derrotar al inglés Jorge III, que vivió períodos de “locura transitoria” como el dramatizado en la obra teatral de Nicholas Hytner y en su versión cinematográfica La locura del rey Jorge (The Madness of King George, 1994), de la que se dijo que habían eliminado el número regnal del título para evitar la confusión entre el público, del que se sospechaba que podría pensar en la existencia de dos partes anteriores.


Carlos IV. Autor: Goya

El panorama no parece haber cambiado desde aquella, por mucho que los jóvenes de los noventa del siglo pasado digan que entonces había más sabiduría. Lo dudo; estaba allí, igual que estaba en los ochenta y el joven más sabio del lugar no daba para mucho más que para ir de fiesta o sacar un diez en un examen. La década de 1980 fue un decenio en el que el infantilismo se hizo el rey de los medios y, desde ahí, del mundo adulto, los mercados occidentales se liberaban a saco y la ignorancia quiso pasar por locura. No había vacuna para eso y nadie la querría. Había desfase y se respiraba un aire más liberal, cierto, también existía tontería e incluso iluminados que superaban la medianía. Pero lo mismo podría decir un tipo cualquiera de la época de Pericles o de la más luminosa de Voltaire, que la suya era mejor y las más razonable... Posiblemente todas las épocas sean mejor y peor, incluso las más oscuras, porque todas tienen algo que ofrecer y mucho que quitar y rascar. Mas aquí, picores y cuestiones de sapiencia humana, a través de los siglos, no tienen lugar, pues este espacio lo ocupa un hecho concreto: la necesidad de vacunar a la población contra la viruela. Y de nuevo entra en escena Carlos IV, apodado “el Cazador”, de quien el médico británico, pionero en el uso de las vacunas y cuyo descubrimiento no fue aceptado de buenas a primeras, calificó la decisión del monarca de <<ejemplo de filantropía tan noble y extenso como este>>. Dicho ejemplo nace en la campaña de vacunación que el rey español puso en marcha para luchar contra la viruela que estaba afectando a la población de la America española, pero que también amenazaba a Europa. El monarca organizó una expedición con el fin de vacunar a la población de forma gratuita y Juntas que se encargasen de su mantenimiento y cumplimiento. El 30 de noviembre de 1803, partía del puerto de A Coruña, la expedición con rumbo al continente americano. Su primer destino era Puerto Rico y, desde allí, la misión se extendería al resto del territorio de ultramar. Aparte de Balmis —verdadero promotor de la expedición, pues él fue quien convenció al monarca—, su equipo médico y la marinería, en la expedición iban una veintena de huérfanos coruñeses a quienes inocularon la vacuna durante el tiempo de la travesía. Era peligroso, en la actualidad ilegal y en el futuro quién sabe, pero entonces la inoculación humana era la única manera de conservar la vacuna en perfectas condiciones. Y así, infectando a los veintidós expósitos, en una cadena de inoculaciones, el rey a quien también llamaron “cornudo” fue el impulsor de la que podría considerarse la primera vacunación a gran escala. Dos años después, Napoleón ordenó lo propio entre sus tropas; aunque el fin de la viruela quedaba lejano en el tiempo. Se produjo en el XX, cuando, en el año 1980, la Organización Mundial de la Salud (OMS) confirmaba su erradicación…

La familia de Carlos IV. Autor: Goya

miércoles, 21 de febrero de 2024

Elogio del fracaso


Si Erasmo hubiera escrito un libro que elogiase el fracaso, no estaría convencido de que entre sus líneas apareciera: “Fracasar no implica ser un fracasado y, de serlo, cuál sería el problema”, aunque bien habría podido hacerlo. Ninguno, le respondería mentalmente. Y sería una respuesta acertada, pues, salvo la sensación de rechazo social, en una sociedad que ha disparado la competición y el mercantilismo, reduciéndolo todo a un lugar de apariencia y negocio donde crear ídolos, vencedores y vencidos, fracasar conduce un paso más cerca de la sabiduría cotidiana. Existe en la actualidad la firme creencia, y la no menos estable tendencia, de que el éxito es tener dinero, popularidad y una sonrisa “profidén” que luzca en las instantáneas que esconden el instante mientras los cuerpos posan en un marco turístico masivo o delante de un plato más o menos elaborado. También existe un miedo ya congénito al fracaso cuando, en realidad, se debería estar dispuesto a fracasar con alegría y, de paso, luciendo fracaso en las redes sociales, en las fotos que se cuelgan tras ser elegidas entre un centenar; quizá habría que retocarlas con filtros que ya quisieran “los celtas” que en mi niñez consumía por estas tierras de fracasados ilustres, y así el fracaso sería más feliz. En todo caso, habría que alegrarse del fracaso, en el sentido de que fracasar es natural a la acción misma de vivir, es dar un paso hacia donde queremos ir y quizá adonde no lleguemos o lo hagamos tras varios golpes, alguna zancadilla y más de un llanto, pero conscientes de que fracasando se obtienen recursos vitales que el éxito no ofrece…


Hoy, el éxito parece una imposición externa o una sensación que te imponen desde fuera, incluso la publicidad se basa en convencerte del éxito que implica para ti el tener este o aquel producto, esta o aquella imagen; por lo tanto, ese tipo de éxito no implica una asimilación, más bien te sume en el conformismo, el narcisismo y el consumo de lo que te quieran vender. Así, lograr la admiración de otros se convierte en meta y se “mata” por caer bien, por vender una imagen mientras se huye de la realidad y de sí mismo (del lado que menos gusta de uno a su público), lo cual dificulta ser uno mismo, evitando cualquier reflexión y autocrítica. En ese instante, una corona dorada y simbólica luce sobre uno, pero que no implica más que un aderezo que se consume con agrado, pero con el riesgo de saber a poco y de generar la necesidad de querer más y más. El fracaso forma parte del aprendizaje; bueno estaría un bebé que cayese al intentar andar y dejase de hacerlo por miedo a caerse de nuevo. Es solo un primer ejemplo, pero la vida está repleta de ellos, pero solo creo que hay un mal fracaso y no es otro que tener miedo a fracasar… Leyendo las memoria de Mel Brooks, que escribió en 2021, a la edad de noventa y cinco años, me dije que la casi centuria del comediante era un grado y una fuente de experiencias. Una de ellas fue el fracaso, más adelante le llegaría el éxito, de nuevo el fracaso y así en plan vaivén o eso sospecho, pues la vida es la sucesión de momentos que a cada paso se olvidan o se adulteran en la memoria, quedando aquello que nos hizo feliz o lo que nos hizo sentir desdichados…
 

<<El fracaso es fundamental, una variable de vital importancia en la consolidación de una carrera. Las lágrimas nunca vienen del todo mal y, en circunstancias adecuadas, harán de ti mejor persona y artista.

Creo sinceramente que es importante fracasar, sobre todo entre los veinte y los treinta. El éxito es como el azúcar. Es demasiado bueno, demasiado dulce. Puede ser maravilloso en exceso y se quema muy rápido. El fracaso es como la carne en conserva. Se tarda en comer y más aún en digerir, pero se queda contigo. Puede que el fracaso no te siente bien cuando te abrume, pero agudizará tu mente. Siempre te preguntarás: “En qué me he equivocado? ¿Por qué no funcionó este chiste o este sketch?” Y siempre habrá razones de diversa índole. No puedes decir sencillamente: “Bueno, no es gracioso”. Tienes que preguntarte: “¿Por qué no es gracioso?”

Mi hijo Max, autor de The Zombie Survival Guide y World War Z, pronunció el discurso de graduación en el Pirate College de Claremont, California, donde cursó sus estudios universitarios. A la promoción de graduación les dijo: “Adelante y fracasad”.

Dio en el clavo, porque nada conduce con más resolución al éxito que fracasar a lo grande.>> (1)


(1) Mel Brooks: ¡Todo sobre mí! Mis memorables gestas en el universo mundo del espectáculo (traducción de Ana Julia Sarmiento). Libros del Kultrum, Barcelona, 2023.

Los productores (1967)

A los nueve años, Melvyn Kaminsky acudió a ver Anything Goes. Era la primera vez que presenciaba un espectáculo de Broadway y le apasionó tanto lo que vio que, desde entonces, sintió fascinación por los musicales y por la música de Cole Porter. Otra de sus pasiones es el cine: de pequeño acudía siempre que la economía familiar se lo permitía. Le gustaba todo tipo de películas, pero sentía predilección por las comedias de los hermanos Marx, Charles Chaplin, Buster Keaton, Laurel y Hardy,… y por los musicales cinematográficos protagonizados por Fred Astaire y Ginger Rogers, entre otras estrellas del género. Su admiración queda patente en sus películas. En la práctica totalidad de su filmografía como director, incluye algún número musical para homenajear aquellos clásicos. A este respecto, su primer largometraje como director y guionista no fue una excepción. Con él, entraba en el cine por la puerta grande, pero ya había obtenido popularidad como guionista de televisión y cómico antes del éxito de Los productores (The Producers, 1967), que también le valió el premio Oscar al mejor guion original. Aquel niño de Brooklyn había crecido y el adulto se cambió el Kaminsky paterno por el materno Brookman, que se quedó en Brooks por falta de espacio en su tambor. De modo que, cuando se lanzó al mundo del espectáculo, lo hizo como Mel Brooks.

Conocía el negocio del espectáculo; comprendía que lo importante del asunto era el dinero. Sin él, se acabó la función y, en una sociedad tan conservadora como la estadounidense, le iba a ser imposible encontrar distribuidor que estrenase su primer largometraje si insistía en titularlo “Primavera con Hitler”, que era el título de la obra a representar por la pareja de productores del guion; así que no le pareció mal cambiar el título por el de Los productores. Pero esa fue la única concesión que hizo, lo cual no está nada mal para un primerizo en el mundo del cine que supo incluir en su contrato el derecho al montaje final. El resultado de aquella aventura es una osada y desternillante sátira cómico-musical con un plantel en estado de gracia encabezado por Zero Mostel, Gene Wilder y Kenneth Mars, que heredaba un papel que inicialmente iba a ser para un (por entonces) desconocido Dustin Hoffman, en la que Brooks mezcla su sabiduría humorística, acumulada durante años de escribir chistes y sketches, y sus gustos para aunar en la pantalla negocio y espectáculo, pues ambienta la trama en el ámbito teatral y lo pone en manos de un productor capaz de cualquier cosa con tal de salir de la situación en la que se encuentra.

Mel Brooks inicia su comedia con el productor interpretado por Zero Mostel teniendo que complacer los juegos de la anciana inversora que pone el cheque para su próxima obra, el mismo talón del que se apodera el casero. Esos primeros minutos explican la situación de Max Bialystock, a quien vemos cual  desheredado de Broadway en un presente sin futuro, engañando a ancianas y confensando al contable Leo Bloom (Gene Wilder) su situación de extrema necesidad. <<Me hunde una sociedad que exige el éxito cuando yo solo puedo ofrecer el fracaso>>, dice, pues sus últimas obras han sido fracasos que lo han dejado fuera de juego, a las puertas de la miseria y en brazos de sus inversoras, a las que hace feliz. Ese contable, nervioso e infantil, es quien descubre que circunstancialmente un productor podría ganar más dinero si fracasa en la producción de una obra. Podría ganar una fortuna y ese será el objetivo de Max, confiado en que sus conocimientos del medio, su energía y condición de pícaro y de fracasado le harán rico. ¿Cómo? <<Creando una contabilidad ficticia>>. La picaresca de Max es opuesta a la ingenuidad del contable, que lo comenta como una posibilidad teórica, al observar los libros del productor. Pero este insiste a Bloom, para que abandone su vida gris, y lo camela con dosis de globos, carrusel y heraldos, y pone en marcha su nueva producción. Lo primero que ha de hacer es convencer a Leo para que trabaje con él, después encontrar la peor obra que se haya escrito. Una vez lograda, toca encontrar inversores entre <<las amables y ricas viejecitas>>, contratar al director más incompetente, elegir el reparto, a ser posible el peor y sin experiencia, poner en su contra al crítico del Times y, ya por último, estrenar y fracasar en Broadway. Pero a veces los planes no salen como le encantaban a George Peppard en la serie El equipo A y solo queda reflexionar sobre el fracaso: <<Elegí la peor obra, el peor director, el peor reparto, ¿¡qué es lo que hice bien!?



martes, 20 de febrero de 2024

Mel Brooks, ganas de (hacer) reír


La primera película que Mel Brooks vio en el cine fue El doctor Frankenstein (Dr. Frankenstein, James Whale, 1931). Le impactó tanto que cuarenta y tres años después realizó El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, 1974), su cuarto largometraje como director y la primera que recuerdo haber visto de las suyas; ¿o fue El misterio de las doce sillas (The Twelve Chairs, 1970)? El cine había irrumpido con fuerza en aquel niño de cinco años, natural de Brooklyn, feliz en su vecindario y con ganas de hacer reír y, probablemente, de dejar atrás la pobreza que vivió durante la Depresión que disparó el paro, los precios, el hambre y algún totalitarismo. Con muchas ganas, suerte, talento y humor de patio de colegio llegó a triunfar como cómico; más adelante lo haría como actor, guionista, productor y director de cine y televisión, medio este último para el que creó junto con Buck Henry Superagente 86 (Get Smart, 1965-1970). Aunque la cosa no sería tan fácil. Necesitaría encontrarse con Sid Caesar en 1950 (y ser coguionista de Your Show of Shows) y a Carl Reiner, con quien tiempo después idearía The 2000 Years Old Man; más adelante le llegaría el turno a Johnny Carson, pero, fuese con quien fuese, siempre sería con mucho humor para conseguir triunfar y hacer reír. Y lo logró. Llegó a ser uno de los comediantes más populares de su país. Pero ¿qué es para Brooks la comedia? <<La comedia es un ingrediente muy poderoso en nuestras vida. Es lo que más tiene que decir sobre la condición humana, porque si te ríes puedes salir adelante. Puedes luchar cuando las cosas van mal si tienes sentido del humor. La risa es un grito de protesta contra la muerte, contra el largo adiós. Es una defensa contra la infelicidad y la depresión.>> (1) y al género de la risa y a hacer reír dedicó sus esfuerzos. Influenciado por el musical y por la comedia, desde Charles Chaplin a los hermanos Marx, pasando por Buster Keaton o Laurel y Hardy, se decanta por parodiar a los géneros cinematográficos. Su película más popular es la parodia del doctor y la criatura de Mary Shelley, pero su carrera cinematográfica está plagada de otros éxitos populares: Los productores (The Producers, 1967), que fue el primer film que dirigió y uno de los más reconocidos, Sillas de montar calientes (Blazing Saddles, 1974) o la paródica e histórica epopeya La loca historia del mundo (History of the World: Part I, 1981), cuyas influencias podrían ir desde el Buster Keaton de Las tres edades (Three Ages, 1923) hasta Monty Python. Pero también supo ponerse serio cuando produjo películas dirigidas por otros cineastas, siendo, quizá, las más famosas El hombre elefante (The Elephant Man, David Lynch, 1980), La mosca (The Fly, David Cronenberg, 1986) o La carta final (84 Charing Cross Road, David Hugh Jones, 1987), film que reunía a Anne Bancroft, con quien se había casado en 1964, y a Anthony Hopkins…

Filmografía como director


1. Los productores (The Producers, 1967)


2. El misterio de las doce sillas (The Twelve Chairs, 1970)


3. Sillas de montar calientes (Blazing Saddles, 1974)


4. El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, 1974)


5. La última locura (Silent Movie, 1976)


6. Máxima ansiedad (High Anxiety, 1977)


7. La loca historia del mundo (History of the World: Part I, 1981)


8. La loca historia de las galaxias (Spaceballs, 1987)


9. ¡Qué asco de vida! (Life Stinks, 1991)


10. Las locas, locas aventuras de Robin Hood (Robin Hood: Men in Tighs, 1993)


11. Drácula, un muerto muy contento y feliz (Dracula: Dead and Loving It, 1995)

(1) Mel Brooks: ¡Todo sobre mí! Mis memoriales gestas en el universo mundo del espectáculo (traducción de Ana Julia Sarmiento). Libros del Kultrum, Barcelona, 2023.