miércoles, 28 de febrero de 2024

Sillas de montar calientes (1974)

El spaguetti western se inició como homenaje y parodia del western estadounidense, pero sus primeros pasos resultaron tan atractivos para el público, que acabó creando sus propias señas de identidad; algunas de sus propuestas incluso fueron cómicas, como Mi nombre es ninguno (Il mio nome è Nessuno, Tonino Valerii, 1973) y Le llamaban Trinidad (Lo chiamavano Trinità..., Enzo Barboni, 1970). El caso es que la comedia y el western habían coqueteado antes de que Mel Brooks las uniera en Sillas de montar calientes (Blazing Saddles, 1974). Ya lo habían hecho Buster Keaton, los hermanos Marx, Laurel y Hardy, que son algunas influencias directas y reconocibles en el cine del cómico neoyorquino. Hubo otros westerns estadounidenses más cercanos en el tiempo a Sillas de montar calientes que incluían en su metraje la parodia. La batalla de las colinas de Whisky (The Hallelujah Trail, John Sturges, 1965) y Pequeño gran hombre (Little Big Man, Arthur Penn, 1970) son dos ejemplos, aunque la segunda no es una comedia propiamente dicha, pero cuyo tono satírico agudiza su contundente crítica hacia el maltrato recibido por los nativos estadounidenses a manos del colonizador blanco. Pero Brooks no es Arthur Penn, su intención es otra bien distinta. Si el realizador de Pequeño gran hombre introduce comedia en la película es para resaltar el hecho que persigue describir: el abuso sufrido por las tribus norteamericanas. Por su parte, aunque introduce el tema del racismo en su film, Brooks tiene clara su prioridad: tomar del género del Oeste, exagerar sus tópicos, construyendo su historia a partir de títulos como Río Bravo (Howard Hawks, 1958), caricaturizar sus personajes al máximo, tal como el pistolero borracho a quien da vida Gene Wilder o la cantante alemana interpretada por Madeline Kahn, cuyo modelo es Marlene Dietrich, crear caos y hacer reír. La historia de Brooks, que coescribió junto con Andrew Bergman y Richard Pryor, es la típica que permite el lucimiento del héroe, solo que en esta ocasión se trata de uno atípico, pues su piel es negra, lo que depara el rechazo inicial del pueblo donde todos son blancos y se apellidan Johnson. Esto indica su anonimato, su pertenencia a la masa, pues apenas se distinguen al no ser ni héroes ni villanos, aunque vivan en una villa. Solo son tipos corrientes que ven amenazado su hogar por la llegada de una banda de forajidos enviada por el fiscal general, tan corrupto él, como inepto y mujeriego el gobernador. Evidentemente, a lo largo del metraje, Brooks introduce chistes, algunos con calzador, hasta que finalmente rompe el espacio narrativo y desvela lo sabido: que el cine es ilusión o, dicho de otro modo, que lo se ve en la pantalla es una farsa, una representación. Otro cantar es el tema sobre el que giran las películas, lo que quieren expresar y lo que logran decir; en el caso de Brooks, su tema es el racismo que arrastra la sociedad estadounidense desde el mismo momento de su origen, sin embargo, al cineasta no le interesa ir más allá de la diversión. Esa es la misión que asume detrás de las cámaras, la de divertir y hacer reír sin intención de enseñar nada; que logre su intención ya depende del tipo de público. Y quizá para muchos la cumpla o la cumplió en su momento, como confirma que fuese uno de los grandes éxitos de público (y de taquilla) de 1974.



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