viernes, 16 de febrero de 2024

El evangelio de la riqueza y la propaganda electoral

El multimillonario y magnate del acero Andrew Carnegie escribió “El evangelio de la riqueza”, y en él expuso ciertas ideas sobre los ricos y la necesidad de dejarles que continuasen enriqueciéndose en paz, sin intervenciones del gobierno y sin trabas como impuestos o leyes que los supervisasen. Así podrían devolver lo ganado a la sociedad, entregando parte de su fortuna allí donde lo considerasen moralmente correcto. Este iluminado había nacido en Escocia, en el seno de una familia pobre, lo que supuso que tuviese que emigrar a Estados Unidos, donde hizo su fortuna y donde llegó a ser el hombre más rico del mundo. Era el prototipo del hombre hecho a sí mismo y la imagen sonriente del sueño americano. Ese que todos pueden soñar, pero que solo materializan las excepciones. La fortuna de Estados Unidos a finales del siglo XIX se repartía entre una minoría de la que Carnegie era uno de sus máximos exponentes. Otro era John D. Rockefeller, magnate y dueño de la Standard Oil, la empresa petrolera con la que llegó a controlar el 90 % del petróleo estadounidense, lo que le supuso ser el hombre más importante del país y más poderoso que el gobierno. El tercero de los reyes del dólar era banquero y naviero y respondía a J. P. Morgan, que también era el dueño del telégrafo, de la industria del carbón, y del ferrocarril, entre otros negocios que no paraban de aumentar y de llenarle los bolsillos y las cajas de zapatos que guarda en su casa. Un día, quizá en la sala o de paseo, pensando en lo bien que le sentaba nadar en la abundancia y llenarse de poder, llegó a la conclusión de que <<si preguntas cuánto cuesta es que no te lo puedes permitir>>. Era una frase de postín, de esas que hoy aparecen en los azucarillos, en las puertas de los aseos de la bolsa, en muros o en algún audio que regala sabiduría a sus oyentes. Morgan podía permitirse ese tipo de frase mientras buscaba en su bolsillo derecho 450 millones de la época para comprar (en 1901) a Carnegie su gigante del acero. Así eran estos y otros ricos que controlaban la economía estadounidense a finales del XIX, cuando las teorías socialistas también empezaban a estar de moda entre quienes se llamaron progresistas. Aunque aquellos que las abrazaban eran muy diferentes a los que hoy dicen serlo o quizá no tanto, pues los tiempos cambian para que nada cambien y las fortunas siguen siendo de unos pocos.

En su libro, Carnegie expuso que era preciso dejar a los ricos enriquecerse y que luego ellos ya redistribuirían su fortuna allí donde la sociedad la precise: bibliotecas, universidades, hospitales, palacios operísticos, pero no en sus fábricas y negocios, en los que su “altruismo” incluía horarios de sol a sol, sueldos por los suelos y ordenar disparar sobre sus trabajadores cuando estos intentaron formar un sindicato. Hubo quince fallecidos durante un intento de crear una organización sindical en su empresa, pero el filántropo alegó que estaba defendiendo su propiedad privada. Visto así, ¿quién podría decirle nada a quien también comentaba que las grandes fortunas no deberían ir a parar a manos de los herederos, al sospechar que no eran más que unos inútiles y unos gorrones? El caso es que creía que solo unos pocos estaban destinados a enriquecerse, algo así como la teoría de la evolución de Darwin, en la que solo el más apto puede llegar a acumular una fortuna que después podría emplear en buenas obras; se calcula que la suya ascendía a 310 billones de dólares en el momento de su muerte, cantidad que todavía le convierte en el segundo estadounidense más rico de la historia, solo superado por Rockefeller. Siguiendo el criterio de Carnegie, multimillonarios como Rockefeller donaron dinero a universidades y a otras instituciones; a cambio obtenían prestigio y una publicidad positiva que lavaba la mala imagen que, en el caso del dueño de la Standard Oil, que a lo largo de su vida donó unos 500 millones (su fortuna ascendía a 340 billones), le perseguía desde que había empleando métodos poco deportivos, pero muy efectivos, para hundir a sus rivales y crear su imperio petrolífero.


El club de los millonarios era exclusivo y cerrado, parecido a la nobleza feudal, y deseaban que así continuase siendo. Para ello había que meter mano en la política y lo más rápido era hacerse con el senado, cuyos miembros se elegían por sufragio indirecto. “Pues nada, ahí vamos al Capitolio”, y desde allí controlaban la legislación para que no perjudicase sus fortunas ni sus negocios. Así lograron no pagar impuestos, impidieron el derecho a la huelga o la supervisión a la banca. “Oh que rico, oh que bueno”. Aquello era su paraíso y así debía seguir siendo. Pero, cuando todo parecía encarrilado, la miseria hizo que las voces se alzasen y que en 1896 el candidato demócrata William Bryan hiciese su campaña pregonando que iba a incluir impuestos a las grandes fortunas, control a los bancos y la nacionalización del ferrocarril, entre otras propuestas electorales con las que pretendía el voto de la ciudadanía y ya de paso una mejora social. La solución para los magnates era obvia: financiar al otro candidato, el republicano William McKinley, cuyo apellido luce en el pico montañoso más alto de Alaska (y de América del Norte). La campaña de publicidad del candidato fue ejemplar. La llevó a cabo Mark Hanna, que supo ver las posibilidades de las nuevas tecnologías (de entonces) para acercar a su cliente a la gente. Los Lumière habían llevado el tren y los obreros a la pantalla, para acercarlos al público que descubría una cercanía anteriormente impensable, salvo que se estuviese allí donde sucedían las cosas. Hanna lo comprendió, si los votantes no van a McKinley, McKinley irá a los votantes. Así que Hanna mandó filmarle en su casa; paseando por el jardín, tranquilo, con el estómago lleno, de punta en blanco e inspirando confianza, sobre todo para los de su clase. Ignoro si ese momento, en el que las imágenes en movimiento y la política se abrazan e incitan su idilio, fue un paso adelante o hacia atrás para la humanidad, pero era el primer anuncio visual de propaganda electoral. Sin apenas saber gatear, el cine se metía en política y ese mismo año, en el que el republicano ganó las elecciones sin despeinarse, en publicidad comercial, pues también se filmaba el primer publicitario cinematográfico, pagado por una empresa de tabaco. Hoy, el fumar mata y los políticos invaden la cotidianidad a cada instante, ya sea a la hora de comer, de echar la siesta o de evacuar residuos. Están “tan cerca, tan lejos” que su aliento calienta el cogote de cualquiera mientras, con su “ahora me ves, ahora ya no”, juegan al despiste.



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