El inicio de El hombre de Mallorca (Mannen från Malllorca, 1984) impacta por su velocidad y su precisión: un atraco en una sucursal de correos perfectamente llevado a cabo tanto por el ladrón como por Bo Widerberg en su puesta en escena. La ejecución del asalto es vertiginosa, pero una de las empleadas logra presionar el botón de la alarma silenciosa y dos policías de antivicio, Jarnebring (Sven Wollter) y Johansson (Tomas von Brömssen), responden a la llamada. Se acabó su espera y su aburrida vigilancia del club de citas. Son los primeros en acudir al lugar del asalto e inician una persecución por varios espacios callejeros y de interior como el instituto por donde Johansson corre tras el asaltante. La acción resulta igual de movida que el atraco y el delincuente logra despistar a su perseguidor. A esa velocidad, El hombre de Mallorca atrapa la atención y propone la investigación del robo que apunta hacia un ladrón de quien los encargados de “delitos violentos” suponen un profesional, pero carecen de cualquier prueba que no sea la pisada del 44 y testimonios que nada aportan. Widerberg, uno de los grandes nombres de la cinematografía sueca, filma un policiaco que recorre las calles y los tiempos de sus personajes para mostrar su cotidianidad —no recuerdo haber visto en pantalla una pareja policial a la que se vea comer tanto en sus momentos de espera— y lo extraordinario de su trabajo: las pistas acaban llevándoles a un terreno prohibido, las altas esferas políticas.
Este cineasta sueco, que debutó en la década de 1960, intentó y consiguió hacer un tipo de cine que se alejaba de la sombra de Ingmar Bergman, figura totémica de la cinematográfica sueca (y mundial), lo cual ya supone un acto de rebeldía y de osadía; o quizá sencillamente supone aspirar a ser él mismo. Widerberg lo consiguió. Su cine es menos intimista, no aspira a la transcendencia del autor de Persona (1966); busca y resulta ser más mundano, enfocado hacia la realidad histórico-social del momento. Lo había hecho en sus biografías para la pantalla Elvira Madigan (1967) y Joe Hill (1971) o en su policiaco El hombre del tejado (Mannen på taket, 1976). Así emplea el cine de género como vehículo para introducir sus temas y sus intereses personajes. Y así, en El hombre de Mallorca, sitúa la trama en una ciudad, Estocolmo, donde la crisis se hace evidente en los “sin hogar” que asoman en sus calles y hace una radiografía de la cotidianidad policial. El atraco sirve de excusa para recrear la investigación que los dos agentes de antivicio, una investigación que llevan a cabo sin saber que hay aspectos que escapan a su querer y su poder, incluso al de sus jefes inmediatos. Estas cuestiones veladas les harán sospechar que la justicia no es igual para todos, que hay intocables ante los que cierra o le tapan los ojos, pero la pareja de inspectores no está dispuesta a aceptarlo…
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