sábado, 30 de octubre de 2021

Eroski Paraíso (2019)


Hay películas que, dependiendo del lugar de origen del espectador, apuntan cerca del corazón o dan de pleno. Son films como Eroski Paraíso (2019), que despiertan sensaciones y emociones que apenas se podrían explicar a quienes no compartan dicho origen. En este caso concreto, el espacio-temporal de un trayecto que avanza por el pasado desde el presente de quienes fueron los jóvenes del ayer evocado por los adultos, padres y madres, abuelos y abuelas, hombres y mujeres del hoy desde el cual evocan. Ese tiempo pasado existe y se siente dentro, porque de un modo u otro forma parte de sus existencias, de como son y de quienes son en el ahora de un presente que años atrás era un futuro impensable, o que nadie pudo pensar, pues cualquier futuro posee el atributo del engaño. Cuando llega nunca es el augurado, ni el esperado ni el soñado, sencillamente es un presente que vivir, un ahora en el que recordar y desde el cual continuar hacia un adelante que, tarde o temprano, quedará atrás. En Eroski Paraíso el tiempo es y no es, pues vive en la memoria de quien todavía posee la capacidad de recordar y transmitir a esas nuevas generaciones el testimonio de una época y de vidas que se apagan, como sería el caso del abuelo que ha perdido la capacidad de recordar y, por lo tanto, ha perdido su identidad: la capacidad de reconocerse, de saber quién es y quién fue. No sin razón, el escritor estadounidense James Baldwin escribió en Nada personal que <<nada está fijado eternamente y para siempre jamás. La tierra cambia, la luz cambia, el mar roe la roca sin cesar. Las generaciones no cesan de nacer, y somos responsables ante ellos, porque somos los únicos testigos que poseen>>. Y eso son las generaciones que preceden para las que siguen; eso son los padres para los hijos, son los testigos de un pasado que conecta con su presente y con el hoy de quienes todavía no habían nacido ayer.


Las espléndidas actuaciones del trío protagonista —Patricia de Lorenzo, Miguel de Lira y Cris Iglesias— lleva a buen puerto un film cuyo atractivo son los personajes y la capacidad cinematográfica de los directores Jorge Coira y Xesús Ron, quienes, partiendo de la obra teatral del grupo Chévere, “encierran” en un espacio físico reducido y cerrado —antes la discoteca Paraíso, en la localidad coruñesa de Muros, y hoy el supermercado Eroski— donde liberan la memoria de la madre y el padre, que recuerdan, recuperan y recrean vivencias del pasado para ofrecérselas a la hija que quiere comprender y comprenderse, quiere reconstruir ese pasado en el que no estuvo, pero que forma parte de su identidad. El escenario reproduce el supermercado Eroski donde trabaja Eva y evoca la sala de fiestas Paraíso, clausurada en 1990, donde Antonio y ella se conocieron veinticinco años atrás; y en el presente es el escenario donde aflora la nostalgia, la curiosidad, la memoria y la desmemoria, y la humanidad de sus emotivos personajes. 



viernes, 29 de octubre de 2021

Todos nos llamamos Ali (1973)


<<La mayoría de los melodramas están armados sobre la problemática que interesa a la burguesía. Algo que resulta muy falaz y mistificador. Hay que salir en busca de melodramas en los que viva el proletario, y no de aquellos que a la burguesía le gusta o le excita imaginar que viven>>,1 comentaba Rainer Werner Fassbinder respecto a un melodrama como Todos nos llamamos Ali/La angustia corroe el alma (Angst essen Seele auf, 1973). El cineasta alemán busca a los personajes de este film en un ambiente proletario y encuentra a Emmi (Brigitte Mira), una mujer viuda, con tres hijos mayores (dos hombres y una mujer) que viven sus vidas lejos de ella, pero que acabarán juzgándola desde la postura más cómoda y egoísta. Emmi entra en el bar de Barbara (Barbara Valentin) para protegerse de la lluvia, aunque no solo entra para guarecerse, sino por curiosidad, ya que de regreso de su trabajo (limpiar dos plantas de oficinas) escucha la música extranjera que no entiende pero que le llama la atención. Entra y los presentes la miran como a una intrusa; se siente como tal, hasta que alguien que le dice no llamarse Ali (El Hedi Ben Salem), aunque todos le llamen así, baila con ella y le hace sentir acompañada. Así se inicia una relación entre un inmigrante marroquí, condenado al rechazo y a ser tratado con despareció por su origen beréber, y una mujer madura, condenada a la soledad. Cumplir sus condenas sociales juntos les permite sentirlas en la lejanía, pues, en la relación que establecen, rechazo y soledad no tienen cabida, quedan fuera. Ambas son fruto de un exterior racista que les juzga, aísla y asfixia, pero que no logra romper la unión. La sociedad, aunque se avergüence y lo silencie, demuestra que puede ser criminal, y al tiempo asumir que está siendo justa, decente, digna. Se justifica en su moral y se apoya en los prejuicios de grupo desde los cuales señala, juzga y condena cuanto altera el orden o cuanto escapa a su comprensión, como vendría a ser la relación interracial e intercultural que establece la pareja protagonista de Todos nos llamamos Ali. Esa sociedad —vecinas, compañeras de trabajo, familia— clava su mirada de odio y susurra palabras venenosas, acorrala y ataca a Emmi y a Ali desde que inician su relación, sencillamente lo hace por ignorancia, por intolerancia, porque asume el derecho de juzgar y establecer límites, porque ella es mayor y él árabe; pero esa misma intromisión es la que fortalece la unión que, una vez aceptada socialmente, amenaza descomponerse.



El racismo es <<uno de los aspectos de la película. El tema es la posibilidad o no de la gente de clase menos privilegiada de vivir con felicidad>>.2 La visión que
Fassbinder tenía de la sociedad no era halagüeña, tampoco era una visión sesgada ni caprichosa, solamente era pesimista y se remitía a hechos cotidianos. Fassbinder también asume en Todos nos llamamos Ali que el amor no es una cuestión limitada por la edad, ni por el sexo, ni las etnias, para la pareja el amor sería el deseo de amar. Ese deseo es el que une a Emmi y Ali, pero conservar la intensidad del vínculo resulta quizá imposible sin fuerzas que la mantengan, como apunta el deterioro de la pareja una vez el entorno deja de ejercer la presión social que ha provocado un efecto contrario al esperado, pues les fortalece y convierte en una unidad que, en resistencia, parece homogénea e imposible de disociar. No obstante, Emmi es maternal, lo cual implica cierto grado de control sobre Ali, un dominio ligero al principio —cuando no le acepta el dinero, y decide guardárselo en plan ahorro— y que aumenta en cuanto cesa la amenaza externa —le indica qué hacer sin pedirle opinión. A partir de este instante, la relación que les había protegido parece descuidarse, lo que provoca el distanciamiento que amenaza ser definitivo. Todos nos llamamos Ali parte de una situación ya planteada por Douglas Sirk en Solo el cielo lo sabe (All That Heaven Allows, 1955), en el que una mujer madura y su joven jardinero inician una relación sentimental, pero en Fassbinder no existe ingenuidad, aunque finalmente conceda a sus personajes una posibilidad, remota, pero quizá la única posible para un pesimista como pudo serlo el cineasta en este melodrama entre el realismo y el cuento de hadas, que apunta la utopía pesimista de un amor que se crece ante el rechazo social, pero que sucumbe, o eso apunta por un instante, cuando las fuerzas externas que les han unido dejan de ejercer tensión.



1,2.Rainer Werner Fassbinder: Fassbinder por Fassbinder. Las entrevistas completas (traducción de Ariel Magnus). Editorial Hueders Limitada, Santiago de Chile, 2018.

jueves, 28 de octubre de 2021

Mar abierto (1946)


El olfato empresarial de Cesáreo González y su condición de emigrante retornado fueron dos de las circunstancias que le llevaron a intentar abrir el mercado internacional para las producciones cinematográficas de Suevia Films. No solo trató de contar con estrellas de otros países como reclamo comercial, por ejemplo la estrella mexicana María Félix, sino que también decidió explotar otras opciones, como la de dar protagonismo a Galicia en la pantalla. Lo hizo con la idea de llegar a los miles de gallegos dispersos por América. Lo que implicaría, al menos, cumplir dos objetivos: uno comercial —<<Plantearé la batalla comercial de Suevia Films en todos los frentes. En todos, incluso Hollywood>>1—, y el otro, glorificador y nostálgico, ofrecer a los emigrantes la oportunidad de aparcar su morriña durante la proyección en la que suenan gaitas y muñeiras, se celebran romerías, con su vino, pulpo y empanadas, se descubren localidades y estereotipos de paisanos, como los interpretados por el coruñés Tomás Ares, más conocido por Xan das Bolas, en Mar abierto (1946) y Sabela de Cambados (1947). Esa hora y media les permitiría observar el paisaje dejado atrás, ver labores familiares, respirar “airiños” de su tierra natal y quizá algún espectador se vería a sí mismo en otra vida o recuperase en su memoria un instante similar al que asoma en la pantalla, uno como esa escena en Mar abierto que rebosa veracidad y que le trasladaría mentalmente a un periodo anterior a su partida, puede que a la infancia ya perdida. La escena a la que me refiero dura unos segundos y encuadra a varias mujeres que hablan mientras arreglan las redes pesqueras, aunque las de cada espectador no serían las mismas ni la villa marinera recordada sería el puerto pesquero donde Ramón Torrado desarrolla el primero de los tres films ambientados en Galicia que dirigió en la década de 1940 con producción de Cesáreo.



Separadas por un océano y por el transcurso de los años, las mujeres de los recuerdos de los emigrantes costeros que verían el film no se diferenciarían de las mujeres que en la pantalla reparan las redes de los barcos que, por la noche, saldrán a faenar. Aquella estampa formaba parte de las pequeñas
vilas mariñeiras gallegas y Mar abierto la capta como si no le concediese mayor importancia, pero lo cierto es que el mero hecho de mostrarla habla de la intención de Torrado por buscar autenticidad con la que envolver el (melo)drama que Carmiña (Maruchi Fresno), ya anciana, le cuenta al pintor que encuentra pintando el retrato de la “virgen de la roca” que luce en la cima del monte cercano a Costa Nova, villa marinera inventada para la ocasión. En realidad, se trata de Bouzas, hoy ya forma parte de Vigo, y de Combarro, en la ría de Pontevedra, donde al año siguiente Torrado filmaría parte de su exitosa Botón de ancla (1947). Este pueblo pontevedrés engloba parte de la tradición gallega, en la unión del rural y el marítimo que prácticamente se tocan para dar colorido al entorno, aunque dicho color local (de hórreos y mar) se desdibuja en los espacios donde se desarrolla Mar abierto, película que se lanza de lleno al melodrama desde el instante mismo en el que la anciana comienza a hablar del milagro que se produjo muchos años atrás, el mismo que le permitió la felicidad al lado de Antonio (Jorge Mistral). Su voz, explicativa, introduce la analepsis que no altera el orden lineal de los sucesos. Carmiña habla al desconocido de su niñez y de la desgracia que cayó sobre ellos después de que Andrés (José María Lado), el padre, se casara por segunda vez. También le cuenta que su madrastra se fugó con el náufrago (Carlos Casaravilla) que su padre rescató cuando, consecuencia del despilfarro de su nueva esposa, se vio obligado a volver a la mar. En ese instante, la anciana avanza su historia. Ahora, Carmiña es una joven que se asusta y rechaza a Reboredo (Fernando Fernández de Cordoba), el usurero del pueblo, que pretende cobrarse las deudas contraídas por el padre en el cuerpo de la muchacha; a lo que tanto ella como Andrés se niegan. La fortuna de la familia parece cambiar cuando entra en escena Antonio, hijo de aquel hombre cuya sola mención enerva a Andrés, hasta el extremo de desear matar. Sin duda, el personaje de José María Lado es el de mayor peso, y también el más atractivo, en buena medida gracias al talento interpretativo del actor. Y como no podía faltar en este tipo de producciones, en Mar Abierto también hay espacio para el humor, que corre a cargo de los tíos de Antonio, que cuidan la empresa del muchacho mientras este intenta su conquista, y de la tía María (Rosario Royo) y su pretendiente, a quien da vida Xan das Bolas.


1.Cesáreo González en Durán, José Antonio: Cesáreo González. El Empresario-Espectáculo. Diputación Provincial de Pontevedra/Taller de Ediciones J. A. Durán, Madrid, 2003

miércoles, 27 de octubre de 2021

Liberación (1969)


La expresión Teatro de Operaciones dice mucho. Habla de grandes escenarios geográficos, de dramas y actores, apunta millones de extras y la existencia de directores de escena que escenifican la trama y asignan papeles en la función bélica. Estos escenógrafos son quienes, lejos de los campos de batalla, deciden el cuándo, dónde, para qué, por qué. Son individuos como Stalin (Bujuti Zaqariadze) y Hitler (Fritz Diez), rivales en el frente oriental donde se desarrollan los cinco largometrajes que componen Liberación (Ovobozhdenie, 1968-1970Arco de fuego, Ruptura, Dirección del ataque principal, La batalla de Berlín, El último asalto—, colosal coproducción bélica soviética, polaca, alemana oriental, yugoslava e italiana, que se estrenó durante 1970 y 1971. Superadas las campañas de 1941 y 1942, sin que el grupo de ejércitos “Centro” tomase Moscú, el “Norte” San Petersburgo y el “Sur” los campos petrolíferos del Caspio, la Unión Soviética se deshizo definitivamente del desánimo del primer momento, cuando todo parecía perdido y la moral rusa sufría a ras de suelo, prueba de este decaimiento anímico se encuentra en el propio Stalin, quien, tras recibir la confirmación de la invasión alemana —no podía dar crédito a la traición de Hitler, a pesar de las múltiples advertencias de espías y asesores—, se encerró en sí mismo. Recuperado del impacto, supo rodearse de los mejores oficiales posibles, entre ellos el mariscal Zhúkov (Mijail Ulianov), el más reconocido entre los estrategas soviéticos. Pero sin pretender menoscabar la importancia estratégica y de mando del mariscal, ni de otros generales rusos que asoman en la pantalla, sus grandes aliados fueron la inmensidad del país que había derrotado a Napoleón, las carreteras sin asfaltar, las insuficientes vías férreas, el clima, las malas decisiones alemanas, sus fallos en los cálculos, los errores logísticos, las distancias a cubrir con cada nuevo avance y más.


El alto mando alemán estaba controlado por un dictador megalómano que, sin poseer experiencia alguna en la estrategia militar, se creía infalible. Es evidente que Hitler estaba incapacitado para la autocrítica, era irracional e incapaz de razonar más allá de culpar de las derrotas alemanas, que se sucedieron desde Stalingrado, a la ineptitud y traición de sus oficiales e incluso del pueblo alemán. A todo esto habría que añadirle el lastre que significó para los intereses bélicos alemanes la alianza con Mussolini —envío de tropas germanas, vitales en el frente oriental, al norte de África, a Grecia y posteriormente a Italia—, y la entrega y sacrificio de millones de vidas soviéticas (la película apunta 20 millones de muertos) que asumieron el conflicto como la Gran Guerra Patria a la que entregarse, quisieran o no. A estos héroes anónimos está dedicada la película de Yuri Ozerov, pues ellos y ellas fueron claves en el aguante soviético a la envestida alemana, que si bien tuvo su primer revés en 1941, a las puertas de Moscú, encontró en Stalingrado el punto de inflexión. A partir de la rendición del mariscal Paulus, las tornas cambiaron, y la moral rusa se elevó inversamente proporcional al descenso de la alemana, tras la destrucción total del Sexto Ejército. No obstante, había la posibilidad de frenar el avance soviético y recuperar el terreno perdido, de modo que todavía quedaban batallas decisivas por librar. 
Yuri Ozerov pretende una minuciosa reconstrucción del avance soviético hacia Berlín, desde la batalla decisiva de Kursk, en 1943, pasando por la liberación de Kiev y Ucrania, por Bielorrusia y Polonia, hasta la entrada del ejército rojo en la capital alemana en 1945; años después también recrearía en la pantalla la batalla de Moscú y la de Stalingrado, punto de inflexión en el ánimo de ambos contendientes. Si la batalla en la ciudad a orillas del Volga fue decisiva, no lo fue menos la de Kurks, en la que se enfrentaron más de un millón de hombres y miles de tanques, la que enfrentó el mayor número de carros blindados. Esta batalla es decisiva para las aspiraciones alemanas y la supervivencia soviética, y ese instante da comienzo Liberación, una de las grandes superproducciones bélicas sobre la Segunda Guerra Mundial.


Las pequeñas historias humanizan la Historia. Como crónica del avance soviético desde Kursk hasta la toma de Berlín,
Ozerov se decanta por la Historia con mayúscula, la académica y oficial, la que habla de las cumbres de Teherán y Yalta, de la operación Ciudadela, Bragation y Valkiria. Habla de figuras enciclopédicas: Churchill, Hitler, Roosevelt, Stalin, Zhúkov, Guderian o el mariscal von Manstein. Apenas se detiene en los anónimos como Tsvetaev (Nikolai Olialin), Zoia (Larisa Golubkina) u Orlov (Boris Seidenberg), los rostros reconocibles que representan a los millones de hombres y mujeres anónimos que lucharon en la Gran Guerra Patria entre 1941 y 1945. Al contrario que otros grandes recorridos bélicos por la Segunda Guerra Mundial, Liberación carece del intimísimo y del humanismo que envuelven de emoción y dota de humanidad a la magnífica crónica de la liberación italiana realizada por Roberto Rossellini en Paisà (1946) o al magistral tríptico La condición humana (Ningen no joken, 1959-1961), en el que Masaki Kobayashi realiza un emotivo alegato pacifista, inolvidable para quien lo haya visto. Dividida en cinco largometrajes de cuidado aspecto visual, Ozerov alterna la fotografía en blanco y negro con fotografía en color, ambas a cargo de
Igor Slabnevich, y técnicamente sus imágenes se encuentran a la altura de los grandes films soviéticos. El cineasta abre el ciclo con Arco de fuego, con escenas que individualizan a los contendientes que se enfrentan: muestra a Hitler, que decide posponer la operación Ciudadela, y en la siguiente escena concede el protagonismo a Stalin, que se encuentra reunido con su alto mando, entre quienes destaca el mariscal Zhukov, artífice de gran parte de la estrategia soviética. Pero, finalmente, el dictador alemán y el soviético, Churchill y Roosevelt son quienes deciden, por eso son los escenógrafos principales que, desde los despachos o en la conferencias donde se reúnen, lugares donde deciden qué piezas mover. La suma del metraje de los cinco largometrajes restaurados en 2020 supera las siete horas de reuniones y batallas, de hechos históricos y de algunas omisiones como los campos de exterminio nazi —la política de Stalin no habló de genocidio judío—, se liberan presos de un tren, peor son antifascistas alemanes y soldados soviéticos, mientras los soldados avanzan o caen en el campo de batalla en sucesivas operaciones que se saldan con el avance soviético y la retirada alemana.



martes, 26 de octubre de 2021

Campeones (1942)


Los ídolos de ayer son o suelen ser el olvido de hoy, como recordaría Manuel Summers en Juguetes rotos (1966), espléndido documental que, entre otras figuras, recuperaba la memoria del ilustre jugador del Bilbao, del Valencia y de la selección española, Guillermo Gorostiza. Antes de aparecer en el film de Summers, “Goro”, figura del balompié de la década de 1930 y 1940, se dejaba ver en la comedia futbolística Campeones (1942), en compañía de los también futbolistas Ramón Polo, Jacinto Quincoces y el mítico Ricardo Zamora, quien, con anterioridad, había participado en el film mudo Por fin se casa Zamora (José Fernández Carrelas y Pepín Fernández1926) —y a quien se “recuerda” en el trofeo que cada año se entrega al portero menos goleado de la liga española. Estos y otros ídolos del balón, como Luis Pasarín y el atlético José Mesa Suárez, y el popular locutor radiofónico Enrique Fuertes Peralba, se unieron en la pantalla a Luchy Soto, José María Seoane, Laura Pinillos, Gabriel Algara y Carlos Muñoz por obra del productor Cesáreo González, cuya pasión futbolística le llevó a ser presidente del Celta de Vigo y de la Federación Gallega de Fútbol y a producir Campeones, que supuso el debut en la dirección de largometrajes de Ramón Torrado, uno de los directores más comerciales de la época, tal apuntan los éxitos de esta comedia y de Botón de ancla (1947).



La idea de
Campeones partió del periodista deportivo Manuel Gómez Domingo “Rienzi”, que le comentó al dueño de Suevia Films la posibilidad de realizar una película sobre el fútbol, aunque posteriormente lo que se vería en la pantalla distaría del argumento previsto en un primer momento. Tampoco contaría con la inicialmente prevista dirección de Florián Rey, quien hace una breve aparición interpretándose a sí mismo. La trama del film es simple, busca el enredo y la evasión, así como constatar el fervor y la pasión por el fútbol que padece más de la mitad del país. Eduardo (Carlos Muñoz) es otro apasionado del balón, juega de portero, pero su tío y su madre le hacen prometer que dejará el deporte y buscará trabajo. El muchacho acata la decisión familiar y busca empleo en un taller de aviación donde se enamora de Paulina (Luchy Soto) y, tras cierta resistencia por su parte, entra a formar parte del equipo El Volador, que se juega el campeonato de liga con sus eternos rivales del Deportivo Ferrocarril. El humor lo aportan la pareja formada por Goro y Polín, don Pelayo (Gabriel Algara) y tita Merche (Laura Pinillos), mecenas de sus respectivos que equipos y que se enfrentan verbal y económicamente (en una apuesta). La afición y producción de González obtuvo su recompensa, pues la película resultó ser un éxito popular. El productor vigués estaba tan orgulloso de su logro que no dudó en decir que <<llevé a la pantalla otra gran ilusión de mi vida, el fútbol y lancé el primer filme deportivo de España… con el que marqué una nueva orientación para nuestro cinema>>.1 En ciertos aspectos, como la inclusión de la retransmisión radiofónica en la final del campeonato —Torrado intercala imágenes del partido con planos del locutor que lo retransmite—, Campeones marcó tendencia uniendo en la pantalla española fútbol, cine y radio, pero las palabras de su productor quizá resulten un tanto exageradas, al decir que <<lancé el primer filme deportivo de España>>, ya que hubo otros —Por fin de casa Zamora o Fútbol, amor y toros (Florián Rey, 1929)— antes de esta exitosa película que abrió una nueva vía para posteriores producciones ambientadas en el ámbito futbolístico: Once pares de botas (Francisco Rovira Baleta, 1954), La saeta rubia (Javier Setó, 1956) o Los ases buscan la paz (Arturo Ruiz Castillo, 1955).


1.José Luis Castro de Paz y Jaime Pena Pérez: Ramón Torrado. Cine de consumo no franquismo. Centro Galego de Artes da Imaxe/Xunta de Galicia, A Coruña, 1993.

domingo, 24 de octubre de 2021

El síndrome de China (1979)


La década de 1970 tuvo dos caras para el cine hecho en Hollywood, la primera presentaba un rostro cinematográfico crítico, pesimista, sucio, violento, reflejo del malestar social ante la suma de factores sociopolíticos —crisis medioambiental, energética, internacional, desempleo, corrupción política, trauma posbélico, violencia urbana y demás causas conocidas y desconocidas— que depararon el despertar a la desilusión, quizá a la desorientación y a una nueva huida de la realidad. La segunda tuvo un rostro escapista y comercial, con miras al espectáculo y a la evasión que anunciaba el infantilismo y el maniqueísmo que marcarían el rumbo del cine hollywoodiense en la década siguiente, quizá una de las menos ricas, cinematográficamente hablando, a pesar de sus muchos admiradores actuales —mayoritariamente quienes fueron los niños, niñas y adolescentes de entonces y quienes hoy son los mayores productores y consumidores de la lucrativa nostalgia ochentera. Pero en ambos casos, cara amarga, cara alegre, se puede apuntar que los años setenta fue una época brillante para el cine de Hollywood, en la que también las películas de catástrofes tuvieron su momento de esplendor. No obstante, mis preferencias se decantan hacia la cara amarga que se descubre en el policíaco, el thriller y en aquellas películas que priorizaban, señalaban o radiografiaban los medios de comunicación, fuese el periodismo de investigación en Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976) o su perfil menos favorecido y más sensacionalista en Network (Sidney Lumet, 1976). De entre los medios, el más criticado en la pantalla, por su sensacionalismo y su propagada, fue la televisión. Dominada por la publicidad, los índices de audiencia y la búsqueda de convertirse en necesidad de consumo diario, el medio catódico asoma en las espléndidas Network, Bienvenido Mr. Chance (Being There, Hal Ashby, 1979), El jinete eléctrico (The Electric Horseman, Sydney Pollack, 1979) o El síndrome de China (The China Syndrome, James Bridges, 1979), que tiene la particularidad de mezclar cine de catástrofes, thriller y periodismo. Con un trío protagonista de renombre: Jane Fonda, Jack Lemmon y Michael Douglas, también productor del film, James Bridges realizó su película sobre la televisión desde una perspectiva que prioriza la intriga y la investigación periodística —mezcla que encuentra su mejor ejemplo en Todos los hombres del presidente— que choca con la censura y con los intereses empresariales. Pero, como he señalado, también es un film de catástrofes, aunque la catástrofe no llega a producirse, solo su amenaza, que alarma a los trabajadores de la sala de control de la central nuclear de Ventana (California) donde se produce una anomalía en el sistema, fruto de la negligencia en las pruebas de control de seguridad de los materiales de construcción. Este punto de partida y la critica de la política empresarial de reducir costes y tiempo, al prescindir de los controles de seguridad pertinentes, provocaron reacciones encontradas tras el estreno de la película y malestar en ciertos ámbitos, ya que el tema expuesto era delicado, por la peligrosidad del asunto, y señalaba la posibilidad de un accidente nuclear que las empresas del sector negaban que pudiese producirse.



La posibilidad de una catástrofe nuclear y los intereses de la empresa salen a relucir a lo largo de El síndrome de China, aunque, inicialmente, Bridges las omite y centra su atención en Kimberly Wells (Jane Fonda) y su rutina laboral. Así nos descubre a una periodista cansada de esperar su oportunidad y harta de ser considerada un bonito rostro televisivo al que le encargan trabajos insignificantes: cubrir un cumpleaños en el zoológico o anunciar el éxito de la mensajería de telegramas humanos, cantados y horteras. No mejora el panorama cuando la envían a cubrir la visita guiada por los espacios visibles de la central nuclear de Ventana. Lo asume como otro encargo superficial, que ningunea su capacidad periodística y a la reportera que podría llegar a ser. <<Desgraciadamente, no hago periodismo de investigación>>, le dirá a Jack Godell (Jack Lemmon), avanzado el metraje, pero, antes de ese momento que marcará a ambos, Kimberly le observa en la sala de control, durante el incidente que inesperadamente se produce delante de ella, de Richard (Michael Douglas) y de Héctor (Daniel Valdez), el cámara y el técnico de sonido que la acompañan. Los tres son testigos del imprevisto que alarma a los operarios de la sala de control, donde la nerviosa y asustada intervención de Jack evita el desastre. Richard lo ha grabado sin consentimiento ni conocimiento de la empresa, pero bajo la cómplice mirada de la periodista. A pesar de no entender todavía el alcance de lo que han visto, Kimberly comprende que han filmado imágenes exclusivas; comprende que son su oportunidad para realizar periodismo auténtico; aunque, antes de poder emitirlas y comentar el incidente delante de las cámaras, el jefe de la cadena cancela la emisión, pues teme las consecuencias legales. ¿Qué persigue la cadena televisiva? ¿Quién decide y qué varemos emplea para decidir qué emitir y qué cancelar? ¿Busca su beneficio o pretende beneficiar a su público? ¿Persigue elevar el índice de audiencia o se preocupa por informar a la ciudadanía? Inicialmente, el interés de Kimberly tiene que ver con su carrera, puesto que asume, aunque sea de mala gana, la decisión de callar la noticia. Sin embargo, la insistencia de Richard, que ha robado la grabación, la llevarán hasta Jack y al periodismo de investigación. El ingeniero está dispuesto a descubrir las causas del fallo y sacarlas a la luz, contra lo pretendido por el consejo administrativo de la empresa, que rápidamente echa tierra sobre el asunto, realizando una investigación rutinaria y superficial. Es evidente que la empresa oculta irregularidades y que le beneficia el silencio de empleados como Jack, que no calla, o Ted Spindler (Wilford Brimley), que guarda silencio porque teme perder su empleo, pues, al contrario que su amigo, no piensa que de producirse la catástrofe perdería mucho más; Ted solo teme el despido y la calle. Esa es una de las armas invisibles con las que cuentan los mandamases, que silencian pruebas, testigos y la noticia con el fin de evitar la investigación del Comité y el cierre que podría acarrear la pérdida de mil millones de dólares y el suspenso de la licencia para abrir una segunda central nuclear.




viernes, 22 de octubre de 2021

La casa de la Troya (1948)


Hubo un tiempo en el que La casa de la Troya (cuya primera edición data de 1915) fue un superventas que traspasó fronteras, cruzó océanos y se tradujo a idiomas como el inglés —The House of Troy (1922)— y, en 2021, vio por primera vez su traducción al gallego, más de cuarenta años después del reconocimiento constitucional de la lengua gallega. Su éxito fue tal, que el cine no fue ajeno a su canto, ni el teatro, ni la zarzuela ni, más recientemente, el cómic. Primero fue el propio Alejandro Pérez Lugín, el autor de la novela, quien, junto a Manuel Noriega, la llevó a la gran pantalla en la película homónima de 1924 y, posteriormente, tres versiones más verían luz; siendo la más curiosa, aunque no la mejor —ese puesto todavía lo conserva la primera versión—, la realizada en México por Carlos Orellana. Este salto de continente provoca que me pregunte por qué no trasladar también la historia de Gerardo Roquer de Paz (Armando Calvo) y Carmen Castro Retén (Rosario Granados). Sospecho que habría sido mucho más interesante un cambio de escenario —de Santiago de Compostela a cualquier ciudad universitaria mexicana que no fuese México D. F., pues esta haría las veces de Madrid—, que adaptase los personajes y las costumbres descritas por Pérez Lugín a las mexicanas y no forzar las gallegas que Orellana no logra captar por mucho que introduzca una romería y una muiñeira o su elenco —actores y actrices españoles, mexicanos y la argentina Rosario Granados— fuerce un acento gallego que no sale, pues dicho acento se lleva en las raíces, en el alma cantarina del habla, y no puede crearse, solo exagerarse. Pero esto es entrar en un terreno de especulación personal, que nada tiene que ver con la versión mexicana que recrea Santiago de Compostela, sin captar su esencia, y simplifica una trama ya de por sí ligera, aunque encantadora y con personajes y momentos inolvidables. La ciudad asoma en la reconstrucción en estudio de una especie de plaza de Platerías, sin su fuente de los caballos. Allí se detiene la diligencia donde viaja el juerguista madrileño Gerardo Roquer y donde varios paisanos asoman ofreciendo pensión. Orellana prescinde del desenfado y del amor de Pérez Lugín por el terreno que pisan su héroe y su heroína. Se ciñe al argumento chico calavera es enviado por su señor padre a una ciudad universitaria alejada de la capital, para así enderezar al hijo tarambana que bebe los vientos por una artista de variedades. En su “destierro” compostelano, inicialmente triste, lluvioso y gris, el “condenado” se enamora de una señorita y, a partir de ahí, lo demás son malentendidos, rechazos y acercamientos, dimes y diretes, hasta que el amor triunfa puro e indestructible. En toda adaptación hay que escoger, sintetizar y trastocar, y el cineasta mexicano lo hace y se decanta por priorizar y dramatizar el romance entre Gerardo y Carmiña, así como prescinde de la personalidad de los distintos lugares que el cineasta reduce prácticamente a la recreación de la Rúa do Vilar, sus soportales, su café y su casino, el interior del teatro Principal y de la casa de la Troya, la pensión de doña Generosa, interpretada por Prudencia Griffel —actriz nacionalizada mexicana nacida en Lugo, por lo que no precisa forzar su acento ni sus expresiones gallegas, donde el estudiante madrileño vive su destierro y afianza su amistad con el resto de huéspedes, estudiantes como él y, en su mayoría, miembros de la tuna que alegra con sus canciones y sus bromas las oscuras y lluviosas noches compostelanas recreadas en la pantalla.




miércoles, 20 de octubre de 2021

Miss Ledya (1916)


<<Hay una definición importante, con la que me interesa empezar. A ver si adivináis a quien corresponde. Dice: “El cine es servidumbre asiática, odio sin exotismo, nirvana barata del pueblo. El tiempo en el cine no es cósmico ni sideral, es, simplemente, absurdo”. 


Esto lo decía don Ramón Otero

Pedrayo en la revista Vida Gallega, en el año 1955.


Parece que don Ramón —como muchos monstruos de la cultura gallega— no vieron El halcón maltés, ni Ciudadano Kane, ni El tercer hombre, ni Viva Zapata, ni siquiera se dio cuenta de que su amigo Xaquín Lourenzo rodara O carro e o home hacía poco, allá, en Lobeira.


Definitivamente, no quiero ir contra absolutamente nadie, sino, simplemente, definir una actitud que se produjo a lo largo de este siglo en Galicia. El cine, como todos sabéis, desde el año 1896 hasta que se estabilizó en las salas hacia el año 1910, fue considerado como un espectáculo de barracas para niños y para la plebe. A partir de ahí empezaron a suceder cosas en el mundo, cosas en España. Pero aquí, en Galicia, non nos dábamos cuenta de nada.


La gente vulgar, que a veces era más inteligente, iba al cine y sabía de las películas que echaban de Charlot o de Mack Sennett, o mismo de Fritz Lang, que venían anunciadas en primeira página en grandes periódicos como El Faro de Vigo o La Voz de Galicia.


Mientras, en grandes revistas como Nós, durante 136 números en 26 años, no aparece ni una cita al cine. Esto quiere dicir que los intelectuales gallegos […] durante todos esos años ni se percataron de que en el mundo existía el cine.


Y todos estos señores —que desde el año 1910 ignoraron la existencia del cine, hasta hace muy poco— mismo hoy en día lo siguen ignorando.


No es nada negativo —comprendo que esa gente tenía que construir un país, tenía que buscar las raíces para poder hacer etnografía, para poder hacer antropología—, pero ignoraban que el cine, la imagen, era un arma clave para esa misma gente, en su propio trabajo.


Es una pena que un señor como Gil […], que desde 1910 hasta 1935 registró más de 150 títulos de documentales sobre Galicia, fuese ignorado sistemáticamente tanto por las autoridades —murió en la indigencia, en la mayor de las pobrezas— como por los intelectuales a los que sacaba fotos, pero al que no daban valor. Era el fotógrafo, el que está detrás de la cámara, y nada más.


Estos señores, que, de alguna manera, pertenecían a la élite, ignoraban su existencia, non sé porqué. Aquí en Galicia […] se daba un paralelismo que, como tal paralelismo, hizo que no hubiese conexión entre la realidad social y los intelectuales que estaban defendiendo la cultura gallega. Parecía que los que defendían no buscaban la existencia de una cultura en Galicia; vivían en otra galaxia; no se daban cuenta de las historias que les contaban. No iban al cine; consideraban que era una servidumbre asiática. Me gustaría poder hablar con don Ramón para que me explicase que quería decir cuando hablaba de todo eso: “odio sin exotismo, nirvana barata del pueblo…”>>


(Texto íntegro, en su versión original en gallego, recogido en Chano Piñeiro: A luz dun soño e outros textos de cine. Centro Galego de Artes de Imaxe/Xunta de Galicia, A Coruña, 1995)


Estas palabras de Chano Piñeiro, pronunciadas en una conferencia celebrada en Santiago de Compostela, el 22 de marzo de 1990, hablan del ninguneo de la intelectualidad gallega hacia el cine —algo que no era exclusiva de ninguna intelectualidad ni lugar, sino tónica general hasta que se descubrieron y desarrollaron sus posibilidades expresivas y artísticas. Como señala el responsable de Mamasunción (1984), el afán y la necesidad de conseguir el reconocimiento cultural de la identidad gallega, provocó que los intelectuales mirasen en la cercanía y no se enterasen que en el mundo se empleaba el cine como medio de transmisión de cultura e ideas. Solo cabe recordar la postura de Lenin al respecto, que estaba convencido de que el cine era el arte que precisaban, el medio que le permitiría transmitir sus ideas (él diría las de la revolución), puesto que los datos le confirmaban que más de la mitad de la población rusa de entonces era analfabeta; o la propaganda nazi, que sorprendió al mundo de la mano de la cineasta Leni Riefenstahl y El triunfo de la voluntad (1934). No obstante, el propio Gil ofrece una prueba de que no todos los intelectuales que formaron las Irmandades da Fala y asomaron por la revista Nós le obviaron. Este fotógrafo detrás de la cámara, fue algo más, fue un pionero del celuloide y el responsable de Miss Ledya (1916), la primera película de ficción rodada en Galicia, o la que se considera como tal. Gil realizó su film tiempo después de que el cine italiano hubiese sorprendido al mundo del espectáculo cinematográfico con sus epopeyas Quo Vadis? (Enrico Guazonni, 1912) o Cabiria (Giovanni Pastrone, 1913), en la que Segundo de Chomón empleó unos raíles para realizar el que podría ser considerado el primer travelling de la historia del cine; también David Wark Griffith había realizado El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1914) y el cine avanzaba hacia la conquista de su universalidad silente y terrestre. No obstante, la industria cinematográfica que si bien existía en diferentes lugares del mundo, en Galicia era inexistente y solo quedaba la osadía de aventureros como GilMiss Ledya (1916) no posee la ambición de los títulos nombrados. Lo suyo es el desenfado escogió por su autor para crear un enredo plagado de tópicos.



Seis años antes de Miss Ledya, en 1910, este pionero nacido en As Neves (Pontevedra) había adquirido su primera cámara cinematográfica, una Gaumont, con la que se lanzó a su aventura cinematográfica ilusionado cual niño con su juguete nuevo. Durante el tiempo que siguió, Gil se dedicó a filmar actos sociales y culturales en Vigo, ciudad a donde se había trasladado en 1905 para continuar su exitosa labor fotográfica. Sus fotos llegaron a ser expuestas con aceptación popular en salas de proyección de la ciudad olívica, mientras crecía su afición por las imágenes en movimiento. Comedia de enredo, como ya se ha apuntado arriba, 
Miss Ledya se desarrolla en apenas veinte minutos, aproximadamente unos 540 metros de película, que se ubican en localizaciones naturales del río Lérez (Pontevedra) y en la illa da Toxa. La mayoría de los escenarios son exteriores —río y alrededores del balneario da Toxa—, lo que, unido al desenfado de Gil, incluso le da por introducir un telegrama enviado por Sherlock Holmes, le confiere un tono ágil, a pesar de que la cámara permanezca anclada en puntos fijos. De ese modo, la película se componen de una serie de planos estáticos, montados de manera lineal, por los cuales se mueven los personajes de una trama que encuentra en la estadounidense Miss Ledya (Fedra X. de Sandoval) a una joven que, en compañía de su tío (Victor C. Mercadillo) millonario, pasa sus vacaciones de verano en Galicia. Ella dice que se aburre y, repleta de vitalidad y quizá de morriña, necesita algo de diversión, precisa entretenerse, y la obtendrá cuando se vea envuelta en un complot anarquista, que tiene de blanco a los reyes de Suevia. Sin pretender asumir riesgos técnicos, Gil se apoya en la confusión de identidad, en la amenaza del anarquista Rusquin (Fausto Otero) y en los celos de Márgera (Marina Fonseca), convencida de que Ledya persigue a su novio Carlos (Antonio Blanco Porto), para crear un entretenimiento que hoy se disfruta como curiosidad histórica en la que también asoma otro ilustre gallego, en el papel de pastor protestante, uno de los grandes de la literatura galaica, ni más ni menos que Alfonso Rodríguez Castelao, escritor, periodista, intelectual, político, exiliado y autor de inolvidables obras gráficas, costumbristas y humorísticas, cargadas de crítica, galleguismo y retranca.



martes, 19 de octubre de 2021

Los hermanos Karamázov (1958)


¿Existe mejor manera de ver una adaptación cinematográfica de una novela cualquiera que, mientras dure la proyección, olvidar la obra literaria adaptada? ¿Sería posible tal olvido? Dudo antes de responder sí, pues lograr dicho olvido es más labor del cineasta que del público a quien el primero debe atrapar en las imágenes que se proyectan en la pantalla, relegando al olvido del segundo cualquier pensamiento respecto al original literario. Para muchos espectadores, estas no suelen ser cuestiones a plantear o que les preocupe, ya que no habrán leído la novela que se adapta; de modo que carecería de sentido hacerse esas dos preguntas, pero la naturaleza humana también se compone de contrasentidos y de sinsentido, de conflictos, pasiones y contradicciones que apuntan que en todos nosotros habita cierto espíritu karamazoviano. Por mi parte y en relación a Los hermanos Karamazov (The Brothers Karamazov, 1958) o a cualquier otra adaptación cinematográfica de obras de Fiódor M. Dostoievski, me pregunto esta tercera: ¿Hay un modo mejor de llevar a la pantalla una obra de Dostoievski que prescindiendo de la metafísica de la novela a adaptar? Hablé de ello en un comentario que escribí sobre El idiota (Hakuchi, Akira Kurosawa, 1951), y ahora vuelo sobre el asunto porque enfrentarse a una novela de la complejidad y riqueza de Los hermanos Karamázov (1880) no solo presenta la misma dificultad que cualquier otra —qué quiero expresar, sean ideas o formas, y qué dejar fuera y qué dentro—, sino que habría que añadirle una segunda: ¿Qué reparto podría dar vida a almas, no a personajes? También habría una tercera y una quinta, sin olvidar la cuarta, que se esconden tras lo visible y remiten al espíritu que recorre las numerosas capas emocionales y filosóficas que existen en las páginas y que van asomando según la disposición de quienes realizan una lectura consciente e inquisitiva. Ni por un momento dudo que Richard Brooks no hiciese este tipo de lectura. Estoy convencido de que la hizo, de igual modo estoy seguro de que era consciente de la complejidad y dificultad de crear imágenes que atrapen ese espíritu que asoma en las líneas literarias, que contempla y cae en <<dos abismos>> que se abren encima y bajo hombres y mujeres <<capaces de compaginar todo género de contradicciones>>, naturalezas humanas que habitan al tiempo en el cielo y el infierno, en un punto que revoluciona entre la tradición y la modernidad, la fe y la razón, el amor y el odio, la piedad y la crueldad, el teísmo y el ateísmo, entre Asía y Europa. Habría que añadir que Brooks no era ruso, ni contemporáneo del autor de Crimen y castigo (1866), y, por tanto, desconocía el terreno pisado por Dostoievski para dar forma literaria al espíritu ruso y karamazoviano. Resulta complicado dar esencia cinematográfica a algo así, más si cabe en Hollywood, donde prima el espectáculo ornamental. Brooks lo sabía, como sabía que el alma de la novela era prácticamente imposible de aprehender y atraparla en imágenes, ya que reside en un espacio de difícil acceso, y cualquier intento de recrearlo rompería el ritmo de una narración cinematográfica que se queda con la parte externa: la trama que gira en torno a Mitia Karamázov (Yul Brynner).


Quizá fuese la única solución posible para realizar la adaptación y adecuarla al uso de Hollywood, aunque sospecho que habría dado igual que fuese en Japón o en Europa, me refiero a prescindir o dejar fuera los abstractos que existen en esta obra colosal, la última escrita por el escritor ruso. El problema, si así se le puede llamar, es que al renunciar al espíritu karamazoviano (ya no al que asoma en la novela, sino a la visceralidad irreflexiva), Brooks recrea un drama con cuerpo, pero sin alma febril, sin convulsiones, ni <<naturaleza amplías, karamazovianas […], capaces de compaginar todo género de contradicciones y, al mismo tiempo, contemplar dos abismos, el abismo que se abre sobre nosotros, el abismo de los ideales supremos, y el abismo que se abre bajo nosotros, el abismo de la caída más baja y hedionda>>.1 Los hermanos Karamázov de Brooks no desciende al inframundo ni sube a las alturas, se ancla en una superficie donde las almas no lo son, lo aparentan, pues, en el espacio cinematográfico escogió por el cineasta se estereotipan. Partiendo de lo dicho, intento abandonar a Dostoievski y adentrarme de lleno en la película y defender el distanciamiento, la entrega y la puesta en escena de un film que gira en torno a Dimitri Karamázov, en quien Brooks encuentra al noble aunque celoso falso culpable con quien el público puede simpatizar. En el personaje de Yul Brynner, principio y fin de la película, confluyen los demás personajes, sean los miembros de su familia —padre lascivo y bufón, dos hermanos, en quienes se oponen fe y razón, y un cocinero que también podría ser hermano y asesino—, o las dos mujeres, Katia (Claire Bloom) y Grúshenka (Maria Schell), en apariencia opuestas, pero igualmente marcadas por esa dualidad arriba aludida. Finalmente, el sabor es agridulce, pues veo un buen film que busca su propia personalidad, y la encuentra, pero a veces desaparece, o se muestra irregular, y reaparece con mayor resplandor en los momentos en los que luce la maestría que Brooks alcanzaría de pleno en la década siguiente en títulos como Lord Jim (1965), Los profesionales (The Profesionals, 1966) o A sangre fría (Cold Blood, 1967).


1.Fiódor M. Dostoievski: Los hermanos Karamázov (traducción José Laín Entretalgo). Penguin Random House, Barcelona, 2015.

lunes, 18 de octubre de 2021

Othello (1951)


En la tragedia de Shakespeare, tras convencer a Rodrigo de la posibilidad de conquistar a Desdémona, recién desposada con Otelo, y de repetirle ocho veces que meta dinero en su bolsa, Iago se queda solo y exterioriza su pensamiento para que el público pueda escucharle decir: <<Así hago siempre de mi loco, mi bolsa; pues profanaría mi propio conocimiento adquirido si gastara el tiempo con tal idiota si no fuera para mí diversión y provecho. Odio al Moro, y por ahí se piensa que ha ocupado mi función entre mis sábanas. No sé si es verdad, pero yo haré, por una mera sospecha de esa especie, como si estuviera seguro. Cassio es un hombre decente. Voy a ver ahora, cómo ocupar su lugar y empenechar mi voluntad con doble villanía. ¿Cómo, cómo? Vamos a ver. Al cabo de algún tiempo, insinuar en los oídos de Othello que tiene demasiada familiaridad con su mujer. Tiene un aspecto y un carácter suave, del que hay que sospechar; está hecho como para hacer traidoras a las mujeres. El Moro es de carácter generoso y abierto, y cree honrados a los hombres en cuanto lo parecen, y se dejará llevar tan fácilmente por la nariz como los burros. Ya lo tengo, está engendrado. El infierno y la noche han de dar a la luz del mundo este engendro monstruoso.>>1 Así concluye el primer acto de Othello, la obra shakespeariana que tuvo la primera de sus numerosas adaptaciones cinematográficas en 1906, en un cortometraje rodado por Mario Caserini y Gaston Vell, aunque su versión más famosa es la de Orson Welles, admirador de las obras de Shakespeare, como también lo era Fiódor M. Dostoievski, que encontró en el isabelino a un hermano en la distancia espacio-temporal. Los tres, a su manera, y con mayor calado filosófico en el autor ruso, profundizan en la psicología humana y exploran emociones y pasiones, naturalezas humanas, racionales e irracionales, y rincones ocultos donde, entre cielo e infierno, se sitúa el universo interior y los límites de nuestras tragedias, dramas y comedias.


En el cine, Orson Welles encontró inspiración en los hombres y mujeres descritos por el dramaturgo isabelino en sus obras. Lo adaptó a la pantalla en varias ocasiones, también sobre las tablas, incluso de niño, cuando escuchó la llamada del arte escénico y emprendió un camino que ya no abandonaría. Las vías de contacto entre Shakespeare, Dostoievski y Welles están ahí: en la psicología humana y en el torrente de emociones que recorre el teatro del inglés, la prosa del ruso y las imágenes del estadounidense. Quizá mi intención se me haya ido de las manos, así que delegaré en el narrador de Los hermanos Karamázov, para que sea él quien opine del general veneciano. En la novela expresa: <<¡Los celos! “Otelo no es celoso, es confiado”, señaló Pushkin, y está simple observación es prueba de la extraordinaria profundidad de nuestro gran poeta. Otelo, simplemente, ve y destroza su alma, se ha trastocado toda su concepción del mundo porque murió su ideal. Pero Otelo no piensa en esconderse, en espiar, en acechar: es confiado. Al contrario, hace falta orientarlo, empujarlo, irritarlo con extraordinarios esfuerzos, para que llegue a pensar en la traición. El verdadero celoso no es así. Es imposible imaginarse siquiera toda la ignominia y la caída moral a que sin remordimiento alguno es capaz de llegar el celoso. Y no es que trate de espíritus ruines y sucios. Todo lo contrario, junto a un elevado corazón, a un amor puro, a la abnegación más completa, puede esconderse bajo la mesa, sobornar a los individuos más viles y darse la mano con el más repugnante fango del espionaje. Otelo no habría podido en modo alguno aceptar traición —no perdonarla, sino aceptarla—, aunque su alma era buena e inocente como la de un niño.>>2 ¿También lo vio así Welles?


En Shakespeare hay personajes puros como Desdémona y ruines como Yago, entremedias se situaría Otelo, quien, atrapado en la red de mentiras tejida por su alférez y por su propio engaño, despierta el demonio que habita en él, pues, aunque inconsciente de ello, como sucede en grado sumo y conscientemente en los personajes de Dostoievski, en el Moro de Welles también habitan cielo e infierno. Otelo sufre porque duda, cuando nunca antes había dudado. De modo que creer a Yago calma ese aspecto de su alma, que el mismo Yago había alterado con sus patrañas. Así, el personaje apaga las dudas —incapaz de distinguir verdad y mentira, incapacidad que marca distancias entre el autor inglés y el ruso, puesto que en este no hay engaño externo que condicione a sus personajes, sino el conflicto interno que les determina—, asumiendo una nueva certeza, aunque esta sea una mentira que siembra celos y desata su ira. Como hombres apasionados y, en ocasiones, superados por sus pasiones, Dostoievski y Welles entienden a los personajes de Shakespeare, la esencia de los protagonistas y la naturaleza de las tragedias del autor isabelino. Welles inicia su Otelo (The Tragedy of Othello. The Moor of Venice, 1951) con lo que hoy tanto asusta a un amplio sector del público, lo que se viene a llamar “spoiler”, que destripa el final de sus protagonistas. Sí, Welles devela que Othello (Orson Welles) y Desdémona (Suzanne Cloutier) mueren, como también lo hacen otros tantos desgraciados shakespearianos, pues la muerte no es otra cosa que el final de la vida y de las pasiones humanas que los Hamlet, Julieta, Romeo, Macbeth, Lady Macbeth, el rey Lear u Otelo han sufrido, sentido, vivido. Un séquito mortuorio acompaña por el exterior del castillo chipriota a los cuerpos sin vida del Moro y esposa. Desde esos primeros minutos queda clara la intención de un cineasta que comprende que Shakespeare es un guionista literario excepcional, pero que es labor del cineasta llevar a la tragedia al espacio cinematográfico. Y aquí es donde Welles demuestra ser uno de los grandes, en crear imágenes de cine a pesar de las dificultades y los parones en el rodaje. En Othello, lo hace empleando la cámara y la iluminación, sin que se note que hubo hasta cinco directores de fotografía distintos, los espacios y los numerosos planos que parecen cobrar vida en una constante sucesión que muestran la traición y vileza de Yago, cuyo odio hacia el Moro le lleva a urdir un plan para destruirlo, y la sombra de la duda que se apodera del general veneciano y siembra los celos que destruyen su inocencia y desatan su violencia. Othello no es de naturaleza celosa, así lo reconoce hacia el final de su drama, de hecho, es un hombre que, inicialmente, desconoce el embuste, la duda y cree firmemente que las personas son lo que aparentan ser. De ahí su reacción cuando cree descubrir el engaño de su fiel Cassio (Michael Laurence) y de su amada Desdémona, pues, por sí mismo, el Moro es incapaz de recelar de los seres amados y de distinguir mentira y verdad.


1.William Shakespeare: Tragedias completas (traducción José María Valverde). RBA Editores, Barcelona, 1994.

2.Fiódor M. Dostoievski: Los hermanos Karamázov (traducción José Laín Entralgo). Penguin Random House, Barcelona, 2015.