domingo, 24 de octubre de 2021

El síndrome de China (1979)


La década de 1970 tuvo dos caras para el cine hecho en Hollywood, la primera presentaba un rostro cinematográfico crítico, pesimista, sucio, violento, reflejo del malestar social ante la suma de factores sociopolíticos —crisis medioambiental, energética, internacional, desempleo, corrupción política, trauma posbélico, violencia urbana y demás causas conocidas y desconocidas— que depararon el despertar a la desilusión, quizá a la desorientación y a una nueva huida de la realidad. La segunda tuvo un rostro escapista y comercial, con miras al espectáculo y a la evasión que anunciaba el infantilismo y el maniqueísmo que marcarían el rumbo del cine hollywoodiense en la década siguiente, quizá una de las menos ricas, cinematográficamente hablando, a pesar de sus muchos admiradores actuales —mayoritariamente quienes fueron los niños, niñas y adolescentes de entonces y quienes hoy son los mayores productores y consumidores de la lucrativa nostalgia ochentera. Pero en ambos casos, cara amarga, cara alegre, se puede apuntar que los años setenta fue una época brillante para el cine de Hollywood, en la que también las películas de catástrofes tuvieron su momento de esplendor. No obstante, mis preferencias se decantan hacia la cara amarga que se descubre en el policíaco, el thriller y en aquellas películas que priorizaban, señalaban o radiografiaban los medios de comunicación, fuese el periodismo de investigación en Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976) o su perfil menos favorecido y más sensacionalista en Network (Sidney Lumet, 1976). De entre los medios, el más criticado en la pantalla, por su sensacionalismo y su propagada, fue la televisión. Dominada por la publicidad, los índices de audiencia y la búsqueda de convertirse en necesidad de consumo diario, el medio catódico asoma en las espléndidas Network, Bienvenido Mr. Chance (Being There, Hal Ashby, 1979), El jinete eléctrico (The Electric Horseman, Sydney Pollack, 1979) o El síndrome de China (The China Syndrome, James Bridges, 1979), que tiene la particularidad de mezclar cine de catástrofes, thriller y periodismo. Con un trío protagonista de renombre: Jane Fonda, Jack Lemmon y Michael Douglas, también productor del film, James Bridges realizó su película sobre la televisión desde una perspectiva que prioriza la intriga y la investigación periodística —mezcla que encuentra su mejor ejemplo en Todos los hombres del presidente— que choca con la censura y con los intereses empresariales. Pero, como he señalado, también es un film de catástrofes, aunque la catástrofe no llega a producirse, solo su amenaza, que alarma a los trabajadores de la sala de control de la central nuclear de Ventana (California) donde se produce una anomalía en el sistema, fruto de la negligencia en las pruebas de control de seguridad de los materiales de construcción. Este punto de partida y la critica de la política empresarial de reducir costes y tiempo, al prescindir de los controles de seguridad pertinentes, provocaron reacciones encontradas tras el estreno de la película y malestar en ciertos ámbitos, ya que el tema expuesto era delicado, por la peligrosidad del asunto, y señalaba la posibilidad de un accidente nuclear que las empresas del sector negaban que pudiese producirse.



La posibilidad de una catástrofe nuclear y los intereses de la empresa salen a relucir a lo largo de El síndrome de China, aunque, inicialmente, Bridges las omite y centra su atención en Kimberly Wells (Jane Fonda) y su rutina laboral. Así nos descubre a una periodista cansada de esperar su oportunidad y harta de ser considerada un bonito rostro televisivo al que le encargan trabajos insignificantes: cubrir un cumpleaños en el zoológico o anunciar el éxito de la mensajería de telegramas humanos, cantados y horteras. No mejora el panorama cuando la envían a cubrir la visita guiada por los espacios visibles de la central nuclear de Ventana. Lo asume como otro encargo superficial, que ningunea su capacidad periodística y a la reportera que podría llegar a ser. <<Desgraciadamente, no hago periodismo de investigación>>, le dirá a Jack Godell (Jack Lemmon), avanzado el metraje, pero, antes de ese momento que marcará a ambos, Kimberly le observa en la sala de control, durante el incidente que inesperadamente se produce delante de ella, de Richard (Michael Douglas) y de Héctor (Daniel Valdez), el cámara y el técnico de sonido que la acompañan. Los tres son testigos del imprevisto que alarma a los operarios de la sala de control, donde la nerviosa y asustada intervención de Jack evita el desastre. Richard lo ha grabado sin consentimiento ni conocimiento de la empresa, pero bajo la cómplice mirada de la periodista. A pesar de no entender todavía el alcance de lo que han visto, Kimberly comprende que han filmado imágenes exclusivas; comprende que son su oportunidad para realizar periodismo auténtico; aunque, antes de poder emitirlas y comentar el incidente delante de las cámaras, el jefe de la cadena cancela la emisión, pues teme las consecuencias legales. ¿Qué persigue la cadena televisiva? ¿Quién decide y qué varemos emplea para decidir qué emitir y qué cancelar? ¿Busca su beneficio o pretende beneficiar a su público? ¿Persigue elevar el índice de audiencia o se preocupa por informar a la ciudadanía? Inicialmente, el interés de Kimberly tiene que ver con su carrera, puesto que asume, aunque sea de mala gana, la decisión de callar la noticia. Sin embargo, la insistencia de Richard, que ha robado la grabación, la llevarán hasta Jack y al periodismo de investigación. El ingeniero está dispuesto a descubrir las causas del fallo y sacarlas a la luz, contra lo pretendido por el consejo administrativo de la empresa, que rápidamente echa tierra sobre el asunto, realizando una investigación rutinaria y superficial. Es evidente que la empresa oculta irregularidades y que le beneficia el silencio de empleados como Jack, que no calla, o Ted Spindler (Wilford Brimley), que guarda silencio porque teme perder su empleo, pues, al contrario que su amigo, no piensa que de producirse la catástrofe perdería mucho más; Ted solo teme el despido y la calle. Esa es una de las armas invisibles con las que cuentan los mandamases, que silencian pruebas, testigos y la noticia con el fin de evitar la investigación del Comité y el cierre que podría acarrear la pérdida de mil millones de dólares y el suspenso de la licencia para abrir una segunda central nuclear.




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