miércoles, 30 de noviembre de 2022

Tres

Dicen que tres es un número entero y un primo. También se escucha que en ocasiones es multitud; otras que da forma a un trío con el que ya puedes subir la apuesta en una partida de póquer o al coche-cama, rumbo a la cálida Florida, que quizá acabe tan lleno como el camarote de los Marx o el centro comercial vecino las tardes de los sábados de lluvia y rebajas. Pero no “buscaré tres pies al gato”, ni compraré ofertas tres por dos, cuando ni necesito uno. Prefiero cantar el popular “tres eran tres las hijas de Elena, tres eran tres y ninguna era buena”, aunque, quizá, de las tres, ninguna fuese mujer fatal; ni mala idea sería preguntar a los tristes tigres qué les entristecía, ¿ser tres o su propia tristeza? Pero ya se sabe, mejor aquello de en boca cerrada…, que cria cuervos y… recoge tempestades. No me aplico el cuento y me pregunto si mezclar refranes está permitido por estos lares y en estos tiempos, porque, tal como corren, ya no sé si es correcto ir a pie o en el coche de San Fernando, quizá por eso mismo casi siempre voy caminando, y lo que falta andando. Respecto a los mosqueteros, ya no sé qué decir desde que dejaron de ser tres para, con la llegada del joven gascón, ser cuatro a repartir: estocadas por aquí, estocadas por allí, en aquella Francia de folletín. En lo que sigue, ni hay mosqueteros, ni tigres ni hijas, ni vértices ni lados de un triángulo cualquiera, Bermudas y amorosos incluidos. Hay tres cineastas. Son Juan Antonio Bardem, Luis Buñuel y Carlos Velo y, aunque se posicionen en la fotografía como los vértices de un isósceles, no forman figura geometría. Eran tres directores de cine, y son de los más grandes que ha dado España, otra cuestión es que en su país lo tuviesen complicado; dos de ellos imposible tras la guerra civil, aunque Buñuel regresase en los años sesenta para, a costa de saltarse el régimen, darse un atracón cinematográfico y subversivo en la magistral Viridiana (1961). Los tres coincidieron en México durante el rodaje de Sonatas (1959), basada en las Sonatas de Ramón del Valle-Inclán, que no eran tres, sino cuatro, el mismo número que las estaciones de Vivaldi y que las compradas por mi imagen infantil en aquel tablero de mi niñez donde casi siempre me mandaban a la cárcel sin cobrar y sin pasar por la casilla de salida. ¡Vaya, con don Ramón y don Antonio, y con su ir un paso por delante! Velo y Buñuel también caminaron con adelanto, ya habían colaborado antes de verse obligados a exiliarse en México, tras la guerra civil española (1936-1939). Lo habían hecho cuando Buñuel le pidió hormigas para La Edad de Oro (1930). Años después, volverían a colaborar en Nazarín (1958), basada en la novela homónima de otro gigante de las letras, en la que Velo haría de consejero de producción. Al año siguiente, el ourensano asumiría una función similar para Bardem en la adaptación de Valle-Inclán, que fue una coproducción hispano-mexicana producida por el mexicano Manuel Barbechano Ponce. En fin, dan las diez; en el piso de arriba alguien dice “siempre nos quedará París”; de la habitación vecina se escucha una voz que dice “no hay dos sin tres”, “pero ¿si hubiese tres sin dos?”, le pregunta otra, “entonces, ¿qué? ¿Solo nos quedarían los impares?” “Vamos”, me digo a mis tres reflejos, “salgamos de aquí antes de que los vecinos nos quiten los pares y los de arriba nos vengan con el techo encima”.

martes, 29 de noviembre de 2022

Ángel Carracedo. Ciencia humana

No soy asiduo a pregones ni a multitudes, de hecho las evito, pero en julio de 2016, una amiga comentó que iba a la plaza del Obradoiro a escuchar a Ángel Carracedo. Más por ella que por él, allí acudí. Incómodo entre la multitud, poco después aquel médico nacido en Santa Comba (A Coruña) en 1955 me calmó con sus palabras y su tono. ¿Qué más podría pedirle a un sanador que su cercanía? Por un momento, dejé de ser el alma inquieta que rechaza las aglomeraciones y me descubrí escuchando a una persona que tenía algo que transmitirme, a mí y al resto: su humanidad y su mensaje de que es posible contribuir a una sociedad mejor. Qué momento más hermoso, había  escuchado palabras que fluían de ese enigmático rincón humano donde se mezclan razón y corazón. Salimos de la plaza compostelana contentos, en mi caso, también pensaba que era todo un acierto que de vez en cuando no solo cantantes, cómicos, deportistas, actores/actrices o famosos de revista y de televisión fuesen invitados a salir al balcón del Pazo de Raxoi, sede del ayuntamiento compostelano, desde donde cada año unos pocos —el pregonero y supongo que algunos políticos locales— dan inicio oficial a las “Fiestas del Apóstol”. Desde entonces, no he vuelto a oír un pregón, pero si he vuelto a escuchar a Carracedo. La última vez fue en esta entrevista realizada por Javier Cebreiros en su programa La cafetería. Durante la hora que dura la entrevista, tuve la sensación de estar escuchando a una persona feliz, pero no por sus logros científicos, sino por ser fiel a sus principios y a sus sueños, a la ilusión y a la filosofía de vida de <<abre los brazos y recibe abrazos>> que le enseñó su madre, la misma de la que habla y, no me cabe duda, que practica. Quizá por eso mismo comprenda lo fundamental de trabajar con amor, no solo al trabajo sino a las personas. Quizá por ello escoja tres valores: trabajo, humildad y ética en su labor.

<<El interés por uno mismo no conduce a ninguna actividad de tipo progresivo>>, señala Bertrand Russell en La conquista de la felicidad. Raramente, quien busca su bien particular logra ser feliz; y más raramente, aporta progreso a la vida de su entorno. Este no es el caso de Ángel Carracedo, que habla de progreso en términos de justicia, bienestar y Derechos Humanos, pues, como Russell, comprende que no hay verdadero desarrollo sin mejora humana, de ahí que en su trabajo nunca pierda de vista este aspecto primordial y, a veces olvidado, de la ciencia y de la vida. Este profesor, catedrático e investigador de la Universidad de Santiago de Compostela, que aboga por una mejora radical en un sistema educativo obsoleto, no es un gigante por ser un científico de referencia mundial, pionero y faro en investigaciones genéticas y forenses, lo es por ser un buen hombre. Su sencillez y su cercanía fluyen naturales, a la par de su filosofía vital, de su ilusión por una ciencia humanitaria y ética que depare un auténtico avance en justicia y bienestar global.

Lo cierto es que tenemos que caminar aquí y ahora para continuar mejorando y esto también pasa por recuperar valores humanos que parecen olvidarse en tiempos tan vertiginosos como los actuales. Él lo lleva haciendo desde hace décadas, cuando empezó, en 1978, nuestro hoy solo era una posibilidad de las muchas que se abrían entonces. Probablemente, en aquel momento, puso en práctica estas palabras suyas: <<El objetivo es hacer algo que realmente te permita desarrollarte y con lo que haces te sientas a gusto y te sientas contento y esto es lo que me parece vital.>> Cada una de sus respuestas son una lección de vida, más bien es una forma de ver la vida y de entender su profesión. Su mensaje es global, defiende un progreso global: lo que importa son las personas, su bienestar, sus derechos, sus ilusiones. <<Sí, me parece que hay que luchar por las ilusiones de uno. Puedes no conseguirlo, pero puedes intentarlo.>>

Su fama de hombre humilde no esconde una doble lectura, él es así y su humildad es seña de identidad, igual que también lo es la ilusión vital que ilumina su rostro cuando habla. ¿De qué vale la ciencia si su fin no es el progreso de toda la humanidad? Esa es una pregunta que en él tiene respuesta: <<Experiencias y valores por encima del conocimiento>>. El conocimiento sin valores deshumaniza, ¿para qué nos sirve, entonces? ¿A quién beneficia un conocimiento así, si a la larga perdemos humanidad y humanitarismo? En Carracedo veo un modelo humano, una imagen en la que no solo deberían mirarse los científicos, sino también quienes no lo somos, en la búsqueda de un progreso real y, por lo tanto, para todos.



Enlace al vídeo de “La cafetería”

lunes, 28 de noviembre de 2022

William A. Wellman. El "Salvaje” en Hollywood


Sus años de juventud podrían haber dado para una o varias películas, de hecho, al final de su carrera cinematográfica, realizó La escuadrilla Lafayette (Lafayette Escadrille, 1958) inspirándose en experiencias propias durante la Gran Guerra (1914-1918). Cuando estalló el conflicto, William Augustus Wellman se presentó voluntario en la Legión Extranjera; como Hemingway, también condujo ambulancias; formó parte de la mítica escuadra aérea estadounidense que tomó su nombre del general francés que había ayudado a los revolucionarios en la guerra de independencia; fue herido de gravedad y condecorado por sus servicios. Su currículum bélico de poco valdría en tiempo de paz, pero concluida la contienda y recuperado de su herida, Wellman regresó a su país y aprovechó la destreza aérea adquirida durante el conflicto. Se dedicó a exhibir su pericia en vuelos acrobáticos hasta que se produjo su encuentro con la actriz Helene Chadwik, con quien se casaría. Fue por entonces cuando se interesó por el cine, interés que aumentó gracias al apoyo de Douglas Fairbanks, una de las más grandes estrella de aquel Hollywood silente en el que Wellman se inició como actor —El Quijote moderno (Knickerbocker Buckaroo, Albert Parker, 1919) y Evangeline (Raoul Walsh, 1919)—, decorador y ayudante de dirección, labores que le posibilitaron familiarizarse con los entresijos de un medio de expresión joven y en constante evolución. En 1923, firmó como director Amor y voluntad (Second Hand Love), su primera película acreditada, y El hombre de pecho triunfa (Big Man), su primera aportación al western, género en el que destacaría en las décadas de 1940 y 1950 con Incidente en Ox-Bow (The Ox-Bow Incident, 1943), Las aventuras de Buffalo Bill (Buffalo Bill, 1944), Cielo amarillo (Yellow Sky, 1949), Caravana de mujeres (Westward the Women, 1951) o Más allá del Missouri (Across the Wide Missouri, 1951). Pero Wellmam, conocido entre sus amigos como “Wild” Bill, no tuvo que esperar tantos años para demostrar su innegable capacidad detrás de las cámaras. En 1927, filmó una de las películas más modernas del último tramo del periodo silente: Alas (Wings, 1927), que pasó a la historia de Hollywood por ser la primera película en recibir el Oscar a la mejor producción del año. Pero, sobre todo, este film le permitió mostrar en la pantalla un entorno tan familiar como el de los aviadores en la Primera Guerra Mundial. Era parte de su mundo, de su aprendizaje y de su maduración, de la realidad que había conocido de primera mano. Alas fue la primera de sus aportaciones al género bélico; tras la que llegó La legión de los condenados (The Legion of the Condemned, 1928) y, ya en el sonoro, sus grandes aportaciones genéricas: También somos seres humanos (The Story of G. I. Joe, 1945), Fuego en la nieve (Battleground, 1949) y Los jóvenes invasores (Darby’s Rangers, 1958). Aparte de westerns y films bélicos, demostró talento en prácticamente todos los géneros y, salvo en el de Walt Disney, en los grandes estudios de Hollywood. Wellman pudo con el melodrama en Ha nacido una estrella (A Star Is Born, 1937), la comedia en La reina de Nueva York (Nothing Sacred, 1937), la aventura en primera versión sonora de Beau Geste (1939) o en plena naturaleza nevada en La llamada de la selva (The Call of the Wild, 1936), el cine negro en El enemigo público (The Public Enemy, 1931), film que convirtió a James Cagney en icono del cine gansteril de la época. Su condición de asalariado de los estudios no le impidió desarrollar su propio estilo ni sus intereses temáticos, sobre los cuales gira su filmografía: amistad, aviación, espíritu de lucha y de superación. Al final de su carrera, trabajó para Bajac, la productora de John Wayne, en cuatro títulos, aunque el mejor y más complejo, El rastro de la pantera (The Track of the Cat, 1954), no fue interpretado por la estrella de Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), sino por Robert Mitchum, a quien el director ya conocía de También somos seres humanos y un actor más acorde con las exigencias psicológicas del personaje. Finalmente, tras dirigir más de ochenta películas, William Wellman, otro de los cineastas que ayudaron a engrandecer Hollywood, abandonó la industria cinematográfica tras La escuadrilla Lafayette, según el cansado harto de la intervención del estudio, pero es probable que también fuese consciente de que la industria ya no les quería, como parece corroborar que, por aquellos años (entre finales de la década de los cincuenta y la primera mitad de la siguiente), muchos de los grandes rodasen su última película.



domingo, 27 de noviembre de 2022

Desde Rusia con amor (1963)


Cuando los niños aprenden a andar, se les dice que den un pasito y luego otro. Quizá ellos no lo sepan, pero los adultos sobrentienden que, para caminar, el primer paso es el más importante. Paso a paso, y así hasta completar el proceso de caminar las distancias. Imagino que no siempre sale bien al primer intento, sin embargo en otros medios donde los pasos son figurados o de otro tipo es preciso que ese primero, el más importante porque pone en movimiento, sea certero o acertado. El aprendizaje de un bebé nada tiene que ver con una película, pero los primeros pasos en el cine también son importantes para que un serial pueda tener continuidad más allá de su primera entrega. Dado el primer paso en Agente 007 contra el Dr No (Dr. No, 1962), ¿era necesario un segundo paso en las aventuras de Bond? Evidentemente no, pero era la mejor opción comercial para sus productores. Desde Rusia con amor (From Russia to Love, 1963) aprovechó el tirón del film precedente para adentrarse y ampliar el mundo del personaje creado por Ian Fleming e interpretado originalmente por Sean Connery, cuyo personaje no es un gentleman, sino un asesino profesional, de quien se supone que ha sido adiestrado para ser letal y no educado para ser un caballero británico, de ahí que la mezcla de elegancia y rudeza de Connery funcione como una equilibrada combinación al servicio de la Inteligencia de su Majestad. El responsable de la primera aventura de 007, Terence Young volvía a asumir labores de dirección y la primera novedad respecto a su anterior trabajo en la serie Bond fue la introducción que sigue a la pantalla en rojo y precede a los títulos de crédito iniciales. Pero la novedad que me interesa señalar es la sociopolítica, ya que introduce de lleno el conflicto de la guerra fría: <<La guerra fría en Estambul va a entrar en su fase caliente antes de lo que muchos piensan>>, dice la número 3 de Spectra a su agente (Robert Shaw). En 1963, Turquía sería un país escudo donde los EEUU había instalado armas nucleares que apuntaban directamente a la URRS. La nación euroasiática se había posicionado, pero mantenía relaciones con ambos bloques y, debido a su situación geográfica y estratégica, se convirtió en un lugar transitado por espías que realizaban labores que ya eran cotidianas. Esto lo observamos en los seguimientos entre los de un bando y otro, en como aceptan la rutina de espiar y de ser espiados; pero el equilibrio se rompe con la llegada de Bond y el agente de Spectra que se ha convertido en su sombra y rompe la armonía asesinando a un agente búlgaro que trabaja para los rusos.




sábado, 26 de noviembre de 2022

La tapadera (1976)


La única desgracia que se siente real, es la que vive uno mismo, pues afecta en cuerpo y mente y trastoca la vida de manera drástica. La ajena, hasta que no sea también propia, suena en la distancia. No se padece, aunque el pensamiento pueda hacer ideas de la misma, gracias a la compasión y a la compresión. En todo caso, presumir de empatía queda bonito cara la galería, pero la realidad del otro no la podemos experimentar. Nos llega en la distancia que impide conocerlas en plenitud emocional, cual eco de las situaciones exteriores e interiores que afectan a quien sí las padece. Este es el caso de Howard Prince (Woody Allen) respecto a su amigo de la infancia Alfred Miller (Michael Murphy), un guionista de televisión que ha sido incluido en la lista negra. Su primera conversación lo deja claro: aunque afirme lo contrario, Howard ignora el alcance de las palabras de su amigo, cuando este le dice que ya no puede trabajar, que está en la lista negra. Entonces ¿cómo saber que hacer en su lugar, si no está en su lugar? Por mucho que lo pretenda, Howard no puede ser Alfred; menos aún, si en él no se dan las circunstancias externas e internas idénticas —esto último es imposible. De nada vale las afirmaciones y los juicios que nacen de su ingenuidad. Pero Howard no es hipócrita, es solo ese tipo ingenuo que nunca se ha comprometido con nada ni con nadie salvo con él mismo, como parece recriminarle su hermano cuando acude a él para que le preste dinero y le dice que debe sentar la cabeza. En la relación fraternal, su hermano también juzga desde sus ideas. Ignora la realidad de Howard, quien, por amistad y por un diez por ciento de los beneficios, acepta convertirse en testaferro y firma con su nombre, libre de cualquier sospecha de comunista o simpatizante, los guiones de Alfred. Avanzada la película, amplía a tres lo que para él ya empieza a ser su negocio.



El protagonista de La tapadera (The Front, 1976), sin una experiencia similar a la de su amigo o a la de Hecky Brown (Zero Mostel), no puede sentir la totalidad del sufrimiento, ni el dolor físico ni psíquico, ni la desesperación, ni las imágenes mentales que van dando forma al miedo y la imposibilidad que se apoderan de las víctimas de la caza de brujas. Por otra parte, ni siquiera el sujeto implicado puede predecir cómo actuará llegado el caso: Hecky sirve de ejemplo —un año atrás era una estrella y en el presente un marginado condenado al ostracismo y al paro—, pero sobre todo, el ejemplo es la evolución de Howard, que pasa de cajero de bar a perseguido por el Comité de Actividades Antiestadounidenses. Saboreado el éxito, el sinsentido y la persecución llaman a su puerta, pero tampoco puede predecir cómo va a comportarse con antelación al momento. No hay adivinos y una prueba la encontramos en la propia realidad. De los incluidos en las listas negras: algunos acabaron delatando (Edward Dmytryk, Elia Kazan, Budd Schulberg, Robert Rossen o Sterling Hayden) y los que se resistieron vieron sus carreras truncadas (Jean Muir, Dalton Trumbo, Michael Wilson, Abraham Polonsky, Carl Foreman, Gale Sondergaard,…). De la luz a la sombra, de vivir a sobrevivir en el ostracismo y en la desesperación de saberse víctimas de una caza que pisoteaba sus derechos y libertades individuales. Fueron muchos quienes se vieron obligados al exilio (Jules Dassin, Lionel Stander, Sam Wanamaker, Michael Wilson, Carl Foreman, Joseph Losey o Cyril Endfield) e incluso los hubo como John Garfield, cuyo corazón no pudo soportar una situación extrema, o, ya en este film dirigido por Martin Ritt y escrito por Walter Bernstein, como Hecky Brown. Todavía hoy, gracias a su postura, a las situaciones planeadas que coinciden a la concienciación del protagonista y a su tono tragicómico, La tapadera continúa siendo una de las mejores películas sobre aquel periodo negro y gris de caza de brujas en una democracia donde la contradicción y el absurdo se impusieron, también el temor, el silencio y la complicidad.



<<Cuando me cogieron para La tapadera […] y vi los diálogos que me correspondían, fui capaz de adaptarlos a mi propio lenguaje.>>, comenta Woody Allen en una de sus entrevistas con Eric Lax. Queda claro que no se trata de una película de Allen, pero su personaje, como él mismo apunta, sí tiene cosas suyas porque pudo interpretarlo adaptándolo a sus características propias. La tapadera es un film de dos represaliados del mccarthismo, Martin RittWalter Bernstein. También asoma un tercero en la pantalla (además de Herschel Bernardi, Lloyd Gough y Joshua Shelley): Zero Mostel, que interpreta a un actor desesperado, obligado a espiar a Howard, pues solo aceptando ser espía para la “Libertad” podrá seguir trabajando, o tomar otra salida para su imposibilidad. La suya, como actor —reconocible para el público—, es distinta a los de los guionistas, pues resulta evidente que Hecky no puede encontrar a alguien que le preste su nombre para poder seguir trabajando. Su popularidad, es un rostro conocido, se lo impide; provoca que su situación sea todavía más hiriente que la de los escritores. 



Las instantáneas en blanco y negro iniciales sitúan la acción en 1952-1953, la guerra de Corea, los Rosenberg (ejecutados en 1953), el concurso de “miss”, la guerra fría. Es el año en el que la lista se dispara y la caza se intensifica. La vida continúa para muchos, entre ellos para Howard Prince, mientras que para otros como Alfred o Hecky se complica y parece suspenderse. Las fotografías dan paso a Howard, cajero en un bar, que no tarda en hablar con su amigo el guionista, que le dice que necesita a alguien que sea su tapadera. Howard se ofrece, por algo y para algo son amigos; de ese modo se convierte en un exitoso guionista que no escribe ningún guion, pero que gana dinero, popularidad y la curiosidad de los inquisidores que le acechan e investigan para conocer sus amistades y sus tendencias políticas. De ese modo, la desgracia ajena, de la que saca provecho y de la que no comprende su magnitud, empieza a ser la propia, sobre todo a partir de su contacto con Hecky y, definitivamente, en su comparecencia ante el Comité que le exige nombres, aunque lo que menos interese a sus miembros sea la delación —ya tiene los nombres que quieren. Lo que importa a los inquisidores es doblegar y obligar a delatar, para demostrar su poder e imponer su “libertad”, que atenta contra las libertades y derechos básicos del individuo: su derecho a pensar, a expresarse y a creer sin coacción ni castigo. Esto es lo que Howard acaba por comprender y, después de su experiencia de testaferro, ya puede actuar con conocimiento y sentimiento, y pronunciar las dos frases con las que se despide del comité. Son dos sentencias memorables, quizá también las que debieron ser pronunciadas por la sociedad del momento para poner fin al sinsentido (pero esto, ahora, es muy fácil decirlo). El tono tragicómico de La tapadera, sienta bien al Woody Allen actor o puede que sea a la inversa, pero lo cierto es que su Howard desborda humanidad y vive su transformación en otro. Pasa de ser un infeliz al hombre feliz que ha crecido. Tras su experiencia, ya no es el pequeño ciudadano asustado por una fuerza todopoderosa. Ha invertido los papeles: en ese instante en el que manda a paseo a los inquisidores es un gigante y el comité se empequeñece. Ya no le preocupa ni el dinero ni la fama, ni la paradoja de que por hacer lo correcto vaya a ser castigado, porque comprende que solo haciéndolo puede ser libre, aunque vaya a presidio.




viernes, 25 de noviembre de 2022

Festival de las campanitas (1983)


La heroicidad de los marginados y del individuo de la calle o del campo es vivir su día a día; y esto que pasa desapercibido para muchos, incluso para ellos mismos, no lo pasó para un escritor como el checo Bohumil Hrabal, quien hizo de sus historias el absurdo y la ironía de lo cotidiano. A Hrabal le gustaba la vida sencilla, el aire libre, el sol, los árboles y escuchar conversaciones de gente en las tabernas y cervecerías, quizá por eso mismo se reconoce en personajes igual de sencillos y comunes a los que hace los héroes de sus historias. En realidad, llamarles héroes podría llevar a error, más bien son personas comunes, otros desheredados sociales, incluso algunos podrían ser picaros comunes, pero todos vistos desde la mirada irónica y comprensiva del escritor. Como ya había sucedido con anterioridad en otras colaboraciones de Hrabal y Jiri Menzel, en Festival de las campanitas (Slavnosti snezenek, 1983) dicha mirada la asume el cineasta. Menzel sigue a hombres y a mujeres en su cotidianidad, en su vivir diario, en los momentos de pausa y de actividad, también en el deseo (que no se cumplirá) y en la realidad de la que a veces desean escapar.



Ejemplo cinematográfico de la combinación de ambos, Festival de las campanitas se desarrolla en un entorno rural donde la tranquilidad, la cervecería y la televisión en las noches son parte de la rutina que se rompe con la persecución en bicicleta, por la carretera y el pueblo, de un jabalí al que dan caza en el aula de la escuela. Dicha cacería acelera la acción, al sacar a los personajes de la pasividad y la calma, y acerca la película a la comedia muda, al tiempo que introduce el conflicto que enfrenta a los hombres —el quién se queda con la pieza. Es la maestra la que pone paz y razona que lo preparen en la cervecería y allí todos juntos celebren la fiesta. Pero las discusiones continúan, lo que depara la hilaridad y una nueva intervención femenina —la dueña de la cervecería— que pone cordura entre la rivalidad masculina de los dos pueblos vecinos. Así, entre riñas y escapadas al bar, salen de la monotonía; peleándose en cuanto se presenta la ocasión y la ausencia de la autoridad, como sucede en festival donde los comensales dan buena cuenta del jabalí y, apurada la cerveza y los licores, y ausente el oficial, dan rienda suelta a la exaltación de la amistad y a la batalla campal entre rivales.




jueves, 24 de noviembre de 2022

Daré un millón (1935)


La comedia italiana del periodo fascista encontró en Vittorio De Sica a su galán indiscutible de la pantalla desde ¡Qué sin vergüenzas son los hombres! (Gli uomini, che mascalzoni!, 1932), film en el que le dirigía Mario Camerini, el mismo cineasta que en Daré un millón (Daró a milione, 1935) realiza una de las grandes comedias de la época, tras cuya fachada y romance no es difícil entrever la mano de Cesare Zavattini, quien debutaba como guionista en este título que le unió por primera vez a quien sería su pareja profesional y su amigo. Basada en un cuento* de Zavattini y Giaci MondainiDaré un millón es el encuentro entre De Sica y el guionista, pero también es un divertido, burlesco e irónico film que apunta sin disimulo la hipocresía social, solo que la ubica en Francia para evitar la censura italiana de entonces, quizá sin que esta se diese por aludida, cuando, en realidad, pobres y pudientes los hay en todos los lugares y, en ambos casos, sus comportamientos son similares.



La trama se inicia con Gold (Vittorio De Sica) arrojándose de su yate y con un mendigo (Luigi Almiranti) que intenta poner fin a su miseria. En el agua se produce su encuentro. Charlan; más ajustado sería decir que Gold le confiesa el porqué de su huída y que también los millonarios son desgraciados y que daría un millón de francos a quien tuviese con él un gesto amable y desinteresado. Le dice que no sabe distinguir si sus amigos los son de verdad o de conveniencia y que la riqueza obliga al protocolo, a un horario y a vivir observado. No le falta razón, pero la libertad del mendigo sin duda es mucho más hiriente en el sentido que nada tiene, salvo hambre, frío o calor, según la estación, y el rechazo de la gente de la calle, la cual, tras el anuncio de la prensa de que un millonario se hace pasar por pobre, cambia su actitud hacia los indigentes. En este aspecto, Daré un millón apunta la hipocresía social que la hermana con la más negra Plácido (Luis García Berlanga, 1961). Más adelante, hablaré de su similitud, pero ahora continuó con el enredo: tras quedarse con los harapos del mendigo, a quien deja su frac y los billetes que llevaba encima, la prensa descubre al pobre y este le cuenta su encuentro con Gold; de manera que el periódico anuncia la excentricidad del millonario —cuya aventura, en cierto modo y más suavizada, adelanta en el tiempo a la vivida por el cineasta protagonista de Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travels, Preston Sturges, 1942)— que dará un millón a quien le ofrezca un gesto desinteresado. El anuncio revoluciona la ciudad: la “gente bien” empieza a tratar a los pobres con suma amabilidad, por si alguno de los mendigos es el millonario. Por su parte, el mezquino dueño del circo donde trabaja Anna (Assia Noris), y donde se desarrolla buena parte de la película, permite la entrada gratuita a los indigentes y les ofrece un banquete, así como organiza un sorteo para ellos; ofreciendo un premio de cien francos. El mundo al revés, ahora los sin hogar son atendidos con amabilidad e invitados a comer y a beber; se les dan monedas y se les trata con deferencia. Como sucede en Plácido, esta “gente bien” actúa por un interés que nada tiene de solidario; en el fin de Berlanga buscan la imagen, en el de Camerini una recompensa millonaria, pero, en ambos casos, ese comportamiento delata la hipocresía de una sociedad que, pasada la fiebre navideña o del premio, mandará a paseo a sus mendigos.



*La historia original es de un cuento de Cesare Zavattini y Giaci Mondaini. El guion lo firman Mario Camerini, Ivo Perilli y Zavattini.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Ennio Flaiano y la última auténtica batalla del teatro italiano

<<En cuarenta días Aldechi vendió ciento veinte mil entradas en Milán. Fue el no va más del éxito. En la napoleónica historia del TPI era normal que la glorificación predijera un desastre, y el desastre se llamó Un marziano a Roma. La comedia había sido escrita por Ennio Flaiano, quien, por milagro siempre inexplicable, se había sacudido de encima su proverbial pereza y nos había entregado el manuscrito con la más perfecta puntualidad. Un manuscrito un poco anómalo, iluminado por un sutil humorismo y deliciosos couplets lírico satíricos, en cambio —o, mejor, deliberadamente débil—, en estructura dramática. Cuando se le pidieron correcciones o retoques, Flaianno repuso con candor:

—Querido Vittorio, ya me ha maravillado haberla escrito. No me pidas ahora que la revise.

Llevamos, por tanto, a escena el texto intonso, al cual creíamos prestar un buen servicio montándole encima un espectáculo con gran riqueza de efectos, incluso demasiado cuidado y elaborado. Pero especialmente perjudicial fue la elección del lugar: habiendo abandonado la carpa por motivos de acústica, fuimos a parar a ese zaguán que era y sigue siendo el Teatro Lírico. Nos encontramos combatiendo (y esta vez el término hay que entenderlo literalmente) con la repulsión obtusa de un público sordo, reaccionario y moralista, entre el que se habían mezclado, por si fuera poco, un buen número de alborotadores sobornados por la dirección del más importante teatro milanés. Lo digo con conocimiento de causa, porque sorprendimos a un par de ellos en flagrante actividad, y confesaron la pequeña conjura.

El primer acto se desarrolló en un clima frío, pero sin incidentes dignos de mención. Unos débiles y convencionales aplausos respondieron a la primera bajada de telón, y recuerdo con angustiosa ternura la entrada de Flaianno, durante el entreacto, en mi camarín, rojo a causa de la emoción que trataba inútilmente de disimular.

—Me parece —balbuceaba—, me parece que la cosa marcha, que nos los llevamos de calle.

Nunca lo hubiera dicho. El primer cuplé del segundo acto fue saludado con silbidos y chist, y el encuentro del marciano con los intelectuales romanos produjo una andanada de pedorretas. Luego el caos durante dos horas: lanzamiento de objetos, pateo y espectadores que subían al proscenio a insultar a los actores. La representación se interrumpió y se reanudó luego mezclada con el maremagnum de la sala. En este clima los versitos finales que cantábamos en el escenario sonaron como la extrema provocación al público enfurecido:

Todo en el mundo se mueve

hacia un abrazo eterno;

incluso tocar el fondo

del éxito forma parte…

[Pateo, insultos.]

… Esta historia significa

todo y nada; es solo un rito.

Dadle sentido vosotros,

fingiendo haber comprendido.


Escándalo. Telón. Se había consumado la última auténtica batalla del teatro italiano.

Representamos el espectáculo durante algunas semanas, por punto de honor, por cabezonería, por solidaridad con Flaianno que, después de cada representación, se sometía a un humillante debate con una pandilla de bestias con ánimos de lincharle. Él decía que se divertía, pero yo sé que en aquella experiencia empezó a morirse un poco. Sin duda su adorable flema había sido muy sacudida por tanta estúpida y tosca hostilidad. En su estilo, se lo confesó a sus amigos, de regreso a Roma:

—No soy ya el mismo hombre —dijo—, el fracaso se me ha subido a la cabeza.>>

El Teatro Popolare Italiano (TPI), bajo la dirección de Vittorio Gassman, estrenó Un Marziano a Roma el 23 de noviembre de 1960, en el Teatro Lírico de Milán. Como recuerda el protagonista de Perfume de mujer (Profumo di donna, Dino Risi, 1974), el fracaso fue sonado, pero el ruido (y la furia) del público y de la crítica no resta ni suma calidad a ninguna obra, tampoco a esta, de las suyas, la preferida de Flaiano, solo ensordece y dificulta la recepción y la comprensión de cualquier posible mensaje. Veintitrés años después, en 1983 —Flaiano había fallecido en 1972—, la obra dio origen a la película que adaptaba su comedia satírica fantástica. El film, producido por la RAI, fue dirigido por Bruno Rasia y Antonio Salines, quien asumió el personaje de Kunt, el marciano, el mismo turista extraterrestre que había interpretado Gassman en la primera versión teatral. No sería consuelo para quienes los sufrieron, pero aquellos abucheos y silbidos hace tiempo que son silencio. No sucede lo mismo con Flaiano, una referencia intelectual, irónica y vital para su generación y sucesivas.

Quien durante años fue el contrapunto de Fellini y Pinelli en sus guiones —hasta que se produjo la ruptura tras Giulietta de los espíritus (1965)— todavía nos habla a través de su obra literaria —la novela Tiempo de matar (1947) o el libro de relatos satíricos Diario notturno (1956), en el que recopilaba algunas de sus colaboraciones en Il Mondo—, de sus frases y aforismos —<<lo peor que le puede ocurrir a un genio es ser comprendido>>, <<Vivo un día a la vez. No consigo reunir dos días>>, <<Quien renuncia al sueño, se masturba con la realidad>> u <<hoy los cretinos están especializados>>— y de sus colaboraciones con Federico Fellini —desde Luces de varieté (1950) hasta Giulietta de los espíritus—, Luis García BerlangaCalabuch (1956) y El verdugo (1963)—, Michelangelo AntonioniLa noche (1960)—, Dino RisiEl signo de Venus (1955)—, Mario Monicelli y StenoGuardias y ladrones (1951)— o Luigi ZampaLa romana (1954). Y sin más, quien busca echar el cierre agradece que sea Tullio Pinelli quien ponga el broche al texto: <<Flaiano era imprescindible. Era como un loco, genial pero desconcertante. Ejercitaba sobre nosotros una especie de magisterio crítico. Casi siempre tenía ideas brillantes y nos hacía observaciones atinadas, pero a veces se iba por la tangente y ya no se le podía seguir…>>

*Vittorio Gassman: “Un gran porvenir a la espalda” (traducción de Fernando Gutiérrez) pp 136-137. Editorial Planeta, Barcelona, 1983.

martes, 22 de noviembre de 2022

El demonio de los celos (1970)


En
Si, ya me acuerdo Marcello Mastroianni comentaba que uno de los placeres de su profesión era la diversión que sentía interpretando personajes que, sin preparación previa, fluían a medida que les daba vida. También habría que tener en cuenta que en muchas ocasiones trabajaba con amigos como Federico Fellini o Ettore Scola, lo cual añadía un plus de complicidad y camaradería a un actor irrepetible que protagonizó cuatro filmes para Fellini y siete para Scola, aunque apareció como él mismo en otras de sus películas. La primera que protagonizó a las órdenes de Scola fue El demonio de los celos (Dramma della Gelosia. Tutti i particolari in cronaca, 1970), en la que dio vida y caricatura a Oreste, un obrero de la construcción poco aseado, generoso y también celoso. Al inicio, este trabajador es obligado por un juez a reconstruir el asesinato de Adelaide (Monica Vitti), la joven con quien había mantenido una relación que semejaba un sueño hasta la irrupción de Nello (Giancarlo Giannini), el tercero en discordia de un triángulo amoroso digno de la comedia a la italiana. Satírico y caricaturesco, Scola tomó como punto de partida para El demonio de los celos las crónicas cinematográficas de Francesco Rosi, pero en lugar de indagar en la realidad, el futuro responsable de Una jornada particular (Una giornatta particolare, 1977) la exagera hasta el extremo de realizar una burla a los tópicos que reaparecen en la comedia a la italiana. De modo que más que hechos que transcurren en el pasado, lo que se expone son exageraciones desde los testimonios del acusado, de los testigos e incluso de la víctima que, como en Rashomon (Akira Kurosawa, 1950), nos habla desde el más allá. Los testimonios se inician en el mismo momento durante el cual Oreste apuñala a Adelaide y retroceden en el tiempo para mostrarnos su primer encuentro y la relación que ambos mantuvieron; el resto, se encuentra en el sumario judicial.



lunes, 21 de noviembre de 2022

Guernica (1951)


El interés de Alain Resnais por el arte y la memoria le vienen de origen; es decir, asoman prácticamente desde sus primeros pasos profesionales en el cine, cuando se dedica a cortometrajes que centran su mirada en diferentes pintores. Por ejemplo, aborda la pintura en los cinco cortometrajes que componen la serie Visite à… (Félix Labisse, César Doméla, Hans Hartung, Lucien Coutaud y el canario Óscar Domínguez), filmados en 1947, y en Van Gogh (1948) o Gauguin (1949). Pero quizá su acercamiento más sobresaliente al arte y a la memoria sea el que narra a través de los bocetos, los dibujos y las esculturas del malagueño Pablo Picasso, y, por supuesto, de las formas del cuadro que da título a este documental de trece minutos de duración al que Paul Éluard puso su poesía al servicio del compromiso y la denuncia de la opresión. Guernica (1951) vive en las imágenes (de bocetos y de las figuras del cuadro) y en la voz de María Casares —la voz de Jacques Prevost introduce la fecha, el lugar y los hechos— que hace suya el texto de Éluard de tal modo que, combinando lo pictórico y la palabra, Alain Resnais y Robert Hessens —quien ya había colaborado con Resnais en Malfray (1948) y Van Gogh— logran una magnífica obra cinematográfica sobre la memoria y el arte, también un ejemplo de compromiso antifascista.



Lo consiguen partiendo del cuadro que, en 1937, el gobierno republicano encargó a Picasso —inicialmente, el pintor no había decidido el tema, fueron los hechos históricos y la barbarie los que decidieron por él—; un cuadro que retrata los horrores sufridos en la histórica localidad de Guernica el 26 de abril de 1937. Aquella tarde, durante casi cuatro horas, la población vizcaína sufrió un bombardeo a gran escala, el primero de la Historia, que se saldó con la práctica destrucción urbana y se estima que con la muerte de entre doscientos y trescientos civiles —la voz de Prevost apunta dos mil fallecidos, una cifra que también se baraja como posible; y que en el documental se afirma para constatar y enfatizar el horror sufrido por los civiles y la brutalidad de los totalitarismos, en este caso los nazis, fascistas y franquistas—, pero los horrores sufridos en la localidad solo fueron el principio de años de destrucción y de lucha.



Tras su exhibición en la exposición de París y en otros lugares del mundo, el Guernica permaneció en el MoMa de Nueva York desde 1958 hasta 1981, año en el que llegó a España. Durante ese tiempo se convirtió en un símbolo y en la obra más internacional de un pintor español, pero, más allá de una obra de arte, la pintura es ya historia de la Humanidad, no solo de España, de la guerra civil (1936-1939) o de la localidad vasca bombardeada por la aviación alemana e italiana, por entonces aliados de los militares golpistas. De manera similar, la película de Resnais y Hessens tampoco es solo cine y admiración por el cuadro del malagueño; es al tiempo un recuerdo del pasado y una advertencia para cualquier presente de que la lucha por la libertad, frente cualquier totalitarismo, no concluye.




viernes, 18 de noviembre de 2022

Bohumil Hrabal, en el cine


<<Durante nuestra primera conversación le planteé una cuestión que me daba vueltas por la cabeza: ¿por qué sus textos, sin perder el sentido del humor, están poblados de catástrofes, heridas y accidentes, o sea de acontecimientos de los que las personas débiles como yo generalmente apartan la vista? ¿Cómo es que al leer sobre esas tragedias se me llenan los ojos de lágrimas y al mismo tiempo hay algo en ellas que me hace reír? ¿Cómo es que no puedo dejar de sonreír ante lo funesto y penoso en su obra, y a pesar de ello no tengo la sensación de ser un cínico? Él me contestó que las catástrofes, las tragedias y la muerte forman parte de la vida, son la otra cara de la moneda y si no las advirtiéramos no podríamos apreciar el hecho de vivir y alegrarnos de él lo suficiente.


Fue toda una lección, y la convertí en una especie de estribillo que me acompañó en mis años venideros. Durante décadas tuve la oportunidad de encontrarme una y otra vez con Hrabal y aprender que esta filosofía suya fue el hilo rojo que atravesaba toda su obra: uno puede imponerse sobre todo lo malo y terrible que le trae la vida, hasta puede triunfar sobre la muerte, mientras no se deje quebrantar. Esta era la sabiduría y la madurez hacia la que me iba acercando con la ayuda del escritor, lentamente, con dificultad y a trompicones.>>


Jiri Menzel*



La mayoría de sus obras parten de sus experiencias, poseen humor negro e ironía y se centran en personajes que podrían ser cualquiera. Sus novelas presentan influencias desde Franz Kafka hasta clásicos como los filósofos Lao TseSeneca, sin olvidar a Baudelaire, a Schopenhauer, al Rabelais de Gargantúa y Pantagruel y al también checo Jaroslav Hasek, autor de El buen soldado Svejk. Así nos encontramos en sus páginas a un aprendiz de ferroviario en Trenes rigurosamente vigilados, a un obrero de la industria metalúrgica en los relatos de Anuncio una casa donde ya no quiero vivir, a un empleado de un centro de reciclaje de papel en Una soledad demasiado ruidosa o a un tramoyista en Bodas en casa como los héroes de sus historias, héroes porque para el escritor la heroicidad reside en vivir la cotidianidad, aunque esta sea contada y vivida de forma extraordinaria, como hace el narrador de Yo serví al rey de Inglaterra. Son personas con las que Bohumil Hrabal se identifica, personajes que tienen mucho del propio escritor nacido en Brno, Moldavia en 1914. Hrabal los crea y habla de ellos al tiempo que habla de sí mismo; a veces, los muestra marginados o distanciándose de los márgenes sociales, pero, sea de un modo u otro, se interesa por ellos y los mira preguntándose quiénes son y quién es él. Sus héroes viven en la monotonía, para ellos su mundo, a la par del tiempo histórico y de los imprevistos que deparan momentos trágicos que no escapan ni rompen con lo cotidiano, pues la tragedia solo es, como se apunta en el párrafo inicial, la otra cara de la moneda —la que no deseamos que nos toque—; por ejemplo, el accidente mortal sufrido por uno de los personajes principales de Festival de las campanitas (Slavnosti snezenek, 1983) cuando iba a por sopa. Esa es su heroicidad y su condena. Sobreviven en cotidianidades en la que se producen accidentes como el señalado, excesos como los narrados por el pícaro camarero de Yo serví al rey de Inglaterra o el despertar de Milos al sexo, a la vida y a la muerte en Trenes rigurosamente vigilados, obra en la que combina la frustración y la alegría del joven protagonista con los hechos históricos que afectan a la Humanidad, y que a él, como parte, acaban por afectarle, aunque de un modo diferente a cómo lo hace su despertar sexual.



<<Vivir y observar las vidas de la gente y participar en la vida en cualquier lugar y a cualquier precio: eso era para él lo más importante y lo más elevado; por eso no se quejaba de ningún trabajo; si los demás podían vivir en los altos hornos, ¿por qué no él?, se decía. Y gracias a las miles de imágenes y experiencias acumuladas en el trabajo, con frecuencia soñaba y de vez en cuando reflexionaba, y al final lo vertía todo sobre el papel. Su literatura se convertía en una bella prosa escrita con las vidas de la gente que había conocido, con el ambiente donde había vivido… Pero antes que nada con su propia vida.>>


Monika Zgustova*



Actualmente, y no sin razón, Hrabal está considerado como uno de los escritores checos más sobresalientes del siglo XX. Su influencia no solo se puede apreciar en la literatura checa, sino también en su cine, el que se realizó durante el deshielo, en la década de 1960, hasta la entrada de los tanques soviéticos en territorio checoslovaco. Perlitas en el fondo (Perlicky na dne, 1965) reunió a varios de aquellos jóvenes cineastas —Jiri Menzel, Jan Nemec, Evald Schorm, Vera Chytilová y Jaromil Jires— que formaron lo que se dio en llamar la nueva ola del cine checoslovaco. El film puede considerarse una especie de manifiesto cinematográfico de aquella generación irrepetible (cierto, que ninguna se repite), que reúne varias historias del escritor, publicadas en su libro homónimo, para crear un mosaico de situaciones y costumbres que va del absurdo al humor negro o viceversa. Pero su relación con el cine se había iniciado un año antes, de la mano de Ivan Passer en el cortometraje Fádni odpoladne (1964), aunque, sin duda, su aportación cinematográfica la determina su colaboración con Jiri Menzel a lo largo de seis películas, desde la ya nombrada Perlitas en el fondo hasta Yo serví al rey de Inglaterra (Obsluhoval jsem anglického krále, 2006), en la que el cineasta volvía a adaptar al escritor con quien compartía mirada irónica.



<<Bohumil conocía perfectamente qué imperfecta criatura es el ser humano, aunque eso no le impedía quererlo. Eso es lo que lo diferencia de muchos escritores actuales. Además, Hrabal era capaz de describir la vida tal y como realmente es, de forma inusualmente sensible, aunque no de forma naturalista sino siguiendo su propio método poético. Expuso la realidad ilustrándola a partir de relaciones y conexiones extrañas entre frases que oía o acontecimientos y personajes que tal vez imaginó.>> Cuando Jiri Menzel comentaba esto, en una entrevista publicada en el diario El periódico (19-07-2008), Hrabal ya había fallecido (murió en 1997), pero, durante años, su colaboración deparó varias de las mejores producciones del cine checo, entre ellas Trenes rigurosamente vigilados (Ostre sledované vlaky, 1966) y tres films quizá menos conocidos, pero también espléndidos: Alondras en el alambre (Skrivánci na niti, 1969), Tijeretazos (Postriziny, 1981) —que no se basa en ninguna obra suya, sino que pone en imágenes un guion original escrito, mano a mano, con Menzel— y Festival de las campanitas (Slavnosti snezenek, 1983), que tiene su inspiración literaria en su libro de cuentos Las fiestas de las campanillas blancas.



*Los frutos amargos del jardín de las delicias. Vida y obra de Bohumil Hrabal, de Monika Zgustova. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2014.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

Aristocles y otros viejos rockeros


Como la de cualquier mortal, la visión de los filósofos es limitada y parcial. Se encuentra condicionada por diversos factores: su época y su pasado, sus influencias y creencias, su padecimiento, sus rivalidades, su miopía, su conocimiento, sus teorías, sus fantasías, en definitiva, por su humanidad, de la que no pueden desprenderse. ¿Quién puede decir que Platón logró desprenderse de su cuerpo y pudo flotar su alma en el mundo de las ideas para pensar su filosofía? Ni él mismo diría tal, porque también era consciente de que el cuerpo lo determina y lo encadena a ser “aquí y ahora”; otra cosa es que creyese en la inmortalidad del alma, en una existencia extraterrenal y extracorpórea, igual que antes que él creyeron los órficos y aún hoy otros creyentes así lo asumen. Pero la creencia entra dentro del deseo y de la mística. Por otra parte, es obvio que no es lo mismo hacer filosofía en la Atenas clásica que en la Europa del pasional Jean-Jacques Rousseau, en los Estados Unidos del más tranquilo John Dewey, en la Francia de los existencialistas Camus y Sartre ni en el futuro de filósofos y de países todavía inexistentes; ni hablar de las distintas formas de gobierno, de la existencia de Dios, del conocimiento, de la ética, de la moral, del alma, de la inmortalidad, de la virtud, de la justicia, de la libertad o de la condición humana sin que antes lo hubieran hecho otros. Se llaman pasos. Se llama evolución e involución, influencias y descartes con minúscula, se llama como vosotros queráis y según quien lo valore se pueden dar ambos casos al mismo tiempo. También es indudable que la Filosofía occidental nace en las ciudades estado griegas, dicen que con Tales de Mileto, que los pitagóricos y los atomistas fueron pioneros, que el VI a. C. fue el siglo de las luces de la Antigüedad —nacen en Grecia las matemáticas, la filosofía y las ciencias—; y posteriores como Sócrates, Platón o Aristóteles, el último de los clásicos, fueron las estrellas mediáticas previo el helenismo. Hoy, con mayor asiduidad que los Heráclito, Parménides, Empédocles o Anaxágoras, los tres cerebros arriba señalados son los nombres que acuden a la mente de la mayoría cuando se nos pregunta por los filósofos de entonces. La mayoría de aquellos viejos rockeros tienen en común que no cantaban rock, pero componían a su gusto y crearon sus sistemas a partir de las conclusiones que daban por hecho y no de pasos que llevaban a las conclusiones. Su música les gustaba, se escuchaban y les escuchaban. Algunos iban con ella a otra parte, otros se rechazaban y los había que se apoyaban en lo dicho por otros distintos. Se imitaban, se contradecían, cantaban a coro, se celaban e incluso podían llegar a copiarse con ligeras variaciones conceptuales, pero lo bueno no es si estaban o no en lo cierto, sino que invitaban a pensar y se ponían a pensar: le dedicaban tiempo a cuestionar su mundo interior y exterior y a encontrar respuestas.

Por ejemplo, ya en la Edad Media, con Aristóteles recuperado de su silencio alto medieval en occidente —en el Imperio Bizantino mantuvo su fama—, las vías tomistas para demostrar la existencia de Dios nacen de una conclusión ya tomada por el aristotélico Tomás de Aquino antes de plantearlas y “demostrar” su fin. Esto le condiciona, el muy santo busca con las palabras el poder demostrar lo que él da por hecho y su época también. En realidad, nada demuestra. Ni a favor ni en contra, pues lo expuesto sigue siendo creencia. Otros lo intentaron a su manera, cayendo en el mismo error: que no demostraban más que su deseo de la existencia de alguien supremo. Pero volviendo a Sócrates, este no dejó nada escrito, quizá, al solo saber nada, no supiese escribir. Pero conocemos su leyenda gracias a sus discípulos Jenofonte y Platón, de cuyo verdadero nombre nadie quiere acordarse, le pasa como aquel lugar de La Mancha donde vivía uno de los idealistas enajenados más caballerosos de todos los sueños literarios habidos y por haber. En Platón, cuya originalidad ya la apunta el ser un pionero en el “seudónimo para la Historia” —muchos siglos antes que Stendhal, Georges Sands, Fernán Caballero o Mark Twain—, hay muchos rostros que forman el filósofo que escapa de la realidad para buscar la propia y darse respuestas que lo contenten. Para ello, descarta los sentidos e idea el sistema filosófico de un idealista, iluso y autoritario, poeta, soñador y místico que en “La República” posiciona a la sabiduría y a los sabios por encima del resto de los mortales. Pero ¿quién elige a los sabios o quién determina su sabiduría? Más aún, ¿cómo saber si es válido el saber del que presumen, sobre todo cuando ironizan un “solo sé que no se nada” para echarte en cara lo mucho que saben? Cualquier teoría de Platón se basa en su infalibilidad como pensador, en su moral, en la búsqueda de su verdad y en su misticismo (obviamente era un pensador que creía en una vida allende la terrenal), y para ello se justifica en diálogos que ya tienen solución y respuestas antes de producirse. Es un conocimiento alterado y adulterado al gusto platónico. No se puede rebatir, por lo tanto, no hay diálogo. Hay una exposición de las ideas que él considera correctas y, para fortalecer su verdad, acude a su Sócrates, su escudo y su lanza, quizá un Sócrates distinto o igual al que fue su maestro. En “Fedón”, el sabio de la cicuta dialoga con Cebes sobre la inmortalidad del alma que, según Platón, existe antes (preexistencia) y después del cuerpo (un después que será diferente para el virtuoso y el malvado).

<<Respóndeme, pues, continuó Sócrates: ¿qué es lo que hace que el cuerpo esté viviente?

El alma.

¿Es siempre así?

¿Cómo podría no serlo?, dijo Cebes.

¿Lleva el alma, pues, consigo, la vida a todas partes donde penetra?

Seguramente.

¿Existe algo contrario a la vida o no hay nada?

Sí; hay algo.

¿Qué?

La muerte.

El alma no admitirá, pues, nada que sea contrario a lo que ella siempre lleva consigo; esto se deduce necesariamente de nuestros principios.

La consecuencia no puede ser más segura, dijo Cebes.

¿Y cómo llamamos a lo que jamás admite la idea de lo par?

Lo impar.

¿Cómo llamamos a lo que jamás admite la justicia y el orden?

La injusticia y el desorden.

Sea. Y a lo que jamás admite la idea de la muerte, ¿cómo lo llamamos?

Lo inmortal.

¿El alma admite la muerte?

No.

¿El alma es, pues, inmortal?

Inmortal.

¿Diremos que esto está demostrado o encontráis que todavía le falta algo a la demostración?

Está suficientemente demostrado, Sócrates.>>

Condicionado por los avances científicos y por otras distancias, mis respuestas y mi conclusión no habrían sido las de Cebes —me parece una demostración insuficiente—, pero eso forma parte de otro diálogo, más íntimo y quizá igual de tendencioso. A pesar de lo dicho, no cabe la menor duda de la importancia vital de Platón en la Filosofía, en la Historia y en el devenir de la Humanidad; su importancia es máxima, pero, al igual que el resto de los filósofos indispensables de la Historia, su filosofía es un paso más en la búsqueda del conocimiento de nosotros mismos y del orden que de algún modo nos afecta. Platón fue grande, y ancha su espalda, se tomaba su tiempo y se daba respuestas. Hoy, aun siendo la misma realidad física, el tiempo parece acelerarse, lo que conlleva el riesgo de que las preguntas se nos escapen antes de poder hacerlas.