martes, 31 de agosto de 2021

El dilema (1999)


Publicado en Vanity Fair en mayo de 1996, el artículo de Marie Brenner The Man Who Knew Too Much se centraba en Jeffrey Wingand, el hombre que sabía demasiado sobre las tabacaleras. Aquellas páginas y el químico, ex-directivo de una empresa tabacalera, inspiraron El dilema (The Insider, 1999), uno de los mejores films de Michael Mann. Pero mucho antes de que la periodista escribiese su artículo, ya no era noticia que el tabaco fuese perjudicial para la salud humana. Los fumadores lo sabían, los gobiernos, el sistema sanitario y las tabacaleras, también. Ese no era el tema y “fumar puede perjudicar seriamente la salud” no era noticia, ni vendía titulares, ni atemorizaba a los asiduos de los estancos para que dejasen de consumir, ni apenas amenazaba al imperio de las grandes tabacaleras, cuyos magnates reinaban desde su Olimpo el consumo de nicotina, tabaco y demás sustancias que adquirían la forma cilíndrica de un negocio redondo y multimillonario. El tema apuntado en el reportaje era otro; trataba de perjurio y engaño, trataba de un hombre corriente y de gigantes empresariales que quizá no hubiesen visto Todos los hombres del presidente (All the President Man, Alan J. Pakula, 1973) o El síndrome de China (The China Syndrome, James Bridges, 1979). La primera de las citadas se basaba en la investigación real llevada a cabo por dos periodistas del Washington Post y, a lo largo de la película, Pakula dejaba claro que, aunque resultaba complicado e incluso peligroso, no siempre el grande se come al chico. A veces salta la sorpresa y el débil desenmascara al poderoso que ha mantenido ocultas ilegalidades de su Imperio.



Algunas noticias impactan más que otras, aunque la mayoría caen en el olvido poco tiempo después de cumplir su misión de desvelar situaciones como la expuesta en
El dilema, una noticia que destapa el fraude empresarial de las grandes empresas tabacaleras. Lowell Bergman (Al Pacino) es el productor del programa televisivo 60 minutos y un periodista todoterreno, comprometido con sus fuentes y con su labor informativa. Huele la noticia, sabe que Wingand (Russell Crowe) desea hablar y desvelar verdades ocultas, pero, para romper su silencio, el informador debe superar el miedo a las amenazas y el ahogo legal e ilegal al que se ve sometido. De ese modo, mediante la presión, las pruebas y los testimonios se acallan, nadie se responsabiliza sobre el peligro del tabaco y los productos químicos con los que se mezcla y, como cantaba alguien, la vida sigue igual: sale al mercado, se consume y la minoría más poderosa continúa llenado sus arcas. Con este film, el director de Hunter (Manhunter, 1986) confirmaba que era uno de los cineastas de Hollywood que mejor sabía combinar el espectáculo con la intimidad de sus personajes, atrapados entre el drama familiar —la pérdida de empleo y de bienestar de la familia Wingand— judicial, periodístico —la investigación llevada a cabo por Bergman y su conflicto con los directivos de la CBS— y el thriller que no rehuye la polémica y la mala praxis de los gigantes empresariales. Más que la lucha de dos hombres, Mann narra la experiencia sufrida por ellos cuando chocan contra los intereses en la sombras. El cineasta se vale del montaje y del elenco para crear y transmitir sensaciones e ideas, lo hace cinematográficamente, sin abusar de diálogos superficiales y eliminando cualquier rastro de “teatralidad” en los personajes. En manos de otro director, la historia de El dilema podría haber derivado en un drama insulso, quizá destinado al consumo televisivo, pero, afortunadamente, la exposición de Mann atrapa desde el prólogo, cuando Lowell, encapuchado, es conducido ante la presencia de un líder integrista a quien propone una entrevista, pero su mayor reto lo encontrará a su regreso a Estados Unidos, donde se produce su encuentro con Wingand.



Las gigantes ejercen presión y violencia psicológica. Atan a Wingand con una cláusula de confidencialidad y, aún así, le atacan con amenazas de muerte, de cárcel, económicas…
Mann muestra la insignificancia del individuo frente un sistema dominado por el poderoso, expone la pequeñez del hombre corriente frente a la amenazante maquinaria industrial y económica que le recuerda su tamaño y su lugar. Como sucede en El dilema o en Dark Waters (Todd Haynes, 2019), por citar un film más cercano en el tiempo, quizá el anónimo venza alguna vez, ¿pero quien podría decir el número de veces que ha perdido? Jeffrey siente como destrozan su vida: le desacreditan, hurgan en su privacidad, exageran, alteran o inventan instantes de su pasado, su familia se desmorona, se queda solo, incluso siente que Bergman le deja en la estacada, aunque el periodista lo haga porque también se ha quedado solo en su cruzada por desvelar la verdad. No obstante, Lowell Bergman se niega a claudicar ante las exigencias de la cadena televisiva que le paga, se niega porque no puede ser cómplice de la falta de ética profesional de la emisora cuando los directivos deciden realizar una versión alternativa del programa. Su enfado no es solo una cuestión de ego, tampoco se trata exclusivamente de que ha dado su palabra al químico, sino que descubre un aspecto de su entorno que hasta entonces ignoraba: el mercantil, el de los intereses que ponen en peligro su compromiso con la verdad y con sus fuentes. <<La prensa es libre solo para sus dueños>>, dice en respuesta a unas palabras de Wallace (Christopher Plummer), la estrella mediática con quien ha trabajado los últimos catorce años y quien en un primer instante, más adelante cambiará de parecer, escoge la vía fácil, la que le permite no arriesgar su lugar en la cima. Este nuevo conflicto surge paralelo al primero y reafirma la crítica que señala esos intereses económicos que parecen erigirse en principio y fin de un país de contradicciones, capaz de lo mejor y de lo peor, un lugar de héroes de papel y celuloide y de individuos que, como Jeff y Lowell, deciden dar el salto al vacío.



lunes, 30 de agosto de 2021

18 comidas (2010)


El obstáculo a superar, uno de ellos, en un film coral reside en alcanzar cierto equilibrio entre las diferentes historias y personajes, esto quiere decir que las unas y los otros funcionen como parte y en el todo. Una referencia recurrente de ese tipo de equilibrio sería Vidas cruzadas (Short Cuts, Robert Altman, 1995), pero 18 comidas (2010) no lo logra, o al menos no lo consigue regular a lo largo de la jornada en la que Jorge Coira desarrolla sus momentos culinarios y humanos. Lo hace en diferentes puntos de Santiago de Compostela: <<una pequeña ciudad donde se preparan más de medio millón de comidas diarias>>, informa la voz que introduce el escenario urbano, en desayunos, comidas y cenas, en las tres partes en las que se divide una película que, a su vez, se divide en los diferentes encuentros y desencuentros que dan pie a las historias que al tiempo pretenden cotidianidad y excepcionalidad, historias que dan a medio conocer a personajes que viven dramas ya vistos en la pantalla o en cotidianidades y vidas comunes a cualquier ciudad. De sustituirse el paisaje de piedra compostelano —la mayoría de las escenas se desarrollan en interiores: casas privadas y restaurantes—, los escasos diálogos en gallego y un par de gaitas que suenan hacia el final de 18 comidas, desaparecería el localismo que la ciudad gallega le concede al día y la jornada emotivo-culinaria podría desarrollarse en cualquier espacio habitado por parejas, familias, conocidos, desconocidos y amigos que viven el drama, la improvisación, la risa, la compañía, la amargura, la soledad, la decepción, el amor, la esperanza, el temor, el llanto, el dolor, en definitiva, la vida. En este punto, Coira logra traspasar fronteras y culturas, y que su film sea a la vez local e internacional, como corrobora, o pretende hacerlo, el constante insistir en sentimientos y emociones “universales” y el protagonismo de personajes de diversas edades y condición, e incluso de distintas procedencias, como el emigrante macedonio (Milan Tocinovski) que, para llenar su triste estómago, roba una ristra de chorizos en un local de la Plaza de Abastos y huye por la “zona vieja” hasta que choca con Edu (Luis Tosar), otro trotamundos sin fortuna en el amor.


No obstante, los “platos emotivos” servidos a lo largo de la película dejan un sabor agridulce. Hay algo que sabe y algo que no sabe auténtico, algo a veces insípido, otras dulzón, algo que no funciona sin que se fuerce, pues todo parece suceder ese día escogido así, como al azar, durante el cual, aunque se improvisen escenas, poco parece casual y natural, sencillamente se tiene la impresión de que se introducen los encuentros para dar forma a las vivencias que se suceden en la pantalla. Tuto (
Federico Pérez Rey) y Fran (Víctor Fábregas), la pareja de borrachos que desayuna en un bar de la plaza de Mazarelos antes de irrumpir en casa de Vladimir (Pedro Alonso), el actor que prepara su cita con una mujer que no aparece; Juan (Juan Carlos Vellido), que llega a Santiago en avión para pasar unas horas con su hermano (Víctor Clavijo) y descubrirá que este mantiene una relación de pareja con Sergio (Sergio Peris-Mencheta); los abuelos (José María Pérez y María del Carmen Pereira Pena) que no pronuncian palabra durante sus tres comidas diarias; la llamada de Sol (Esperanza Pedreño), casada con un marido que siente ausente, madre de un niño de seis años y enferma de soledad matrimonial, a Edu, el músico callejero que toca su guitarra en la Rúa do Vilar y en la Plaza da Quintana; el infarto de José (Xosé Manuel Olveira “Pico”) durante la prueba de voz a Rosana (Nuncy Valcárcel)... fluyen y al tiempo no lo hacen, convencen a medias, apuntan al corazón, pero se queda en la dermis, quizá porque comprendemos que aparte de humanos, más que nada, los hombres y mujeres que asoman y desfilan ante nosotros son personajes creados para esos instantes cinematográficos y para esas comidas en las que se dividen las vidas dentro (y fuera) de la pantalla.



viernes, 27 de agosto de 2021

A viaxe dos Chévere (2014)


Recuerdo una canción infantil en la que alguien cantaba Veo, veo y varias voces le preguntaban <<¿qué ves?>> Ahora, asumo ser la voz subjetiva que canta veo veo y mi mente, inquisitorial, hace los coros para que el sujeto cuestionado responda qué ves. Veo A viaxe dos Chévere (2014), veo emociones, sueños, decepciones, lucha y nuevas ilusiones, veo un documento sobre la ciudad donde nací, pero sobre todo veo el ayer soñador e iluso de una juventud que avanzaba hacia la conquista de ese sueño que es el camino en sí. Veo el camino que se crea con cada paso dado, veo a las personas que lo viven y las escucho apuntar aspectos de sus vidas relacionados con la historia de la ciudad que les abrió y cerró sus puertas, aunque el cierre fue consecuencia del recorte de subvenciones y de la “persecución” política aludida al inicio y al final del film. Veo el Santiago de Compostela de mi juventud, veo su esplendor universitario, su movida que atraía a jóvenes de toda Galicia y su oferta cultural, rica y variada, una oferta que en parte correspondía a ese espacio, ya mítico, llamado Sala Nasa, un lugar ubicado en el barrio santiagués de San Lourezo. Veo el viaje que el cineasta compostelano Alfonso Zarauza realiza en compañía de Miguel de Lira, Patricia de Lorenzo, Manuel Cortés e Xesús Ron, veo la historia de la sala y del devenir del grupo teatral que la hizo posible. Veo el viaje de Chévere, su historia y la de su exilio, pero también veo la de la ciudad en la que crearon un espectáculo que abría sus puertas a actores, actrices, aspirantes y espectadores que pasaron por allí entre 1992 y 2011, año durante el cual el gobierno local dejó de subvencionarla. De ese modo, Santiago perdía uno de sus referentes culturales y los miembros del grupo se vieron empujados a la carretera, a reinventarse sin renegar de sus señas de identidad. A lo largo de los minutos, las imágenes y las voces recuerdan con nostalgia y orgullo, pero sin pesar, ¿o lo hacen con el pesar del destierro, con el orgullo de no traicionarse y sin nostalgia, pues el show continúa? Cuentan que allí crearon Ultranoite, <<un cabaré de fin de siglo XX, un cabaré que se puede definir como estrictamente gallego>>, un espectáculo vivo en el que tuvieron su oportunidad un nutrido grupo de actores y actrices que subían al escenario con aspiraciones artísticas y con la ilusión de ilusionar a un público cómplice, que acudía con ganas de disfrutar de las veladas teatrales que hicieron de la sala un punto de encuentro diferente.


El grupo recuerda que la Nasa rebosaba vitalidad y, más que vanguardia, riesgo, pues se arriesgaba a un teatro distinto y a otros eventos que pudiesen aportar a la evolución de ese espacio escénico premiado en 2012, en los premios de la AAAG (Asociación de Actores e Actrices de Galicia), por ser <<alternativo, independiente, de referencia en Galicia y en el estado español. Por convertirse en una sala de exhibición imprescindible en la vida teatral y cultural de Santiago y provocar una generación de profesionales de la escena que se criaron y crecieron con la sala convirtiéndose en una auténtica escuela de calle>>. Cuando la sala inició su particular recorrido escénico, la movida compostelana vivía su apogeo, los estudiantes transitábamos locales ya inexistentes, acudíamos a las fiestas en facultades como la de Farmacia, bailábamos en Clangor y en Salón o abarrotáramos la calle Nueva y sus galerías, entre otros lugares, las noches de los jueves y demás festivas. Turistas y peregrinos visitaban la ciudad en los meses de verano, en aumento que supondría el Xacobeo 93, quizá el principio del fin para aquel Santiago alegre, vital, joven, a pesar de ser milenario, con personalidad propia, hospitalario, abierto a cualquiera que quisiera visitarlo o quedarse. A viaxe dos Chévere es al tiempo memoria, lugares, personas y personajes, sueños, pero también el despertar al fin de una época y al comienzo de un viaje hacia alguna parte donde continuar lo iniciado. El documental propuesto por el grupo teatral Chévere, galardonado con el Premio Nacional de Teatro en 2014, y por Zarauza tampoco es un simple documento para quienes desconozcan la ciudad y lo que la sala Nasa significó como espacio alternativo y, más que independiente, al margen, puesto que dependía de subvenciones públicas, lo que implicaba simpatías, antipatías y una dependencia económica de la administración de turno. Por ejemplo, en varios momentos de la película se aluden las antipatías que la formación despertó en el popular y, posteriormente, famoso Gerardo Conde Roa, quien, en 2008, con motivo del anuncio de un acto-homenaje convocado por la plataforma <<Que voltem a casa>> en la sala Nasa —en el que iban a participar dos independentistas gallegos condenados por la colocación en 2005 de un artefacto explosivo en un cajero de una oficina compostelana de Caixa Galicia—, exigió al gobierno local que retirase la subvención, de unos sesenta mil euros anuales. El film arranca insertando en la pantalla declaraciones contra la formación teatral por parte de Conde Roa, quien en 2011 asumió la ansiada alcaldía y, apenas un año después, se vio obligado a dimitir del cargo, debido a la imputación de delito fiscal del que sería declarado culpable en 2013.


Veo veo, me repito. ¿Qué ves?, replico. Veo intereses enfrentados, veo 
que primero fue la cultura, después la propaganda; veo que la cultura nació elitista, accesible a una minoría, luego se popularizó y, a raíz de su popularidad, hubo quien quiso hacer de ella una herramienta política, es decir, a lo largo de los siglos hubo políticos y artistas que quisieron (y consiguieron) hacer de la cultura un medio con el que propagar su ideología, a menudo a costa de aquellas otras que no encajaban en sus credos. En definitiva, guste o disguste, veo que la Cultura no es política, aunque los artistas quieran su arte político y los políticos deseen prestigio cultural y guiar la cultura hacia sus fines. Veo que, al igual que la Educación o la Sanidad, la Cultura, que no confundo con el negocio que se disfraza de cultura, ni con la cultura politizada, es un bien común y, por tanto, es de todos y para todos. Evoluciona y se transforma porque la transformamos, nos acoge sin distinción de género, ideas o credo y, como bien común, debemos corresponder su generosidad, fomentándola, disfrutándola, enriqueciéndola, siendo culturalmente abiertos e independientes o, mejor, siendo capaces de respetarla más allá de rivalidades, rencillas, caprichos, ambiciones e intereses personales que en nada la benefician ni nos benefician, pues somos la parte viva de la misma.



miércoles, 25 de agosto de 2021

Tragedia de una prostituta o La tragedia de la calle (1927)


Mediada la década de 1920, Alemania entraba en un periodo de estabilización socioeconómico —el valor del marco se estabilizó en 1923 y la república nacida tras los acuerdos de Versalles sobrevivía a los intentos de echarla abajo–, aunque esto no quiere decir que los problemas desapareciesen de las calles, campos y hogares alemanes. El cine de la República de Weimar nos da testimonio del momento. Expresa silente la evolución del pesimismo de la inmediata posguerra hacia un enfoque más optimista, aunque solo lo era en apariencia, pues la estabilidad sobre la que se sustentaba dicho optimismo estaba construida sobre la fragilidad de la inmadura democracia alemana, que entraría en barrena tras el crack de 1929 —la crisis económica apuró la exigencia estadounidense de la devolución de los préstamos de posguerra y deparó el nuevo periodo de inflación y desempleo que facilitó el ascenso nazi. Pero el cine alemán no solo miraba hacia dentro, ni pretendía cerrarse, buscaba internacionalizarse y lo consiguió, más allá del breve instante expresionista de posguerra. El cine alemán vivió el que posiblemente sea su mayor esplendor creativo en ese periodo que abarca desde 1919 hasta 1933. Durante estos años, sus cineastas, sus técnicos y sus estrellas adquirieron tal prestigio que los grandes magnates de Hollywood sacaron sus chequeras y sus promesas para tentar a los de mayor renombre. Algunos probaron fortuna al otro lado del Atlántico: Ernst Lubitsch, Murnau, Paul Leni, Pola Neri, Conrad Veidt o Emil Jennings tuvieron su aventura americana antes del gran éxodo de los años treinta, pero este no fue el caso de Bruno Rahn, cuya carrera se vio truncada por su prematura muerte en 1927; o de la actriz danesa Asta Nielsen, sin duda, una de las más grandes estrellas del cine alemán silente. Ella fue Lulu en La caja de Pandora (Die Büchse der Pandora, Arzén von Cserépy, 1921), Maria en Bajo la máscara del placer (Die Fraudlose Gosse, G. W. Pabst, 1925) o la ingenua Auguste, la prostituta que al inicio del film más reconocido de RahnTragedia de una prostituta o La tragedia de la calle (Dinentragödie, 1927), se tiñe las canas con la intención de cubrirlas, aunque posiblemente su gesto también conlleve el anhelo y la vana esperanza de retardar el inevitable deterioro de la juventud, siempre condenada a marchitarse. Esa es su tragedia, y la de la práctica totalidad de los seres vivos, que desea lo imposible, pues el tinte no podrá devolverle la juventud que contempla en Clarisse (Hilde Jennings), su compañera de habitación, o en Felix (Werner Pittschau), el estudiante a quien, en una de sus rondas callejeras, recoge de la calle después de que aquel haya discutido con sus padres y abandonado la comodidad de un hogar burgués que dista un mundo y medio del espacio marginal donde se desarrollará la tragedia callejera.


La juventud y la ingenuidad que Auguste descubre en Felix, le enternecen; más que eso, le deslumbran, la enamoran, le invitan a soñar con otro tipo de vida, compartida con ese huésped que simboliza y representa un mundo que ella asume y supone más digno que el suyo, un lugar de placer, fiestas, hombres y proposiciones callejeras. La calle es su hábitat, es el escenario de dramas, un lugar que igual simboliza el descontento urbano y social como asoma carnal, llena de vida y de pasos que van y vienen en una ronda nocturna entre la realidad y el sueño. Auguste sueña su nuevo porvenir, uno que supone feliz y aceptable socialmente hablando. No obstante, solo es su deseo, el que le lleva a echar de casa a Anton (
Oskar Homolka), su “protector”, valga el eufemismo, y antiguo amante, y a pedirle a Clarisse que no le arrebate al estudiante. Sueña que Felix podrá enamorarse de ella y que ambos vivirán felices en comunión y armonía en la pastelería que pretende comprar con sus ahorros, y que compra en la escena que Rahn monta en paralelo al instante que Felix, animado por Anton, se prenda de Clarisse, mucho más joven que la mujer que le cobija, y la acosa con promesas de amor eterno. Más que cine urbano y social, La tragedia de la calle no busca realismo, sino que indaga en la psicología de Auguste y Anton, que se aferran a sus respectivos objetivos —el de ella ya se ha dicho; el del hombre pasa por recuperar su estatus y a la mujer que le echa a la calle en cuando asume que Felix será suyo. Su intereses chocan y detonan el trágico desenlace hacia el cual avanza la película, aunque la verdadera tragedia la gesta la propia Auguste, al querer escapar tanto del tiempo como de la calle que la atrapa sin posibilidad de escape.



jueves, 19 de agosto de 2021

Un burgués pequeño, muy pequeño (1977)


<<No querría que esto pudiese parecer una excesiva crítica a Sordi: en el fondo probablemente sin darse cuenta, el tipo que él forma tan inteligente y vívida ha creado se necesitaba como modelo, era necesario por la sociedad que vive en absoluta falta de sentido crítico. Para convertirse en un verdadero gran cómico, "universal" (como se diría) le hace falta un poco de sentido crítico; un poco de maldad intelectual, ¡tras tanta maldad visceral! Cabría la posibilidad, en efecto, de intercalar en su personaje algo que le falta: un poco de piedad, es decir, de conocimiento autopersonal y del mundo, aunque fuese de un mundo irracional y sentimental. Debería ser menos elíptico, menos amistoso; nosotros, que nos encontramos en medio, lo comprendemos rápidamente, los extranjeros (es decir, el espectador en el sentido absoluto) no. Él debe volver explícita aquella extrema sombra de piedad que permanece, sin embargo, en su infantilismo y que puede conmover a pesar de la monstruosidad de la que es capaz. Y afirmo que todo esto es posible porque por dos veces Sordi lo ha logrado: una vez gracias a los diálogos, la otra gracias al director. Pretendo referirme a una pequeña parte pero inolvidable, una especie de "solo" que Sordi ha interpretado en el medico e lo stregone, y sobre todo en la Grande Guerra. En estos dos casos, finalmente, Sordi vive de dos elementos operantes entre sí: el Sordi bebé antropófago, malvado, amoral y el Sordi pobrecito, muerto de hambre, sostenido a pesar suyo por una fuerza moral, por una piedad que siente y que inspira. Si en Sordi entrase definitivamente esta contradicción, si él comprendiese que no se puede reír si en el fondo de la risa no hay bondad —aunque ejercitada y reprimida en un mundo enemigo— su comicidad acabaría por ser uno de los tristes fenómenos de la sucia Italia de estos años, y podría, en sus modestos límites, contribuir, al menos, a una lucha de matiz reformador y moral.>>1



Los films referidos por Pasolini, El médico y el curandero (El medico e lo stregone, 1957) y La Gran Guerra (La grande guerra, 1959), fueron dirigidos por Mario Monicelli, un cineasta que supo unir los dos Sordi aludidos por el autor de Edipo (1967), porque, como comentó el propio Monicelli, <<con actores como Sordi podía hacerse bien cualquier cosa>>. También recordaba que Sordi <<siempre incorporó personajes ambiguos, mezquinos>> y que <<asumió en sus interpretaciones los modos de personajes italianos que existían, personajes viles, que se aprovechan de los demás o que son serviles con el patrón>>.2 Pasolini y Monicelli coincidían en que los personajes de Alberto Sordi no eran aceptados por el público internacional. No caían en gracia, porque carecían de heroicidad y de amabilidad; menos aún pintaban el mundo de color de rosa. Eran tipos pequeños, condenados a vivir su pequeñez en la mediocridad, que, sin atributos y cualidades positivas, no despertaban simpatías fuera de Italia, aunque no les faltaba humanidad ni universalidad. La suya, su humanidad universal, refleja el reverso oscuro y menos atractivo del individuo medio, “individuo” porque, aparte de sus peculiaridades, sus personajes no solo representan al italiano medio, como podría aparentar a simple vista, debido a su ubicación y a sus costumbres, sino que representa al anónimo que podría encontrarse en otros países que no fuesen Italia, por ejemplo España. El actor romano hacía convincentes sus don nadie, más que miedosos, cobardes, más que ambiciosos, serviles y mezquinos, hombres como Giovanni Vivaldi, el protagonista de Un burgués pequeño, muy pequeño (Un borghese piccolo piccolo, 1977), al que Sordi dotó de mezquindad y egoísmo, pero también de esperanza, amor, aflicción, pérdida, ira, venganza. Sin duda, su Giovanni desprende tal cantidad de humanidad que logra que sintamos compasión por su situación. Lo hace sin apelar a nuestra simpatía, lo hace sin pretender caer bien, lo hace desde la caricatura que observamos al inicio de esta brillante comedia negra, muy negra, de Monicelli, en la que el actor da vida a un funcionario cuya máxima fortuna la encuentra en Mario (Vincenzo Crocitti), su único hijo, a quien quiere enchufar en el Ministerio donde él trabaja desde 1945 —acude a su jefe (Romolo Valli) para que interceda y este le dice que las nuevas leyes lo impiden, aunque, a cambio de que ingrese en su logia masónica, le entrega las preguntas del examen.



Giovanni es cualquiera, no solo él, es quien posee pequeñas aspiraciones, de dinero, bienestar, apariencia; su estampa es la del egoísmo y el patetismo de clase media que representa. Giovanni podría ser cualquier yo que se proteja del mundo hostil creando su engaño de ser grande, quizá para ocultar su pequeñez y fragilidad en un entorno habitado por pequeños depredadores como él. Su sueño es pequeño, es el de un burgués pequeño, un sueño que apenas excede el colocar a su hijo, a quien venera y en quien quiere ver perfección, hermosura y grandeza. Es el amor de padre, como también Amalia (Shelley Winters) desvela su amor materno hacia el niño nacido de sus entrañas; vida de su vida, vida que le arrebatan. Monicelli expone todo ese amor desde la caricatura que apunta un film satírico que también se adentra en la caricatura del funcionario, de la masonería y de la mediocridad del hijo que, aparentemente, ocupará en la sociedad el puesto del padre, padre en término general, aunque no en el caso de Giovanni, quien, ya en sus peores momentos —en la escena en la que, a falta de suelo, se apilan ataúdes y muertos en una sala del cementerio—, pensará que <<era más fácil encontrar un puesto en el Ministerio que en el camposanto>>. Sin embargo, el tono de Un burgués pequeño, muy pequeño cambia sin previo aviso. El instante nos coge desprevenidos y nos sumerge en un nuevo espacio, más íntimo y doloroso, de esta comedia negra, muy negra, donde el rostro de Sordi desvela nuevos sentimientos y emociones, muestra la derrota, el dolor, la soledad, la impotencia de saberse pequeño en un espacio sin piedad por el que se ha arrastrado en compañía de sus pequeñas aspiraciones burguesas.




1.Pier Paolo Pasolini. La comicidad de Sordi, los extranjeros no se ríen (extracto). Publicado en Il Reporter, 19 de enero de 1960.

2.Mario Monicelli en Mario Monicelli. Festival de San Sebastián y Filmoteca Española, 2008.

miércoles, 18 de agosto de 2021

Coal Face (1935)


<<Las imágenes de mis películas cobraban forma a partir de fuerzas muy disgregadas, como si se tratase de las piezas de un puzzle sin contornos. En ellas se mezclaban emociones, movimientos, sonidos, presencias, la sensación de que el tiempo fílmico y el tiempo real eran el mismo… Todos esos elementos, claro, provocaban un efecto profundo en la percepción que cualquier espectador pudiese tener de las imágenes. Eso no impedía que, a pesar del impacto emocional que imprimían, también fuesen capaces de producir una absoluta desorientación. Sabemos que ante cada una de las imágenes necesitamos una emoción concreta, pero no sabemos por qué. A veces, más que una película, lo que se ve en la pantalla parece un sueño. Y más que sentirnos espectadores, nosotros mismos nos sentimos como si fuésemos unos sonámbulos.>>1

Alberto Cavalcanti


Procedente de Francia, donde había colaborado en películas de Marcel L'Herbier y Louis Delluc, entre otros prestigiosos cineastas, y dirigido una veintena de films, el brasileño Alberto Cavalcanti llegó a Inglaterra en 1934 y se encontró con el movimiento documentalista impulsado por John Grierson. El artífice de Drifters (1929), el documental seminal del documentalismo británico, convenció a Cavalcanti para que formase parte de la General Post Office Film Unit. De aquel encuentro, entre Grierson y el realizador sudamericano, surgió un entendimiento instantáneo. <<Era un cabezota pero tenía el cerebro muy bien amueblado. Dirigía a la gente casi tan bien como dirigía a los operadores las pocas veces que quiso hacer películas. Nos entendimos enseguida. Dijo: “¡Haz lo que quieras!”, y lo hice. A mí no me trató como a un alumno. Era perceptivo. Te echaba un vistazo y ya sabía para qué servías. Yo no le causé problemas. Únicamente le quise hacer entender que su trabajo y el trabajo de los demás documentalistas podía evolucionar, encontrar nuevas vías>>2 y una de esas nuevas vías fue Coal Face (1935), un cortometraje sobre la industria del carbón, pero documental a priori, puesto que, mientras contemplamos sus imágenes y escuchamos sus sonidos y el fondo musical, el realizador se vale de la realidad sensible para acercase a un espacio de vacíos, sombras, poesía e intereses más allá del mero reportaje sobre la industria británica del carbón. Documental, sí, como ya he dicho, pero el audiovisual empleado es el resultado de una intención experimental con la que Cavalcanti expone (y denuncia) las duras condiciones de trabajo soportadas por los mineros. El brasileño juega con los recursos a su alcance: la maquinaria y los espacios que, en ausencia humana, adquieren tono fantasmal. De igual modo, lo hace con la presencia humana que deshumaniza durante la marcha de los “cara carbón” por el túnel donde Coal Face parece hermanarse con Metrópolis (Fritz Lang, 1927), pues los mineros desfilan en un orden que les esclaviza, un orden en el que solo importa el trabajo: la extracción del mineral. Una voz en off explica que el carbón es la industria básica del Reino Unido. Asimismo comenta que las minas del país dan empleo a setecientos cincuenta mil hombres. La voz continua comentando, pero las imágenes y los sonidos hablan por sí mismos, y su conversación nada tiene que ver con el neutro didactismo del narrador. Cavalcanti crea un espacio poético, experimenta y logra escapar de la realidad para acceder a otra más allá de la sensible en la que se observa la extracción del mineral, su transporte y otros aspectos materiales de su industria.


1,2.Alberto Cavalcanti en Nothing but the Truth. Farrar & Streisand, Londres, 1986 (reproducido por Israel Paredes Badía e Hilario J. Rodríguez en Encuentros con lo realCine documental británico 1929-1950. Festival de Cine de Huesca y Calamar Ediciones, 2008)

martes, 17 de agosto de 2021

Jubal (1956)


El primer western filmado por Delmer Daves, Flecha rota (Broken Arrow, 1950), aventuraba que no le interesaba el género para transitar zonas comunes, sino que pretendía adentrarse por terrenos inexplorados o poco explorados que le permitiesen ahondar en la psicología de personajes atrapados en el instante que viven, condicionados por un pasado oscuro, doloroso y excluyente, como los de La ley del talión (The Last Wagon, 1956), El tren de las tres y diez (3:10 to Yuma, 1957) o El árbol del ahorcado (The Hanging Tree, 1958). También en Jubal (1956) hay negrura, dolor y exclusión. Su protagonista vive en un doble conflicto: el personal, que mantiene consigo mismo, y el social, frente a una sociedad en la que no encuentra su lugar. En realidad, son las dos partes del conflicto que le ha perseguido desde niño, cuando descubrió el rechazo de su madre y fue testigo de la muerte paterna. La pérdida, la exclusión, la ausencia, la búsqueda, han marcado sus pasos desde entonces, pero en el presente asoman con nuevos rostros y en un espacio diferente a los previos por donde habría deambulado antes del inicio del film. Simbólicamente, en ese instante inicial, una fuerza invisible o destino arroja a Jubal (Glenn Ford) al camino, lo empuja en busca de su lugar en el mundo, del hogar que se le niega y se ha negado desde niño. Esta realidad la confiesa en un momento de intimidad que comparte con Noemi (Felicia Farr), una mujer atrapada en la tradición que escoge por ella. Pero el personaje femenino clave, quizá el más interesante y complejo de todos los personajes, es Mae (Valerie French), cuya tragedia fue casarse con Shep (Ernest Borgnine), en quien vio una salida y encontró la condena de soledad e insatisfacción de la que pretende escapar a raíz de la aparición del vagabundo protagonista. Antes de ser recogido por Shep, Jubal era un errante, un hombre que huye de su mala suerte y de los problemas que le han impedido asentarse en cualquier lugar del que más temprano que tarde habría huido; de ahí la gratitud y lealtad que el trotamundos hacia el ranchero que le ofrece trabajo y amistad.



La historia que Delmer Daves expone sencilla habla de sentimientos y conflictos, de la amistad de Shep, bonachón, ingenuo, vulgar e ignorante, y Jubal, de la rivalidad entre este y Pinky (Rod Steiger), del deseo que el errante despierta en Mae y esta en él. Mae no es ninguna mujer fatal, a pesar de la fatalidad hacia la que avanza este westerns de emociones contenidas y desatadas, es una mujer que desea al forastero. Se encapricha de él de un modo diferente a como antes lo hizo de Pinky, pues ve en Jubal al ideal de hombre, aquel a quien podría amar y quien que podría liberarla, pues encuentra en Jubal el modelo opuesto a Shep y a Pinky, su antiguo amante, de vulgaridad similar a la del marido y obsesionado con poseerla —para él, se trata de su objeto de deseo. La intención de infidelidad en Mae es su esperanza de escapar de un matrimonio con un hombre que aborrece por sus modales, por su manera de tratarla, por la soledad que le agudiza y por el desencanto que implica. En este aspecto es como Jubal, y quizá ambos lo saben sin tener que expresarlo en viva voz, pero el forastero rechaza dar el paso por fidelidad a ese mismo hombre, un bonachón, algo ingenuo y de modales toscos, groseros, que le recoge de la nada y le abre las puertas de su hogar. Así nace la deuda y la amistad que marca el film hasta que, empujado por la envidia, el deseo y el odio, Pinky asume rasgos del Yago de Shakespeare cuando, con mentiras e insinuaciones, siembra la semilla de los celos en Shep y deparará la tragedia que precede a la catarsis del (anti)héroe.




viernes, 13 de agosto de 2021

Center Stage (1991)


Su suicidio, el 8 de marzo de 1935, la convirtió en mito —su funeral fue de los más concurridos de la época—, pero la fama no era la finalidad de un acto que Ruan Lingyu llevaría a cabo para poner fin al acoso y a la invasión de privacidad que sufrió por parte de la prensa y del público tras el estreno de Nuevas mujeres (Xin nü xing, Cai Shusheng, 1935), film que Shusheng realizó inspirándose en la vida y suicidio de la actriz y guionista Ai Xia. Pero vista hoy, Nuevas mujeres también parece hablar de la experiencia sufrida por la propia Ruan hacia el final de su vida, cuando, ya separada legalmente, su exmarido, que había recibido de ella una compensación económica, la demandó por adulterio —la actriz había iniciado una nueva relación—, posiblemente para obtener dinero con el que cubrir sus gastos de juego. La prensa aprovechó ese momento para atacarla y atacar Nuevas mujeres, una película que abierta y desafiante criticaba el sensacionalismo malintencionado —similar al que acabaría empujando a la actriz al suicidio. Cincuenta y seis años después de la muerte de Ruan, Stanley Kwan cuenta esto y más en un recorrido biográfico por imágenes de archivo, entrevistas y ficción que comprende el periodo entre 1929, cuando la actriz firma su contrato con el estudio Lianhua, y 1935.


El director hongkonés no intenta imponer una única perspectiva, sino que deja que su reparto exprese sus impresiones acerca de los personajes que interpretan. La primera que aparece en la pantalla es Maggie Cheung, que responde y opina sobre la mujer a quien, en otra memorable lección de sensibilidad interpretativa, dará vida en la pantalla. Huérfana de padre, Ruan Lingyu se inició en el cine con dieciséis años, en 1926, para ayudar a su familia y cubrir económicamente el despilfarro de su marido. Sus primeros personajes fueron secundarios, como apuntan los fotogramas que abren Center Stage (Ruan Ling-yu, 1991), pero, tres años después, en 1929, firmó su contrato con Lianhua, el estudio donde se convirtió en una de las grandes estrellas del cine chino. Stanley Kwan escoge ese instante, cuando la actriz rueda Reminiscencias de Pekín (Sun Yu, 1930), para iniciar la representación de los momentos biográficos de los que hablan los entrevistados, el elenco y el propio Kwan en los insertos en blanco y negro con los cuales el cineasta marca las distancias entre la recreación que abarca la mayor parte de Center Stage y la realidad en la que ruedan el film. Pero en ambos casos el personaje, su actividad profesional y su intimidad, se erige en el centro de interés de Kwan, que se pregunta, reflexiona y cuestiona al tiempo que recrea la época y la situación de la actriz, mezclando ficción y entrevistas para lograr un espléndido biopic sobre la protagonista de La diosa (Shen Un, Wu Yonggang, 1934).


Kwan pasó más de un año en Shanghái investigando la época, entrevistando y estudiando las biografías de los personajes para hacerse la mejor idea posible del momento a recrear en la pantalla y de las relaciones personales y profesionales que Ruan establece dentro de la industria del cine chino, en un periodo de tensión (Japón invade Manchuria) y de giro político hacia la izquierda. Pero la atención del cineasta de Hong Kong recae en las relaciones íntimas de la actriz con su madre e hija y, sobre todo, en aquellas que establece con tres hombres en relaciones amorosas fallidas —su matrimonio con Chang Ta-min (Lawrence Ng), su convivencia con Tang Chi-shan (Han Chin) y el amor no consumado con Tsai Chu-sheng (Tony Leung Ka Fai), el director de Nuevas mujeres. No obstante, el personaje alcanza su complejidad en sí mismo, en su personalidad, en su necesidad de progresar —pide que le dejen interpretar un papel en Tres mujeres modernas (Sāgè Módēng NüxingBu Wancang, 1932) que le aleja de las heroínas trágicas y románticas que le han encumbrado—, en el deseo de liberarse y ser una mujer moderna, sin miedo, en un entorno que castigará su intención con chismes malintencionados, promovidos por la prensa que clama venganza tras el estreno del film de Cai Shusheng. Todas las relaciones son cadenas, a veces asfixian y en ocasiones sostienen, pero nunca son neutrales, ni aceptan que cada parte relacionada pueda ser en sí mismo, sino como el conjunto o el resultado de la relación establecida, y condicionada por aspectos que a menudo son dictados sociales que, sin comprender dónde terminan sus límites, impone la sociedad. Transgredir uno de esos límites implica invadir el ámbito privado y tal invasión lleva a Ruan a ser la víctima de un sistema cuya hipocresía resulta demoledora: la noticia de su “infidelidad” (hábito común y aceptado entre los maridos de la época) acapara portadas y la opinión pública la acosa sin miramiento o Chi-shan se violenta cuando ella le dice que son adúlteros, puesto que él continúa casado con otra.



lunes, 9 de agosto de 2021

El monasterio de Sendomir (1920)


La infidelidad, consumada o sospechada, frecuenta las películas de Victor Sjöström para introducir las ideas de culpa y de redención que se repiten en su obra cinematográfica, estén ambientadas en entornos abiertos o en espacios cerrados como el palacio de El monasterio de Sendomir (Klostret i Sendomir, 1920). En sus producciones, el individuo se encuentra condicionado por la moral cristiana, costumbres y normas no escritas que forman parte del orden social al que pertenecen los personajes. Respecto a esto, apenas hay diferencias entre algunos de sus dramas, así, el conflicto, la culpabilidad y la penitencia (auto)impuesta puede encontrarse tanto en Terge Vigen (1917) como en La carreta fantasma (Körkarlen, 1920). Pero, ¿a qué se debe tal constante en Sjöström, que lleva a sus personajes de la felicidad aparente a la culpabilidad que genera en ellos la necesidad de redención y purificación final? ¿Al puritanismo en el que el cineasta sueco fue educado? ¿Al consecuente rigor de una educación que perpetúa el sentimiento de culpa en los educandos? ¿O simplemente obedece a la necesidad de introducir un conflicto y un desenlace dramático con los que ahondar en las emociones y en los sentimientos de personajes al límite de sí mismos? Fuese el motivo que fuere, la infidelidad provoca la pérdida de identidad del protagonista de Quien recibe el bofetón (He Who Gets Slapped, 1924) y su sospecha precipita la muerte del marido en Vem Dömer (1921). La infidelidad en las películas de Sjöström va pareja a la idea de pérdida y de honor mancillado y, por tanto, provoca el desorden en un orden anteriormente estable o feliz. Este cambio brusco en las vidas, provoca actos y culpabilidades que no podrán borrarse; aunque, en algunos casos, lograrán vivir con ellas, gracias a la redención referida o la penitencia de por vida a la que se ha entregado el monje que narra la historia de El monasterio de Sendomir. La relata a su pesar, para cumplir la hospitalidad que asume para con sus invitados. Su relato de los hechos viaja al pasado que le llevó a ese presente durante el cual sus oyentes, dos viajeros a quienes acogen en el monasterio, ignoran que el hombre de quien les habla es él.



Siguiendo el hilo de las infidelidades expuestas por Sjöström en este y otros films, esta recae en personajes femeninos como la condesa Elsa Starschensky (Tora Teje) de El monasterio de Sendomir o la sufrida esposa de La mujer marcada (The Scarlet Letter, 1927). Aunque existen diferencias entre las dos mujeres y en sus maridos, también hay similitudes en matrimonios que no nacen del amor. Sjöström inicia el drama con dos viajeros que reciben la hospitalidad del monasterio donde preguntan a un hermano quién fundó el lugar, asumen que debió ser un hombre devoto. Las palabras contrarían al religioso, que se enfada, pero, segundos después de haber salido de la habitación, asume que parte de la hospitalidad que se atribuye consiste en contar la historia del conde Starschensky (Tore Svennberg), el fundador del monasterio de Sendomir. El monje dice que el conde era feliz, pero no dice si lo era la mujer, hasta que la sombra de la infidelidad se proyecta sobre una relación que ha dado como fruto una hija que el marido, herido en su idea de honor —que no deja de ser un abstracto variable, dependiente de la interpretación y de la moralidad que lo interpreta—, intenta arrojar por la ventana cuando descubre que Elga mantiene relaciones con su primo Oginsky (Richard Lund), con quien se había prometido antes de que el padre de ella interviniese y rompiese el compromiso —presumiblemente, por la aparición de un mejor pretendiente: el conde cuya felicidad, mientras su monotonía seguía el orden por él deseado, dejó paso al crimen, a la culpa y a la penitencia.


sábado, 7 de agosto de 2021

El último puente (1954)


El cine bélico ambientado en las guerras mundiales y en otros conflictos armados suele conceder el protagonismo absoluto de sus historias a personajes masculinos, pero no se trata de preferencias ni caprichos de los cineastas, sino que obedece a una realidad histórica: la mayoría de los soldados eran hombres. No obstante, existen excepciones: La batalla de Sebastopol (Bitva za Sevastopol, Sergey Mokritsky, 2015) centra su atención en la francotiradora Lyudmila Paulichenko o en un film como El último puente (Die Letzte Brücke, 1954) uno de los personajes principales es una guerrillera balcánica, aunque el protagonismo recae en una joven doctora alemana que, al principio de la película, ejerce de jefa de enfermeras en un hospital de Mostar. Allí atiende a los soldados heridos, y allí se enamora de Martin (Carl Möhner), el sargento con quien pasa los cinco días que el suboficial tiene de permiso, pero este no es el tema que interesa a Helmut Kaütner. El romance de Helga (Maria Schell) es secundario, aunque tendrá su importancia cuando se enfrente a la disyuntiva vital que la situará entre el deber humanitario y las cuestiones patrióticas y amorosas. A Kaütner, también responsable de El general del diablo (Des Teufels General, 1955), uno de los films bélicos más conocidos del cine alemán de la década de 1950, le interesan la decisión a la que se enfrentará la protagonista y el aprendizaje forzoso que le preparará para encontrar la respuesta.


¿Cuántos conflictos armados se habrían evitado si se conociese a quien suponen enemigo o les indican que lo es, sin que medie más explicación que decir que lo son? La pregunta es ingenua, incluso puede que innecesaria o que carezca de respuesta, si uno piensa que quienes pretenden la guerra borran las similitudes, exageran las diferencias y les confieren amenaza y el correspondiente peligro. Helga tendrá la oportunidad de conocer y comprender lo que no le habían enseñado ni explicado. Lo hará cuando, tras ser secuestrada, sufra un aprendizaje cruel, debido a que experimenta la crueldad de la guerra que hasta entonces desconocía en su verdadera magnitudes. Helga ignora prácticamente todos los aspectos de la guerra y del enemigo hasta que contacta con el frente o, para ser más exacto, el frente llega a ella y, a la fuerza, empieza a comprender aspectos humanos y bélicos que ignoraba hasta que se produce su contacto con los partisanos yugoslavos. Pero antes, Kaütner esboza la personalidad de la protagonista: ingenua, sensible, entregada a su labor sanitaria y, una vez que la conocemos, introduce la partida de partisanos que la secuestra, porque precisan un médico que atienda a sus heridos. Inicialmente, ella se muestra reacia e intenta escapar, pero empieza a comprender que su deber de médico son los humanos, sin importar el bando ni la bandera. Al tiempo, establece lazos de amistad con Boro (Bernhard Wicki), el soldado que se convierte en el nexo con su nuevo entorno, y con Militza (Barbara Rütting), la partisana que le dice que lucha en lugar de los hombres muertos por los alemanes, hombres que yacen bajo la tierra donde los partisanos los entierran sin dejar rastro ni tumbas, pues, mientras la lucha continúe, cualquier rincón de su país es su cementerio; son hijos de la tierra y a ella regresan. La acción de El último puente se desarrolla en las inmediaciones y a la orilla del río Neretva, sobre sus aguas y sus puentes, sobre ese último donde, entre dos fuegos y dos hombres que le llaman por su nombre, Helga avanza porque ha tomado su decisión, la que comprende su obligación moral y humanitaria.



viernes, 6 de agosto de 2021

Nuevas mujeres (1934)


En la década de 1930, el cine chino era para el público occidental tan o más desconocido que el cine japonés, pero la ignorancia de occidente no impedía que existiese una industria cinematográfica en ciernes que, al igual que la nipona, emulaba al sistema de estudios de Hollywood. En Shanghái, que se convirtió en centro de la industria cinematográfica china hasta la ocupación japonesa en 1937, surgió un sistema autóctono con sus grandes compañías, sus directores y sus estrellas. Por entonces, China era una sociedad prácticamente agraria, como lo era la Unión Soviética —donde, entre otros sectores, Stalin sacrificaba el campesinado en aras de la industrialización que elevase su reino bolchevique a superpotencia moderna—, pero la presencia extranjera en Shanghái y los intereses internacionales convertían a este puerto internacional en una metrópoli cosmopolita, de apariencia moderna y desenfadada, aunque tras esa imagen luminosa tenía un rostro menos brillante. En aquel instante de la historia, allá por el año 1932 —cuando el imperialismo japonés decide invadir China con el fin de hacerse con sus recursos—, el empresario Luo Mingyou decidía ramificar su productora Lianhua en tres estudios independientes. El primero de tendencias nacionalistas, el segundo con mayor presencia de cineastas comunistas y el tercero enfocado a la realización de películas de género. Y así, el nacionalismo, que gobernaba el país, y el comunismo, que lo pretendía, eran dos extremos que se podían encontrar dentro de la industria del cine. Como ideologías excluyentes, tenían ideas distintas para un país amenazado por la presencia japonesa en Manchuria y para una sociedad entre el capitalismo y el comunismo, entre la influencia extranjera, un colonialismo encubierto, y los movimientos nacionalistas, entre el retraso tecnológico y la economía agraria (era mayoritaria la población rural), entre el patriarcado y la tímida liberación femenina en urbes como ese Shanghái puerta a occidente. Por otra parte, como otras sociedades de la época, la china era asfixiante para individuos que, deseando liberarse, sufrían opresión en sus distintas formas, sobre todo en el caso de la mujer que pretendía emanciparse. De esto último sabían la escritora, actriz y guionista Ai Xia y la actriz Ruan Lingyu, una de las más grandes divas de la pantalla del país asiático, a quien Maggie Cheung daría vida en Center Stage (Ruan Ling YuStanley Kwan, 1991). Tenían en común su profesión artística, su nacionalidad, el ser mujer en una sociedad patriarcal, la presión mediática y el suicidio como punto y final para sus existencias, la primera en 1934 y la segunda un año después.


Inspirada en la vida y suicidio de Ai Xia, y ambientada en Shanghái en la década de 1920, Cai Chusheng, que sería reconocido como uno de los grandes cineastas chinos del momento, gracias a este film y al premio obtenido en el festival de Moscú por Canción de pescadores (Yú guang gu, 1934), narró en Nuevas mujeres (Xin nü xing, 1934) la tragedia de Wei Ming (Ruan Lingyu), una joven que decide no ser esclava y liberarse de las cadenas sociales simbolizadas en las arrastradas por la bailarina del espectáculo donde la protagonista se reconoce en la imagen de la artista. En los primeros minutos del film, Wei Ming asoma en la pantalla como modelo de mujer moderna, liberada en un entorno que, como cualquier otro, establece límites y exige a sus miembros que cumplan los patrones de conducta establecidos. Ella destaca por su nivel cultural: toca el piano, enseña música y escribe cuentos e historias que han sido publicadas en algunos periódicos; y en ese instante inicial espera publicar su primer libro, aunque solo lo logra cuando el editor ve su retrato. Su belleza y su juventud son vendibles, eso dice el editor a Yu Haichou (Zhang Junli), en una de las breves analepsis que Chusheng inserta a lo largo de la película. El cineasta es directo, expone la situación y deja claro que su protagonista necesita la independencia económica para ser libre, una independencia que mantiene mientras ejerce de profesora de música en una escuela de donde la despiden por capricho del Dr. Wang (Wang Naidong), el administrador del centro, pues, tras ser rechazado por Wei, piensa que así podrá conseguirla. En Nuevas mujeres solo hay un personaje masculino que no sea mezquino e hipócrita, Mr. Wang y el periodista sensacionalista Qi Weide (Menghe Gu), no menos hipócrita que el anterior, son los ejemplos más sobresaliente al respecto. El único que no pretende algo a cambio de su ayuda es Yu, pero resulta distante y frío —le recrimina Wei en un momento puntual—, quizá porque, como confiesa a su amiga, tema quemarse si desata su pasión.



<<Las personas reflexivas percibieron que, cuando la sociedad es el tirano—la sociedad colectivamente, más allá de los individuos aislados que la componen—sus medios de tiranizar no se limitan a los actos que pueden llevar a cabo mediante sus funcionarios políticos. La sociedad puede ejecutar, y lo hace, sus propios mandatos; y dicta mandatos errados en lugar de razonables, o mandatos que se entrometen en cosas en las que no debería mezclarse, lleva a la práctica una tiranía social más formidable que muchas clases de opresión política, porque, si bien no se apoya en sanciones tan excesivas, deja muchas menos vías de escape, penetra mucho más en los pormenores de la vida y llega a esclavizar incluso el alma>>. Escritas en 1859, como parte del ensayo De la libertad, estas palabras de John Stuart Mill apunta esa tiranía social común a todas las sociedades, pues como sociedad, impone límites y reglas no escritas que exige cumplir, a riesgo de sanciones tan aberrantes como la persecución pública, la difamación o el ostracismo. La heroína de Nuevas mujeres no acepta esa imposición social. Pretende cambiar su condición, sí, pero más allá del cambio individual, persigue, al igual que su amiga Aying (Xu Yin), profesora y guía de la mujer obrera, poner fin a la opresión social <<que llega a esclavizar incluso el alma>>. Mrs Wang (Moqiu Wang), ejemplo de mujer burguesa, la vieja alcahueta o la directora de la escuela son ejemplos de mujeres tan mezquinas como los hombres que asoman en la pantalla.


Chusheng
construyó sobre la imposibilidad de la escritora una feroz crítica social, feminista, urbana, sofisticada, política, que señalaba el sensacionalismo de los medios —la película y su protagonista sufrieron la presión mediática ejercida por la prensa—, la hipocresía y la insolidaridad sobre las que se sostiene la sociedad que arrincona a Wei Ming, una sociedad que, al carecer de medios económicos, la empuja hacia el vacío o a la esclavitud a la que ella se niega. <<Con dinero puedes tener lo que desees. Sin él, solo recibes desprecio>>, dice el proxeneta a la joven vecina de Wei. Esas palabras que escucha parecen dirigidas a Wei Ming, puesto que, sin dinero, ya no existe donde con él sería bien recibida. Las medicinas, el hospital, su trabajo, un adelanto sobre los derechos de su libro, todo se le niega, aunque sean negativas acompañadas de sonrisas y amabilidad. De esta forma se descubre la ausencia de compasión del entorno, que se desentiende o intenta aprovecharse cuando la despiden de la escuela y desaparece su fuente de ingresos. A partir de ese instante, su existencia sufre un vuelco radical que apunta la tragedia, no solo por ser mujer y objeto de deseo masculino, sino por carecer de dinero. El entorno donde se desarrolla Nuevas mujeres convierte su seno en una prisión para quienes, como la protagonista, quieren ser individuos libres pero no pueden pagar el precio. Ella así lo asume cuando rechaza la falsa propuesta de matrimonio de Wang. Le dice, más bien le exclama, que no quiere ser esclava de por vida. Desea libertad y parece lograrla, pero Chusheng introduce en el drama la hija a quien Wei tuvo que dejar al cuidado de su hermana mayor y su marido, ya fallecido. Esta circunstancia se explica en dos breves retrocesos temporales: el primero nace de su pensamiento —muestra como entrega a su bebé— y el segundo surge de las preguntas que la niña hace a su tía, antes de reunirse con su madre, y expone el enamoramiento, el embarazo, el padre rechazándola —le tira a los pies un cuchillo y una cuerda para que se suicide y limpie el honor familiar mancillado— o el hombre con quien se escapa y se casa, pero que resulta ser lo que ella no esperaba. La acción regresa al presente, marcado por el reencuentro y por la necesidad de Wei seguir siendo libre, más aún tras la pérdida de su empleo, pero también por el dolor materno ante la enfermedad que aqueja a la pequeña. La neumonía de la niña inicia el camino hacia la imposibilidad de Wei —no puede pagar las medicinas que curarían a su hija—, la de encontrar una salida que no sea la prostitución, hacia la que parece que la empujan, o el suicidio, para poner fin al dolor. En uno de sus films anteriores, La diosa (Shen Un, Wu Yonggang, 1934), Ruan Lingyu había interpretado a otra madre obligada a prostituirse para poder mantener a su hija, esta coincidencia no lo es, sino que forma parte de la crítica social del movimiento "izquierdista" que se estaba desarrollando en el Estudio 2 de la Lianhua.