<<Solamente los muertos podrían decir la verdad sobre la guerra>> comenta el soldado Bordin (Folco Fulli) mientras sufren la inactividad que también les desespera. Su frase quizá defina el pensamiento de los autores de La Gran Guerra (La Grande Guerra, 1959), cuya equilibrada mezcla de humanidad, humor, drama, miseria, hambre, picaresca y muerte la convierten en una de las mejores películas antibelicistas de la historia del cine. La comedia fue el género idóneo para que Mario Monicelli ahondase en distintas realidades y evidenciase el sinsentido oculto, porque, más allá de la comicidad, el desenfado o la caricatura de sus personajes, encontraba sus dramas en las distintas cotidianidades retratadas. Las vidas de sus protagonistas, el entorno y sus historias dan gracia y sentido a Vida de perros, Guardias y ladrones -ambas codirigidas por Steno- y Rufufú o a esta estupenda desventura bélica coescrita junto Age, Scarpelli y Luciano Vincenzoni. Los cuatro títulos (y muchos más de su filmografía común a Steno o en solitario) rebosan ironía y humor, dos constantes entre las que Monicelli cuela la crudeza y el pesimismo que surgen tanto en las trincheras como fuera de ellas.
Como consecuencia de la postura critica de sus autores, en La Gran Guerra no existe un solo rincón para el heroísmo, puesto que cada esquina, trinchera, lodazal están ocupados por la carestía, piojos y seres humanos condenados a padecer las inclemencias del tiempo de guerra. Temen cada día y protestan para ocultar que desesperan en su intento de sobrevivir; pasan hambre y sufren la tortura psicológica consecuente de ser conscientes de que tarde o temprano regresarán al frente donde les aguarda el sinsentido de una lucha que les obliga a matar y a morir. Para resaltar esta circunstancia, Monicelli y sus guionistas concedieron el protagonismo a personajes vulnerables, sencillos y a la vez complejos, como lo son Giovanni Busaca (Vittorio Gassman) y Oreste Jacovacci (Alberto Sordi), dos soldados a la fuerza, pícaros y amorales que rechazan formar parte de una guerra que ni han escogido ni desean, pero que se ven obligados a luchar porque alguien ha creído conveniente enfrentarles a otros anónimos, similares en pensamiento y condena. A pesar de sus intentos de alejarse de la contienda, Giovanni y Oreste no pueden crear su propio destino, regresando una y otra vez a la senda señalada por quienes no se dejan ver por el campo de batalla donde se mata, se muere o, como bien dice el soldado Bordin, se desespera, porque <<la guerra no solo es dura cuando se dispara, sino también cuando se espera>>. Su frase resume el día a día de los sentenciados a perecer en cualquier momento, sea en las trincheras, en tierra de nadie o ante un pelotón de fusilamiento. En el frente expuesto por Monicelli no existe tiempo para alegrías, familias, generosidad o esperanzas. Tampoco en la retaguardia resulta posible la relación entre Busacca y Constantina (Silvana Mangano), dos almas gemelas en su presente de carestía, violencia y miseria, el mismo presente que empuja al dúo protagonista a transitar por el conflicto evitando cualquier situación que ponga sus vidas en peligro. Este posicionamiento, lógico en un entorno ilógico, genera el tono tragicómico que los hace cercanos y entrañables, al tiempo que permite comprender el por qué de su comportamiento cobarde y pícaro, reflejo de su humanidad y de su deseo de vivir, en el que no tiene cabida morir o matar por algo que ni comprenden ni han escogido.
A lo largo de esta obra maestra, en la que se descubren ciertas influencias de la novela de Louis-Ferdinad Céline Viaje al fin de la noche (Voyage aut bout de la nuit, 1932) (uno de los títulos de referencia de Vincenzoni), se suceden momentos tan memorables como el constante ofrecimiento de Bordin, siempre presto a realizar los cometidos más peligrosos a cambio de las liras que guarda en la pequeña caja metálica que para él simboliza el bienestar de su familia. Más divertido resulta la escena -cómica, patética, elocuente- donde soldados de ambos bandos intentan atraer a una gallina que sería una comida más suculenta que el triste rancho diario, y que en una ocasión puntual alegran asando castañas. En medio de esta omnipresente carestía se observan las relaciones humanas entre los combatientes, entre Constantina y Busacca, que permite comprobar la evolución emocional del personaje interpretado por Gassmann, o la desesperación paternal del teniente Gallina (Romolo Valli) ante la insistencia del soldado que continúamente le pide que escriba o lea sus cartas de amor (y una de desamor que el oficial tergiversa el contenido para no herir los sentimientos de quien simbólicamente ya tiene bastante con desangrarse lejos de casa). Todo el humor expuesto a lo largo del film apunta a un final agridulce, que se confirma en las escenas que completan el significado de pérdida que conlleva el periplo bélico de la pareja de pillos, desde su encuentro en la oficina de reclutamiento hasta el amargo y brillante cierre del sinsentido expuesto en este título indispensable para cualquier que guste de buen cine.
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