domingo, 30 de mayo de 2021

French Cancan (1954)


<<El arte es por fuerza artificial>>,1 afirmó 
Jean Renoir en una entrevista que André Bazin le hizo, junto Roberto Rossellini. Y no sin razón, ya que el arte no nace natural, ni espontáneo, sino del proceso creativo del artista, en el caso del arte cinematográfico, del cineasta. Alegría, vitalidad, farsa son atributos comunes a La carreta de oro (La carrosse d’Or, 1952), French Cancan (1954) y Elena y los hombres (Elena et les hommes, 1956), tres películas que Jean Renoir rodó en decorados donde creó ensoñaciones coloristas, artificialidad y representación cinematográfica. Además, dos de las nombradas, La carroza de oro y French Cancan, cuentan con dos actrices (Anna Magnani y María Félix, respectivamente) que asoman en la pantalla como fuerzas de la naturaleza, viscerales y sensuales. Pero tampoco sorprende que María Félix se coma la pantalla, incluso cuando la comparte con un actor de la talla de Jean Gabin. Su arrolladora presencia es incapaz de contenerse y someterse, y ese descaro pasional lo asume Lola, su personaje en esta maravilla cómica, impresionista y musical que Renoir pinta con la ilusión y los colores de un adulto que, en su edad otoñal, fantasea y crea irrealidad y la esencia que existe detrás del sueño, mientras, insiste en no dejar de soñar. El artista Renoir hace cine, experimenta con el color y con las imágenes en busca de <<la verdad interior>> al tiempo que rinde homenaje al espectáculo —<<La respuesta ideal al problema del color está en evitar totalmente esta naturaleza, la verdad exterior, y trabajar únicamente en decorados [...] La verdad interior se oculta a veces detrás de un entorno puramente artificial>>2—, como parece confirmar sus personajes, que viven por y para el espectáculo; son el espectáculo, son sus ensoñaciones de amor y vida, como confirma que Nini (Françoise Arnoul) no desee regresar a su cotidianidad de lavandera, ni ser la esposa de Paulo o del príncipe Alexander; no quiere una vida “normal” ni de “princesa”, desea seguir viviendo el alegre y festivo cancán del colorista y vital Moulin Rouge.


<<Yo me daba cuenta de que tenía oportunidad de acercarme al cine importante. No quería desaprovechar la ocasión. Tengo fama de ser intransigente y pocos saben que soy capaz de pasarme horas estudiando algo que considero me puede enriquecer. Renoir era un maestro al que toda Francia admiraba y yo quería quedarme con sus secretos. Al fin que el cine también es mi oficio>>


María Félix: María Félix. 47 pasos por el cine.3


Lola es una mujer enamorada, belicosa, celosa, o quizá sus celos nazcan en la contrariedad que le genera que Danglard (
Jean Gabin) sea el único hombre a quien solo puede tener cuando él quiere, pues este es un descubridor/creador de talentos femeninos, de los que se enamora. Danglard es un “príncipe”, aunque no de la realeza, sino del espectáculo. Su reino se debe a la música, al teatro, a las mujeres, a sí mismo, a la ilusión de su propia libertad. Las ama a todas —llámense Lola, Nini o Esther (Anna Amendola)— y a ninguna, ya que, como creador del espectáculo, no puede atarse a sus musas; las utiliza para dar forma a su único amor. Para él solo existe la ilusión de crear y vivir el espectáculo o, yendo un paso más , sabe que él solo puede existir en constante estado de creación, aunque entremedias se tome algún respiro y susurre promesas de amor cuya validez es la brevedad del encuentro. La ilusión del amor y la alegría dominan este sueño pictórico y musical en el que Renoir juega con los detalles y con tonalidades alegres para dar color a su Moulin Rouge, sin prestar atención a la realidad externa y a los pormenores de tal empresa. Él lo hace impregnándose de la atmósfera popular que hereda el local en la explosión vital que domina en su apertura, cuando el empresario teatral logra dar forma física al júbilo y a la alegría. Danglard es un visionario, un creador de ilusiones, que no tiene un luis para llevar a cabo su visión, pero tiene otros recursos para crear su espectáculo. Tiene persuasión y elegancia, tiene una clase que no se observa salvo en él, puesto que obviamente es distinto al resto y así lo ven las mujeres. Es distinto en su búsqueda del constante sentir, de enamorarse de cada actriz, cantante y bailarina que descubre para su mundo teatral. Es distinto porque tiene la seguridad de poder hacerlo y, en el caso contrario, asume con caballerosidad que los contratiempos no impiden que todavía pueda hacerlo.


1.Rossellini, Roberto: El cine revelado (traducción de Clara Valle T. Figueras). Paidós Ibérica, Barcelona, 2000

2.Renoir, Jean: Mi vida y mi cine (traducción de Rafael Del Moral). Ediciones Akal. Madrid, 1993

3.Taibo, Paco Ignacio: María Félix. 47 pasos por el cine. Ediciones B. Barcelona, 2008.


viernes, 28 de mayo de 2021

Carla Del Poggio. Suspiro neorrealista


En El bandido (Il bandito, Alberto Lattuada, 1946) aparecen dos actrices en apariencia opuesta y complementarias; dos de los grandes rostros femeninos del cine italiano de la segunda mitad de la década de 1940. Una es Anna Magnani y la otra Carla Del Poggio; la primera es la imagen visceral y la fuerza desatada; la segunda, la inocencia perdida y la cotidianidad sufrida. Ambas fueron las actrices del neorrealismo, pero mientras la primera se convertía en icono cinematográfico, la segunda decidió dejar de actuar casi al tiempo que desaparecía ese periodo que cambió el cine mundial. Jovial en sus comienzos en dos comedias de Vittorio De Sica, la actriz nacida en Nápoles, el 2 en diciembre de 1925, asumió el rol de superviviente en la miseria a la que se enfrenta en sus papeles neorrealistas. Tanto físicamente como por su temperamento en la pantalla, Magnani y Del Poggio son distintas, casi opuestas. Esa diferencia queda patente en los rostros humanos interpretados por cada una de ellas: mujeres que tienen en común que sobreviven en la precaria cotidianidad de la misma época.


A los quince años, Carla estudiaba lenguas extranjeras y danza y se dejaba ver por el Centro Experimentale de Cinematografia donde De Sica la escogió para el papel de Maddalena. De la mano del gran cineasta que llegaría a ser De Sica, ella se convirtió en la joven protagonista de Magdalena, cero en conducta (Maddalena: zero en condotta, 1940), su primera aparición en la pantalla y su primer paso hacia la actriz que se descubriría como uno de los rostros femeninos indispensables del neorrealismo italiano de posguerra. Con el responsable de Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) volvería a trabajar en Recuerdo de un amor (Un garibaldino al convento, 1942), otra comedia romántica que se adaptaba al cine de su época: escapismo de la inestable realidad que no tardaría en estallar. Pero su mejor etapa coincide con la posguerra, con la eclosión del neorrealismo. Tanto en lo personal, se casaría con Alberto Lattuada, como en lo profesional, se convertiría en uno de los rostros más populares del momento gracias a sus interpretaciones en El bandido, Caza trágica (Caccia tragica, Giuseppe de Santis, 1947), Juventud perdida (Gioventu perduta, Pietro Germi, 1948), Sin piedad (Senza pietà, Alberto Lattuada, 1948), El molino del Po (Il mulino del Po, Alberto Lattuada, 1949), Luces de variedad (Luci del varietà, Alberto Lattuada y Federico Fellini, 1950) o Roma, a las 11 (Roma ora 11, Giuseppe de Santis, 1951). Después de su participación en esta última, tardaría cinco años en protagonizar su siguiente película, El vagabundo (I girovaghi, 1956), bajo la dirección del argentino Hugo Fregonese, tras la cual abandonó el cine y sus trabajos se redujeron a varias interpretaciones en producciones televisivas. Dejando el mundo del espectáculo en 1966 para dedicarse por entero a su familia.


Filmografía

1. Maddalena Lenci, Maddalena, cero en conducta (Magdalena: zero en condottaVittorio De Sica, 1940)



2. Caterinetta, Recuerdo de un amor (Un garibaldino al conventoVittorio De Sica, 1942)



3. Maria, El bandido (Il bandito, Alberto Lattuada, 1946)



4. Giovanna, Caza trágica (Caccia tragica; Giuseppe De Santis, 1947)



5. Lucia, Juventud perdida (Gioventu perduta, Pietro Germi, 1948)



6. Angela, Sin piedad (Senza pietà; Alberto Lattuada, 1948)



7. Berta, El molino del Po (Il mulino del Po, Alberto Lattuada, 1949)



8. Lily, Luces de variedad (Luci del varietà, Alberto Lattuada y Federico Fellini, 1950)



9. Luciana Renzoni, Roma, a las once (Roma ore 11; Giuseppe De Santis, 1951)



10. Lia, Los vagabundos (I girovaghi, Hugo Fregonese, 1956)



jueves, 27 de mayo de 2021

Chantaje en Broadway (1957)


Escribo demoledor y genial como puedo escribir contundente y magistral, cualquiera de las dos parejas sirven para introducir lo que pienso sobre el retrato del poder mediático que Alexander Mackendrick realizó en Chantaje en Broadway (Sweet Smell of Success, 1957). Aunque estadounidense de nacimiento, Mackendrick era británico de adopción y había realizado su obra precedente en Reino Unido. La mayoría de sus películas inglesas fueron comedias corrosivas, satíricas, inolvidables. Todas ellas en el seno de los estudios Ealing, la mítica compañía cinematográfica de Michael Balcon, pero Mackendrick nunca había sido tan directo ni contundente en su narrativa como lo fue en su primera película estadounidense, que adaptaba el guion firmado por Clifford Odets y Ernest Lehman —y en el que también él participó, aunque su nombre no aparezca en los créditos. En Sweet Smell of Success no cae en el error de juzgar, sino que escarba en la inmundicia humana y saca a la luz la podredumbre y el pestilente hedor de ese dulce olor a éxito que tienta y atrae a Sidney Falco (Tony Curtis).


Este agente de prensa, aunque, en realidad, todos opinan que es una rata y una víbora, no es un roedor ni un reptil, aunque se arrastra por el fango en busca de trapos sucios, que entrega a J. J. Hunsecker (Burt Lancaster) a cambio de que este escriba los nombres de sus clientes en su prestigiosa columna, leída por sesenta millones de lectores. Como buen vendedor de chismes y mejor arribista, el publicista ha borrado de su repertorio la integridad y, en algún momento del pasado, vendió su alma al columnista. Su servilismo, su esclavitud humana, y sus tejemanejes varios para medrar, lo confirman. Ha renunciado a cualquier atributo ético para alcanzar la cima que anhela, y el resto lo pone al servicio del personaje de Lancaster, que hace impasible y brutal su papel de un dios mediático —y no menos loable es la magnífica actuación de Curtis.



En el mundo construido por J. J., no hay espacio para gestos generosos, todo tiene un precio; y Sidney está dispuesto a pagarlo. Todo cuanto hace tiene una finalidad clara. Él mismo lo dice en su oficina apartamento. Quiere dejar de ser siervo y llegar a lo más alto, donde ya no tendrá que servir, pero, para llegar arriba, debe hacerlo. Precisa la publicidad y el poder de la prensa, para promocionar a los artistas que le contratan, ya que su éxito depende de que el nombre de sus clientes asome en la columna de Hunsecker, a quien, a cambio, presta los servicios que le exija. J. J. no pide, ordena; ni espera, le esperan. Es el poderoso, quien tiene la llave para que su lacayo alcance cotas más elevadas que el suelo por donde se arrastra; de ahí que, para elevarse, venda su alma a ese diablo de la prensa que solo tiene una debilidad: su hermana Susan (Susan Harrison). Aparte de su éxito, de sus siervos y de sesenta millones de lectores que no le importan, salvo por el poder que le concede la cantidad, solo la tiene a ella y por ese motivo, y por su obsesivo afán de controlar lo que cree suyo (lo único digno de amar) y destruir cuanto ose desafiarle, ordena a Sidney que provoque la ruptura entre Susan y Steve (Martin Milner), el guitarrista con el que ella piensa marcharse. No solo quiere controlarla, como controla al resto, sino que la ama como quien ama a una posesión, sin darle opción ni elección, excepto las que él decida, quizá porque J. J. vive obsesionado con el poder que se atribuye y le atribuyen.



Cuando en un momento puntual de este oscuro drama, J.J le pregunta a Sidney por qué a su hermana le gusta Steve, el agente le responde que por su integridad. Y añade que <<Eso es algo como el sarampión>>. A lo que J. J. responde con una pregunta: <<¿Qué es la integridad?>>

—Es como un barril de pólvora esperando un fósforo. Es algo nuevo. Ni tú ni yo conocemos esto de la integridad —dice Sidney.


—No quisiera morderte. Estás lleno de veneno —replica el columnista con el desprecio y la superioridad que nunca le abandona. Y esa integridad de la que hablan y que desconocen, sí es un polvorín para J. J., puesto que no puede ni sabe cómo controlarla.



Como lacayo, Sidney presenta mil rostros y, como amo y señor, Hunsecker solo tiene uno. No precisa más, ni necesita tener amigos; ya tiene a policías y a políticos en el bolsillo. Necesita personas que le teman, objetivos que manipular, destruir, humillar, gente que le sirva y se someta. Eso es el poder para él. Posiblemente, lo único que le queda de humanidad guarda relación con su hermana, la única persona que lo separa del vacío emocional. Sin ella, J. J. será un dios sin vínculos humanos, puesto que no hay relación de amistad con el publicista, ni con nadie. Solo existe el vasallaje, por parte del agente de prensa, y la superioridad, por la de su amo. Aunque odie hacerlo, porque le recuerda que él está por debajo —su posición en la pantalla siempre parecer ser detrás de J. J. o en situación de inferioridad—, Sidney sirve al poderoso para su beneficio personal; sabe que lo que hace es inmoral, pero aún así sigue adelante para sentir la cercanía del poder que desea alcanzar. Pero sí hay algo en lo que coinciden, es que ambos juegan con vidas humanas y, si es preciso, las destruyen sin miramientos. Por ejemplo, Sidney lo hace cuando, a cambio de que publique un rumor, entrega a Rita (Barbara Nicholson) al columnista que odia a Hunsecker; y este lo hace con cualquiera que no asuma ni acate sus dictados.


martes, 25 de mayo de 2021

Deseos humanos (1954)


En comentarios anteriores, hablé de ciertos paralelismos entre Fritz Lang y Jean Renoir, pero lo son en apariencia, puesto que en su fondo difieren, como lo hace su cine, sus intereses y sus temas. Lo mismo podría decirse del cine negro estadounidense y el realismo poético francés, que comparten el capricho de un destino empeñado en provocar encuentros que deparan o apuntan fatalidad. No obstante, como su nombre indica, el cine negro se mueve por las sombras que habitan en los entornos y en las interioridades de los personajes, mientras que el realismo poético vive en el pesimismo que, apuntando a trágico, envuelve y penetra en los personajes imposibilitando cualquier atisbo de luz. Desde el encuentro de Jeff Warren (Glenn Ford) y Vicky Buckley (Gloria Grahame) en el compartimento del tren donde se produce el asesinato del que ella es cómplice forzosa, ese destino deja su lugar al deseo que se intuye, que sabrán prohibido y peligroso, que les dañará. Da igual, no es racional, ni puede razonarse. El deseo es pasión y obsesión. Es el irracional humano, el lado oculto que vive dormido, sedado por la moral y la razón, hasta que, de repente, algo o alguien lo despierta de su letargo y desequilibra la balanza. Entonces, no hay vuelta atrás, se desata la furia pasional y se abre el camino a la plenitud o al vacío, incluso hacia ambas o ninguna. En Deseos humanos (Human Desire, 1954) no existe la menor duda de que a Fritz Lang le gustan los personajes complejos. Son los que mejor sientan a su cine, puesto que el cineasta vienés sabe darles una psicología pocas veces vista en la pantalla; lo que me lleva a delirar que Lang es al cine lo que Dostoyevski a la literatura. Es el magistral creador de espacios humanos poblados de interioridades heladas y ardientes, racionales e irracionales, de pensamientos, deseos, frustraciones e instintos que, por un instante, erupcionan en pasiones que desbordan en los personajes.
 

Jeff Warren no padece un desequilibrio psíquico, como sí sufre el personaje interpretado por Jean Gabin en la versión que Jean Renoir realizó de la novela de Emile Zola que también sirvió para que Fritz Lang dirigiese esta magistral pulsión entre la vida y la muerte, cargada de tensión sexual. El problema de Jeff es fruto de su retorno al hogar, tras tres años combatiendo en Corea, lo cual le desubica en un espacio donde debe encontrar su lugar. Pero, salvo el de algunos compañeros ferroviarios que lo saludan y el de la familia Simmons, que lo acoge en su casa, su primer encuentro es con la mujer que despierta sus impulsos y su necesidad de poseerla, quizá de amarla. ¿Pero qué es el amor? El amor en
Deseos humanos es carnal y sexual, también es la promesa de libertad y la certeza de peligro, incluso puede ser el camino hacia el desamor y el rechazo, pero no la posesión enfermiza que siente Carl Buckley (Broderick Crawford). Sus sentimientos y su inseguridad (como hombre y en su relación con una mujer joven y hermosa) desatan celos, violencia y lo empujan u obligan a asesinar para confirmar su unión con Vicky, para atarla definitivamente a él; sin contar que no se puede poseer lo que no puede ser suyo, aunque sí destruir a quien dice amar. Partiendo de la inestabilidad del marido, se comprende que Vicky no es ninguna mujer fatal. Es más fácil, más real y más creíble que ser la perdición de los hombres, como sí podría serlo la protagonista de la versión que en 1957 Daniel Tinayre realizó de La bête humaineLa bestia humana (1957). Ella es la víctima del desengaño y de un hombre en quien vio una oportunidad que se ha confirmado como la falsa promesa de una vida acomodada que se ha transformado en decepción, desidia, desencanto, violencia.


Carl dice amarla, pero se muestra celoso, lo cual apunta su desconfianza, quizá sus complejos, su necesidad de posesión. Se trata de un individuo contradictorio que dice y siente de un modo y actúa de otro, cuando la empuja hacia los brazos del millonario que puede conseguir que le readmitan y le devuelvan su puesto de subjefe de estación. En este instante, Vicky siente rechazo —hacia lo que sabe que tendrá que hacer para conseguir lo que le pide su marido— y asco hacia quien le niega la posibilidad de que ella trabaje —se enfada y dice que no quiere ser un mantenido de su mujer—, pero quien no duda en suplicarle y empujarla a la infidelidad que, recuperado el puesto laboral, le recriminará violentamente. Vicky acepta de mala gana visitar a su viejo conocido, y posiblemente su amante en el pasado, cuando ella apenas era una adolescente. ¿Por qué lo hace? ¿Por lástima? ¿Por interés? ¿Por miedo a su marido, como también por miedo acepta escribir la carta que la encadena y le impide la vía de escape que siente encontrar cuando intima con Jeff? El maquinista es su puerta de salida hacia el reinicio que quizá pueda deparar la plenitud que, seguramente, jamás haya conocido. De ese modo, Vicky se convierte en el vértice al que 
Lang presta mayor atención, pues es la imagen deseada por dos hombres que tienen en común que han matado, aunque con la diferencia que uno de ellos, Jeff, lo ha hecho en la guerra —por impuesta obligación y en el anonimato de sus víctimas— y no por la impotencia y la obsesión posesiva que llevan a Carl a matar a sangre fría.



lunes, 24 de mayo de 2021

La deuda (2010)


Una de las actrices más atractivas que he visto en la pantalla también es de las que mejor han llevado su carrera. Me refiero a interpretar personajes como mínimo interesantes, que ella ha sabido elevar siempre un grado más. Ha sido bruja, espía, militar, reina y tantas otras mujeres que tienen en común no solo el cuerpo, la voz, la cara o el magnetismo y la clase de Helen Mirren, tienen en común que son singulares, aguerridas, fuertes, inteligentes, complejas e incluso peligrosas y ambiguas, o maléfica en su inolvidable Morgana en Excalibur (John Boorman, 1983). En La deuda (The Debt, 2010) interpreta a Rachel, cuya versión juvenil corresponde a Jessica Chastain, posiblemente la mejor elección para que el personaje, a los 25 años, esté a la altura de la mujer madura que descubrimos treinta años después. Ambas son la mujer a quien iremos conociendo durante instantes que separan las tres décadas marcadas por la mentira que afecta la vida de Rachel, pero también la de David (Sam Worthington/Ciaran Hinds) y Stephan (Marton Czokas/Tom Wilkimson), sus dos compañeros de misión en el pasado berlinés oriental y en el presente israelí, dos hombres que en el pretérito difieren en personalidad y ambiciones; y en el ahora, en su mirada actual a ese instante puntual del pasado que ha condicionado sus existencias. Basada en la producción israelí Ha-Hov (Assaf Bernstein, 2007), posiblemente La deuda sea uno de los films más logrados de John Madden, cuyo interés reside más en los personajes, sobre todo las dos mujeres, que en realizar un film de espionaje e intriga. Tampoco parece interesado en profundizar y debatir si la venganza es legítima o legitima el traspasar límites legales, si es moralmente justificable en este caso concreto. La misión de secuestrar a un criminal nazi no se juzga, sino que resulta necesaria para establecer el conflicto interior que anida en ese doble personaje sobre el que gira la película, pues, más que ningún otro, Rachel es la tensión entre el pasado y el presente, entre el recuerdo y la mentira inventada en aquel instante de juventud durante el cual miraban adelante, sin comprender, quizá, que el transcurso del tiempo les obligaría a invertir el sentido de la mirada. 


<<Ninguna obra humana es perfecta, y, por otra parte, hay en el mundo demasiada gente para que el olvido sea posible. Siempre quedará un hombre vivo para contar la historia>>


Hannah Arendt: Eichmann en Jerusalén.


Quizá sea cierto que <<siempre quedará un hombre vivo para contar la historia>>, pero puede que <<siempre>> resulte un absoluto que no siempre se cumple. La cuestión de la historia se pierde en el tiempo, pues la propia Historia pierde la pista de hechos y sucesos que no han llegado a nosotros o que han llegado en constante transformación. Sin embargo, eso no significa que no esté de acuerdo con Hannah Arendt, sobre todo en lo referente a <<que ninguna obra humana es perfecta>> y, por tanto, asumo que tampoco existe la mentira perfecta, aunque sí existan mentiras que hayan pasado por verdades y verdades que hayan vivido como mentiras. Es tan sencillo como aceptar que muchas historias nos llegan desde la perspectiva subjetiva de quienes las cuentan, sea en la realidad o en la literatura o el cine. Da igual que hablen de amor o desamor, de hazañas o fracasos, y de otras cuestiones, pues suelen coincidir en que todas tratan o nos llevan a las decisiones. Estas decisiones son las que marcan las existencias humanas, su devenir, sus experiencias y, por tanto, sus historias y sus obras. Si antes dije que <<siempre>> puede no cumplirse siempre, sí se cumple en el viaje temporal de <<no se puede volver atrás>>. Cuando se ha elegido un camino y no otro, este queda atrás. Lo cierto es que solo hay elección entre las opciones que se presentan y, escogida y transitada, ya no se puede volver atrás en el tiempo para cambiarla. Y esa es la historia y la situación que nace de la elección asumida por los tres espías israelíes cuando comprenden que su misión fracasa con la huida del hombre a quien tenían que llevar a Israel, para ser juzgado. Desde que la verdad se queda en la habitación del piso franco en Berlín este en 1965, las vidas de los tres agentes israelíes de La deuda se sostiene sobre la mentira que deciden hacer pasar por verdad, la misma que parece cobrar mayor consistencia en la presentación del libro donde se narran los hechos, aunque adulterados. Pero el tema de la película de Madden no es la misión, ni siquiera la mentira. Son las elecciones, el cómo sin saberlo en su momento marcan sus vidas, ya no solo la mentira en la que han vivido los últimos treinta años, sino la elección de la propia Rachel: la de quedarse con Stefan y no irse con David. Pero ella, aunque no viaje en el tiempo, sí tendrá una segunda oportunidad para levantarse de aquella habitación donde todavía yace herida una parte de sí misma, una parte de todos ellos —como confirma la imposibilidad de David y su negativa a vivir un día más con el engaño. Aquel instante y los posteriores no son páginas ni capítulos de un libro biográfico, sino los capítulos de sus vidas reales, las que no han podido vivir sin la carga que se lee en sus rostros de 1997.



domingo, 23 de mayo de 2021

Patricio miró a una estrella (1934)


En el entonces de 1934, el cine y el público todavía vivían en una inocencia e ilusión imposibles en la actualidad. Y esa inocencia e ilusión son hermanas de época del humor que domina en esta comedia que supuso el debut en la dirección de José Luis Sáenz de Heredia. Actualmente, Patricio miró a una estrella (1934) es una curiosidad que debería disfrutarse con simpatía, sin pensar en el hoy cinematográfico, sino en ese ayer que descubre la pasión por el cine de un joven cineasta que rueda ilusionado su primera película, contando con pocos medios y mezclando gustos e influencias. <<El film, defectuoso, no definitivo, balbuceante en ocasiones. Tiene, sin embargo, una honradez y una buena fe que no vemos nunca en el cine español. Sáenz de Heredia con su Patricio ha querido hacer arte, no chabacanería, ni mal gusto>>.1 Patricio miró a una estrella sueña con el cine y es ingenua como su protagonista (Antonio Vico), a quien conocemos pedaleando por una carretera sin más vehículos que su bicicleta y el automóvil que la adelanta. Poco después, vemos a una pareja discutiendo en un descampado. Patricio se acerca en su bici e interviene. De repente, se escucha fuera de campo: <<¡Animal!>> Y él (y la cámara) descubre a un director de cine y a su equipo técnico grabando la escena que ha sido interrumpida. Patricio, el antihéroe de bigote a lo Douglas Fairbanks, acaba de vivir un instante de confusión entre la realidad y la ficción cinematográfica, un instante de cine dentro de cine que, seguramente, Sáenz de Heredia tomó de un escena similar de La mejor película de Thomas Graal (Thomas Graal’s bästa filmMauritz Stiller, 1917). Esa es la segunda de muchas influencias que asomarán en la pantalla —la primera es la rueda del automóvil girando en un primerísimo primer plano—, la mayoría recibidas del cine mudo y algunas remiten a las comedias de Chaplin, aunque no a su personaje, puesto que Charlot, por convicción y decisión, no quiere adaptarse al orden adulto que observa lleno de injusticias y abusos, mientras que Patricio sueña con hacerse un lugar en el cine, un hueco que le lleve al éxito que brilla por su ausencia en su trabajo de dependiente en la mercería donde parece estar a años luz de lograrlo. Tampoco ayuda ser el centro de las bromas de sus compañeros, aunque una de ellas le pone en contacto con Emma (Rosita Lacasa), la estrella de cine de quien se enamora —en la visita relámpago que ella hace a la mercería— y quien le abrirá las puertas hacia su sueño. Los momentos más inspirados del film se producen en la visita de Patricio a los estudios, cuando cree que lo han contratado para actuar, confusión que depara un instante de hilaridad que se une a la persecución anterior, durante la cual el protagonista se cuela en un rodaje e intenta ocultarse del vigilante que lo busca. Es un instante en el que Sáenz de Heredia homenajea a la comedia muda y muestra que el cine es o, más bien, era ilusión.


1.Serrano de Osma, Carlos: revista cinematográfica Popular Films, número 459, 6 de junio de 1935. (Artículo recogido en El cinema de Carlos Serrano de Osma. 28 Semana Internacional de Cine de Valladolid)

sábado, 22 de mayo de 2021

Pensión Mimosas (1935)


En la parte final de Pensión Mimosas (1935) asoma un adelanto del realismo poético, mezcla de romanticismo, pesimismo existencial e imposibilidad, que Marcel Carné, asistente de Jacques Feyder en esta película, y Jacques Prévert desarrollarían en sus colaboraciones a partir de Jenny (1936), que supuso el debut en la dirección de Carné. Pero aquí es otra pareja, la formada por Feyder y Charles Spaak, guionista imprescindible del cine francés, la que crea una historia de amor y desamor en la que ni el sacrificio ni la protección podrán evitar el destino al que parecen estar condenados los personajes del realismo poético. Pero en toda protección, hay posesión, en ocasiones inconsciente como la que nace de la actitud maternal de la protagonista de Pensión mimosas, una actitud fruto del amor y de la entrega generosa, al tiempo decidida, con la que la madre pretende guiar y proteger al hijo. Ese es el deseo de Louise Noblet (Françoise Rosay), pero quizá no el del joven (Paul Bernard) a quien crió de niño. Por aquel entonces, Pierrot ya sentía pasión por el juego, y el juego conlleva la posibilidad de ganar y el riesgo de perder no solo dinero. Las relaciones materno-paterno-filial, la matrimonial de los Noblet, la que une y distancia a Pierre y Nelly (Lise Delamare), y el rechazo de Louise hacia esta última —porque la considera una influencia negativa y peligrosa para Pierre— son los cuatro pilares sobre los que construye Pensión Mimosas, que Jacques Feyder inicia como una comedia y, sin que apenas lo fuerce —a cuenta gotas introduce detalles que anuncian el conflicto—, transforma la comicidad en melodrama y, finalmente, en la tragedia de una madre que se desvive por salvar a su hijo.



Aunque no sea hijo de su vientre, sí lo es de corazón. Lo es de su amor. Y este sentimiento ya queda señalado en la introducción que se ubica en Niza, en 1924, cuando las notas de humor son predominantes. En ese instante, Feyder sitúa la acción en el casino donde Gaston Noblet (André Alerme) enseña las normas a los crupieres, a quienes también enseña a negar cualquier evidencia de suicidio en las mesas de juego, en los salones y en los jardines del casino. Tras la irónica presentación, Gaston abandona el local y se dirige a la pensión Mimosas, el hospedaje de su propiedad y de Louise, su mujer. Ella es quien se encarga de dirigir el negocio y pronto comprendemos que también es el eje del film, cuando entra en escena el tercer personaje. Pierrot, de trece años, les llama madrina y padrino y su presencia alegra al matrimonio, pues, para ellos, es el hijo que no han tenido. Pero entre el tono alegre, hay una nota discordante: les preocupa la afición del niño por el juego —organiza apuestas escolares. Estos primeros minutos de Pensión Mimosas, permiten a Feyder establecer los vínculos afectivos entre los tres personajes. Muestra como Louise abraza maternal al niño tras reñirle, y el niño la abraza filial tras arrepentirse. También Gastón muestra su paternidad en el orgullo que siente, aunque se muestre algo preocupado porque al niño le de por organizar partidas escolares con una ruleta en miniatura —y ya de mayor, teme que sea un tarambana. Más allá de eso, todo semeja idílico hasta el día de la comunión del pequeño, momento en el que se presenta en padre para llevárselo consigo. Ese instante ya cambia el tono, pues el rostro de Gaston no puede ser más expresivo. Denota contrariedad y tristeza. Los años pasan y el matrimonio continúa en las Mimosas. Es 1934 y hablan de Pierre, que les escribe a menudo, pidiéndoles dinero. Vive en París y para ellos continúa siendo su hijo, por eso al leer que se encuentra enfermo, Louise no duda y viaja a la capital, donde descubre una realidad distinta a la imaginada, a partir de las cartas recibidas. Desde ese instante, su instinto y su amor maternal regresan con fuerza para proteger a Pierre, ya que lo descubre herido, tras recibir una paliza de advertencia, y necesitado de su ayuda, o así lo siente ella, cuando el hijo pródigo regresa a casa y acepta las condiciones de Louise, salvo poner fin a su relación con Nelly.




viernes, 21 de mayo de 2021

Urga (1991)


<<La estepa tiene una particularidad maravillosa. Esa particularidad vive en ella, invariablemente, ya sea al alba, en invierno, en verano, en sombrías noches de lluvia o bajo el claro de luna. Siempre y por encima de todas las cosas la estepa habla al hombre de la libertad... La estepa se la recuerda a aquellos que la han perdido.>>1 La estepa referida por Vasili Grossman en su colosal novela río Vida y destino (Zhizn i sudbá) es la calmuca, pero la sensación de libertad que vale para la europea también sirve para la estepa de la Mongolia Interior donde Nikita Mikhalkov ubica Urga (1991), un espacio donde coinciden tres culturas —la china, la mongol y la rusa— y sus tres presentes. El chino mira hacia el futuro, construye carreteras, moderniza sus ciudades, pero también controla la tasa de natalidad mediante leyes que limitan a uno el número de hijos por familia; el mongol muestra el nomadismo y pastoreo tradicional que se encuentra en vías de extinción o así parece indicarlo el “progreso” que llega con la carretera que se está construyendo, con la aparición de Silvester Stallone en un cartel promocional de la película Cobra (George Pan Cosmatos, 1986), con la televisión y el control de natalidad; y la rusa apunta la incertidumbre y desorientación que se avecina con el fin de la Unión Soviética, un sistema geopolítico agonizante que no tardaría en dejar de existir como tal. La geografía rusa se extiende de oeste a este, desde Europa hasta Extremo Oriente, y nos descubre a un gigante de encuentros y desencuentros, de acercamientos y distancias humanas y culturales entre Asia y Europa. Funciona como puente y al tiempo de frontera euroasiática, más allá de la natural de los Urales, pero, sobre todo, fue y es una realidad multiétnica llena de contrastes. Hay varias películas soviéticas que, como Calor (ZnojLarisa Shepitko, 1962) o Dersu Uzala (Akira Kurosawa, 1975), manifiestan estas distancias que la alejan de la zona de influencia europea, al tiempo que acercan dos culturas (o modos de interpretar el mundo) que se encuentran en un espacio determinado donde se produce su contacto. En Urga, esas distancias se ubican en la llanura de Mongolia Interior, región autónoma china donde hay una aproximación de las tres culturas arriba nombradas, y que difieren y coinciden en la ciudad donde Sergei (Vladimir Gostyukhin) se despide momentánea de Gombo (Bayaertu), el pastor mongol que le ofreció su ayuda, su amistad y la hospitalidad de su hogar.



Mikhalkov filma un cuento cinematográfico, algo así como una historia para contar y alterar con el paso del tiempo, de mirada curiosa, irónica y tierna. Es un cuento sin moraleja, pues esta no tiene cabida en el devenir temporal que mira el presente como si fuera ya el pasado, lo mira y mira atrás con nostalgia, para rememorar 
el encuentro entre los personajes, pero también para señalar esas distancias que se agudizan cuando la acción transita por un espacio urbano ajeno tanto a Gombo como a Sergei. La propuesta del cineasta ruso cabalga por contrastes humanos y espaciales. Enfrenta el espacio estepario, donde las líneas del horizonte y del cielo se igualan en la distancia para perderse y soñar libertad, y el asfalto urbano, delimitado por los edificios que forman barrotes que atrapan y retienen en su interior el bullicio, el movimiento, las prisas que no se descubren en la quietud de la llanura donde Urga es sensibilidad hecha imágenes. Sus personajes, las relaciones de familia y la amistad que se origina tras el accidente de Sergei apuntan esa sensibilidad que ya se encuentra en el título, en la palabra que define la vara y el lazo con el que los pastores mongoles atrapan su ganado. Ese urga alude al mundo de los sentidos y de las sensaciones, del amor, la carnalidad y el deseo, la unión de dos cuerpos que yacen en la pradera y que clavan el palo en la tierra como símbolo de que mantienen relaciones sexuales y no desean ser molestados.


Sensible y poética en la humanidad de un gesto, en la elocuencia de un silencio, en la nostalgia de una canción, en la necesidad de contacto, en la mirada curiosa de un niño que vive en la inocencia y en libertad o en los pequeños detalles en constante oposición y en la intimidad cotidiana de esa familia de mongoles de la estepa que abre su yurta (
vivienda desmontable de los nómadas esteparios) a Sergei. Este personaje posibilita a Mikhalkov una nueva intimidad, la que mantiene con Marina (Larisa Kuznetsova), pero le interesa para introducir un nuevo contraste, el del hombre desencantado —que ha visto incumplidas las promesas de bienestar soviéticas—, el que se ha visto obligado a alejarse de sus raíces y de su espacio. Urga deambula entre dos mundos, los que representan la familia (tradición que desaparecerá) y el urbano (progreso que engullirá cuanto encuentre en su camino), mientras que el ruso que acogen tras el accidente de su camión (medio de transporte menos adecuado para la estepa que el caballo) es un desubicado en cualquier parte, incluso en su país. Un ejemplo de contraste lo encontramos en el caballo y la bici. Gombo acude a la ciudad a por preservativos, el remedio que permitiría que Pagma (Badema) y él volvieran a clavar el urga en la estepa —algo que el pastor intenta hacer al inicio del film, pero que su mujer rechaza, debido a la ley de natalidad. El periplo urbano resulta cómico, por momentos fuera de la realidad. Sobre uno de sus caballos, Gombo trota por el espacio abarrotado de bicicletas, motos y transeúntes. Su indumentaria y su tranquilidad, su vuelo en un carrusel para niños, el contraste con el amigo de Sergei en la discoteca, su modo de medir el tiempo y el ritmo vital hacen de él un espécimen único en el medio urbano. Es un pastor, un nómada, un hombre libre en la estepa inabarcable, ¿pero qué sería en esa ciudad donde, entre otras cosas, compra una bici y el televisor que aparecen en su sueño? De regreso a casa, se detiene a descansar en la pradera y sueña. Se ve mirando el televisor mientras come comida enlatada y poco después pedalea en bici por la llanura donde le apresan las hordas de Genghis Khan. Es un sueño, pero también un presagio y la realidad de ese progreso que no cuadra en su mundo moribundo, que más temprano que tarde se unirá al pasado de esplendor mongol. Ya despierto, regresa al hogar sin los preservativos, pero con el televisor. Lo conecta y las imágenes que emiten hablan del fin de la Unión Soviética, quizá también del final de su época, y de otras cosas que nada les dice; y en ese instante Pagma comprende algo que calla y decide salir de la yurta y cabalgar por la llanura hasta que Gombo la atrape en el lugar donde clavará el urga, quizá por última vez.



1.Grossman, Vasili: Vida y destino (traducción Marta Rebón). Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2016

miércoles, 19 de mayo de 2021

Molly’s Game (2017)


La introducción de Molly’s Game (2017) sí tiene que ver con el relato que se verá a continuación, aunque la voz de Molly (Jessica Chastain) apunte lo contrario. Guarda relación por algo tan obvio como el estar ahí, en la pantalla, y está ahí porque una de sus funciones es dejar claro que estamos escuchando y viendo a una luchadora y una perfeccionista que compite para ganar. Molly Bloom es una competidora nata, que no se rinde, que juega para vencer, aunque su juego no es en la pista de sky donde sufre el accidente que le impide saber si habría ganado, ni tampoco lo será  a la mesa de póker donde otros juegan por dinero, negocios, prestigio. Su competición es contra sí misma, quizá contra sus fantasmas, mientras se entrega a la creación de su carrera como organizadora de partidas millonarias y al control de cualquier espacio que pise. La introducción sobre la nieve, en las eliminatorias preolímpicas, la define y, además, le vale para ganarse al público, pues su voz nos guía por su historia y lo hace con ritmo veloz, sin dejarnos opción a la reflexión. Escuchar a Molly sobre las imágenes es un recurso muy efectivo para atrapar la atención de los espectadores. Establece complicidad y nos conduce por la biografía de la heroína (ella, claro está). Cierto que no es un recurso novedoso, pero bien empleado funciona, como resulta ser el caso de esta voz que procede de la autobiografía escrita por la protagonista, una autobiografía que permite a Aaron Sorkin jugar con tres tiempos narrativos: el pasado, en el que se habla de las partidas que organiza para hombres famosos, poderosos y millonarios, y el pasado anterior, su relación con el padre (Kevin Costner) —ambas aparecerían en el libro—, y el supuesto presente durante el cual se desarrolla la acusación contra Molly y su relación profesional (y de confianza) con su abogado (Idris Elba).


La heroína se gusta a sí misma, de eso no hay duda, y también nos gusta, porque es inteligente, tiene clase y, sobre todo, por ser una rareza de integridad en un mundo que ha perdido parte de la suya. Esa integridad es la que le vale la admiración y confianza de su abogado, también nuestras simpatías. Para Molly, la partida que organiza en Los Ángeles —primero como asalariada, después como su propia jefa— es algo más. Ella no juega al póker, pero juega a ganar. Esa partida es su competición y cuando el jugador X (Michael Cera) le deja fuera del negocio, cae, se levanta, viaja a Nueva York y crea la partida en la tendrá (o creerá tener) el control absoluto. Molly no puede soportar perder, lo lleva en la mente desde niña, por eso está obligada a levantarse, a seguir y a ganar. El problema es que en Nueva York coquetea con las drogas para mantenerse despierta y acepta un porcentaje del 2 % del bote de las partidas para cubrir las apuestas (pues no quiere exigir, mediante el uso de la violencia, que le abonen los dos millones ochocientos mil dólares que los jugadores le deben). Y ahí, en ese porcentaje, rompe la máxima que le había dicho su anterior abogado, la de <<no violes la ley, cuando estés violando la ley>>. De ese modo, después de años en el negocio, vuelve a caer, al trasgredir la ley, lo que permite a la fiscalía confiscarle su dinero y presionarla, para que sea su testigo contra la organización criminal a la que, sin ella saberlo, pertenecían varios de los asiduos a sus partidas neoyorquinas. Pero como ya se intuía en la introducción, Molly cae para levantarse; y ese es su gran triunfo y su victoria.